Opinión
(sábado 5 de enero de 2002) ABC
POR
fin estamos hablando en España de patriotismo.
Y
eso es bueno, porque durante 25 años el patriotismo se había convertido en una
palabra casi tabú.
Pero
como los tabúes no se rompen de la noche a la mañana, de momento hemos
recuperado el concepto, pero no tanto el objeto final de su contenido, es
decir, la nación española.
La
propuesta del patriotismo constitucional es una buena forma de comenzar con la
recuperación de un debate urgentemente necesario en España.
Pero
la obsesión por el adjetivo de constitucional, incluso en quien está liderando
la recuperación, es decir, el Partido Popular, y, sobre todo, el empeño del
PSOE en relacionar este concepto con los fantasmas del pasado, muestran que las
élites políticas e intelectuales españolas tienen todavía un largo camino por
recorrer para normalizar las relaciones con su nación.
Todavía
hoy en día, en España tenemos que disculparnos por decir que nos sentimos
españoles.
Y
calificar a España como una nación sigue pareciendo una osadía.
Es
siempre más recomendable hablar de país, o de la pluralidad española, o de la
España de las autonomías.
O,
lo que es siempre socorrido, de la Constitución que nos une, o de nuestro
sistema político.
Cualquier
fórmula es válida, siempre que se evite conceder a España una identidad
histórica y cultural y la capacidad de ser algo más que la suma de sus partes,
es decir, las autonomías, las naciones, las auténticas identidades culturales e
históricas que accidentalmente se han reunido bajo una construcción artificial
a la que han llamado España.
España
es hoy en día lo que le dejan ser sus autonomías, y, sobre todo, esos
nacionalismos periféricos que dictan en este país lo que se debe y lo que no se
debe decir, lo que es «progresista» y lo que no, y, desde luego, lo que es
nación y lo que no es.
Los nacionalistas sentenciaron hace tiempo que España y lo español eran
intrínsecamente perversos y que las únicas identidades culturales e históricas
válidas eran las que ellos se acababan de construir.
Y es sorprendente la enorme capacidad que han tenido para vaciar de
contenido a la palabra España, mucho más allá de los límites de sus propias
comunidades.
Ciertamente,
el franquismo y sus consecuencias han tenido mucho que ver.
Como la única memoria de patriotismo español que conservamos es la del
franquismo, hay mucha gente incapaz de superar ese fantasma del pasado,
empeñada en ver tics franquistas en cualquier alusión a la patria española o a
la nación, como si el patriotismo lo hubiera inventado el franquismo, o como si
los españoles fuéramos los únicos occidentales incapaces de ser demócratas y
patriotas al mismo tiempo.
La recuperación de la nación española es, en primer lugar, un signo de
libertad y de superación del pasado.
Porque cuando ya ha pasado un cuarto de siglo desde el fin de la
dictadura, es hora de poder hablar de España sin complejos, de recuperar el
derecho a una identidad histórica y cultural, el derecho a una españolidad,
abierta, plural y democrática, claro está, pero españolidad, al fin y al cabo.
Porque la apertura, la pluralidad y la democracia están más que consolidadas,
pero la españolidad es todavía un capítulo pendiente de nuestra normalización
democrática.
En
segundo lugar, España ha completado una fase de su etapa democrática y comienza
otra en la que ya no valen los esquemas del pasado. El pasado es la historia de
la descentralización, de la construcción autonómica, del fortalecimiento de las
posibilidades de expresión de las identidades regionales. Todo eso era
necesario, pero ya se ha realizado. España le ha dado una respuesta mucho más
generosa y profunda que cualquiera de sus democracias vecinas. España ya ha
aprobado esa asignatura, pero le ha dedicado tantos esfuerzos que ha descuidado
otras tareas que son las que ahora hay que abordar.
Sobre
todo, España se ha descuidado a sí misma. España es hoy lo que son sus
autonomías, la suma de las partes, pero parece no tener entidad ni identidad
propia, como si hubiera nacido cuando nacieron sus autonomías, y como si los
siglos de historia anteriores, nuestra lengua común o la identidad española
fueran inventos franquistas que la democracia tuviera que suprimir.
Después
de 25 años de respuesta a todo tipo de reivindicaciones regionales, España debe
recuperar esa entidad común sobre la que se han articulado las autonomías. La
recuperación de esa entidad común, de ese eje central cohesionador y
articulador, debe presidir una nueva fase de nuestra democracia en la que es
preciso dar por cerrada la construcción autonómica. En primer lugar, porque ya
no hay nada más que ofrecer a los nacionalismos periféricos cuando todas sus
reivindicaciones históricas han sido atendidas. En segundo lugar, porque estos
nacionalismos han conseguido instaurar una dinámica de la eterna insatisfacción,
de la reivindicación permanente, del discurso del agravio, del victimismo
estructural, de la culpabilización de España, que ha pervertido llamativamente
nuestra cultura política. Y, en tercer lugar, porque ya ha quedado mostrado que
la profundización de la disolución de España no sacia las ansias de poder
nacionalista sino que exacerba aún más su actitud de cuestionamiento hacia la
legitimidad y estabilidad del proyecto común.
El
discurso sobre el concepto de España o sobre los intereses de España no puede
seguir siendo dictado por las apetencias y la estrategia de los nacionalismos
vasco y catalán. Y, sin embargo, las reacciones de algunos intelectuales ante
el planteamiento del patriotismo constitucional, blandiendo los peligros del
franquismo o de los patriotismos no democráticos del pasado, muestra en qué
medida parte de la sociedad española vive todavía atrapada por el pasado y
sometida a la imposición permanente de los nacionalismos periféricos. El
federalismo asimétrico de Maragall que, sorprendentemente, todo el PSOE acaba
de adoptar, no es sino una prolongación más de una articulación de España hecha
a medida de los nacionalismos.
Y
el concepto de patriotismo constitucional es útil para poner en el primer plano
de debate la necesidad de abrir una nueva etapa de la política española de
fortalecimiento del proyecto político común que nos une a los españoles por
encima de nuestras autonomías y de nuestras peculiaridades culturales.
Que
ese proyecto está presidido por el consenso político alrededor de la
Constitución es obvio, que lo que nos une son principios políticos y no étnicos
también.
Pero
ese proyecto se llama España, y eso es algo más que su Constitución, y es hora
de superar los complejos históricos que nos siguen impidiendo reconocerlo, mal
que les pese a los nacionalistas vascos y catalanes.
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