Los abajo firmantes, intelectuales y profesionales que
viven y trabajan en Cataluña, conscientes de nuestra responsabilidad social,
queremos hacer saber a la opinión pública las razones de nuestra profunda
preocupación por la situación cultural y lingüística de Cataluña. Llamamos a
todos los ciudadanos demócratas para que suscriban, apoyen o difundan este
manifiesto, que no busca otro fin que restaurar un ambiente de libertad,
tolerancia y respeto entre todos los ciudadanos de Cataluña, contrarrestando la
tendencia actual hacia la intransigencia y el enfrentamiento entre comunidades,
lo que puede provocar, de no corregirse, un proceso irreversible en el que la
democracia y la paz social se vean gravemente amenazadas.
No nace nuestra preocupación de posiciones o
prejuicios anticatalanes, sino del profundo conocimiento de hechos que vienen
sucediéndose desde hace unos años, en que derechos tales como los referentes al
uso público y oficial del castellano, a recibir la enseñanza en la lengua materna
o a no ser discriminado por razones de lengua (derechos reconocidos por el
espíritu y la letra de la Constitución y el Estatuto de Autonomía), están
siendo despreciados, no sólo por personas o grupos particulares, sino por los
mismos poderes públicos sin que el Gobierno central o los partidos políticos
parezcan dar importancia a este hecho gravísimamente antidemocrático, por
provenir precisamente de instituciones que no tienen otra razón de ser que la
de salvaguardar los derechos de los ciudadanos.
No hay, en efecto, ninguna razón democrática que
justifique el manifiesto propósito de convertir el catalán en la única lengua
oficial de Cataluña, tal como lo muestran, por ejemplo, los siguientes hechos:
presentación de comunicados y documentos de la Generalidad exclusivamente en
catalán; uso casi exclusivo del catalán en reuniones oficiales, con desprecio
público del uso del castellano, como ha ocurrido en el mismo Parlamento Catalán,
en el que un parlamentario abandona ostensiblemente airado la sala en cuanto
alguien hablaba en castellano; nuevas rotulaciones públicas exclusivamente en
catalán; declaraciones de organismos oficiales y de responsables de cargos
públicos que tienden a crear confusión y malestar entre la población
castellanohablante, como las recientes del Colegio de Doctores y Licenciados de
Cataluña y otras emanadas de responsables de las Consejerías de Cultura y
Educación de la Generalidad; proyectos de leyes, como el de «normalización del
uso del catalán», tendentes a consagrar la oficialidad exclusiva del catalán a
corto o medio plazo, etc.
Partiendo de una lectura abusiva y parcial del
artículo 3 del Estatuto, que habla del catalán como «lengua propia de Cataluña»
-afirmación de carácter general y no jurídico-, se quiere invalidar el
principio jurídico que el mismo articulado define a renglón seguido al afirmar
que el castellano es también lengua oficial de Cataluña. No podemos aceptar su
desaparición de la esfera oficial, sencillamente porque la mitad de la
población de Cataluña tiene como lengua propia el castellano y se sentiría
injustamente discriminada si las instituciones no reconocieran -de hecho- la
oficialidad de su lengua. El principio de cooficialidad, pensamos, es
jurídicamente muy claro y no supone ninguna lesión del derecho a la oficialidad
del catalán, derecho que todos nosotros defendemos hoy igual que hemos
defendido en otro tiempo, y acaso con más voluntad que muchos de los personajes
públicos que ahora alardean de catalanistas.
No nos preocupa menos contemplar la situación cultural
de Cataluña, abocada cada día más al empobrecimiento, de continuarse aplicando
la política actual tendente a proteger casi exclusivamente las manifestaciones
culturales hechas en catalán, como lo mostraría una relación de las ayudas
económicas otorgadas a instituciones oficiales o particulares, grupos de
teatro, revistas, organización de actos públicos, jornadas, conferencias, etc.
La cultura en castellano empieza a carecer de medios económicos e
institucionales no ya para desarrollarse, sino para sobrevivir. Esta
marginación cultural se agrava si pensamos que la mayoría de la población
castellanohablante está concentrada en zonas urbanísticamente degradadas, donde
no existen las más mínimas condiciones sociales, materiales e institucionales
que posibiliten el desarrollo de su cultura.
Resulta en este sentido sorprendente la idea, de
claras connotaciones racistas, que altos cargos de la Generalidad repiten
últimamente para justificar el intento de sustitución del castellano por el
catalán como lengua escolar de los hijos de los emigrantes. Se dice sin reparo
que esto no supone ningún atropello, porque los emigrantes «no tienen cultura»
y ganan mucho sus hijos pudiendo acceder a alguna. Sólo una malévola ignorancia
puede desconocer que todos los grupos emigrantes de Cataluña proceden de
solares históricos cuya tradición cultural en nada, ciertamente, tiene que
envidiar a la tradición cultural catalana, si más no, porque durante muchos
siglos han caminado juntas construyendo un patrimonio cultural e histórico
común.
Que una desgraciada situación económica y social
obligue a ciento de miles de familias a dejar su tierra, es ya lo bastante
grave como para que, además, quiera acentuarse su despojo con la pérdida de su
identidad cultural. Cuando esta situación se da, cumple a la sociedad el remediar
en los hijos la injusticia cometida con sus padres. Nadie, sea cual sea su
origen, nace culto, pero todos nacen con el inalienable derecho a heredar y
acrecentar la cultura que sus padres tuvieron o debieron tener. Nadie nace con
una lengua, pero todos tienen derecho a acceder a la cultura mediante ese
vínculo afectivo que une al niño con sus padres y que, además, comporta toda
una visión del mundo: su lengua. Que este principio pedagógico elemental tenga
que ser hoy reivindicado en Cataluña prueba nuevamente la gravedad de la
situación.
Resulta, por tanto, insostenible la torpe maniobra de
pretender que esa inmensa mayoría de emigrantes, que comparte la lengua
castellana, no forma una comunidad ling|ística y cultural, sino que sólo posee
retazos de culturas diversas reducidas a folklore. Que digan esto los mismos y
razonables defensores de la unidad idiomática de Cataluña, Valencia y Baleares
-unidad si acaso, menor que la de las diversas hablas del castellano-
resultaría risible si la intención no fuera disgregar esa conciencia cultural
común. ¿Habrá que recordar que pertenecemos a una comunidad ling|ística y
cultural de cientos de millones de personas y que la lengua de Cervantes, en la
actualidad, no es ya el viejo romance castellano, sino el fruto de aportaciones
de todos los pueblos hispánicos? ¿En virtud de qué principio puede negarse a
los hijos de los emigrantes de cualquier lugar de España el acceso directo a
esa lengua y a ese patrimonio cultural? ¿Acaso en nombre del mismo despotismo
que pretendió borrar de esta misma tierra una lengua y una cultura milenarias?
La historia prueba que esto fracasa.
No parece, por tanto, que la integración que se busca
pretenda otra cosa que la sustitución de una lengua por otra, sustitución que
ha de realizarse «de grado o por fuerza», como se empieza a decir, mediante la
persuasión, la coacción o la imposición según los casos, procurando, eso sí,
que el proceso sea «voluntariamente aceptado» por la mayoría. Se dice que la
coexistencia de dos lenguas en un mismo territorio es imposible y que, por
tanto, una debe imponerse a la otra; principio éste no sólo contrario a la
experiencia cotidiana de la mayoría de los ciudadanos de Cataluña -que aceptan
de forma espontánea la coexistencia de las dos lenguas-, sino que, de ser
cierto, legitimaría el genocidio cultural de cerca de tres millones de
personas.
Se suele presentar en contra de las afirmaciones
dichas hasta aquí, el hecho conocido de que gran parte de los medios de
comunicación (cine, televisión, prensa), siguen expresándose en castellano, por
lo que esta lengua no corre ningún peligro. No creemos que pueda ser negativo
el que existan medios de comunicación que se expresen en castellano; si acaso,
sería deseable que su castellano fuera mejor y que no informaran tan poco y tan
mal sobre la comunidad de lengua castellana y sus problemas. Lo único negativo
sería que no se crearan otros tantos medios, o más, de expresión en catalán.
Por otra parte, de esta falta de medios de
comunicación en catalán no son responsables los castellanohablantes. Póngase
remedio a esta situación en sentido positivo, construyendo y desarrollando la
lengua y cultura catalanas, y no intentando empobrecer y desprestigiar la
lengua castellana. Se evidencia cierta falta de honestidad para afrontar las
verdaderas causas ling|ísticas, culturales y políticas que puedan impedir el
desarrollo de la cultura catalana en este intento de culpabilizar a los
castellanohablantes de la situación por la que atraviesa la lengua catalana.
Hay, por ejemplo, razones comerciales evidentes a las que nunca se alude y cuya
responsabilidad no recae precisamente en los no catalanes.
No podemos pasar por alto en este análisis la
situación de la enseñanza y los enseñantes. El ambiente de malestar creado por
los decretos de traspasos de funcionarios ha puesto de manifiesto una
problemática a la que ni el Gobierno central ni el Gobierno de la Generalidad quieren
dar una respuesta seria y responsable. No se quiere reconocer la existencia de
dos lenguas en igualdad de derechos y que, por tanto, la enseñanza ha de
organizarse respetando esta realidad social biling|e, mediante la aplicación
estricta del derecho inalienable a recibir la enseñanza en la propia lengua
materna en todos los niveles. El derecho a recibir la enseñanza en la lengua
materna castellana ya empieza hoy a no ser respetado y a ser públicamente
contestado, como si no fuera este derecho el mismo que se ha esgrimido durante
años para pedir, con toda justicia, una enseñanza en catalán para los
catalanoparlantes.
De llevarse adelante el proyecto de implantar
progresivamente la enseñanza sólo en catalán -no del catalán, que
indudablemente sí defendemos-, los hijos de los emigrantes se verán gravemente
discriminados y en desigualdad de oportunidades con relación a los
catalanoparlantes. Esto supondrá, además, y como siempre se ha dicho, un
«trauma» cuya consecuencia más inmediata es la pérdida de la fluidez verbal y
una menor capacidad de abstracción y comprensión.
Se intenta defender la enseñanza exclusivamente en
catalán con el argumento falaz de que, en caso de que se respetara también la
enseñanza en castellano, se fomentaría la existencia de dos comunidades
enfrentadas. Falaz es el argumento porque el proyecto de una enseñanza sólo en
catalán puede ser acusado -y con mayor razón- de provocar esos enfrentamientos
que se dice querer evitar. Se quiere ignorar, por otra parte, que actualmente
ya existe esa doble enseñanza en castellano y catalán, para demostrar lo cual
bastaría hacer una estadística de los colegios en los que se dan clases
exclusivamente en catalán y aquéllos en los que se sigue dando en castellano.
Mayor causa de enfrentamientos será, indudablemente, que se respeten los
derechos ling|ísticos de unos y no los de otros.
Tampoco podrán achacarse a la coexistencia de las dos
lenguas los posibles conflictos nacidos de las diferencias sociales que
coinciden en gran parte con las existentes entre catalano y
castellanohablantes. Desde esta perspectiva no cabe duda de que la lengua se ha
convertido en un excelente instrumento para desviar legítimas reivindicaciones
sociales que la burguesía catalana no quiere o no puede satisfacer, aunque la deuda
que la sociedad catalana tiene para con la emigración sea inmensa y en justicia
merezca mucho mejor trato. Sin embargo, en este momento de crisis el
conocimiento del catalán puede ser utilizado - y ya lo está siendo-, como arma
discriminatoria y como forma de orientar el paro hacia otras zonas de España.
En efecto, el ambiente de presiones y de malestar creado ha originado ya una
fuga considerable no sólo de enseñantes e intelectuales, sino también de
trabajadores.
No es menos criticable el acoso propagandístico creado
en torno a la necesidad de hablar catalán si se quiere «ser catalán» o
simplemente vivir en Cataluña. Se ha pretendido con esta propaganda identificar
a la clase obrera con la causa nacionalista, y aunque se ha fracasado en este
empeño, la mayoría de los trabajadores se están viendo obligados a aceptar que
las expectativas, no ya de promoción social, sino simplemente de que sus hijos
prosperen, no pueden pasar por serlo. Se llega así a la degradante situación de
avergonzarse de su origen o su lengua ante los propios hijos, a cambiarles el
nombre, etc. Esta humillante situación constituye una afrenta a la dignidad
humana y es hora ya de denunciarla públicamente.
Mientras no se reconozca políticamente la realidad
social, cultural y ling|ísticamente plural de Cataluña y no se legisle pensando
en respetar escrupulosamente esta diversidad, difícilmente se podrá intentar la
construcción de ninguna identidad colectiva. Cataluña, como España, ha de
reconocer su diversidad si quiere organizar democráticamente la convivencia. Es
preciso defender una concepción pluralista y democrática, no totalitaria, de la
sociedad catalana, sobre la base de la libertad y el respeto mutuo y en la que
se pueda ser catalán, vivir enraizado y amar a Cataluña, hablando castellano.
Sólo así podrá empezarse a pensar en una Cataluña nueva, una Cataluña que no se
vuelque egoísta e insolidariamente hacia sí misma, sino que una su esfuerzo al
del resto de los pueblos de España para construir un nuevo Estado democrático
que respete todas las diferencias. No queremos otra cosa, en definitiva, para
Cataluña y para España, que un proyecto social democrático, común y solidario.
Firmas: Amando de Miguel, Carlos Sahagún, F.J.
Losantos, Carlos Reinoso, Pedro Penalva, Esteban Pinilla de las Heras, José
María Vizcay, Jesús Vicente, Santiago Trancón, Alberto Cardín y 2.300 firmas
más.
Obtenido de
"http://es.wikisource.org/wiki/Manifiesto_de_los_2.300"
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