miércoles, 13 de mayo de 2015

El patriotismo sin patria

Edurne URIARTE, profesora de Ciencia Política de la UPV
Opinión (sábado 5 de enero de 2002) ABC
POR fin estamos hablando en España de patriotismo.
Y eso es bueno, porque durante 25 años el patriotismo se había convertido en una palabra casi tabú.
Pero como los tabúes no se rompen de la noche a la mañana, de momento hemos recuperado el concepto, pero no tanto el objeto final de su contenido, es decir, la nación española.
La propuesta del patriotismo constitucional es una buena forma de comenzar con la recuperación de un debate urgentemente necesario en España.
Pero la obsesión por el adjetivo de constitucional, incluso en quien está liderando la recuperación, es decir, el Partido Popular, y, sobre todo, el empeño del PSOE en relacionar este concepto con los fantasmas del pasado, muestran que las élites políticas e intelectuales españolas tienen todavía un largo camino por recorrer para normalizar las relaciones con su nación.
Todavía hoy en día, en España tenemos que disculparnos por decir que nos sentimos españoles.
Y calificar a España como una nación sigue pareciendo una osadía.
Es siempre más recomendable hablar de país, o de la pluralidad española, o de la España de las autonomías.
O, lo que es siempre socorrido, de la Constitución que nos une, o de nuestro sistema político.
Cualquier fórmula es válida, siempre que se evite conceder a España una identidad histórica y cultural y la capacidad de ser algo más que la suma de sus partes, es decir, las autonomías, las naciones, las auténticas identidades culturales e históricas que accidentalmente se han reunido bajo una construcción artificial a la que han llamado España.
España es hoy en día lo que le dejan ser sus autonomías, y, sobre todo, esos nacionalismos periféricos que dictan en este país lo que se debe y lo que no se debe decir, lo que es «progresista» y lo que no, y, desde luego, lo que es nación y lo que no es.
Los nacionalistas sentenciaron hace tiempo que España y lo español eran intrínsecamente perversos y que las únicas identidades culturales e históricas válidas eran las que ellos se acababan de construir.
Y es sorprendente la enorme capacidad que han tenido para vaciar de contenido a la palabra España, mucho más allá de los límites de sus propias comunidades.
Ciertamente, el franquismo y sus consecuencias han tenido mucho que ver.
Como la única memoria de patriotismo español que conservamos es la del franquismo, hay mucha gente incapaz de superar ese fantasma del pasado, empeñada en ver tics franquistas en cualquier alusión a la patria española o a la nación, como si el patriotismo lo hubiera inventado el franquismo, o como si los españoles fuéramos los únicos occidentales incapaces de ser demócratas y patriotas al mismo tiempo.
La recuperación de la nación española es, en primer lugar, un signo de libertad y de superación del pasado.

Porque cuando ya ha pasado un cuarto de siglo desde el fin de la dictadura, es hora de poder hablar de España sin complejos, de recuperar el derecho a una identidad histórica y cultural, el derecho a una españolidad, abierta, plural y democrática, claro está, pero españolidad, al fin y al cabo. Porque la apertura, la pluralidad y la democracia están más que consolidadas, pero la españolidad es todavía un capítulo pendiente de nuestra normalización democrática.
En segundo lugar, España ha completado una fase de su etapa democrática y comienza otra en la que ya no valen los esquemas del pasado. El pasado es la historia de la descentralización, de la construcción autonómica, del fortalecimiento de las posibilidades de expresión de las identidades regionales. Todo eso era necesario, pero ya se ha realizado. España le ha dado una respuesta mucho más generosa y profunda que cualquiera de sus democracias vecinas. España ya ha aprobado esa asignatura, pero le ha dedicado tantos esfuerzos que ha descuidado otras tareas que son las que ahora hay que abordar.
Sobre todo, España se ha descuidado a sí misma. España es hoy lo que son sus autonomías, la suma de las partes, pero parece no tener entidad ni identidad propia, como si hubiera nacido cuando nacieron sus autonomías, y como si los siglos de historia anteriores, nuestra lengua común o la identidad española fueran inventos franquistas que la democracia tuviera que suprimir.
Después de 25 años de respuesta a todo tipo de reivindicaciones regionales, España debe recuperar esa entidad común sobre la que se han articulado las autonomías. La recuperación de esa entidad común, de ese eje central cohesionador y articulador, debe presidir una nueva fase de nuestra democracia en la que es preciso dar por cerrada la construcción autonómica. En primer lugar, porque ya no hay nada más que ofrecer a los nacionalismos periféricos cuando todas sus reivindicaciones históricas han sido atendidas. En segundo lugar, porque estos nacionalismos han conseguido instaurar una dinámica de la eterna insatisfacción, de la reivindicación permanente, del discurso del agravio, del victimismo estructural, de la culpabilización de España, que ha pervertido llamativamente nuestra cultura política. Y, en tercer lugar, porque ya ha quedado mostrado que la profundización de la disolución de España no sacia las ansias de poder nacionalista sino que exacerba aún más su actitud de cuestionamiento hacia la legitimidad y estabilidad del proyecto común.
El discurso sobre el concepto de España o sobre los intereses de España no puede seguir siendo dictado por las apetencias y la estrategia de los nacionalismos vasco y catalán. Y, sin embargo, las reacciones de algunos intelectuales ante el planteamiento del patriotismo constitucional, blandiendo los peligros del franquismo o de los patriotismos no democráticos del pasado, muestra en qué medida parte de la sociedad española vive todavía atrapada por el pasado y sometida a la imposición permanente de los nacionalismos periféricos. El federalismo asimétrico de Maragall que, sorprendentemente, todo el PSOE acaba de adoptar, no es sino una prolongación más de una articulación de España hecha a medida de los nacionalismos.
Pero España es algo más que lo que pretenden los nacionalismos vasco y catalán.
Y el concepto de patriotismo constitucional es útil para poner en el primer plano de debate la necesidad de abrir una nueva etapa de la política española de fortalecimiento del proyecto político común que nos une a los españoles por encima de nuestras autonomías y de nuestras peculiaridades culturales.
Que ese proyecto está presidido por el consenso político alrededor de la Constitución es obvio, que lo que nos une son principios políticos y no étnicos también.

Pero ese proyecto se llama España, y eso es algo más que su Constitución, y es hora de superar los complejos históricos que nos siguen impidiendo reconocerlo, mal que les pese a los nacionalistas vascos y catalanes.

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