Ada Colau y Unió Democràtica, contra la ‘hoja de ruta’ secesionista
EL PAÍS 4 JUN 2015 - 00:00 CEST
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España es plural. Cataluña, también. Más aún: el catalanismo, ese
movimiento político centenario dedicado a la doble tarea de garantizar el
autogobierno (de Cataluña) y de contribuir al gobierno (de toda España), es
plural. Cuando ha obedecido —casi siempre, salvo en fases exaltadas como la
actual— a ese doble imperativo en sentido integrador ha dado buenos resultados
para la modernización de España, y los únicos —buenos resultados— tangibles
para los catalanes.
De manera que debiera más bien hablarse de catalanismos. Que no admiten
monopolios, secuestros ni imposiciones por parte de ningún nacionalismo,
especialmente si se despliegan en propuestas radicales y fracturadoras de la
sociedad.
La mejor demostración de los enunciados anteriores es el documento que
la dirección del partido democristiano catalán, la Unió Democràtica de Josep
Antoni Duran Lleida (federado con lo que queda de la Convergència pujolista,
hoy seguidora de Artur Mas), contra la disparatada hoja de ruta que este firmó
el pasado 30 de marzo con Esquerra Republicana, tras asumir todos sus envites
rupturistas y renunciar a su trayectoria, ejemplo y logros obtenidos desde la
moderación, combinada con una firmeza sensata. Además, Unió somete su propuesta
a la militancia (a diferencia de su socio) y toma la iniciativa política.
Donde la hoja de ruta secesionista preconiza una declaración
soberanista y un proceso constituyente nunca “supeditados a la vigencia
jurídica”, Unió se opone a cualquiera de ellos si son emprendidos “al margen de
la legalidad”.
Donde Convergència y Esquerra propugnan negociaciones con el Estado
sobre “las condiciones” de la secesión por ellos decidida con antelación, los
democristianos sugieren un proceso de diálogo profundo previo a toda decisión.
Donde el secesionismo simplón postula negociar con la ONU y la UE “el
reconocimiento del nuevo Estado” y la negociación de su readmisión, Unió
defiende que no debe hacerse nada que haga peligrar la permanencia de Cataluña
en Europa.
Se trata pues de dos propuestas de hoja de ruta, es decir, de programas
a medio plazo, no solo diferentes: antagónicos. Y en buena hora. No dejó de ser
patético ayer, pues, que Artur Mas considerase ambos papeles como compatibles.
O no ha leído el suyo (lo que no es descartable, porque no lo firmó el mismo,
sino algunos de sus ayudantes) o la pasión le ciega ante la evidencia de que el
procés por él encabezado no es que naufrague, agonice o capote: es que no
concita ni siquiera el apoyo de su socio íntimo desde hace tres largas décadas.
Que el proceso independentista haya varado no implica que no haya un
amplísimo número de votantes independentistas de buena fe, inasequible al
desaliento. Movilizados, sobre todo, más que por un deseo de separación, por la
desidia gubernamental o la desconsideración lingüística, como ha sucedido en la
Franja aragonesa, en Valencia o en las Baleares. De ahí la urgencia de abordar
estos asuntos, y la frustración de que el calendario electoral exija mucha
valentía a quienes lo consideran necesario, como el Círculo de Economía.
Otro certificado de defunción del programa secesionista tal como se
plasma en el pacto CDC-ERC (insistamos, nada que ver con la permanencia de un
electorado, aunque menguante, a favor) llegó ayer de la próxima alcaldesa de
Barcelona, Ada Colau. “No firmaremos hojas de ruta que nos son impropias”,
aseveró ante la presión de Esquerra, que condiciona su apoyo. Hay que destacar
la coherencia de aquellos que han querido situar la agenda política entre
progresismo y conservadurismo, y se niegan a que, por caducos cálculos de
poder, vuelva a imperar el monotema infértil y declinante del separatismo.
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