LOS TRENES
DEL TESORO
Historia y
Vida. Extra número 4, 1974
Ernesto
Luengo
Una tarde
del mes de octubre de 1936, a paso de maniobra, una compañía de milicianos de
la Brigada Motorizada del Partido Socialista, marcha a lo largo del Paseo del
Prado de Madrid en dirección Atocha. Yo era uno de los ciento y pico de
muchachos que integraban la formación. Destino... ignorado.
Recién
cumplidos mis diecinueve años, me había incorporado a «La Motorizada» por ser
la agrupación miliciana más afín con mis ideales (sabía que era una unidad
adepta a la política de don Indalecio Prieto, jefe del ala conservadora del
Partido Socialista y, además, por ser quizás el primer grupo de milicianos no
comunista organizado con mandos y disciplina militares. Mis ideales de entonces,
siendo un chico joven, flaco y con lentes, empleado de oficinas, estaban
insuflados -de patriotismo por la lectura de los «Episodios Nacionales», de don
Benito Pérez Galdós. Si hubo curas ciento veintiocho años atrás luchando contra
la invasión francesa, ¿por qué no mecanógrafos, ahora, para mejorar la justicia
social?
Nunca supe
por qué mi brigada se tituló "motorizada", puesto que ni motos ni
motores teníamos para trasladarnos, sino solamente los pies. Y a pie marchamos
en aquel mi primer servicio bélico hacia la estación de Atocha, que aún se
llamaba de «Madrid-Zaragoza-Alicante», hasta que nos situaron en un andén, al
borde de un tren ya formado con su locomotora despidiendo vapor blanco. ¿Dónde
nos Llevarían? ¿Al frente? Seguramente no, porque por entonces "el
frente" para los madrileños estaba en la Sierra; y a la Sierra se iba por
la estación del Norte, no por la de Atocha. Además éramos poca gente para
constituir una expedición de guerra.
Al anochecer
apareció en nuestro andén una grupo de muchachas, uniformadas con indumentaria
socialista, que repartieron raciones individuales de rancho frío: bocadillos,
cerveza y vino, todo muy bien preparado en bolsitos de papel blanco, puesto que
aún no se usaba el plástico. Y muy poco después, mientras comenzábamos a
merendar, la compañía hubo de formar para escuchar al mando que nos informó
así: «Marchamos a Cartagena como escolta de este tren. ¡Es una misión
importante y peligrosa, pues custodiamos un cargamento de estopines. Se
nombrarán turnos de guardia de dos horas durante la marcha en las plataformas
de los vagones, pero cada vez que el tren se detenga, la escolta en pleno ha de
saltar rápidamente del tren y rodearlo, con la orden terminante de impedir, si
preciso fuera por la fuerza, que alguien se aproxime a los vagones. ¡NADIE, NI
PAISANO NI UNIFORMADO!»
Ocupamos
tres vagones de viajeros intercalados simétricamente entre los de carga, los
cuales ya encontramos en la estación cerrados y precintados. Y a poco de
emprender la marcha comenzaron los bulos y los rumores: No transportamos
estopines, sino oro, el oro del Banco de España»...
El viaje,
que duró toda la noche, se efectuó con total precisión. En las escasas
detenciones del convoy saltamos a tierra según lo ordenado y rodeamos el tren
hasta reemprender la marcha. A veces, no recuerdo si siempre, llevábamos dos
locomotoras, una en cabeza y otra en cola.
Por la
mañana muy temprano llegamos a la estación de Cartagena, donde en seguida
empezaron a desprecintar y abrir vagones y se nos ordenó trasladar la carga,
cajas de madera alargadas, todas Iguales, a unos camiones que estaban
esperándonos. En ellos, carga y escolta rodamos algunos kilómetros hasta 'lo
que llamaban «los Polvorines» túneles abiertos en la falda de un cerro que
recuerdo tenían la planta en forma de una T mayúscula. Nosotros mismos hicimos
la descarga y acomodo de las cajas en el fondo de los túneles, recorriendo en
fila india los quizá cincuenta metros de túnel para ir depositando !las cajas
en la transversal del fondo, a derecha e izquierda y desde el suelo al techo,
hasta rellenar o taponar todo el espacio. Para alcanzar las capas superiores de
almacenamiento formábamos escalones con las propias cajas. El trabajo duro y el
calor en el interior de aquellas cuevas hizo que quedáramos medio desnudos.
Recuerdo la escena grabada para siempre en mi mente. Parecíamos dos filas de
hormigas, la entrante con caja al hombro y la saliente "de vacío".,
para volver a cargar. ¿Veinte, veinticinco kilos cada caja? Algo así. Los bulos
y rumores del tren se convirtieron en
certeza. El sonido del contenido de las cajas, al manipularlas, era
inconfundible. Con toda seguridad monedas. Aunque seguramente ninguno de
nosotros había visto jamás ni entonces pudo ver una sola moneda de oro.
Terminados la descarga y el almacenamiento, de nuevo a la estación, al tren y a
Madrid. Por haber empleado el día entero en los trabajos de transporte y
descarga, el viaje de regreso fue Igualmente nocturno. Solamente pudimos dormir
a ratos, sentados y vestidos, durante el tiempo libre de guardia, pero en
Madrid tuvimos todo el día siguiente de permiso.
Sin
embargo..., ¡ay!, libres sólo estuvimos para ir a casa hasta el nuevo
atardecer, pues de nuevo se repitió, y así hasta ocho veces seguidas, la misma
operación. Ocho veces, ocho viajes, ocho trenes para mi Compañía de escolta.
Después supimos que el total de trenes fue de veinticuatro dato que nunca tuve
ocasión de comprobar. No pude imaginar por entonces que estaba siendo
protagonista de un capítulo importante de la Historia de España. De los miles
de libros que después se han escrito sobre la guerra civil he leído aproximada
mente media docena; y sobre el tema de este relato he encontrado grandes
contradicciones. Por ejemplo, alguien que debería estar documentado, como don
Julián Zugazagoitia, que fue director del periódico «El Socialista» y también
ministro del Gobierno durante la guerra, dice en la larga historia que escribió
en 1940 que «en la tarde o noche del 7 de noviembre de 1936 corrían hacia
Levante los camiones que transportaban el oro del Banco de España». Según
versiones mejor documentadas de otros autores, para esa fecha el oro estaba ya
en Rusia. El traslado a Cartagena desde Madrid se realizó, aunque no puedo
recordar los días exactos, a partir de los primeros días de octubre;
absolutamente cierto que en trenes y no en camiones (yo estaba allí), y no en
noviembre, puesto que fue entre el 25 y el 28 de octubre cuando, según
historiadores bien Informados, se embarcaba el oro en Cartagena. Fue sin duda
una operación muy secreta que organizaron y ejecutaron pocas personas. El azar
me llevó a ser testigo y operario en aquel histórico traslado del tesoro
español, que, por supuesto, creí se limitaba a alejarlo del Madrid en peligro.
Pero tanto quisieron -y consiguieron- evitar la divulgación del hecho que
relato, que muchos años después he sabido, por mis lecturas, que a los
funcionarios del Banco de España que acompañaron el oro a Rusia no se les
permitió regresar a España. 0 quedaron allí o fueron dispersados por el mundo.
Sin meterme
a opinar ni a juzgar la decisión ministerial que ordenó el traslado, sí puedo
afirmar que al menos hasta Cartagena se hizo con absoluta disciplina, honradez
y meticulosidad. En cada entrada de túnel había una mesa con un funcionario del
Banco que tomaba nota de las cajas que iban pasando; y al final de cada
descarga, funcionarios y jefes de escolta firmaban solemnemente las actas. El
trabajo fue perfecto; pero ocurrió un incidente que supongo completamente
desconocido salvo para el grupo -o para quienes quedemos de él- del que fuimos
testigos y protagonistas.
Fue en mi
tercer viaje, un par de horas después de salir de Madrid, cuando repentinamente
el tren se detuvo en una estación pequeña, completamente solitaria y
aparentemente abandonada. Los jefes dieron la alarma y ordenaron no descender
del tren pero sí asomar los fusiles por las ventanillas en actitud defensiva.
Pudimos leer claramente el nombre de la estación: Algodor. El tren retrocedió
rápidamente y poco más tarde vinimos a saber que tras pasar Aranjuez, en la
desviación de Castillejo, un equivocado cambio de agujas nos llevó por la vía
hacia Toledo dejando a la izquierda nuestra ruta de Albacete. Nos informaron
que habiendo ocupado muy poco antes la ciudad de Toledo las tropas del general
Varela, Algodor estaba aquella noche en «tierra de nadie». De haberlo sabido...
¡qué riquísimo botín, nada menos que un tren lleno de oro, hubieran tomado
fácilmente las tropas que avanzaban hacia Madrid!
En el
Banco de España sobraba un duro.
Y para
terminar este relato me es necesario resaltar mi extrañeza, que aún perdura
después de treinta y ocho años, sobre una faceta insólita del caso. He leído,
siempre con lógica curiosidad, cuantos artículos y reportajes han caído en mis
manos —y no han sido pocos- comentando el traslado del oro, siempre el oro.
Pero..., ¿qué pasó con la plata? Nadie la nombra. Fueran o no veinticuatro los
trenes, yo doy fe de los ocho en que viajé. Y sin duda fueron en total no menos
de dieciséis, pues cada noche nos cruzábamos uno de ida con otro de regreso. Yo
ayudé a descargar tres trenes de cajas de oro, pero los otros cinco llevaron
plata en talegos y no en cajas. Cada talego contenía veinticinco kilos de plata
en mil monedas de un duro. Por comentarios con otros compañeros que escoltaron
otros trenes pude calcular que solamente un tercio aproximado de la carga total
fue de cajas de oro, mientras que los otros dos tercios fueron de plata.
No tuve
ocasión de ver ni moneda ni lingote alguno de oro. ¡Pero sí, curiosamente, vi
algo de plata. Y ocurrió así aunque parezca invención, pues ya sabemos que a
veces la realidad puede parecer más inverosímil que la fantasía.
Y no es
fantasía ni invención, sino rigurosamente cierto, que a un muchacho que
transportaba como yo un talego de plata al hombro, túnel adentro, se le cayó al
suelo, reventó el talego y allá rodaron duros de plata por el suelo del túnel,
cuyo pavimento de cemento estaba ligeramente inclinado hacia la entrada. Todos
colaboramos a recoger monedas, depositándolas apiladas en la mesita del
representante del Banco de España. Ante el grupo de testigos del hecho se hizo
dos veces el recuento, observando que de la cuenta sobraba un duro. (Por cierto
que gracias a ese incidente pude comprobar que no portábamos monedas nuevas y
relucientes, como los profanos creemos deben ser las que almacena el Banco de
España, sino duros de diversos cuños y efigies usados y sobados.) El señor de
la mesa nos pidió que revisáramos nuestras pertenencias personales por si a
alguno le faltaban del bolsillo cinco pesetas. Pero no fue así, y en
consecuencia levantó acta, firmaron los jefes y al papel oficial adjuntó la
moneda sobrante, supongo que para reintegrarla a la superioridad.
Después de
mi octavo y último viaje de regreso a Madrid, hacia el 20 de octubre, me
destinaron al frente del sur de la capital de España, en la línea de
Navalcarnero. Retrocediendo ante las tropas de Varela y Yagüe, «La Motorizada»
luchó en la Casa de Campo y en el Barrio de Usera, en cuyos combates sufrió
muchas bajas. Nos quedamos en cuadro, quizá más de la mitad muertos o
desaparecidos. Y en la última semana de noviembre decidieron disolver la
unidad, formando con sus restos otra de carabineros, creo que para escolta del
Gobierno. Supe que finalmente sus componentes fueron a parar a Méjico, pero
nunca después he tenido ocasión de comentar estos temas con algún otro testigo
o compañero de entonces. Tampoco recuerdo ningún nombre o fisonomía de ellos.
Yo no quise ser carabinero y en diciembre de 1936 elegí pasar al arma de
artillería, en la que hice el resto de la guerra.
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