RAÚL ARIAS
ELISA DE LA NUEZ Actualizado: 28/01/2015 20:27 horas
EN SU fundamental libro LTI. La Lengua del Tercer
Reich, el filólogo judío Otto Kemplerer analiza la importancia que tuvo para la
imposición de un régimen totalitario la perversión del lenguaje donde el
significado de algunas palabras se alteraba sistemáticamente.
Así los héroes podían cometer todo tipo de atrocidades
en una guerra de agresión sin que sus compatriotas dudasen de su
comportamiento. De la misma forma, William L. Shirer en su Berlin Diary
comentaba que la propaganda de Goebbels era tan efectiva que los habitantes de
Berlín podían pasar por delante del cráter causado por una bomba en el
Tiergarten sin notar nada raro, dado que la versión oficial insistía en que no
había caído ninguna en el centro la capital. Sin ánimo de pretender banalizar
el nazismo, ni mucho menos de comparar la corrupción política con el
totalitarismo, sí creo que es importante destacar en qué medida la corrupción
del lenguaje político y jurídico que venimos padeciendo en relación con las
tramas de corrupción organizada que nuestros tribunales de Justicia van
descubriendo contribuye inevitablemente a degradar y deslegitimar todavía más
el régimen del 78 y a alejar a la ciudadanía de unos representantes cuyo
lenguaje ya no es compartido.
No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de
que con el retorcimiento del lenguaje (esas «indemnizaciones en diferido», esos
partidos que son «los principales perjudicados» por la recaudación ilegal de
fondos por parte de sus propios tesoreros, esos «recibís» que se firman sin
recibir nada, esas «causas generales» en que se convierten las concienzudas
instrucciones judiciales que les incomodan etc., etc.) los políticos pretenden,
pura y simplemente, echar balones fuera eludiendo sus responsabilidades
políticas en los escándalos de corrupción. Sobre todo en un año electoral en el
que parece que, por fin, la corrupción sí importa y puede empezar a pasar
factura. El problema de fondo es que dado que nuestros gobernantes desde hace
muchos años han optado por identificar responsabilidad política con
responsabilidad jurídico-penal cuando terminan llegando los procesos penales -y
más si lo hacen en mal momento- hay que sacar todo el armamento disponible,
incluido, claro está, el de la perversión del lenguaje.
Ya se trate del caso de la financiación irregular del
PP conocido como el caso Bárcenas o de cualquier trama de corrupción (Gürtel,
Púnica, Pokemon, ERES, Brugal, las andanzas de la familia Pujol o tantos y
tantos otros menos vistosos) el argumento utilizado es siempre el mismo: la
culpa es de unas pocas personas particulares, de unos aprovechados que «no han
estado a la altura» y han abusado de la ingenuidad y de la buena intención de
los líderes que misteriosamente nunca saben, nunca ven y nunca oyen aunque
lleven décadas dedicados a la política y al partido e incluso reciban denuncias
sobre casos concretos.
CLARO ESTÁ que para defender esta tesis que desafía
tan abiertamente los hechos conocidos y hasta el sentido común es preciso
retorcer los conceptos y las palabras hasta extremos insospechados. Esto es
especialmente cierto en el caso de los conceptos jurídicos, dado que como es
lógico sólo los especialistas pueden entender hasta qué punto se desvirtúan
cuando se habla de una indemnización laboral en diferido, de «recibís» firmados
que se asegura no responden a ninguna entrega o de sujetos que pretenden
personarse como acusaciones particulares cuando sus intereses coinciden con los
del imputado o acusado, por no hablar de aquellos casos en los que se niega la
evidencia como ocurrió con el intento de soborno de un concejal de la oposición
por el todavía alcalde de Boadilla que había sido grabado. De esta forma
desaparece la posibilidad de realizar un diagnóstico correcto de la situación y
de debatir con rigor las posibles medidas para luchar de verdad contra la
corrupción, lo que permite sospechar que no hay una auténtica voluntad política
de poner fin a la corrupción sistémica
En realidad, llegados a este punto más que de
retorcimiento del lenguaje podríamos hablar pura y simplemente de insulto a la
inteligencia. Pero creo que es muy importante denunciar el riesgo que supone
para el debate público una manipulación del lenguaje que consigue que las
palabras tengan un significado diferente para el emisor (el político acosado
por los casos de corrupción) y para el receptor (el ciudadano). Por poner un
ejemplo claro, parece que el verbo «mentir» tiene ahora mismo un significado
muy distinto para la clase política y para la ciudadanía. El presidente del
Gobierno en su ya famosa comparecencia del 1 de agosto de 2013 afirmó en el
Parlamento que en su partido no había caja B pero ahora parece que tanto el
juez, como el fiscal, como la abogacía del Estado creen que sí que la hubo, por
no mencionar las declaraciones del directamente responsable de su mantenimiento,
el ex tesorero Bárcenas, al que según la tesis oficial no podemos creer porque
es un «presunto delincuente».
Lo grave es que no tengo ninguna duda de que el sr.
Rajoy, su Gobierno y una parte considerable de los cargos del PP consideran que
no mintió al Parlamento, por mucho que los ciudadanos creamos lo contrario.
Como tampoco tengo dudas de que Esperanza Aguirre, presidenta del PP de Madrid
y ex presidenta de la comunidad autónoma bajo cuyo mandato florecieron las
tramas de corrupción con ex vicepresidente en la cárcel inclusive (tramas que
han continuado, todo hay que decirlo, bajo la presidencia de su sucesor)
considera que ella fue la que las «destapó» y persiguió. Claro que también
considera que es «liberal» pese a las prácticas clientelares que caracterizan a
su partido en Madrid o que no se fugó de los agentes de movilidad en el famoso
incidente del carril-bus de la Gran Vía. Otra cosa es lo que piensa el
ciudadano informado.
Sin duda, otras palabras que tienen un significado
distinto para políticos y ciudadanos son los de «ciudadano ejemplar», «molt
honorable» o «empresario ilustre», especialmente a medida que los así
calificados van sucumbiendo en las distintas tramas judiciales. Lo mismo cabe
decir del adjetivo «independiente» o «neutral», dado que parece claro que
gobernantes y gobernados entendemos cosas distintas cuando se aplican, por
poner un caso, a presidentes de organismos reguladores o de organismos
constitucionales con carnet del partido que les nombra. Y en cuanto al prestigio
y el mérito, basta por repasar las personas que tienen el reconocimiento
oficial del establishment patrio (básicamente las que ocupan cualquier tipo de
cargo relevante, con independencia de su trayectoria intelectual, profesional y
hasta procesal) para hacerse una idea de la distancia que hay entre unos y
otros.
PERO LA COSA lamentablemente no termina aquí. Para no
aburrir al lector, y dado que en nuestro mundo un audio vale más que mil
palabras, puede resultar interesante escuchar las grabaciones de las
conversaciones de algún imputado en una trama de corrupción. Hay muchas
disponibles por motivos que convendría averiguar. Conversaciones como la de la
ex alcaldesa de Alicante, Sonia Castedo, «reimputada» en el caso Brugal con el
igualmente imputado constructor Enrique Ortiz son muy ilustrativas. Aunque
quizá la sorpresa por el tipo de lenguaje utilizado provenga, en mi caso, de
que no he visto Los Soprano. En todo caso, resulta muy preocupante que una
persona que ha ostentado hasta hace muy poco tiempo responsabilidades
institucionales en un ayuntamiento importante compartiendo eventos, incluso con
el Rey y el presidente del Gobierno, hable -aunque sea en privado- como el
protagonista de una película de gángsters.
Y si creen que hay mucha diferencia entre este tipo de
lenguaje y el que utilizan nuestros gobernantes todavía en activo ya les
prevengo que de la corrupción del lenguaje al lenguaje de la corrupción va muy
poco trecho. Por eso conviene estar muy atentos a la forma en que nos hablan y
exigir que el lenguaje se utilice con propiedad, con honestidad y sin
tergiversaciones, no vaya a ser que la conversación pública acabe degenerando
en una conversación de mafiosos.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, fundadora de
Iclaves y editora del blog ¿Hay derecho
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