Indalecio Prieto
Publicado en Tiempo de Historia nº 27,
febrero 1977
El 12 de febrero de 1962, ahora hace
quince años, fallecía Indalecio Prieto en su exilio mexicano. Como tantas otras
figuras de nuestra vida política, científica y cultural, el dirigente
socialista murió lejos de los hombres y de la tierra por cuya liberación había
luchado largos años. En su recuerdo al filo de esta conmemoración, incluimos un
breve y jugoso artículo que Prieto escribiera sobre algunos pormenores del
Pacto de San Sebastián, de 1930, precedente inmediato de la proclamación de la
II República. Artículo que se halla fechado por el propio don Indalecio el 29
de noviembre de 1943.
Con motivo del convenio de unidad que,
para restaurar el régimen democrático, acaban de firmar en México republicanos
y socialistas españoles, se ha hablado del Pacto de San Sebastián que dio
origen a la constitución del Comité revolucionario de 1930, transformado en
Gobierno provisional el 14 de abril de 1931. Recordemos ese Pacto y algunas
consecuencias suyas. Y recordémoslo en aspectos anecdóticos, dejando a parte su
trascendencia histórica.
LA BELLA EASO.
Cuando me apeé en la estación del barrio
de Amara aquella mañana dominical de agosto, advertí, consultando el reloj, que
aún faltaban dos horas largas hasta la señalada para reunirnos. Los expresos de
Madrid y Barcelona tenían su llegada más tarde que el tren de Bilbao. Salvo
algunas personalidades convocadas que veraneaban en sitios próximos —don Niceto
Alcalá Zamora en Echarri-Aranaz y don Miguel Maura en Fuenterrabía casi todas
venían de la corte y de la ciudad condal y era preciso aguardarlas. La espera
resultaba adecuada para un paseo por la bella Easo, según los donostiarras
llaman, con legítimo orgullo, a su pueblo. No hay en el Cantábrico, ni en todo
el litoral español, población más linda. Antiguamente no les bastaba a los
parajes ser bellos para popularizarse, y, por eso, si Biarritz debió su
engrandecimiento a Eugenia de Montijo, San Sebastián debió su prosperidad inicial
a María Cristina de Habsburgo. La emperatriz de Francia convirtió el
pueblecillo pesquero cercano a Bayona en cosmopolita centro de recreo y la
reina regente de España dio vuelos de lujosa capital a la modesta Donostia. En
ambas ciudades constituyó amplia base económica el juego, disputándose la
concurrencia de jugadores el Gran Casino Easonense y el Casino Municipal de
Biarritz, que luego tuvieron réplica en otros suntuosos templos de la ruleta.
Y a cuenta de esto, aunque sin conexión
con mi relato, allá va una anécdota picaresca. Durante la regencia y al hacerse
cargo del Gobierno, don Antonio Cánovas del Castillo dio al ministro de la
Gobernación, don Francisco Romero Robledo, una lista de conspicuos
correligionarios para gobernadores civiles. El de Guipúzcoa opuso un serio
reparo: iría de gobernador, pero decidido a prohibir el juego en San Sebastián.
Cuando Romero Robledo enteró de tan singular condición a su jefe, exponiéndole
las pertubaciones de semejante medida. que privaría de fuertes ingresos a
varias entidades benéficas. Cánovas reflexionó así: «¡Qué raro! Nos ha salido
un mirlo blanco. Nómbrelo usted y pronto despejaremos la incógnita.» El
flamante gobernador, apenas posesionado de su cargo, prohibió rigurosamente el
juego, provocando airadísimas protestas y las aguas volvieron a su cauce con el
cese del austero poncio, al descubrirse que éste percibía grandes cantidades de
Biarritz para que San Sebastián no se tirara de la oreja a Jorge.
Pero volvamos al relato. ¿Dónde emplear
más placenteramente que en La Concha las dos horas ociosas? Recorrí la preciosa
playa, de Alderdi-Eder a Miramar. Ya para entonces predominaban también allí
los baños de sol sobre los acuáticos y las mujeres bien forma-das —las otras
refunfuñaban por tamaña des-honestidad— preferían tumbarse semidesnudas sobre
fina y dorada arena a sumergirse entre olas de blanca espuma, pasando largos
ratos al sol tras breves instantes en el agua. Después de defenderse con
sombrillas durante siglos contra toda caricia solar, la mujer, si era
escultural, optaba por tostarse la piel y cuanto más en público mejor...
La reunión estaba anunciada para
mediodía en el hotel Londres. Cuando yo llegué, el hall aparecía atestado por
haber acudido muchos periodistas nacionales y extranjeros e infinitos curiosos.
No hubo modo de aclarar cómo y por qué se había elegido el hotel Londres. Ni
allí residía ninguno de los convocados ni nadie había pedido permiso al
gerente, quien veía alarmado muchos gestos de extrañeza y disgusto por parte de
su aristocrática clientela al topar con tanto grupo de jacobinos. Fernando
Sasiain resolvió el conflicto, ofreciendo los salones del Casino Republicano
donde, bajo su presidencia, se estipularon las bases del Pacto, del cual, por
cierto —y ello dio lugar a distintas interpretaciones— no se extendió ningún
documento.
La siguiente reunión celebróse en
Fuenterrabía, en casa de Miguel Maura, y las sucesivas en Madrid, primero en el
domicilio de Maura y después en el Ateneo.
El Partido Socialista no estuvo
representado en San Sebastián, pues yo concurrí, previa invitación de los
demás, a título personal y sin representación alguna. Planteado inmediatamente
el asunto en nuestra Comisión Ejecutiva, ésta aceptó el Pacto y acordó nombrar
delegados suyos en el Comité revolucionario a Largo Caballero, a Fernando de
los Ríos y a mí y participar directamente en el Gobierno que se formara. El más
resuelto para estos acuerdos fue Largo Caballero, quien, frente a dudas de
otros compañeros, resumió su actitud con estas palabras: «El problema es
sencillísimo, consiste en creer o no creer en el advenimiento de la República y
yo, desde luego, creo». Posteriormente se adhirió también al Pacto la Unión
General de Trabajadores, aunque sin estar representada directamente en el
Comité revolucionario.
LOS TRES MANIFIESTOS.
En el domicilio madrileño de Miguel
Maura —quien ahora confecciona calcetines en Niza, si los alemanes no le han
cerrado su fabriquita— tuvo el Comité revolucionario contacto, por primera vez,
con elementos militares. Allí nos visitó el general Villabrille, segundo jefe
de la Capitanía de Burgos y con el cual había conferenciado antes, en plena
carretera, cerca de Aranda de Duero, don Niceto Alcalá Zamora, sirviendo de
enlace para todas estas entrevistas un avispadísimo cura castrense. ¡Qué hombre
más simpático y más campechanote el general Villabrille! Implantada la
República y siendo gobernador militar de Bilbao. empeñóse en rendirme honores
militares siempre que yo llegara, sin lograrlo nunca por obstinarme yo en
rehuirlos. Varias veces envió a la estación una compañía con bandera y música,
pero otras tantas dejé el tren en lugares inmediatos a Bilbao, volviéndose la
tropa al cuartel sin que los soldados me presentaran armas ni la banda tocara
en los andenes el Himno de Riego.
Aquella noche invernal, sentados todos
los miembros del Comité en torno de la chimenea donde leños chisporroteantes
encendían nuestra ilusión de conspiradores, Villabrille desenrolló unos planos,
señalando el camino que seguirían las tropas sublevadas bajo su mando. «Es la
misma ruta de invasión de los godos». Me acordé de la tortura que significó en
mi infancia aprenderme la lista de los reyes godos, sin saber la cual ningún
alumno ascendía a la sección o grado superior, porque, ¿qué sería de nosotros
si al enfrentamos con la vida, ignorábamos cómo se llamaron los predecesores y
sucesores de Chindasvinto? Tal recuerdo y el calorcillo de la lumbre me
sumieron en dulce somnolencia, sacándome de ella esta rotunda afirmación de
Villabrille: «A las guarniciones las sorprenderemos adormecidas y atontadas
como ahora está Prieto». Queriendo limpiarme del reproche, no perdí ya detalle
del plan visigótico-republicano propuesto por un caudillo al que del programa
democrático sólo le interesaba la ley de divorcio. Wamba, Alarico o cualquiera
otro monarca godo no hubiesen arriesgado tanto por tan poca cosa. Villabrille,
al despedimos, descubrió una guitarra y nos entretuvo tocándola con maestría.
El joven general supo cumplir su palabra. Llegado el día del levantamiento, que
abortó por anticiparse indebidamente Galán y García Hernández en Huesca, se
presentó en Logroño, donde, de acuerdo con el teniente coronel Albert, hace
meses fallecido en México, debía acaudillar a los sublevados.
La fecha del alzamiento se mantuvo secreta
hasta última hora. Para fijarla, y a fin de que no pudiera divulgarse con
antelación peligrosa, el Comité delegó en los señores Alcalá Zamora, Azaña y
Largo Caballero. Previamente se convino en publicar un manifiesto dirigido al
pueblo español, siéndonos encargada su redacción a Alcalá Zamora, a Lerroux y a
mí. Cada uno de los tres presentaría un texto y el Comité elegiría. El primero
fue el mío. Gran silencio acogió su lectura. «Queda desechado», fallé yo mismo,
rompiendo las cuartillas. Al día siguiente presentó el suyo don Niceto: «Es
mucho peor que el mío», dictaminé osadamente. Y por exclusión de los nuestros
se aprobó después el de don Alejandro Lerroux, que tampoco era muy brillante.
LA FUGA SIN ROPAS TALARES.
Se hizo la distribución de ministerios,
asignándoseme a mí el de Fomento, pero nadie quiso apechugar con el de Hacienda
y a última hora me fue adjudicado, pasando Alvaro de Albornoz a Fomento.
Cada uno de los miembros del Comité
teníamos señalada una población para dirigir el movimiento revolucionario. Fui
destinado a Bilbao, donde, con unanimidad impresionan-te, se mantuvo la huelga
general hasta comprobar que el movimiento había fracasado por completo,
singularmente en Madrid.
El fracaso determinó la prisión de
Alcalá Zamora, Maura, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, Albornoz y Casares
Quiroga. Pudieron librarse de ella, permaneciendo ocultos en Madrid, Azaña y
Lerroux. Otros cuatro —Marcelino Domingo, Nicoláu d'Olwer, Martínez Barrio y
yo— conseguimos pasar a Francia.
Antes de separarnos, víspera del
alzamiento, Lerroux, que ha contado en su Pequeña historia del habanero Diario
de la Marina, episodios del período revolucionario, me gastó una cuchufleta:
Si vienen mal dadas, usted podrá burlar
a la policía disfrazándose de fraile, porque facha no le falta.
—Sería grotesco que le detuviesen de tal
guisa —comentó Casares Quiroga.
—Yo anularía ese aspecto grotesco,
verdaderamente temible—argüí.
—¿Cómo? —me preguntaron.
Ingresando en la orden religiosa a la
cual correspondiesen los hábitos que yo vistiera, y así quedando libre de
andanzas revolucionarias en la tierra, conquistaría la paz eterna en el cielo.
Pero, como me acogí al mar para fugarme,
y en el mar maldito si se necesitan disfraces, no fue menester que yo profanara
ningún sayo monástico.
INDALECIO PRIETO.
Prieto. El pacto de SAn Sebastián
www.sbhac.net/Republica/TextosIm/TDH/Prieto3/Prieto3.htm
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