Javier
Cercas 13 SEP 2013 - 19:56 CET El País
Es
posible que en los últimos tiempos estemos viviendo en Cataluña una suerte de
totalitarismo soft; o, por usar de nuevo el término de Pierre Vilar, una suerte
de “unanimismo”: la ilusión de unanimidad creada por el temor a expresar la
disidencia.
El
instrumento de esta concordia ficticia no es la violencia, sino el llamado
derecho a decidir: quien está en favor del derecho a decidir no es sólo un buen
catalán, sino también un auténtico demócrata; quien está en contra no es sólo
un mal catalán, sino también un antidemócrata.
Así
las cosas, es natural que, salvo quienes sacan un rédito de ello, en Cataluña
casi nadie se atreva a dudar en público de un derecho fantasmal que no ha sido
argumentado, hasta donde alcanzo, por ningún teórico, ni reconocido en ningún
ordenamiento jurídico; también es natural que nadie se resuelva a decir que,
aunque parezca lo contrario, no hay nada menos democrático que el derecho a
decidir. O, dicho de otro modo: ahora mismo, el verdadero problema en Cataluña
no es una hipotética independencia, sino el derecho a decidir.
Me
explico.
En
democracia no existe el derecho a decidir sobre lo que uno quiere,
indiscriminadamente.
Yo
no tengo derecho a decidir si me paro ante un semáforo en rojo o no: tengo que
pararme.
Yo
no tengo derecho a decidir si pago impuestos o no: tengo que pagarlos.
¿Significa
esto que en democracia no es posible decidir? No: significa que, aunque
decidimos a menudo (en elecciones municipales, autonómicas y estatales), la
democracia consiste en decidir dentro de la ley, concepto este que, en
democracia, no es una broma, sino la única defensa de los débiles frente a los
poderosos y la única garantía de que una minoría no se impondrá a la mayoría.
Ahora
bien, es evidente que, con la ley actual en la mano, los catalanes no podemos
decidir por nuestra cuenta si queremos la independencia, porque la Constitución
dice que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español (cosa nada rara:
salvo la de la extinta Unión Soviética, que yo sepa, ninguna constitución ha
reconocido jamás el derecho de que una parte del Estado se separe por su cuenta
del resto).
¿Significa
esto que los catalanes no tenemos derecho a decidir sobre nuestra
independencia?
A
mi juicio, tampoco: si una mayoría clara e inequívoca de catalanes quiere la
independencia, parece más sensato concedérsela que negársela, porque es muy
peligroso, y a la larga imposible, obligar a alguien a estar donde no quiere
estar.
La
pregunta se impone: ¿existe esa mayoría?
Los
partidarios del derecho a decidir sostienen que precisamente para eso, para
saber si existe, es indispensable un referéndum (en este asunto, las encuestas
no sirven, como comprobamos en las anteriores elecciones); pero, antes de usar
ese recurso excepcional e imprevisible, cualquier político honesto y prudente
usaría el recurso previsto por la ley: las elecciones.
Quiero
decir: unas elecciones en las que todos los partidos declaren, clara e
inequívocamente, su posición sobre la independencia.
En
las últimas, los partidos inequívocamente independentistas (ERC más CUP)
sumaron 24 diputados de 135: apenas un 17%.
¿Cuántos
diputados sumarían los independentistas si en unas futuras elecciones el resto
de partidos dijera con claridad si quiere la independencia o no?
Eso
es lo que deberíamos saber antes de tomar la vía azarosa del referéndum: si hay
una mayoría de partidarios de la independencia, habrá que celebrar un
referéndum; si no la hay, no.
“La democracia consiste en decidir dentro de la ley, que no es una
broma”
Es dudoso que vayamos a tener una respuesta a la anterior pregunta,
porque CiU sabe que si defiende la independencia en unas elecciones, las
perderá (y antes se habrá roto por dentro: aún no sabemos si Convergència es
independentista, pero sí sabemos que Unió no lo es), así que seguirá sin decir
la verdad a sus electores; en cuanto a la izquierda, todo indica que seguirá
atrapada en la telaraña ideológica que le ha tejido CiU –de ahí que acepte el
derecho a decidir–, cavando su propia tumba y minando la democracia. No veo
otra forma de decirlo: se puede ser demócrata y estar a favor de la
independencia, pero no se puede ser demócrata y estar a favor del derecho a
decidir, porque el derecho a decidir no es más que una argucia conceptual, un
engaño urdido por una minoría para imponer su voluntad a la mayoría.
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