jueves, 30 de abril de 2015

El naufragio de la Constitución

El naufragio de la Constitución
Por Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 06/12/07):
Es lamentable tener que decirlo precisamente en un día como hoy, pero durante esta legislatura se ha producido un auténtico naufragio de la Constitución, desbordada tanto por los excesos nacionalistas, como por muchas actuaciones incorrectas de los propios gobernantes.
Y, lo que es más grave, se ha hecho con la complicidad del órgano que debía vigilar por el respeto escrupuloso de la misma, esto es: del Tribunal Constitucional. Evidentemente, no se puede culpar del deterioro de nuestra Norma Fundamental exclusivamente a la política errática del presidente Zapatero, porque muchos de los incumplimientos actuales se podían ver ya incubados en ella desde su origen, aunque es ahora cuando han aflorado con toda su crudeza.
Dejando, pues, de lado, las acciones voluntaristas del actual Gobierno, si tuviéramos que buscar las dos causas primigenias de la situación que estamos viviendo en la actualidad, para poner así remedio a lo que se nos viene encima, tendríamos que afirmar que han sido las siguientes: en primer lugar, la falta de concreción de nuestra Constitución en lo que se refiere a la estructura territorial del Estado, pues como tantas veces se ha repetido, dejaba fuera de ella la enumeración de cuáles eran las comunidades autónomas, cuáles eran sus competencias respectivas y, sobre todo, cuáles las competencias indelegables del Estado.
La vigencia, durante todos estos años de dos principios uno consagrado constitucionalmente -el principio dispositivo (cada Comunidad Autónoma podía decidir su grado de autonomía)- y otro impuesto sociológicamente -el principio emulativo (todas aspiran a lo que aspiren las otras)- comportó que se estableciese un sistema de pujas entre las diversas comunidades autónomas y el Gobierno nacional a fin de obtener más competencias, circunstancia que ha tenido como resultado el actual desbordamiento de la Constitución y la parálisis del Tribunal Constitucional, enfrentado en dos sectas que parecen regirse más por motivos partidistas que por la razón jurídica.
Todo esto era previsible y así lo dijimos algunos desde la misma entrada en vigor de la Primera de nuestras normas. Era evidente, como sostuve desde su aprobación, que nuestra Constitución estaba inacabada y, por consiguiente, mientras que no se acabase de una vez, definiendo el modelo definitivo de Estado, nuestra Constitución sería provisional. Hoy ya sabemos que esto ha sido así y que a causa de los nuevos estatutos de las comunidades autónomas, comenzando por el de Cataluña, se está produciendo una mutación constitucional, que nos indica ya que el Estado Autonómico está en crisis total, porque el monstruo que se está creando, que algunos llaman confederal o plurinacional, no sólo es que sea por supuesto inconstitucional, sino que será también claramente ingobernable, con tendencias centrífugas cada vez más fuertes que pueden llegar hasta la independencia.
Todo esto ya se ha explicado hasta la saciedad, pero hay que recordarlo para que seamos conscientes de que, si hemos llegado a esta situación ha sido por la inopia de todos los gobiernos nacionales habidos hasta ahora que no han querido cambiar la otra causa del actual embrollo español. Me refiero a la vigente legislación electoral que permite que se hallen representados, por ejemplo hoy, en el Congreso de los Diputados siete partidos nacionalistas (PNV, CiU, ERC, BNG, EA, Nafarroa Bai y Coalición Canaria), los cuales, unos tras otros, han ido pasando de un nacionalismo autonomista a otro claramente soberanista o independentista. En otras palabras, gracias a que nuestra legislación electoral permite que estén representados en el Congreso de los Diputados los partidos que hayan obtenido al menos un 3% de los votos en cada circunscripción electoral, se hallan representados partidos localistas que, en conjunto, no llegan al 10% de los votos emitidos en el conjunto nacional.
Esta estúpida cláusula fue introducida en el Real Decreto de 18 de marzo de 1977, por el que se rigieron las primeras elecciones democráticas después de la Dictadura, con el fin de que se asegurase la presencia en las Cortes de CiU y del PNV principalmente, puesto que se pensaba que con toda seguridad las Cortes elegidas se convertirían en Constituyentes y no se quería que estas fuerzas no participasen en la elaboración de la nueva Constitución. Semejante argumento se podría aceptar, pero sólo para esa ocasión. Sin embargo, esta cláusula del Real Decreto inicial pasó también, cuando se elaboró años después, la Ley del Régimen Electoral General, lo que ya no tenía ninguna razón de ser puesto que se abría así la puerta a pequeños partidos que no representan más que a sectores muy minoritarios de la sociedad.
Sea como fuera, eso lo estamos pagando ya, porque han sido estos partidos nacionalistas los que han dado el apoyo parlamentario al Gobierno del PSOE, naturalmente a cambio de continuas contraprestaciones. Lo cual es grave, porque casi todos ellos no aceptan la Constitución, como se podrá comprobar hoy mismo por su ausencia en el acto del Congreso de los Diputados. De este modo, no se explica fácilmente la política suicida que ha realizado el Gobierno actual con respecto al tema de la descentralización territorial del poder. No hay ningún caso en las democracias occidentales de semejante aberración, en que los partidos separatistas condicionen una cuestión tan importante como ésta.
Y es que aquí España sigue siendo diferente, puesto que en la mayoría de los países europeos las elecciones cumplen una función principal que consiste en facilitar la gestión de programas viables, mediante la designación de líderes y equipos con capacidad y posibilidades de llevarlos a la práctica. De este modo, las elecciones realizan una labor de filtro de todas las opciones que se presentan, en el sentido de que sólo reciben un apoyo preferente los equipos de gestión que posean unas propuestas concretas de actuación. Ahora bien, es cierto que esta función de seleccionar al poder político no fue originariamente el cometido principal de las elecciones. El origen de los parlamentos, como es sabido, se debió a la necesidad de que los representes del pueblo autorizasen los impuestos del Monarca. Posteriormente, lo que se buscaba con las elecciones consistía sobre todo en representar a la Nación, como un todo, a fin de que la ley fuese la «expresión de la voluntad general». Pero con la llegada de los partidos, muchos defendieron que el Parlamento debía ser, a través de la representación proporcional más pura, una especie de espejo en donde se reflejasen el mayor número de tendencias de la sociedad, incluidos los grupos separatistas. Esta idea se ha ido desechando, porque lo que se ganaba en representatividad, se perdía en gobernabilidad. Salvo con la excepción de algún país como Holanda, donde se sigue manteniendo esa idea utilizando las coaliciones de partidos, la tendencia más extendida empieza a ser que la función fundamental de las elecciones es la de elegir a quienes van a gobernar de forma estable durante un periodo determinado.
En otras palabras, el principio de las elecciones democráticas en el siglo XXI significa simplemente que las riendas del Gobierno deben ser entregadas a los equipos que gocen de un apoyo más extendido que los demás rivales que compiten en la contienda electoral, representando opciones nacionales, y no de una parte concreta del país.
 En definitiva, la función primaria del electorado en una democracia, como apunta Giovanni Sartori, no es otra que la de crear un Gobierno que pueda gobernar, porque lo que caracteriza a los países modernos y democráticos es la finalidad de seleccionar el poder político más que la de sentirse todos los electores perfectamente representados. Hasta el punto de que es una de las razones que explican que se haya asentado en ellos el método de la alternancia. En efecto, la cual consiste en la sucesión regular de partidos opuestos que se turnan bien en el Gobierno, bien en la oposición, según sean los resultados de las elecciones.
Ciertamente, el sistema bipartidista es el que mejor responde a este sistema de la alternancia en que se basa la democracia moderna, pero ello no impide que pueda funcionar también, como ocurre en algunos países y debería suceder igualmente en España, con la existencia de un partido bisagra de alcance nacional. Pero lo que resulta absolutamente aberrante es la representación en el Congreso de los Diputados de pequeños partidos localistas, que quieren imponer sus decisiones interesadas a todo el conjunto de la población española, como por desgracia ha ocurrido en esta última legislatura y, además, con la finalidad de la mayor parte de ellos de lograr la independencia de sus regiones. El actual régimen político español debería pasar por el diván de los psicoanalistas, ya que los políticos del PSOE no son capaces de darse cuenta de esta paranoia que nos conduce al abismo.
Pues bien, es claro que la combinación infernal de un sistema constitucional que permite que las comunidades autónomas vayan incrementando sus competencias según sea su deseo, con la posibilidad admitida por la Ley Electoral de que estén representados en las Cortes partidos nacionalistas que quieren ir acortando la distancia que les separa de la independencia a fuerza de incrementar competencias que ni siquiera les corresponden -por ser del Estado central- conduce, entre otras muchas cosas peores, a algo que dijo un conocido jurista alemán. Esto es, a que varias decisiones del legislador -hoy en parte nacionalista en nuestro país-, puedan comportar que muchas bibliotecas jurídicas, especialmente las de constitucionalistas como yo, se conviertan en simple maculatura…
De ahí que la importancia de las próximas elecciones de marzo, sea realmente histórica, porque no se trata únicamente de elegir principalmente entre dos equipos dirigentes, sino de saber cómo se puede salvar lo todavía salvable de nuestra Constitución o, lo que sería más grave, en averiguar si estas Cortes acabarán siendo Cortes Constituyentes, con la misión de fragmentar el Estado de forma definitiva o, por el contrario, de encontrar una fórmula adecuada para que sigamos siendo una sola Nación, eso sí, con amplia descentralización territorial. Por si acaso, alegrémonos, en la festividad de hoy, de que la Constitución siga flotando todavía.

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