Historia y
Vida. Extra número 4, 1974
Gregorio
Gallego
A finales de
febrero de 1939 fui convocado para asistir a un pleno restringido de militantes
de la CNT madrileña con el aviso de que «se trataba de un pleno muy importante
en el que se tomarían acuerdos decisivos en relación con la guerra y la
política del doctor Negrín.
Recuerdo que, en principio, me mostré reacio a
asistir a la reunión, y no porque no me interesaran los problemas orgánicos,
sino más bien porque me agobiaban los problemas del frente. A la sazón era jefe
accidental del Estado Mayor de la 50 Brigada Mixta, mandada por Alfonso Pérez,
y me hallaba personalmente comprometido en el intenso plan de fortificaciones
que se estaba realizando en el sector con vistas a la temida ofensiva enemiga.
Prácticamente estábamos en estado de alerta, ya que tanto los observatorios
propios, como los servicios de información de la 12 División y del IV Cuerpo de
Ejército, acusaban movimiento inusitado de vehículos y concentración de fuerzas
en la retaguardia enemiga.
Además del
temible «achuchón» que nos amenazaba, existían otros motivos de alarma en los
frentes.
El derrotismo empezaba a hacer estragos en la moral de los
combatientes republicanos.
La pérdida de Cataluña, el fracaso de la ofensiva
republicana en Extremadura y la vida trashumante del doctor Negrín y su
Gobierno estimulaban cierto humorismo corrosivo en las trincheras.
Por
supuesto, nadie creía en la victoria.
Los comisarios políticos se las veían y
deseaban para contener la murmuración y la crítica.
Las deserciones a la
retaguardia o al enemigo estaban a la orden del día.
Incluso se daban casos de
insubordinación patentes, aunque hay que reconocer que la mayoría de soldados
acataban disciplinadamente las órdenes de sus oficiales.
Otro motivo de
preocupación diaria era el abastecimiento. Intendencia empezaba a fallar. Las
raciones eran escasísimas y había que valerse de mil tretas para obtener
recursos complementarios en los pueblos de la retaguardia. Una labor penosa,
porque los pueblos tampoco estaban sobrados de alimentos y había que librar
verdaderas batallas con los alcaldes y encargados de las colectividades y, a
veces, amenazarlos para que entregasen un poco de harina, unos corderos o el
alimento que tenían para el ganado. Después de, haber comunicado por teléfono a
los compañeros de Guadalajara que no asistiría al pleno, llegó Alfonso Pérez,
jefe de la Brigada, y me dijo que Cipriano Mera y Feliciano Benito le habían
insistido mucho para que no faltáramos a la reunión.
-¿No te han
dicho de lo que se trata?
-Feliciano
Benito me ha dicho que es orden de Val y que por la gravedad de los asuntos a
tratar solamente han sido convocados los militantes de absoluta confianza...
Por primera
vez en muchos meses hablé con mi jefe con entera confianza. La disciplina
militar y el sentido de la jerarquía habían enfriado un tanto nuestras
relaciones personales, pero en aquel momento volvimos a ser los compañeros de
lucha sindical y comentamos con entera libertad la situación política y militar
y la crisis a que nos veríamos abocados de un momento a otro. En el IV Cuerpo
de Ejército se hablaba mucho por aquellos días de las conversaciones que Mera
había tenido con el doctor Negrín y algunos de sus ministros. El «viejo» se
mantenía impenetrable, pero todos sabíamos que no se había mordido la lengua al
analizar las posibilidades de resistencia.
Manuel López
ofrece un cuadro escalofriante de la solidaridad internacional para con la
República.
Al día
siguiente nos trasladamos a Madrid y poco antes de las 11 entrábamos en el
salón de actos del Sindicato de Espectáculos Públicos, instalado en un palacete
de la calle de Miguel Ángel.
Los reunidos no pasábamos, de un centenar, pero
allí estaban las planas mayores de los comités regionales y locales de la CNT, la
FAI y las Juventudes Libertarias, los directores y algunos redactores de «CNT»,
«Castilla Libre» y «Frente Libertario», todos los secretarios de Sindicato y
federaciones regionales.
Entre los militares destacaba Cipriano Mera, con sus
incondicionales Rafael Gutiérrez Caro, jefe de la 14 División, y Luzón, que
mandaba la 70 Brigada; el todo poderoso «Comité Regional de Defensa» con su
secretario, Eduardo Val, discretamente difuminado en la presidencia, junto a
Gallego Crespo, secretario del Comité Regional, y Manuel López, secretario del
subcomité nacional, con sede en Valencia, y a la sazón primer dirigente del
Movimiento Libertario en la zona Centro-Sur.
En el pleno se percibía cierta
tensión y apremio. Faltaba el aire discursivo, polémico y hasta jocoso de las
reuniones normales. Todos sabíamos poco más o menos de lo que se iba a tratar y
la preocupación era unánime.
Abrió la
sesión Gallego Crespo como secretario de la Confederación Regional del Centro
y, casi sin preámbulo, cedió la palabra a Manuel López, hombre sobrio de gestos
que poseía una rara capacidad de síntesis. Se le notaba enfermo y cansado.
Murió tuberculoso a los pocos meses de terminada la guerra.
Durante cerca de
una hora habló en un. tono monótonamente informativo de las dificultades con que
habían tropezado los tres compañeros comisionados por las organizaciones
anarcosindicalistas de la zona Centro-Sur para ponerse en contacto con el
comité nacional de la C.N.T., primero en Cataluña y después en Francia.
Los
componentes de la comisión eran Juan López, ex ministro de Comercio y cabeza
visible de la corriente más moderada del sindicalismo;
Manuel Amil, varias
veces miembro del comité nacional de la CNT, dirigente nacional del Sindicato
del Transporte y muy astuto y maniobrero en la lucha sindical;
y Eduardo Val,
dirigente del Sindicato Gastronómico y hombre de confianza de los grupos de
defensa confederal.
En aquel momento era el hombre más poderoso de la CNT a
pesar de que apenas si era conocido fuera de ella. Manuel López informó extensamente
de la situación de los refugiados en Francia, de las imprevisiones de nuestro
Gobierno y del comportamiento de las autoridades francesas.
Sin intención de
dramatizar, nos ofreció un cuadro escalofriante de la solidaridad
internacional. «Los socialistas, los comunistas y los masones -vino a decir-,
cuentan en Francia con la tolerancia de las autoridades y la ayuda de sus
camaradas franceses, pero nosotros no podemos contar con ninguna, porque los
anarcosindicalistas franceses carecen de influencia».
Para ilustrar la
situación real de los millares de cenetistas que habían huido de Cataluña, nos
relató la odisea de Marianet, secretario del comité nacional de la CNT, que
vivía como un fugitivo para no ser detenido y encerrado en un campo de
concentración.
Con relación a la guerra, afirmó que teníamos que seguir hasta
el final, pero no de cualquier manera, arrastrados por las falsas esperanzas
del doctor Negrín y de los que pedían el sacrificio total del pueblo a una
causa perdida, mientras ellos se preparaban la huida con todos los honores y
con todos los tesoros».
Seguidamente
relató algo que sacudió a los reunidos como una descarga eléctrica.
En el avión
que traía de Francia a Juan López, Eduardo Val y Manuel Amil, este último había
sorprendido una conversación entre dos militares comunistas, según la cual el
doctor Negrín proyectaba dar un golpe de Estado en la zona Centro-Sur y
destituir a todos los mandos militares que no le fueran adictos.
Aunque Manuel
Amil tenía fama de receloso y aficionado a las intrigas, nadie puso en tela de
juicio sus «escuchas».
Gallego Crespo centró la discusión en un punto único:
actitud de la CNT en el caso de que el doctor Negrín intentara hacerse con todo
el poder de acuerdo con los comunistas.
Parte del
Ejército y la Marina, con la CNT y contra Negrin.
Uno de los
primeros en intervenir fue Manuel Salgado, que durante algún tiempo desempeñó
el cargo de jefe de los Servicios Especiales del Ministerio de la Guerra y
conocía bien los entresijos de los Estados Mayores.
A Salgado fue a quien el
general Miaja pidió ingresar en la CNT en 1936 y Salgado le respondió que
"la CNT no tenía sindicatos de generales".
Naturalmente, su
intervención fue un alegato contra toda clase de dictaduras y afirmó que no
éramos solamente nosotros los que estábamos en contra de los sueños
dictatoriales del doctor Negrín, sino que también la mayoría de los
republicanos y socialistas rechazaban el poder personal de un hombre incapaz de
conducir la guerra y respetar los principios democráticos de la República.
"Me consta -dijo con aire sibilino- que si tenemos la gallardía de hacerle
frente, muchos jefes y oficiales del Ejército y de la Marina que todavía creen
en una paz honrosa se pondrán de nuestra parte."
La
intervención de Salgado provocó una gran polémica.
No fueron pocos los que
preguntaron qué significaba «una paz honrosa, ya que se daba por supuesto que
Salgado actuaba como portavoz del Comité Regional de Defensa.
Me parece que fue
Ramos, un dirigente de la FAI, quien recogió la pelota lanzada por Salgado y la
desmenuzó a dentelladas. «Para mí -dijo- la paz honrosa es sinónimo de traición
o de claudicación y considero que no debemos tomarla en consideración.
Es más,
si el doctor Negrín y los comunistas son tan insensatos y se lanzan a la
aventura dictatorial, más que una paz honrosa lo qué tenemos que pensar es en
una muerte honrosa, porque todo se vendrá abajo.»
Antes de que
Ramos terminase de hablar, el fogoso director de "CNT" tomó la
palabra sin que nadie se la concediera y pronunció una de sus más exaltadas
arengas anticomunistas. Con la mayor crudeza dijo que la guerra la teníamos
perdida de cualquier manera y que si los comunistas se apoderaban del poder
harían con nosotros la mayor escabechina que recuerda la historia.
-Peor será
la que organicen los fascistas si nos enzarzamos nosotros en luchas intestinas
-le interrumpió alguien.
Se produjo
un pequeño tumulto entre los que creían peor a los comunistas que a los
fascistas y viceversa.
Pero García Pradas, que tenía buenos pulmones, siguió
hablando exaltadamente con igual desprecio hacia los comunistas que hacia los
fascistas.
Embriagado de retórica heroica, llegó a decir que, como depositarios
de los principios libertarios, no nos quedaba más remedio que destruir las
pretensiones dictatoriales de los comunistas, primero, y después .«mellar la
espada de Franco con nuestros pescuezos».
Esta frase se la volvería a oír
cuando ya todo estaba perdido y la Junta de Casado luchaba denodadamente por
obtener un período de tregua para organizar la huida.
Como era de
esperar, el pleno acordó por abrumadora mayoría rechazar cualquier tipo de
dictadura.
A tal fin, los comités del Movimiento Libertario recibían un voto de
confianza y quedaban facultados para establecer compromisos y alianzas con las
fuerzas antifascistas que se mantuvieran fieles a los principios democráticos.
Terminado el
pleno, los militares fuimos convocados al Comité Regional de Defensa, en la
calle Serrano, para recibir instrucciones más concretas.
Después de comer nos
reunimos en el despacho de Eduardo Val una veintena de jefes y oficiales.
El hombre
que «Pasionaria» califica con su habitual superficialidad y sectarismo de
«personaje oscuro y siniestro» nos informó detalladamente de los proyectos del
doctor Negrín y de sus entrevistas con los jefes militares y las autoridades de
la zona Centro-Sur con la mayor objetividad. Al parecer, tanto los grandes
jefes militares como los dirigentes políticos consideraban que habíamos llegado
al límite de la resistencia y se mostraban contrarios a provocar situaciones
catastróficas.
-Yo,
personalmente -dijo considero tan estúpido el numantismo como el entreguismo,
por lo cual creo que lo más importante es mantener unido el frente
antifascista.
Pero si Negrín se lía la manta a la cabeza y entrega el poder
militar a los mandos comunistas que perdieron la batalla de Cataluña después de
haber machacado a la CNT y a los catalanistas, recibirá la respuesta que
merece, aunque luego tengamos que lamentarlo todos.
Seguidamente
nos dijo que debíamos permanecer pendientes del parte de guerra emitido por
Unión Radio a las doce de la noche.
-Inmediatamente
que oigáis que se ha constituido una Junta para luchar contra Negrin, apoderaos
del mando de las unidades y destituir o encerrar a los negrinistas sin la menor
vacilación. A partir de ese momento todo el Movimiento Libertario debe
considerarse en pie de guerra.
Pocos días
después los acuerdos de aquel pleno se cumplían a rajatabla.
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