SDN Juán Negrín
Jefe de Gobierno de la República.
Discurso pronunciado ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones el 18 de
septiembre de 1937
El informe del secretario general que discutimos, consagra una atención justificada a las repercusiones internacionales de la lucha en España. Permitidme que exponga hoy a la Asamblea, en forma tan franca como leal, el pensamiento del Gobierno español a su respecto.
Hace catorce meses que en España estalló
una rebelión militar. Cuestión de orden interior. No incumbe ni incumbía a la
Sociedad de Naciones.
Ciertamente que los contactos de los
jefes rebeldes con los medios oficiales de Alemania e Italia nos eran
conocidos; de ellos tuvimos después más de una prueba abrumadora al caer en
nuestras manos, con los archivos de los partidos comprometidos en la
subversión, la clave de la conjura. Pero, en tanto que rebelión militar
interior, mientras no se vio abiertamente asistida por la intervención
extranjera, el Gobierno español no tenía por qué tratar de interesar a nadie en
un problema que sólo a él le correspondía afrontar. Para resolverlo
rápidamente, contaba con la adhesión de su pueblo, cuyo sentir acababa de
manifestarse en unas elecciones hechas con la sola idea de estrangular a la
opinión democrática, y que por las mismas condiciones en que se desarrollaron,
tan desfavorables para nosotros, dieron a la nueva mayoría parlamentaria una
autoridad nacional muy por encima, incluso, de la simple superioridad numérica.
Sin la intervención extranjera, el liquidar la rebelión -eso lo ha olvidado ya
todo el mundo por sabido- habría sido cuestión de unas semanas.
La intervención comienza tan pronto como
fracasa la táctica de la sorpresa. Ante la incapacidad rebelde para vencer de
un solo golpe la inesperada resistencia republicana, Alemania e Italia,
queriendo, por lo visto, demostrar que una vez al menos sabían cumplir sus
compromisos internacionales, pasan del apoyo político a la rebelión, a
sostenerla con las armas. Los envíos de material de guerra alemán e italiano a
los rebeldes adquieren en el curso de pocos días un ritmo acelerado. A falta de
otra ayuda que conceder por el momento, Portugal ofrece generosamente desde el
principio la colaboración ilimitada de sus puertos y fronteras, a fin de
reducir en lo posible las incomodidades de transporte.
Cuando en el mes de septiembre España
viene a la Asamblea, la rebelión militar ha dejado ya de ser un asunto español.
El acuerdo de no intervención, apenas firmado, acusa por sí sólo el carácter
internacional del conflicto. España sube a esta tribuna no para hablar de su
guerra interior, sino para, con cruda lealtad y en cumplimiento de sus deberes
hacia la Sociedad de Naciones, denunciar la existencia en Europa de un estado
de guerra. "Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos
de batalla de la guerra mundial", dice en esa ocasión quien ostentaba aquí
la representación de mi país. Y todo lo ocurrido desde entonces ha venido a
demostrar trágicamente la justeza de sus palabras.
En sí mismo, el acuerdo de no
intervención, aparte de constituir un atentado flagrante a los derechos de una
nación soberana, y de estar en contradicción profunda con las normas más
elementales de la ley internacional, supone la primera concesión, en el caso de
España, a la política del hecho consumado, practicada con éxito tan halagador,
gracias a la tolerancia de los demás, por los llamados Estados totalitarios.
Pero el acuerdo de no intervención,
concertado entre el juego ya claro de las potencias instigadoras y aliadas de
la rebelión, que retrasan la firma hasta cerciorarse de que su último envío de
aviones ha llegado a su destino, vino ya a legalizar el hecho consumado de la
intervención alemana e italiana en los asuntos de España, prestada por aquel
tiempo, en la medida juzgada entonces suficiente, por el mando rebelde.
La no intervención nace con esa tara
fatal. Es una claudicación que ha de conducir luego, a lo largo de la penosa
existencia del Comité de Londres, a innumerables otras claudicaciones. Sin
quererlo, sus nobles promotores agravan la intervención ya consumada de
Alemania e Italia con otra forma de intervención que consiste en atar de pies y
manos al Gobierno español, impidiéndole proveerse libremente de los medios de
guerra necesarios para reducir la rebelión, y vencerla.
Durante catorce meses, Europa ha
asistido estremecida hasta lo más hondo de sus masas populares, y también en
aquellas esferas donde la contemporización con el agresor no ha destruido la
sensibilidad para reaccionar ante las violaciones de la justicia y del derecho,
al desarrollo de esta nueva modalidad de la guerra, que no necesita de
declaración previa para sembrar sus horrores sobre el territorio codiciado.
Cada país pacifista sabe ya con la experiencia de España que no le basta con
vivir sin designios de hostilidad hacia nadie, sin ambiciones territoriales,
sin una política de aventura susceptible de mezclarle en probables
complicaciones, su vida de nación tan celosa de la libertad y de la
independencia propia como de la ajena, para sentirse a cubierto del zarpazo brutal
de quienes han elevado a la categoría de filosofía del Estado el culto a la
violencia (...)
Sí, Europa ha asistido a este ultraje
inaudito a su civilización y a su honor. Pero España lo ha sufrido en su propia
carne. La sangre de los caídos en la defensa común a todos los pueblos libres
pide, en esta última hora, que sean reparados los errores de una política que
con el mejor deseo en unos y la más deleznable intención en otros, es por sí
sola responsable de la situación actual. Al punto en que hemos llegado,
aferrarse a la ficción de la no intervención es trabajar, consciente o
inconscientemente, por la prolongación de la guerra.
Nadie podrá reprocharle al Gobierno de
la República el no haber llegado en su decisión de contribuir por su parte a la
localización del conflicto, a sacrificios que en el orden internacional ningún
otro pueblo ha rebasado jamás. Cada iniciativa dirigida a impedir una extensión
de la guerra encontró en nosotros la colaboración más leal.
Fiel a la posición adoptada desde el
primer día, considerando a la Sociedad de Naciones como la expresión jurídica
de un sistema de derechos y obligaciones sobre el cual únicamente puede
edificarse la paz, España ha comparecido una y otra vez ante vosotros, en la
Asamblea y en el Consejo, para decir nada más que esto: que informada de unos
hechos cuyo consentimiento amenazaba la esencia misma de la alta institución,
buscásemos entre todos la manera de ponerles remedio, y de evitar que la
Sociedad de Naciones, mal aconsejada por quienes creen que el mejor modo de
servirla es ayudarle a cerrar los ojos ante las situaciones difíciles, se nos
hundiese en cualquier momento en el más estrepitoso descrédito moral.
Juán Negrín.- Jefe de Gobierno de la
República.
Discurso pronunciado ante la Asamblea de
la Sociedad de Naciones el 18 de septiembre de 1937
En su reunión del mes de mayo, el
Consejo adoptó una resolución cuya aplicación habría supuesto un progreso
considerable en los esfuerzos para hacer efectiva la no-intervención. Me
refiero al retiro de los combatientes no españoles. Hace ya mucho tiempo que el
Gobierno de la República se había pronunciado en favor de esa medida, que no
era sino la consecuencia lógica de la no-intervención. Pero además, el retiro
de los combatientes no españoles significaba la terminación rápida, a corto
plazo, de la guerra.
Desde hace más de seis meses, el
ejército rebelde de los comienzos ya no interesa a la España republicana. Se
oye hablar a la gente de los telegramas del extranjero que anuncian, por
ejemplo, la partida de nuevos contingentes militares de los puertos italianos,
pero nada se dice nunca, en cambio, sobre el mando rebelde o las nuevas
reclutas de los facciosos. Es mucho más fácil oír a un campesino español del
territorio leal pronunciar, mejor o peor, los nombres de los generales
italianos que mandan el ejército del Norte que los de los generales españoles
que operan bajo las órdenes de los primeros.
La guerra de invasión ha hecho pasar a
segundo plano la guerra civil. Constituye un espectáculo emocionante, en verdad,
el de ver el júbilo, tan de acuerdo con la sensibilidad española, que sienten
los desertores del territorio rebelde, cada día por otra parte más numerosos,
cuando logran llegar hasta nuestras trincheras. Es como si regresaran de un
país extranjero a su propia patria. El odio al invasor es, en la mayor parte de
los casos, lo que les decide a arriesgar el todo por el todo, antes que
permanecer bajo la servidumbre de aquellos que, a pretexto de salvarlos de una
serie de males que ellos mismos no han sufrido nunca, se apoderan del país.
Y no son solamente los desertores
quienes se encuentran en este caso. Con frecuencia, centenares de prisioneros
piden que se les permita combatir bajo la bandera de la República. Y si algunos
de ellos viviesen todavía en la ignorancia de la verdad, bastan unas cuantas
semanas de permanencia entre nosotros para convencerles de que la llamada
España roja no se parece en nada al infierno del que les habían hablado. Sus
observaciones son en todo semejantes a las que hicieron en el curso de su
visita a España la duquesa de Atholl y el dean de Canterbury. En esas
circunstancias, con una política por parte del Gobierno español que tiende en
todos sus aspectos no a destruir a los españoles que están del otro lado, ni
aun siquiera si se encuentran en la línea de fuego, sino a hacerles venir a
nosotros y a ganarles para la causa de España, el retiro de los combatientes no
españoles habría, sin asomo de duda, comportado la terminación de la guerra en
un plazo de alrededor de dos meses.
La resolución del Consejo provocó una
corriente de satisfacción y de optimismo. A las 48 horas, ya habían encontrado
los Estados intervencionistas el modo de torpedearla. El incidente del
"Deutschland", con el subsiguiente bombardeo de Almería, absorbió la
atención de quienes, ante esta nueva agresión, lo supeditan todo a calmar la
furia de sus autores. La infamia sin nombre de la destrucción de Almería
produjo el efecto buscado. En la impaciencia de lograr que el Estado agresor
consintiese graciosamente en reincorporarse de nuevo al sistema de control, el
Comité de Londres dejó escapar de entre las manos la cuestión del retiro de los
"voluntarios".
Combatientes no españoles, no
"voluntarios", como se ha pretendido designarlos frecuentemente bajo
una equívoca denominación común. Voluntarios de veras son sólo aquellos que
luchan en nuestras filas. Arrojados en la mayoría de los casos de su propio
país por el terror fascista, convencidos de que la causa de España es la causa
de la libertad mundial, su auténtica silueta se afirma desde el momento en que,
para venir a nosotros, han tenido que comenzar por oponer a los obstáculos de
todo género que acompañaba a su partida, el tesón de su entusiasmo y de su
voluntad.
Frente a ellos, las divisiones
italianas; los artilleros, aviadores y tanquistas alemanes; los contingentes
marroquíes, todos ellos enviados a España a una voz de mando, o reclutados por
el hambre y la coacción en la zona del Protectorado.
Un carácter distinto como la noche del
día. La amistad de Alemania e Italia a los rebeldes no es otra cosa que un
pacto de ocupación. A cambio de la ayuda alemana e italiana, los rebeldes les
han entregado el país. Alemania e Italia han ido a España no para ayudar, sino
para quedarse. Únicamente la inocencia incorregible de quienes no quieren darse
cuenta de lo que significa España para Alemania y para Italia en sus planes de
agresión a Europa, pueden consolarse a sí mismos con la ilusión de que, aunque
los rebeldes vencieran, bastaría sacarles de sus apuros financieros para
arrancarles de la garra de sus amos o, en último caso, seducir a estos con la
promesa de alguna compensación en cualquier otra parte.
Palabras pronunciadas por Juan Negrín
López, jefe de Gobierno de la II República española, en el almuerzo de la
Asociación Internacional de Periodistas acreditados ante la Sociedad de
Naciones (Ginebra, 14 de septiembre de 1937).
Si nosotros, los fisiólogos, fuéramos
llamados alguna vez a rehacer el protocolo de los banquetes, podéis estar
seguros de que se invertiría el orden acostumbrado y se empezaría por los
discursos.
Un discurso chispeante es un buen
opagogo -perdonad la pedantería profesional- y el mejor de los cocktails para
animar la alegría de la mesa. Y una plática pesada, colocarla al principio,
como un entremés más, por lo menos no perturba la digestión.
Pero mientras no se eche mano de nuestra
pericia para establecer un nuevo rito, no hay más remedio que seguir las
reglas.
La ocasión exige, y lo celebro, que
empiece por rendir un homenaje a la prensa como institución.
Se me ha dicho al oído que estamos como
entre compañeros, en un círculo muy discreto donde rige como ley el secreto de
lo que se habla. Por lo tanto, podré dirigirme a vosotros con toda franqueza y
deciros que mis alabanzas a la prensa no pueden menos de ir acompañadas de un
poco de amargura y de dulzor.
Repasando mis recuerdos clásicos, un
poco perturbados por los cuidados y las preocupaciones de mi nuevo oficio,
tropiezo con el caso bien conocido de aquel espíritu agudo, Esopo -si no me
equivoco-, excelente cocinero por añadidura, quien, al pedirle su amo que le
sirviera un día el mejor de los platos y el peor otro día, las dos veces le
preparó lengua. Lo más delicioso y lo más desagradable que había podido
encontrar en Atenas era eso: lengua.
Lo mismo ocurre con la prensa, que puede
ser el mejor y el peor de los manjares espirituales.
Ya sé que la prensa sería muy otra cosa
si estuviera hecha siempre por periodistas y sólo por periodistas. ¡Pero hay
tantos factores que deforman la verdad a través de la prensa! La pasión, los
intereses, nobles a veces... pero no siempre.
Pues bien: la perfección, si es que
existe, no se logra de una vez; pero la verdad -y esta sí que existe- acaba por
imponerse. Ahí es donde se refugia la esperanza de mi país, a menudo maltratado
por la prensa, por cierta prensa, instrumento, en la ocasión, de las peores
ambiciones.
Nolens volens me he puesto a hablar de
mi país, de España.
No temáis que os aburra con el cuento de
nuestras luchas y de nuestros problemas interiores. No es nuestro estilo. Jamás
un español vendrá a querellarse de sus propios compatriotas ante jueces
extranjeros. Si por azar se produjera un caso semejante, se trataría, no os
quepa la menor duda, de gentes guiadas por manos extranjeras que abusan de su
apasionada ceguera.
No, eso no entra en nuestra manera, ni
tampoco lo permitiría nuestro orgullo. Yo no digo que nuestro estilo sea mejor
o peor que otros, pero es nuestro estilo y a él nos atenemos. Nosotros nos
bastamos para resolver nuestros propios asuntos. No queremos la ayuda de nadie.
Este ha sido siempre el principio de
España. Y lo seguimos manteniendo.
Pero ha habido extranjeros, a los que
España había acogido gratamente, que se han valido de esta buena acogida para
-instrumentos de una política de expansión económica e imperialista de otros
países- sembrar la discordia entre los españoles, azuzando certeramente los
extremismos de un lado y de otro.
Hoy estamos en posesión del hilo de la
trama, que prueba una vez más la maravillosa técnica de los medios que dominan
en ciertos países, maestros en el arte de la trapacería en las relaciones
internacionales.
Hemos sido las primeras víctimas. Tened
cuidado. No seremos las últimas.
Primero, sembrar la discordia interior;
después, estimular y provocar la rebelión, ayudar con todos los recursos en
material y en hombres, que servirán, llegado el momento, para asegurar y
retener los triunfos robados. He aquí el nuevo método empleado para conquistar
un país y apropiarse de sus recursos y sus riquezas.
Esta es la verdad; todo el mundo es
testigo. Es un peligro, y es menester que este testigo se conmueva y despierte.
Una hábil propaganda, bien organizada e
iniciada de antemano, esparce una nueva leyenda contra España: la leyenda roja.
Ha habido una leyenda negra sobre
nuestra patria. Se servía, exagerándolos, de hechos que se han producido en
todas partes en épocas de luchas religiosas y de intransigencia. Al
convertirlos en patrimonio exclusivo de España, se la hacía víctima de la mayor
de las injusticias. Ha llegado, ahora, el momento de la leyenda roja.
Algunos napoleonóides de tiempos de paz
que, después de unas paradas militares, más o menos fanfarronas, sienten el
gusto de pronunciar discursos retumbantes, se han dedicado últimamente a
ultrajar sin medida a mi patria.. Como ha dicho en alguna parte Maquiavelo, les
falta la sonrisa para ser príncipes.
Dicen que la rebelión militar -que ha
sido provocada por ellos totalmente- se ha producido para impedir que el
comunismo se apoderara de España, y que si ellos la han apoyado se debe
-notable confesión- a que tenían intereses que defender en nuestra tierra.
Señores, cuando el complot urdido por el
signor Mussolini y herr Hitler estalló entre nosotros, con la ayuda de unos
cuantos ingenuos insensatos, desviados por esos espíritus satánicos, el
gobierno de España era un gobierno republicano moderado, en el que no había
socialistas ni comunistas.
Señores, España, en este momento, y aún
largo tiempo después, era uno de los raros países de Europa que no habían
restablecido las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética.
Señores, cuando la U.R.S.S., país al que
nos une en estos momentos un cordial amistad, ha apoyado diplomática y
moralmente la justicia de nuestra causa, lo ha hecho siempre sin contrapartida,
sin demanda alguna. Y de este desinterés nacen nuestra amistad y nuestro
reconocimiento hacia Rusia.
España es y quiere ser un país
democrático. Abomina de toda especie de dictadura, tan contraria a nuestro
espíritu, y de aquí es de donde su gobierno saca su mayor fuerza.
Con arreglo a esa leyenda se lanzan
sobre nosotros las peores injurias. ¡Ironía singular! Esto lo hace un hombre
que ha desterrado, maltratado, torturado, mandado matar a los mejores de entre
sus compatriotas por motivos raciales, religiosos, políticos u otros. Un hombre
que ha reproducido, mejorándola, la noche de San Bartolomé, y que esa misma
noche recorrió el país para ejecutar personalmente, pistola en mano, a su
íntimo amigo.
Nosotros, los que regimos los destinos
de España, nunca manchamos nuestras manos.
En una época dura, época de exaltación y
de revuelta, en que los crímenes y la provocación, como ha ocurrido en todos
los países en casos parecidos, han marcado su huella, los diversos gobiernos
han tratado siempre de conseguir y han conseguido por fin restablecer el orden
y la autoridad y han castigado y castigarán los abusos y los excesos.
Hombres de los que algunos jamás
sintieron ambiciones políticas ni ansias de mando, de los que algunos sienten
un irónico desdén, por no decir menosprecio, por la notoriedad, la celebridad y
la gloria, estos hombres se han reunido para servir a su patria y también
-tienen conciencia de ello- al mundo entero.
Nosotros creemos en los destinos de
España, cuyo sentido de universalidad es el sello característico de toda su
historia y de las manifestaciones de su espíritu.
Mirad la historia española del XV al
XVII, ved los precursores de la nueva concepción de la organización de los
naciones; entre los ortodoxos, un Mariana, un Vitoria, un Suárez; entre los
herejes, un Valdés y un Servet. Ved a los ignacianos, cuya base prístina es el
sentido de universalidad. Contemplad nuestro arte, o nuestra mística, tan
esencialmente española y de aliento tan sobrehumano y supraterreno, universal
en un grado infinito.
Nuestro país saldrá de esta prueba
fuerte, unido, independiente, y los españoles, todos los españoles, se
esforzarán en colocarlo en el lugar que le corresponde.
Y entonces, solamente entonces, la
prensa, el mundo, la historia, nos harán justicia. Ello servirá para aplacar un
poco el dolor de nuestros desgarrones, pero la sonrisa irónica no desaparecerá
de nuestros labios.
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