El PP prescinde de imputados porque debe responder al
mensaje de las urnas
EL PAÍS 5 JUN 2015 - 00:00 CEST
El debate sobre si la imputación judicial es
suficiente para que el afectado abandone la vida pública o si hay que esperar a
la apertura de juicio ha quedado atrás por la presión social contra la
corrupción.
Los nuevos dirigentes tienen necesidad de demostrar a
los ciudadanos que han emergido para algo, como lo prueba la rapidez con que
Albert Rivera ha atribuido a su partido el mérito de las dimisiones de Salvador
Victoria y Lucía Figar, consejeros de la Comunidad de Madrid imputados en la
Operación Púnica.
Es verdad que Ciudadanos exigía la renuncia de ambos
para negociar la continuidad del PP en la presidencia del Gobierno madrileño,
una operación vital para este partido si quiere mitigar la pérdida de poder
territorial a pocos meses de las elecciones generales. Y eso le exige apostar
por Cristina Cifuentes antes que por Esperanza Aguirre, cabeza de un PP
madrileño plagado de imputados. Mariano Rajoy, como presidente del Gobierno y
del Partido Popular, ha tenido que tomar el toro por los cuernos, azuzado por
el reloj que marca el tiempo que resta hasta la constitución de Ayuntamientos y
de 14 Gobiernos autónomos.
Pero la cuestión de las renuncias responde a algo más
que a necesidades tácticas paras las
elecciones del 24-M es imposible sostener que los ciudadanos blanquean la
corrupción en las urnas o que les importa poco.
Los nuevos políticos han impuesto o asumido la agenda
de la regeneración de la vida pública.
Y el propio CIS refleja una inquietud por la
corrupción mayor que la observada en el anterior estudio de abril. Por eso
resulta imposible ignorar la necesidad de multiplicar los gestos destinados a
demostrar que las cosas están cambiando, aunque ello afecte a la tantas veces
proclamada presunción de inocencia.
Poco tiene que ver la situación del presente con la de
los años ochenta y en la primera mitad de los noventa, cuando un implacable
José María Aznar aplicaba a sus adversarios políticos un listón muy alto contra
la corrupción, que después se quedó a ras del suelo cuando el PP se enrocó en
la idea de que nadie estaba obligado a renunciar a nada mientras no decidieran
los tribunales. Otros partidos, sobre todo el PSOE, se mostraron comprensivos
con sus imputados y exigentes con los del resto de colores políticos. Todo eso
comenzó a cambiar a finales de 2014, cuando las encuestas apuntaron el tsunami
electoral que estamos viviendo. Y se ha reafirmado con mayor contundencia a
partir del mensaje de las urnas autonómicas y municipales, que deja a las
fuerzas políticas en situación de incertidumbre ante la decisiva contienda de
las elecciones generales.
Es cierto que los cambios de actitudes encierran
contradicciones. La exigencia de mayor control sobre la clase política debe
llevar a cambios legislativos, pero, sobre todo, al establecimiento de
verdaderos cortafuegos para impedir la facilidad con que circulaba el dinero
corrupto. Ahora bien, las prácticas deshonestas no se lavan de un día para otro
utilizando el listón de la confusa figura jurídica de la imputación judicial,
que tanto sirve para aludir a quien tiene que acudir a declarar ante un juez,
solo por indicios, como al que resulta acusado de cargos concretos.
Es sensato que las autoridades o dirigentes afectados
por una investigación judicial sobre corrupción o gestiones abusivas se aparten
de la vida pública y se defiendan como personas privadas. La política ha jugado
a combinar con excesiva soltura las responsabilidades penales con la rendición
de cuentas por la gestión realizada. El político tiene que responder ante los
electores y no solo ante los jueces. El abuso en la mezcla constante de ambos
planos ha llevado a muchos votantes a decir: ya basta.
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