Dos de los nuestros
Por Pedro González-Trevijano, Rector de
la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 10/03/09):
Hace unos días las Universidades de
Alcalá de Henares y Rey Juan Carlos investían doctores honoris causa a don
Fernando Álvarez de Miranda y don Antonio Fontán, Presidentes del Congreso de
los Diputados y del Senado en la Legislatura que aprobaba la Constitución de
1978. Un reconocimiento que se hacía extensivo a los parlamentarios
constituyentes. Un excelente momento, en presencia de los Reyes de España, para
reconocer la labor realizada, defender la vigencia de los principios y valores
constitucionales y resaltar los méritos de ambas figuras.
Enrique V, el héroe de Shakespeare,
decía que el hombre mayor olvida. Mao, la última vez que se encontró con André
Malraux, en vísperas de su entrevista con Nixon, mantenía que el hombre joven
piensa. Piensa para derrotar al tiempo fugitivo. Piensa para enfrentarse a la
desesperanza. Vencer al tiempo, y vencerlo con optimismo. Con la certeza de que
existe un saber hacer, privilegio de los grandes hombres. Aquellos que se
distinguen por ser testigos del tiempo, servidores de sus conciudadanos y
vocacionales defensores del bien común. Grandes hombres que se alojan en la
memoria de la Nación y quedan incorporados a su corazón. Al corazón de una España
que es razón y pasión. Razón de libertad. Y pasión de convivencia, de un
proyecto de vida en común, renovado y compartido. Pasión, pues, de
Constitución.
No hay mayor satisfacción que tener la
oportunidad de erigir unas reglas de convivencia para una nueva España: la
España constitucional. Actuar en la historia común como un Alexander Hamilton,
un John Jay o un James Madison. Por más que, a diferencia de las trece colonias
americanas, no hacía falta -como describe Gore Vidal en Inventing a Nation-,
inventarse una Nación. Aunque la envergadura del reto era enorme: la
reconciliación de unos españoles enfrentados en una cainita Guerra Civil, el
desmantelamiento de las asfixiantes estructuras de una dictadura y la
conformación de un liberalizador Estado social y democrático de Derecho.
Nuestros constituyentes daban vida al artículo 16 de la Declaración Francesa de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: «Toda sociedad en la que no se
reconocen los derechos fundamentales, ni el principio de separación de poderes,
carece de Constitución». Se asumían metafóricamente las palabras del diputado
Mirabeau, un 23 de junio de 1789: «Id a decir que estamos aquí por la voluntad
del pueblo, y que no nos moverán más que por el poder de las bayonetas». Un
mandato recibido del pueblo soberano, que se había escuchado, alto y claro, en
los comicios de 15 de junio de 1977.
Doscientos años después se revivía así
otro Jeu de paume. Otro Juego de la pelota. Si allí los parlamentarios
franceses acordaron, un 20 de junio de 1789, no separarse hasta darse una
Constitución, la apertura de aquella Legislatura, un 22 de julio de 1977, fue
el arranque de una época ilusionante. Si Jacques-Louis David era el encargado
con sus pinceles de inmortalizar el evento revolucionario, aquí lo podría ser
El abrazo, ¡qué mejor título!, de un comprometido pintor Juan Genovés. La
admonición de Manuel Azaña, un 18 de julio de 1938, desde el balcón del
Ayuntamiento de Barcelona, de «paz, piedad y perdón», se hacía realidad. Lo
expresó Don Juan Carlos el día de la apertura de la Legislatura: «La Corona
desea una Constitución que dé cabida a todas las peculiaridades de nuestro
pueblo y que garantice sus derechos históricos y actuales».
Una Constitución llamada a ser, lejos de
cualquier azarado constitucionalismo de bandería, de todos y para todos los
españoles. Una Constitución que instituía un Estado de Derecho, entendido por
John Adams, como government of law, not of men. O,
según el presidente Lincoln, «the government of the people, by the people, and
for the people». Así las cosas, podríamos aplicar a nuestra Carta Magna
las reflexiones de Washington sobre la Constitución americana: «La Constitución
podría haber sido más perfecta, pero creo sinceramente que es la mejor que
podía obtenerse en ese tiempo; además, queda abierta la puerta para enmendarla
más tarde».
Una Carta Magna que no podemos entender
sin referencia a la Corona. Una Monarquía parlamentaria -como Poder moderador y
neutral- que, al estar au dessus de la melée, carece de ejecutiva potestas pero
disfruta de ganada auctoritas. Antonio Fontán lo reseñaba: «España o es un
Reino, o es un barullo». Y al frente de ella, Don Juan Carlos, que ha
aglutinado las tres legitimidades de Max Weber -la histórica, la
racional-normativa y la carismática-, al dar impulso a la Transición Política y
a la que fue su expresión jurídica: la Constitución. Con la Constitución nos
incorporábamos al elenco privilegiado de los países libres y democráticos. No
sin esfuerzos, ni discrepancias, pero sin convulsiones, ni enfrentamientos
insuperables. Reconciliación, convivencia y consenso. Sin excluidos,
perseguidos o marginados. Una España generosa, acogedora e integradora. «Se
había conseguido -diría Álvarez de Miranda- el sueño de muchas generaciones de
españoles que aspiraban a una paz serena y duradera».
Transitábamos pues de un malhadado
sistema autoritario a un añorado régimen constitucional. Si decía De Lolme, al
referirse al Parlamento británico, que éste lo podía todo menos convertir un
hombre en mujer, algo semejante podríamos afirmar, ¡aunque la cuestión no era,
naturalmente, un asunto de cambio de sexo!, sino de la forma de organizar
democráticamente el poder político.Una Constitución democrática sancionada por
el pueblo español un 6 de diciembre.
Y a la cabeza de las dos Cámaras, dos
hombres justos. Dos hombres buenos. Dos de los nuestros, como apuntaba Joseph
Conrad de Lord Jim. Dos hombres que dieron testimonio de generosidad. La
grandeza de quienes anteponen el bien común a su propio bien, el progreso de la
Nación a su propio progreso, el consenso plural a sus propias ideas, el diálogo
al enfrentamiento, el rostro del otro al propio, la confianza a la rivalidad, y
la mano tendida al egoísmo y al ensimismamiento. Y testimonio de una
inquebrantable lealtad: a la conciencia, a las instituciones legítimas, a la
voluntad soberana de la Nación. Álvarez de Miranda y Fontán asumieron el papel
de los admirados speakers en la Cámara de los Comunes. A la postre, reseñaba
James Bryce en su obra The American Commonwealth, «Una Asamblea es, después de
todo, una reunión de hombres. Y como las demás reuniones humanas, ha de ser
dirigida y regida». Y a fe que lo hicieron con sabiduría, cintura y una firmeza
no exenta de prudencia. La virtud -recordaba el Mitterrand en su Diálogo a dos
voces- del hombre público. Fueron nuestros más hábiles parteros.
Sus biografías son el mejor testimonio
de que no sintieron el poder como patrimonio particular. Un poder que nunca
ejercieron de forma desmesurada, que nunca impusieron de modo arbitrario, que
nunca exteriorizaron de manera caprichosa. La democracia es una pulsión ética:
de equilibrio, ponderación y responsabilidad. Y aquí el trabajo fue a tiempo
completo, sin reservas, dándose y vaciándose de forma continuada. Una labor
ejecutada con la precisión de un relojero, la curiosidad de un detective, la
paciencia de un franciscano y la inteligencia de los legisladores de la Grecia
clásica. Y todo ello, sin que les cegara el falso resplandor con que, esgrimía
Sófocles, los dioses deslumbran a quienes pierden.
Dicen que las palabras postreras de
Wittgenstein fueron: «Díganles a todos que he tenido una vida maravillosa». A
nosotros nos corresponde ahora trabajar por esta España: un país para la
convivencia, para la concordia, para la comprensión y para la paz civil.
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