martes, 27 de mayo de 2014

EUROPA de les nacions.....


La Europa de las tribus
IGNACIO CAMACHO
La crisis de la política empuja a los europeos en manos de una pléyade de charlatanes, oportunistas y exaltados
MALAS noticias. La Europa de las instituciones tendrá esta noche menos cohesión ideológica y moral que esta mañana. Por mano democrática y popular, eso sí; el pueblo es soberano incluso en su derecho a equivocarse. La crisis ha provocado en la gente una frustración que ofusca su criterio y tiende a empujarla en manos de charlatanes, oportunistas y exaltados. Así, el Parlamento de soberanía casi plena que soñaron Delors, Kohl y los últimos grandes europeístas de luces largas va a convertirse en la caja de resonancia de una estrafalaria pero extensa pléyade de ventajistas fanáticos. Los xenófobos de Le Pen en Francia, los antisistema de Grillo en Italia, los racistas de Farage en Gran Bretaña, los eurófobos de Wilders en Holanda. En las naciones del Tratado de Roma, en los territorios que acunaron la más refinada civilización del Occidente contemporáneo, la oleada antipolítica ha incubado los virus de la intolerancia, la crispación y la discordia.
En el convulso mapa continental que se perfila desde hoy, España aparenta pese a su tormentoso clima interior un contorno moderadamente razonable. El racismo carece de expresión política, la extrema derecha no está articulada y el voto del descontento se limitará a alejarse del bipartidismo hegemónico para buscar refugio en partidos de perfecta integración democrática. UPyD, Ciudadanos y Vox representan a fuerzas regeneracionistas e Izquierda Unida es una plataforma de ideas radicales pero con plena consolidación en el sistema institucional. El extremismo revolucionario y las candidaturas frikis pueden aflorar solo en proporciones simbólicas y poco significativas, testimonios inevitables de la sociología del desengaño. Nuestra única cuota estrambótica la asume el nacionalismo rupturista, vieja anomalía que pretende defender la unidad europea rompiendo la española. En conjunto, el panorama electoral de las encuestas responde a una cierta madurez colectiva, impermeable a los cantos de sirena que en otras naciones invocan con su música alborotada a los peores fantasmas del siglo pasado. El ajuste de cuentas será interno, no con Europa. La desafección política es tan notable como lógica, pero no parece aún capaz de desequilibrar la contrastada sensatez histórica de un electorado irritado por los ajustes pero con memoria del papel que la UE ha representado en la consolidación nacional de los últimos treinta años.
Por mucha cordura que conservemos los españoles, va a ser sin embargo inevitable que nos afecte la epidemia desintegradora con su efecto de contagio. El avance de la Europa de las tribus, como la llama el maestro Carrascal, tendrá influencia decisiva en el marco de las grandes instituciones que determinan nuestro presente y nuestro futuro. Y no son buenas perspectivas las de ahí afuera; si este país extravía el camino no va a encontrar soluciones correctas donde siempre las había buscado.

Europa: To be or not to be
JOSÉ MARÍA CARRASCAL
Aquel sueño de una Europa unida, próspera, solidaria, ha sido la principal víctima de la crisis
NO es España la que se la juega este fin de semana. Es Europa, y comprenderán que no me refiero a la final de Lisboa. Europa, como España, ha llegado a una encrucijada en la que nunca creyó encontrarse: seguir adelante con su proceso de unificación o volver a los estados nacionales, que, aunque son unos hijos de puta, son nuestros hijos de puta, no los de Bruselas.
Aquel sueño de una Europa unida, próspera, solidaria, ha sido la principal víctima de la crisis y por todas partes crecen críticas al proyecto común, unos por creer que aportan demasiado, otros por considerar que se les exige más de lo debido. Ambos pueden tener razón, pero en la disputa puede morírsenos la criatura. El dato más relevante que salga de las urnas es el de los partidos antieuropeístas, que nos dará la magnitud del descontento y, a la postre, el «to be or not to be» del proyecto comunitario. ¿Continuamos con los ajustes ahora que la recuperación apunta tímidamente en los más castigados por la crisis –Grecia, Italia, España, Portugal, Irlanda– o volvemos a gastar más de lo que ganamos? Pues no hay otras alternativas, pese a lo que dicen los demagogos.
Lo más curioso es que mientras en los países ricos del norte el antieuropeísmo se da en la extrema derecha, en los pobres del sur se da en la extrema izquierda. Lo que indica que son bastante parecidas. O, mejor, que la izquierda ha adoptado posturas de la peor derecha. ¡Quién me iba a decir a mí que vería a la izquierda hacerse antieuropea, a más de nacionalista! Vivir para ver.
La mayor mentira que ha dicho Elena Valenciano en esta campaña no fue que el PP está contra las mujeres –teniendo maltratadores en altos cargos de su partido–, sino que el PSOE es una socialdemocracia. No, el PSOE de hoy es socialismo puro y duro, que disputa a los comunistas el voto de la izquierda y se pone como objetivo «parar a Merkel», como hacen estos. Si fuera socialdemócrata, haría lo que los socialdemócratas alemanes que están gobernando con Merkel y que, bajo Schröder, lanzaron el programa de ajustes que ha permitido a su país afrontar la crisis con éxito. Ajustes que iban desde la reforma del mercado laboral a la revisión de todos los gastos.
Pero no quiero hablar de esta campaña electoral en España, la más triste, la más pobre, la más estúpida que he presenciado en mi ya larga vida periodística, reducida por la señora Valenciano al machismo del candidato del PP y por este a escapar de la metedura de pata que cometió, mientras el resto intentaba sacar tajada del rifirrafe. Yo solo quería llamar la atención sobre un punto: ese Estado del bienestar que llegó a alcanzar España y ahora se ve en peligro fue gracias a Europa. Sin las ayudas, subvenciones y oportunidades que Europa nos ofreció –puede que sin los debidos controles, pues parte de ello se fue a bolsillos que no correspondían, pero eso no es culpa de Europa, sino nuestra–, nunca hubiéramos alcanzado tal bienestar.
Pues bien, quien quiera volver a lo anterior, hoy tiene la oportunidad de pedirlo.

España era el problema, Europa la solución
La UE se enfrenta a un gran dilema: o construye una estructura supraestatal con fuerza suficiente para hacer política en el mundo globalizado o retornará a una especie de Edad Media de Estados subalternos
SANTOS JULIÁ 25 MAY 2014 - 00:58 CET
Archivado en: Opinión Elecciones europeas 2014 José Ortega y Gasset Joaquín Costa Crisis económica Recesión económica Coyuntura económica España UE Elecciones Economía Europa Organizaciones internacionales Política Relaciones exteriores

EULOGIA MERLE
Cuando Ortega alumbró la memorable ocurrencia que encabeza esta página, todavía resonaban los ecos de “aquella literatura revuelta, tumultuaria, a trechos estimulante y cáustica, a trechos deprimente y narcótica como el vaho de cloroformo en las enfermerías”, de la que Miquel dels Sants Oliver levantó el primer y casi definitivo balance en 1907. Oliver la bautizó como literatura del desastre, aunque no todo en ella fuera canto de añoranza ni adoptara el tono elegiaco propio del finis Hispaniae. Por ejemplo, que España, si quería salir del estado de postración en que había caído tras el desastre de 1898, tendría que europeizarse: “Queremos respirar el aire de Europa” fue el grito que se elevó de la primera asamblea de productores animada por el ardiente corazón de Joaquín Costa. Y Ortega, un adolescente del 98, que había escuchado con el ánimo sobrecogido, como tantos otros jóvenes, los aldabonazos de Costa en el Ateneo de Madrid clamando contra la oligarquía y el caciquismo y por la reconstitución y europeización de España, no tuvo ninguna duda de que, en efecto, España era el problema y Europa la solución.

Lástima grande fue que nada más enunciarse el ideal de Europa como síntesis de ciencia y moral alemana, libertad y democracia de Francia, educación y selfgovernment de Inglaterra, los europeos entraran en una guerra que los desolados jóvenes españoles, llegados a su primera madurez, no pudieron interpretar más que como “guerra civil”, un concepto que oscurecía más de lo que aclaraba y que fue cediendo ante la evidencia de que quienes se enfrentaban por las armas eran los Estados de naciones imperiales, que no cejaron en su mutua destrucción hasta que de la vieja Europa no quedaron más que ruinas. Las nuevas generaciones de españoles, sin embargo, que habían apostado con fuerza por los aliados frente a los imperios centrales, no abdicaron de su empeño y en muy pocos años, los que van de 1918 a 1936 arramblaron con la España ensimismada a la que las clases dominantes de la Restauración —típicamente, ferreteros vascos, textiles catalanes, latifundistas castellanos y andaluces— habían aislado del mundo entorno con sus aranceles y políticas proteccionistas. Respiraron, en efecto, los aires de Europa y alumbraron una nueva edad que hemos llamado de plata aun si en muchas de sus realizaciones superó con creces la de oro.

El ensimismamiento llegó a cotas impensables con la consigna de Imperio hacia Dios y Nación católica

De todo esto, como sabemos muy bien por haberlo sufrido en nuestras carnes, no quedó nada: el proteccionismo alcanzó su paroxismo con la autarquía del Nuevo Estado salido de la rebelión militar y la guerra civil y sostenido en las mismas clases dominantes de la Restauración con el añadido de las tres grandes instituciones con poder de Estado encargadas de mantener bien cerradas las ventanas al exterior: las Fuerzas Armadas, la Iglesia y el Movimiento. El ensimismamiento subió a cotas impensables con la doble consigna de Imperio hacia Dios y Nación católica, un invento muy español que lo debe casi todo a dos cardenales catalanes: Gomà y Pla i Deniel, arzobispos de Toledo, primados de España desde 1933 hasta 1968, y heraldos, el primero, de la Hispanidad y el segundo, de la Cruzada. Fueron años de hambre, crucifijo y pena que culminaron con las gentes del Opus Dei y su nueva consigna, tan digna de recuerdo como las de Costa y Ortega: españolización en los fines, europeización en los medios. Con ella, y no poco de cilicio, se pusieron en marcha los planes de desarrollo sostenidos en las remesas de emigrantes y las divisas de turistas. Europa tomaba el sol en las playas de España y España tendía sus brazos a los europeos desde la no menos célebre consigna ideada por los servicios de propaganda de Manuel Fraga: Spain is different.

Por algunas de las rendijas abiertas escaparon —escapamos— muchos españoles que, además de respirar el aire de Europa como nuestros mayores, queríamos ser lisa y llanamente como los europeos. ¿Españoles? Bueno, eso era lo que aseguraba nuestro DNI, pero qué vergüenza andar levantando banderas, qué ridículo emocionarse con glorias o identidades nacionales, qué pereza cultivar señas de identidad impuestas por la tradición, la cultura o la memoria construidas desde el poder del Estado. Determinados a ser, por nacimiento, españoles, éramos, por lecturas y por voluntad de ser, europeos, con una carga de ingenuidad de la que solo despertamos cuando, a la muerte del dictador, Francia impuso pausas y sembró de obstáculos nuestro viaje a Europa. Finalmente, con el camino despejado por la política exterior más hábil y tenaz sostenida por cualquier Gobierno español en el siglo XX, la sensación de logro, y no de gracia otorgada, dio a la entrada de España en la Comunidad Europea toda su dimensión histórica, porque fue ese logro lo que acabó por liquidar la secular frustración que nuestros más ilustres antepasados habían definido como anomalía española.

¿Dónde estamos ahora? El largo viaje a Europa terminó hace décadas: ya no vamos a Europa, ahora somos Europa. Europa, por tanto, ya no es nuestra solución, es nuestra responsabilidad, aunque por lo que transmitieron los debates entre candidatos a ocupar un escaño en el Parlamento Europeo se diría que lo que realmente nos va es cocernos en nuestras propias miserias. Lo que de verdad movió a cada candidato fue echar sobre el adversario paletadas de basura de manera que apareciera ante los electores como único responsable de los males que nos aquejan. Por supuesto, para quienes tienen como meta la secesión de un territorio del Estado, las elecciones europeas son poco más que un test para medir la fuerza del soberanismo. Encerrados con esos juguetes de fabricación casera, a nadie parece interesar el futuro de Europa.

Durante la crisis se refuerzan y multiplican los nuevos movimientos secesionistas y populistas

Sin duda, Europa ya no es lo que era a finales del pasado siglo: un proyecto vivo de construcción de un poder público supraestatal posnacional. La crisis que ha sacudido sus cimientos ha mostrado, por una parte, que sus nacionalidades, lejos de mezclarse y fundir sus cualidades y sus caracteres particulares en una unión común para el beneficio de la raza humana —por decirlo con palabras de John Stuart Mill— se refuerzan y multiplican con los nuevos movimientos populistas y secesionistas surgidos en las últimas décadas; y, por otra, que sin una moneda asentada en un sólido entramado institucional no hay poder público ni hay, por tanto, política alguna que valga. Y así, Europa se encuentra hoy ante un dilema que habrá de resolver: o logra constituir una estructura supraestatal con fuerza suficiente para hacer política en el nuevo mundo globalizado o retornará a esa especie de Edad Media en la que sueñan los movimientos secesionistas siempre a la búsqueda de identidades ancestrales.
 Pues aunque nadie pueda predecir el futuro, parece claro que si los movimientos neopopulistas y secesionistas logran sus objetivos y si Reino Unido, España, Italia y Bélgica entran por la senda de la secesión de sus territorios mientras Francia opta por encerrarse en una dorada decadencia, Europa acabaría alumbrando un nuevo sistema de poder seudoimperial germano operando sobre unidades territoriales de pequeños Estados subalternos. En tal caso, Europa dejaría de existir como un poder supraestatal capaz de someter a regulación los mercados y de mantener en vida lo que ha constituido hasta hoy su principal razón de ser: garantizar a sus ciudadanos, además de paz y democracia, un sistema público de sanidad, educación y seguridad social que las políticas privatizadoras y el creciente abismo de desigualdad abierto a nuestros pies por los poderes financieros globales ha erosionado durante las últimas décadas.
Santos Juliá es profesor emérito de la UNED. Acaba de publicar Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

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