Constitución,
uso y abuso
Por
Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas (ABC, 06/12/06):
«POR
fin, la nación española se va a juntar en Cortes…». El corazón de Jovellanos
salta de alegría en el pecho, cuenta el propio don Gaspar en su famosa
«Memoria» en defensa de la Junta Central. Casi dos siglos ya. Aquí estamos, a
pesar de algunos, y aquí vamos a seguir, en el único lugar posible y deseable
para una gran nación a estas alturas del tiempo histórico. Constitución
significa legitimidad moral y política. Con su grandeza y sus servidumbres
inevitables. Cumple veintiocho años: ha ganado una madurez respetable y ha
perdido, como era de rigor, algo de aquella feliz inocencia. Mucha gente
conserva el folleto descolorido, tal vez amarillo en origen, que el gobierno
Suárez repartió para el referéndum.
Unos
cuantos, por oficio y vocación, coleccionamos ejemplares en diferentes formatos
y calidades. Los más afortunados guardan como tesoro cívico algunos documentos
del proceso constituyente. Por ejemplo, esta portada de ABC, el 15 de mayo de
1977: «Después de la renuncia, Don Juan de Borbón dijo a su hijo: Majestad,
España sobre todo». Palabras de Rey a Rey que valen por mil tratados
doctrinales. El fundamento de la Constitución se llama España, patria común e
indivisible, vertebrada por una organización territorial que conjuga los
principios de unidad, autonomía y solidaridad. Todos sabemos qué significa el
artículo segundo. Desde el Tribunal Constitucional, otra vez puesto a prueba,
hasta el más lego en sutilezas jurídicas. Nación es España. Soberano, el pueblo
español. A partir de ahí, empieza el debate político.
Una
Constitución es mucho más que una hoja de papel. Es el símbolo de la razón
ilustrada, la poliarquía y el Estado de Derecho, la sociedad de clases medias y
el sistema económico que ha producido más riqueza para más gente desde la
prehistoria hasta el siglo XXI. ¿Quién ofrece algo mejor? Hay problemas, sin
duda. Aquí y en todas partes. La democracia es imperfecta y sufre para
determinar cuál es el «demos» en tiempos de globalización y localismo, curiosa
paradoja. La izquierda se deja querer por la tentación posmoderna. La derecha
no siempre acierta con el discurso pertinente. Pero la política es un saber
prudencial, incómodo para los dogmáticos y los perfeccionistas. Esta
Constitución dice -más o menos- cómo es España, con sus virtudes y sus defectos.
Por eso sirve y seguirá sirviendo como seña de identidad, aunque no debería
cumplir los treinta sin afrontar las reformas que demanda la experiencia, el
guía menos engañoso de las opiniones humanas. Estamos todos de acuerdo en
modificar el artículo 57 para equiparar al varón y la mujer en la sucesión a la
Corona. Ocurrencias al margen, ya sabemos la finalidad y el procedimiento.
Habrá que encontrar el momento. Las otras propuestas gubernamentales arrastran
una vida lánguida, lastradas por falta de consenso. Está bien orientada la
referencia a la Unión Europea. Suscita dudas la mención por su nombre propio de
las Comunidades Autónomas, tal vez una trampa semántica bajo apariencia inocua.
Conviene tener ideas claras respecto del Senado. La Cámara alta es la clave de
bóveda del Estado autonómico y no el salón de embajadores para una supuesta
fórmula confederal. Por ahora, una reforma aislada del Senado equivale a
empezar la casa por el tejado.
Tomar
la Constitución en serio es algo más que un buen consejo. Es una prueba de
civilización, nada menos. Ante todo, una norma jurídica no es una declaración
retórica. El buen uso de la ley excluye siempre el abuso. Por eso, cuando dice
nación española integrada por nacionalidades y regiones es porque no admite ninguna
otra, ni política, ni cultural, ni deportiva. Hace tiempo que está en marcha un
proceso de degradación de la Constitución como norma. Entre otras razones, por
el concepto equívoco de «bloque de la constitucionalidad» y por la equiparación
de la palabra de su intérprete principal con la voluntad material del poder
constituyente. No es una polémica para leguleyos. Las consecuencias son muy
graves: hay quien pretende alterar la norma fundamental sin tocar una sola coma
del texto. Regreso al pasado: otra vez la Carta Magna convertida en adorno
literario, reflejo de la soberanía que se diluye en una imaginaria «gobernanza
multinivel». El Estado residual, la relación bilateral, la financiación
privilegiada o el blindaje competencial no caben en esta Constitución sin
forzar la letra hasta destruir el espíritu. Tampoco, por supuesto, el derecho
-aunque sea disfrazado- a que la parte decida por el todo.
¿Qué
pretende el último documento ideológico del PSOE? Esa no es nuestra
Constitución, sino una sombra despojada de su raíz histórico-política. Aquí no
encajan el laicismo radical, el relativismo multicultural o la supuesta
pluralidad de «códigos éticos». El Estado de Derecho no ampara la
discriminación de la mujer, la guerra contra el infiel o los guetos étnicos y
culturales. Ha costado siglos construir una sociedad abierta. Por ahora, sólo
arraiga en los pueblos capaces de conjugar la Antigüedad clásica con las raíces
cristianas: Atenas, Roma, Jerusalén. Los ideólogos socialistas deben revisar
sus criterios a la luz de la socialdemocracia moderna. La izquierda ilustrada
rechaza sin excepción las tesis comunitaristas. La «educación para la
ciudadanía» rompe la neutralidad del Estado hacia la libertad de conciencia,
como se desprende de una lectura sin prejuicios de J. Rawls. Si al presidente
del Gobierno le interesa tanto como dice la obra de Ph. Pettit tendrá que
leerla entera: también cuando el filósofo asegura que la oposición tiene
derecho a acceder a la información relevante sobre los asuntos de Estado.
Competencia «epistémica», la llama con exceso de pedantería. ¿Cumple Zapatero
este requisito en el caso de ETA? Es fácil rellenar un discurso a base de
adjetivos: democracia «participativa», «deliberativa», también «inclusiva». Lo
difícil es contribuir con buenas prácticas a promover una democracia de
calidad.
El
PP, por su parte, presenta una oferta sólida de reforma constitucional, con
buen perfil técnico y ambición política limitada. Asegurar el consenso para las
grandes leyes, fijar y garantizar el núcleo duro de las competencias estatales
y dar contenido preciso al principio de solidaridad son propuestas atractivas,
al igual que mejorar la gestión común en materias como inmigración, agua, suelo
o respuesta a las situaciones de crisis. No es buena idea, en cambio, insistir
en los principios como eje de la técnica legislativa: incorporar la «lealtad» y
reiterar conceptos que ya están más o menos presentes significa dejar otra vez
el futuro en manos de intérpretes omnipotentes. Si habla el titular de la
soberanía, que declare su voluntad sin elipsis ni rodeos. Debe decir qué quiere
y cómo desea que se haga. Necesitamos una Constitución de normas y no de
principios. Por eso es un acierto plantear la supresión de la disposición
adicional cuarta: sobre Navarra, todo menos ambigüedad. Queda pendiente el gran
debate con respecto a la fórmula electoral, algo así como la «providencia al
por menor» que diría Hegel. Cuando el poder está en juego, las cosas se ponen
serias. La clave es sencilla en teoría pero casi imposible en la práctica: en
democracia, los pactos y coaliciones son legítimos siempre y cuando no afecten
a la arquitectura institucional. Dicho de otro modo: no vale cambiar votos por
estatutos. Si se alcanza tan improbable acuerdo, ni siquiera hace falta modificar
la letra. Para refrescar la memoria: Rajoy ya lo propuso al principio de la
legislatura…
Día
de la Constitución, fiesta austera sin triunfalismo ni derrotismo. Preocupados,
pero ajenos a la nostalgia o a la tristeza cívica. 1978-2006: veintiocho años
para la mejor Constitución de la historia de España. «Tempus fugit».
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