Una debacle municipal y autonómica inequívocamente
más atribuible a la acción del Gobierno de Rajoy que a la de los receptores de
la bofetada, por más que el calendario electoral haya beneficiado al primero
desviando el golpe, por el momento, hacia otros rostros populares con bastante
menos culpa y más sentido de la responsabildad.
Es necesario para tomar la decisión de dimitir,
asumiendo de ese modo la factura de lo acaecido. Si en el cuartel general de la
calle Génova se hubieran dado por enterados, si el presidente del partido
hubiese hecho una lectura correcta de los hechos y actuado en consecuencia, tal
vez podría enderezarse el rumbo antes de las generales.
Dado que todo permanece igual, con don Tancredo
quieto en lo alto de su taburete, «manejando los tiempos», cabe augurar que
seguirá lloviendo a mares hasta que el agua rebose y se lleve por delante a
España, el esfuerzo gigantesco realizado por sus gentes y su credibilidad ante
el mundo. ¿A quién habrá que señalar entonces, al campeón del inmovilismo suicida
o a los leales dispuestos a denunciar sus errores?
Los españoles no han castigado en las urnas los
recortes impuestos por la necesidad de evitar el rescate, como han repetido
hasta la saciedad los voceros de La Moncloa.
A nadie le gusta rebajar su tren de vida y tal vez
esas políticas, unidas al 30 por ciento de españoles que rozan hoy el umbral de
la pobreza, hayan incrementado la cosecha de la izquierda radical podemita,
pero no han sido el principal motivo de enfado de los dos millones y medio de
ciudadanos que hace cuatro años confiaron en los populares y ahora les han dado
la espalda.
Lo que indigna a esas personas que se han quedado
en su casa o apostado por otras siglas no es la crisis, sino el abuso de poder
en todas sus manifestaciones: corrupción, amiguismo, utilización de las
instituciones y organismos del Estado en beneficio propio, instrumentalización
de la Justicia, entre otras.
Lo que les repugna es el pragmatismo demoscópico
de vía estrecha, por no decir relativismo, que ha imperado en el tratamiento de
cuestiones de conciencia como el aborto, las víctimas del terrorismo, la
ausencia de firmeza ante los asesinos y sus cómplices o la debilidad mostrada
frente los enemigos declarados de la Nación española. Lo que les subleva es el
incumplimiento reiterado de la palabra dada.
Lo que les ha impedido votar, incluso tapándose la
nariz, es la constatación de que el Ejecutivo ha gobernado no ya ignorando sus
interses, sino atentando en muchos casos contra ellos, desde el convencimiento
de estar ante unos electores cautivos.
Y es que la gran pagana de un ajuste cuyo coste ha
estado tremendamente mal repartido ha sido la gente común, laboriosa y honesta;
las familias cuyos hijos están en paro, explotados en trabajos
infrarretribuidos o bien en el extranjero, buscándose allí un futuro; la clase
media trabajadora, víctima de impuestos inicuos que ellos no pueden eludir
acogiéndose a «regularizaciones» de fortunas amasadas en dinero negro y
evadidas a Suiza o Andorra. Esa es la gente que ha dicho ¡basta! De su mano ha
venido la lección que no quieren entender los encargados de preparar la
estrategia de las generales: demasiada macroeconomía en la mente de los
ministros y poco salir a la calle. Demasiado triunfalismo de gran despacho y
salón. Demasiado Ibex 35. Demasiado miedo. Demasiada arrogancia. Demasiado adulador.
Poca o ninguna autocrítica.
No es cuestión de derecha o centro, sino de
sensibilidad y decencia. Hacen falta caras nuevas, aire limpio, democracia
interna, dar voz a la militancia, escuchar a la ciudadanía, recuperar el pulso
de una sociedad asqueada que se aleja de la vida pública. Es preciso cambiar
antes de que sea tarde, porque ahora mismo la euforia anida donde no debiera
mientras la mayoría, que pone y quita gobiernos, se dice, recordando a Ortega:
«No era esto».
Isabel Sansebastian
Isabel Sansebastian
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