EL PAÍS 16
JUN 2015 - 00:00 CEST
No había
otra opción digna que no fuera la salida de Guillermo Zapata como concejal de
Cultura y Deporte de Madrid para saldar el redescubrimiento de comentarios
antisemitas y de desprecio a víctimas de ETA realizados por él años atrás.
Las
disculpas pedidas por su conducta pasada no le eximen de responsabilidad como
cargo público y la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, ha hecho bien al
aceptarle la renuncia.
Mucho peor
habría sido empeñarse en iniciar un proyecto político manchado por la
incertidumbre sobre la moral civil de alguno de sus componentes.
Subsiste un
espacio de confusión e incoherencia, puesto que Zapata deja sus
responsabilidades de Cultura, pero se mantiene como concejal.
Hizo sus lamentables comentarios cuando era
una persona privada, y esto plantea el debate de si un error así, reconocido
por el autor, le invalida para toda tarea pública.
La realidad es que en Twitter no se plasma una
conversación particular, sino pública, y todo cuenta cuando se trata de cargos
rodeados de altas expectativas.
Las quejas
por el marcaje a los nuevos actores políticos son irrelevantes, puesto que se
habían atribuido una elevada superioridad moral y política, y no deben
protestar por estar sometidos a un escrutinio intenso.
Más allá del caso en concreto (o de los casos,
porque el de Zapata no es el único entre los nuevos concejales de Madrid), lo
sucedido muestra la fragilidad con que las formaciones emergentes acceden al
poder.
El impacto
producido por el cambio no les vacuna contra la inestabilidad objetiva de sus
respectivas situaciones.
Cierto que
los Ayuntamientos se han constituido con toda normalidad —salvo alguna tensión
aislada—, como es deseable que ocurra respecto a los Gobiernos autónomos; pero
la gobernabilidad depende de equipos que no cuentan con claras mayorías de
votos.
Y la
relación de fuerzas tampoco les favorece: Manuela Carmena y Ada Colau —por
citar solo dos ejemplos del cambio— han sido elegidas como candidatas de
agrupaciones políticas heterogéneas. A esta situación interna, de por sí compleja,
hay que añadir los esfuerzos que habrán de hacer para conservar los apoyos
externos con los que cuentan, porque estos, una vez votadas las investiduras,
se vuelven a la oposición y ya no se sienten solidarios con los cargos a cuya
instalación han ayudado.
Todo sería
diferente si los nuevos poderes hubieran establecido acuerdos de coalición.
No los
querían, ni tampoco los que les apoyan puntualmente, para no comprometerse ante
las elecciones generales. Sin mayorías absolutas ni coaliciones estables, no
pueden gobernar como si dispusieran de todos los resortes; se encuentran
expuestos a desautorizaciones y sanciones, incluida la moción de censura.
Al final, Zapata tenía que caer aunque solo
fuera porque el PSOE, que había apoyado la investidura de Carmena, ha
presionado con firmeza para ello; igual que José Antonio Griñán ha formalizado
la renuncia al escaño de senador para facilitar la gestión de Susana Díaz, una
de las condiciones que Ciudadanos había planteado a cambio de su voto a la
investidura de la presidenta andaluza. Las nuevas formaciones son bienvenidas
al poder, aunque no sea exactamente lo que esperaban.
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