sábado, 13 de diciembre de 2014

Por una reforma constitucional /1

Por Mikel Buesa, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (ABC, 18/07/07):
Si hubiera que hacer un balance de la política gubernamental en el curso de la actual legislatura, sin duda deberían destacarse dos elementos: por una parte, la existencia de una retórica impregnada del que Thomas Hobbes designaba como «el discurso insignificante», es decir, de palabras carentes de sentido intencionadamente orientadas a confundir a los ciudadanos mediante el uso de un relato más bien indescifrable, a la vez que brillante; y por otra, la adopción de decisiones con pretensión de irreversibilidad, las más de las veces apoyadas en cambios legislativos, y orientadas a transformar el marco institucional de las relaciones sociales.
Entre estas últimas, sin duda, las de mayor relevancia son las que se han plasmado en la reforma de los Estatutos de Autonomía, bajo el paradigma que representa el de Cataluña, con la pretensión fundamental de establecer los fundamentos de una transformación del Estado desde su actual configuración nacional unitaria y políticamente descentralizada, a otra de carácter plurinacional basada en una estructura de orientación confederal. Este cambio ha estado propiciado por las excepcionales circunstancias que han concurrido en la legislatura presidida por Rodríguez Zapatero, siendo las de más relieve las que aluden a un gobierno minoritario guiado por el oportunismo y sustentado por un partido ideológicamente débil que no ha sabido frenar sus iniciativas; a unos apoyos parlamentarios de carácter nacionalista concedidos principalmente a cambio de que se establecieran las bases del vaciamiento competencial del Estado; y a una idea más bien ilusoria según la cual el proyecto de cambio en la configuración factual del Estado dejaría sin argumentos a ETA y la abocaría al abandono del terrorismo.
Pero, más allá de la coyuntura política, es también evidente que aquellas decisiones han podido tener recorrido como consecuencia del diseño mismo del sistema político instituido con la Constitución de 1978.
Éste dejó indeterminado el reparto del poder entre el Estado y las Comunidades Autónomas al no cerrar la distribución de competencias entre ambas instancias políticas y al dejar abierta la regulación de su financiación. Además, en virtud de un sistema electoral proporcional basado en las circunscripciones provinciales, propició un excesivo poder político de los partidos nacionalistas al hacer de ellos un elemento ineludible para la configuración de las mayorías parlamentarias.
Y, aunque previó una potestad legislativa de armonización para el Estado y le dotó a éste de una capacidad de intervención ejecutiva sobre los gobiernos autonómicos para atajar el incumplimiento de sus obligaciones legales, lo cierto es que tales competencias no se han ejercido, aún cuando ha habido ocasión para ello, redundando así en un debilitamiento de la unidad constitucional y del sentimiento de pertenencia nacional de los españoles.
No cabe duda, por tanto, de que ese sistema contiene en su seno los incentivos que, dependiendo de las circunstancias electorales y del oportunismo de la minoría mejor situada para gobernar, dan entrada de un modo irrefrenable a los intereses nacionalistas y, dado que éstos tienen un carácter independentista, conducen a cuestionar sus fundamentos, singularmente en los terrenos del respeto a los derechos individuales -tal es el caso del empleo del español como lengua materna en el sistema educativo-, de la solidaridad entre las regiones -al tratar de quebrar el sistema común de financiación de las Comunidades Autónomas- y de la fortaleza del Estado basada en la unidad nacional de España.
Este último aspecto puede parecer retórico, aunque su realidad material puede palparse en aquella parte del territorio en la que, como pasa en amplias zonas del País Vasco, la debilidad del Estado es manifiesta. La experiencia de muchos vascos constitucionalistas señala que cuanto mayor es la presencia del Estado, con su legalidad y sus instituciones, más amplio es el ejercicio de la libertad. Y, por ello, es comprensible que, como señala la última encuesta del Euskobarómetro, al plantearse la hipótesis de la independencia, más de un tercio de los vascos piensen seriamente en abandonar la región. La disolución de la unidad de España tal como se propugna por los defensores del Estado plurinacional, será en este caso la puerta abierta a un inquietante proceso de limpieza ideológica de la población vasca.
Otros aspectos también relevantes de la regulación constitucional se han mostrado problemáticos con el discurrir del tiempo. Entre ellos, se pueden mencionar la cuestión de la discriminación de la mujer en la sucesión a la Corona; el encaje de España en la Unión Europea -y, con relación a éste, la participación autonómica en los procesos de adopción de decisiones que afectan al ejercicio de sus competencias-; la insuficiente independencia institucional del Consejo del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional -así como el atasco de éste al haberse convertido, en virtud de una inadecuada regulación del recurso de amparo, en la última instancia judicial-; la inacabada conversión del Senado en una auténtica cámara de representación territorial; la fragmentación autonómica del sistema educativo -fuente, en parte, de su fracaso en la transmisión del conocimiento y del bajo nivel formativo medio que alcanzan los escolares-; y la desvertebración territorial asociada a las tensiones a las que se ve sometido el ejercicio de las competencias estatales en materia de infraestructuras hidráulicas, de transporte y de comunicaciones.
En definitiva, después de casi tres décadas de vigencia, la Constitución ha entrado en una crisis que puede derivar en una transformación radical y no consensuada del sistema político. Se plantea entonces la necesidad de restablecer los fundamentos de éste apelando a los elementos esenciales del pacto que logró establecerse con la desaparición del régimen franquista. Y, para ello, resulta ineludible una reforma constitucional orientada a consolidar el modelo de 1978 y a cerrar las vías que han conducido a socavarlo. Esa reforma constitucional deberá entonces consolidar el Estado autonómico como un Estado nacional unitario y políticamente descentralizado, redefiniendo y cerrando definitivamente la distribución de competencias entre las distintas Administraciones, suprimiendo la provisionalidad del estatus de Navarra y convirtiendo el Senado en el órgano de participación de las Comunidades Autónomas en las tareas legislativas del Estado. Asimismo, el sistema electoral debe modificarse para garantizar la atención al interés general del país en la formación de mayorías parlamentarias dentro del Congreso de los Diputados. Ha de reforzarse también la independencia del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional con respecto a los poderes ejecutivo y legislativo. La competencia sobre el recurso de amparo constitucional debe atribuirse al Tribunal Supremo con objeto de dotar de una mejor funcionalidad al Tribunal Constitucional.
Se debe hacer una referencia, además, a la inserción de España en la Unión Europea y abordarse la solución institucional a la participación de las Comunidades Autónomas en la adopción de los acuerdos y decisiones europeos cuando afecten a sus competencias.La reforma debe afrontar, igualmente, el problema del empleo de la lengua española en todo el territorio nacional, garantizando el uso del español en las relaciones de los ciudadanos con los poderes públicos y en el sistema educativo, sin que ello obste para que las demás lenguas tengan el mismo tratamiento en los territorios en los que se hablen. Y, finalmente, ha de aprovecharse la tarea para consolidar la institución monárquica suprimiendo la preferencia del varón en la línea sucesoria de la Corona.

Abordar una reforma de esta envergadura requerirá el trabajo ímprobo de la construcción de un consenso hoy inexistente entre los dos principales partidos políticos, el PSOE y el PP, en respuesta a las que son demandas crecientes entre los ciudadanos. Para ello, los dirigentes de esos partidos cuentan con el ejemplo de los que, en 1978, les precedieron. Son ellos los que, como dijo una vez Jean Cocteau, «sin saber que era imposible, fueron y lo hicieron».

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