(Transcrito por Ramón Gonzalvo del original existente en
el Archivo del Ayuntamiento de Barcelona)
Los diputados de las ciudades de Zaragoza, Valencia,
Barcelona y Palma, postrados a los Reales Pies de V.M., cumplimos ya con
nuestra primera obligación, prestando el juramento de fidelidad, que debemos a
V.M., y que con indecible gozo nuestro reconoció V.M. en todos los naturales de
los cuatro Reinos de su Corona de Aragón. Pues aún antes que diésemos este
público testimonio de nuestra rendida obediencia; apenas V.M. puso los pies en
España, viendo el júbilo, y alborozo con que lo recibieron, y aclamaron los
catalanes, y aragoneses, y constándole que era igual en los valencianos, y
mallorquines, explicó estar muy satisfecho de su amor, celo, y fidelidad en los
primeros RR. DD., con que V.M. empezó a ejercitar a un mismo tiempo su soberana
autoridad y su heroica clemencia.
Debemos, Señor, ya que la ocasión se proporciona, dar a
V.M. las más humildes gracias por la piedad con que se dignó perdonar los
tributos que debiesen a la Real Hacienda los pueblos de la Corona de Aragón.
Pero si hemos de decir lo que sentimos, según es justo hablando con V.M., mayor
aprecio merecieron en nuestra estimación las honrosas palabras con que V.M.
explicó su real satisfacción, las que impresas en nuestros corazones,
llenándolos de gozo, y confianza, nos alientan a postrarnos por segunda vez a
los pies de V.M. para dar nuevas pruebas de nuestra fidelidad, desempeñando la
obligación que tenemos de procurar el mayor bien de sus leales vasallos, y
paisanos nuestros.
Ofendiéramos a V.M. si sospechásemos que ha de,
disgustarse de que manifestemos el amor que tenemos a nuestra Patria, y el
deseo de su felicidad. Porque ¿cómo puede ofenderse de que amemos a los mismos
que V.M. ama con la mayor ternura, y de que deseemos la felicidad, que V.M.
desea con la mayor ansia?. Bien puede decirse que son la Patria de V.M. todas
las ciudades, villas y aldeas de España; y a sus naturales, más que como a
paisanos mira V.M. como hijos. ¡Que gozo tuviera V.M. si lograra, que todos sus
vasallos fuesen felices! A este fin se dirigen sus cuidados, y sus inmensas
fatigas, a que ninguno sea infeliz. Y como V.M. acude pronto al socorro de los
miserables, dejan de serlo luego que V.M. sabe que lo son, y quiere saberlo
para remediarlo. Obedeciendo pues a V.M. expondremos en esta humilde
representación lo que juzgamos puede contribuir a que en el feliz reinado de
V.M. sean felices los Reinos de la Corona de Aragón.
Al principio de este siglo el señor Felipe V (que esté en
gloria) tuvo por conveniente derogar las leyes, con que hasta entonces se
habían gobernado los Reinos de la Corona de Aragón, mandando que en adelante se
gobernasen con las de Castilla; sin duda con el recto fin, y con la
inteligencia de que esta igualdad, y uniformidad entre las partes había de
ceder en gran beneficio del Cuerpo de la Monarquía. Se descubrió a primera
vista en esta providencia la equidad, y el celo del bien público; pero son
imponderables los males que en su ejecución han padecido aquellos Reinos contra
la piadosa intención del glorioso padre de V.M. Era muy arduo el negocio, y muy
inminente el peligro de causar gravísimos perjuicios. Porque si cualquier
novedad en el gobierno, aún la más útil se considera arriesgada, y siempre trastorna;
¿cuanto había de trastornar una entera mudanza del antiguo gobierno de aquellos
Reinos?. Para ejecutarlo con acierto, se necesitaba de mucho tiempo, y de una
superior práctica inteligencia. Por más sabios, íntegros, y celosos que fueren,
como en verdad lo fueron, los ministros, a quienes la majestad del señor Felipe
V encargó el establecimiento, que se requería para juzgar que novedades eran
útiles, y las que no podrían dejar de ser dañosas al público, y a la real
autoridad.
Es muy regular, Señor, que los hombres pensemos que todas
las cosas de nuestra tierra son las mejores. Y así se observó, que aquellos
ministros aboliendo las leyes civiles y económicas de los Reinos de la Corona
de Aragón, introdujeron todas las de Castilla, juzgando que esto convenía al
real servicio, y al bien público. Pero luego se conoció, que la general
abolición de aquellas leyes perjudicaba a la Regalía, dando mayor extensión a
la inmunidad y jurisdicción eclesiástica de la que permitían los Fueros de la
Corona de Aragón; y en su consecuencia declaró S.M. que no debían entenderse
derogados en esta parte. También declaró no ser su voluntad privar a los
particulares de las gracias, y privilegios que por sus servicios les
concedieron los progenitores de V.M. Y quiso asimismo que en lo civil se
guardasen las leyes municipales de los Reinos de Aragón, Cataluña, y Mallorca,
no alcanzándose la razón por la que esta providencia no ha de extenderse al
Reino de Valencia que también tenía sus propias leyes municipales.
Se ve claramente, Señor, que el ánimo del glorioso padre
de V.M. no fue otro que el de atender, a su real servicio, y al bien de sus
vasallos, por lo que graciosamente concedió todo lo que no se oponía a estos
fines. Mas, o porque no se lo permitieron las continuas guerras de su reinado,
o porque nuestros padres llenos de respeto no se atrevieron a representarlo,
dejó V.M. de cortar muchas novedades que sin la menor validez del real servicio
son muy dañosas al bien público.
Antes gobernaban las ciudades de la Corona de Aragón
cinco o seis Jurados o Conselleres que en cada año se elegían por suerte entre
los ciudadanos de diferentes clases, que juzgándose capaces entraban en las
bolsas, o sacos para el sorteo. Ahora gobiernan a las ciudades Capitales,
veinticuatro a las otras más de seis Regidores, y perpetuos, que V.M. elige a
consulta de la Cámara. Y aunque no nos detengamos a considerar si aquel antiguo
gobierno, el mismo que vemos en todas, o casi todas las ciudades de Europa, es
más provechoso que el nuevo al bien común, y al real servicio, no podemos dejar
de confesar que los Regidores están menos atendidos y venerados del pueblo que
estuvieron los Jurados y por consiguiente son menos útiles al mismo pueblo.
Muchas son, Señor, las causas del poco respeto que ahora
merecen los magistrados de las ciudades. Los Corregidores tienen mayores
facultades que tenían antes los Justicias, que podían llamarse compañeros de
los Jurados, y los Intendentes tienen tantas privativas, que es muy poca o
ninguna la autoridad de los Regidores. Las Audiencias con cualquier motivo se
infieren en el gobierno económico de las ciudades, mudando las antiguas reglas,
prescriben nuevas que dicen ser conformes a las Leyes de Castilla; con el
título del alivio, o beneficio del público despojan a los Regidores de las
preeminencias y distintivos que son más honrosos que útiles pidiéndoles que
enseñen privilegios, sin contentarse con la costumbre y posesión inmemorial.
De éstos y otros procedimientos que desautorizan a las
ciudades, proviene el vulgar pernicioso concepto de que no tienen los Regidores
las circunstancias apreciables que tuvieron los Jurados. No nos empeñamos,
Señor, en defender el honor de su persona, mas no debemos abandonar la defensa
del honor de sus empleos, y menos el de los Reyes que los eligieron, porque es
preciso que si no son lo que deben ser, recaiga en parte la culpa sobre S.M., o
sobre la Real Cámara que los consultó. Sin embargo, no podemos negar, que son
pocos los hombres de honor, y conveniencias que pretendan Regidorías, son
muchos los que las renuncian, y puede temerse que ninguno quiera servirlas.
Parece que si la Cámara tomase informes de las mismas ciudades, como se
interesa el honor de los Regidores en que lo tengan sus compañeros podría
contribuir al acierto de las elecciones.
También son muy gravosas, y apartan a muchos hombres de
honor del gobierno de las ciudades las Residencias del modo que se toman. Pues
vemos en esta Corte, una tropa de jóvenes que con el título de abogados
pretenden varas, mientras que se madura su pretensión, solicitan alguna
Residencia. Cuando lo logran van acompañados de receptores y alguaciles, no con
el fin remediar los abusos, sino con el deseo de hallarlos para sacar mayor
provecho ajustándose con los culpados a menos que no sean muy pobres. Así casi
siempre declaran a los Corregidores y Regidores, por buenos ministros, dignos
de que V.M. los atienda, quedan sin castigo los delitos, cofúndense los buenos
con los malos, y por buenos que sean los Corregidores padecen de tres a tres
años el desaire y perjuicio de estar treinta días sin jurisdicción, y sin
salario; y así éstos como los Regidores que cumplieron con su obligación
teniendo muy corto o ningún sueldo, salen condenados a pagar de sus propios las
costas de las Residencias. Es muy justo, Señor, que se averigüe el proceder de
los que gobiernan los pueblos, pero del mismo modo que en los siglos pasados
puede V.M. ahora por medio de las visitas, o pesquisas, cuando la necesidad lo
pida, castigar a los culpados, y remediar los excesos.
Pero sea lo que fuere la causa de que los magistrados de
las ciudades, y villas de la Corona de Aragón, estén menos autorizados, de lo
que estuvieron en los siglos pasados, lo cierto es, Señor, que del buen
gobierno inmediato de los pueblos, depende principalmente su felicidad, y la de
toda la Monarquía. Aunque tengamos la dicha de que V.M. sea Rey y padre de sus
vasallos; y aunque sus primeros ministros sean muy celosos, no siéndolo los
Corregidores y Regidores de los pueblos, las más benignas providencias se
inutilizan. Pero si éstos son buenos como deben serlo, las órdenes más
rigurosas se ejecutan con tal suavidad y prudencia que se hacen poco sensibles.
Tuvieron antes las ciudades de aquellos Reinos muchas
facultades en lo que toca a su gobierno económico las cuales de ningún modo
pueden considerarse ajenas de la subordinación debida a la suprema real
Autoridad de que dimanan y dependen, ejercitándola los jurados, o regidores por
gracia y en nombre de V.M. y como ministros suyos. De esta suerte estando autorizadas
por V.M. las ciudades para establecer gremios, aprobar sus ordenanzas, y para
otras cosas concernientes al gobierno económico, se excusarían de los inmensos
gastos, e incomodidades que los naturales de aquellos Reinos sufren, habiendo
de acudir para negocios de esta naturaleza a los Supremos Tribunales de la
Corte, que los resuelven con los informes que dan las ciudades instruidos de su
utilidad.
Cada Reino tenía sus Diputados, que lo representaban en
sus tres brazos, eclesiástico, noble y real, contribuyendo todos a beneficio
común de los pueblos diferentes tributos generales, que se impusieron para este
fin. Estos tributos perseveran, sin embargo de haberse extinguido las
Diputaciones, con notable perjuicio de aquellos Reinos. Pues así como es muy
conveniente, que en cada pueblo haya un Procurador General, que atienda a su
bien común, y proteja a sus vecinos desvalidos; así también sería muy
provechoso que cada Reino tuviese en su ciudad Capital, y en esta Corte
Diputados, con el fin de mirar por el bien público, y de amparar a muchos
pueblos miserables, que ni tienen caudales para venir a la Corte, ni voces para
manifestar a V.M. sus trabajos. Solamente podrán reprobar y resistir este
establecimiento aquellos ministros que aspirasen a ser absolutos en las
provincias, y para obrar con un dominio ilimitado, y aún independiente de la
superioridad, quisieran que no hubieran recursos a V.M. ni a sus Supremos
Tribunales. Cuantas vejaciones, Señor, y cuantas calamidades se hubieran
evitado en aquellos Reinos, si destinasen los Tribunales de la Generalidad o
Diputación a los designios para que se impusieron, hubiese habido Diputados,
que postrados a los reales pies de los piadosos padre y hermano de V.M.
hubiesen hecho las debidas humildes representaciones.
Omitimos, Señor, otros muchos males que están sufriendo
aquellos Reinos sin el consuelo de sufrirlos por servir a V.M. No los
atribuimos a las Leyes de Castilla; reconocemos que son muy justas, y muy
útiles a los Reinos de sus Corona. Mas no podemos decir que fuesen injustas las
Leyes de Aragón; sin faltar a la verdad, y al respeto debido a sus augustos
Reyes, dignísimos progenitores de V.M. que las establecieron; y las
promulgaron.
Pensarán quizá algunos que teniendo los españoles un
mismo Rey, conviene que tengamos una misma Ley, para que sea perfecta la
armonía, correspondencia y unión de las partes de esta Monarquía. Mas por poco
que lean, y por corta reflexión que hagan, conocerán claramente que así como el
cuerpo humano no es uno y perfecto porque sus partes aunque distintas, y
desemejantes obedecen a la cabeza, o al alma que es de ella, así también es uno
y perfecto el cuerpo de la Monarquía, porque sus partes o provincias, aunque
tengan diferentes Leyes Municipales, obedecen y están sujetas a V.M. Su real
voluntad, Señor, es una Ley Suprema Universal, que une a todos y los obliga a
sacrificar las haciendas, y vidas en defensa de V.M. y del bien común. La
diferencia del gobierno y de las leyes municipales de los Reinos de España ni
se oponen en un ápice a la soberanía de V.M. ni a la unión entre sus vasallos,
ni a la verdadera política; antes bien la misma política, la prudencia, y la
misma moral natural dictan, que siendo diferentes los climas de las provincias,
y los genios de sus naturales, deben ser diferentes sus Leyes, para que esté
bien ordenado el todo, y sea dichoso el cuerpo de esta Monarquía.
¿Acaso dejan de ser perfectas la Monarquía francesa, la
austriaca, y otras, porque las provincias que las componen tienen diferentes
leyes?. Sin salir de España, y sin salir de la Corona de Aragón hallamos una
prueba convincente de que es muy provechosa la prudente diversidad de las leyes
municipales; por eso sus cuatro Reinos las tuvieron muy diferentes. Y aunque no
es de admirar, que los fuesen en Cataluña y Aragón, habiendo sido en su
principio distintos sus soberanos; pero es digno de consideración, que uno de
los mayores héroes que V.M. cuenta entre sus ascendientes, el señor Rey don
Jaime I de Aragón, no menos político que guerrero, recobrando del poder de los
moros los Reinos de Valencia y Mallorca, y poblándolos de los mismos aragoneses
y catalanes que lo sirvieron en la conquista, no les dio las Leyes de Aragón,
ni de Cataluña, sino otras especiales, y las más aptas para hacerlos felices.
Todos los Reinos de la Corona de Aragón tuvieron sus propias distintas Leyes, y
obedientes a la Ley Suprema de la justa voluntad de sus Reyes, les dieron los
más heroicos ejemplos de fidelidad en su servicio, y tanta gloria dentro y
fuera de España, que por proloquio se dijo, tener la casa de Aragón la
prerrogativa de producir Reyes excelentes. En efecto conquistadas por el Señor
Rey don Jaime, con estupenda celeridad las provincias que en la repartición de
esta península cupieron a la Corona de Aragón, su hijo el Señor Rey don Pedro,
y sus sucesores salieron de ella a pelear, y vencer a las naciones más
belicosas de Europa. !Y con qué pródiga generosidad sus fieles vasallos
derramaron la sangre en las Campañas y mares de Sicilia, y Nápoles!. Qué
heroicas proezas hicieron para colocar a los Reyes de Aragón en aquel trono que
V.M., como heredero suyo tan dignamente ocupó, y ha dejado a su amado hijo el
señor don Fernando.
Mejor que nadie conoce V.M. cuan preciosa es la Corona de
las dos Sicilias, y sabiendo cuanto costó ganarla a los aragoneses, catalanes,
valencianos y mallorquines, se explica muy satisfecho de la fidelidad que
experimentaron sus gloriosos progenitores. Todo esto ignoran los que juzgan,
que era monstruosa la Corona de Aragón, por la diversidad de las Leyes con que
se gobernaban sus cuatro Reinos, y que unida con la de Castilla deben
gobernarse por las Leyes de ésta. Ni aún tienen presente que el señor don
Fernando de Aragón, por cuyo feliz matrimonio con la señora doña Isabel Reina
propietaria de Castilla, se unieron ambas coronas, siendo tan político, y tan
celoso de la Real autoridad, ni quiso, ni pensó alterar las antiguas Leyes, con
que hasta entonces se habían gobernado y mantenido florecientes los Reinos de
su Corona de Aragón. Sin tener más motivo que haber oído al vulgo, que ha de
ser uno el Rey, y una la Ley, sin dar otra razón que la de que así se hace en
nuestra tierra, muchos empleados en aquellos reinos quebrantan las más loables
costumbres, y ordenanzas, e introducen cada día perniciosas novedades.
Pero los mismos que pretenden que en aquellos Reinos se
observen con rigor las Leyes generales, y aún las particulares de los pueblos
de Castilla, que no son gravosas, no quieren que se cumplan las que nos son
favorables oponiéndose a la justa intención del glorioso padre de V.M. que
mandó se guardase una perfecta igualdad en la distribución de las cargas, y de
los premios. En esta parte, Señor, insta la mayor necesidad de que imploremos
vuestra real clemencia, pues es tan notoria la desigualdad, son tantos y tan
patentes los agravios, que representando a V.M. algunos, diremos menos de los
que todos saben que sufrimos.
Para conocer la gran desigualdad, que en la distribución
de los empleos han padecido los naturales de la Corona de Aragón, basta
considerar que sus cuatro Reinos son la tercera parte de España, quitada la
Corte, que es la Patria común de todos, y poner los ojos en los que actualmente
están empleados en las Togas, Iglesias, y en la Pluma. Pues empezando por esta
última clase, media entre las armas y las letras, cuando V.M. vino a reinar en
España, y en nuestros corazones, no había más de un Intendente de Ejército y de
Provincia, otro Comisario ordenador, ningún Director de Rentas, ningún
Contador, ningún Secretario de la Cámara, ni de los Consejos, y siendo
innumerables los empleados de las Secretarias y demás oficinas de esta Corte y
de las Provincias, siendo tantos los Corregidores, son poquísimos los naturales
de aquellos Reinos, hasta las Regidorias de sus Ciudades capitales se han dado
a muchos que no nacieron en ellas.
Se ha faltado muy poco para excluir del todo a los
naturales de la Corona de Aragón de las primeras dignidades eclesiásticas. Son
cerca de ciento las mitras que V.M. provee en sus dominios: las de la Corona de
Aragón son diecinueve, y de éstas tienen solamente dos los aragoneses, tres los
catalanes, otra un valenciano, y otra un mallorquín; y parece que habrán sido
muy pocos los consultados para obispados, siendo muchos los curas canónigos y
generales de las sagradas religiones naturales de aquellos Reinos, sujetos muy
beneméritos por su virtud, y literatura. Y como vemos que los obispos prefieren
a sus paisanos para las prebendas que vacan en sus meses, por esta parte quedan
sin premio aquellos eclesiásticos singularmente aplicados al estudio, al culto
divino, a la predicación y a la administración de los sacramentos.
Esperamos, que serán atendidos en las provisiones que
tocan a la Corona en virtud del Concordato con la Sede Apostólica; y sin duda
fue el ánimo del piadoso hermano de V.M. que se presentaran para las dignidades
eclesiásticas los vasallos mas dignos sin acepción de personas; pero luego se
defraudaron nuestras justas esperanzas viendo que las mejores no se daban a los
naturales de aquellos Reinos. Por último sabemos que son poquísimos los
eclesiásticos de la Corona de Aragón, que para premiar sus estudios o para
estimularles a que los prosigan, se les hayan dado pensiones sobre los obispados.
En la distribución de las Togas salta a los ojos la
desigualdad o el agravio que han sufrido los naturales de aquella Corona; pues
sin contar las de Indias, en las Cancillerias y Audiencias de Castilla, y en el
Consejo de Navarra, son mas de cien las plazas, de las cuales obtienen dos los
aragoneses, y otra un valenciano. En las Audiencias de la Corona de Aragón,
manifestó la majestad del señor don Felipe V ser su voluntad por muchas justas
razones, que a lo menos la mitad de sus Ministros fuesen nacionales, y
componiéndose como se componen de cincuenta y cinco, solos veinte son naturales
de aquellos Reinos. En el Consejo de la Suprema y General Inquisición ninguno,
y no más en los otros quince tribunales de España. En los Consejos que V.M
tiene en su Corte, son sesenta y nueve los Ministros Togados, y solamente en el
de Castilla hay uno valenciano, un aragonés en el de Ordenes, y dos Alcaldes de
Corte cuyos padres fueron Camaristas. Y así puede decirse que en esta carrera
los naturales de aquellos Reinos, no han tenido otro premio que el de las pocas
plazas que se han considerado nacionales y han tardado a vacar mucho tiempo por
no haber ascendido a los Consejos, ni a las Regencias, a excepción de uno los
que las obtuvieron.
Esta verídica sencilla enumeración muestra, Señor, la
razón que tenemos para lamentarnos de nuestra desgracia, la cual de ningún modo
podemos atribuir al glorioso padre de V.M., cuya intención hemos dicho y
repetimos muchas veces, fue la más recta: pues derogando con los demás Fueros o
Leyes de Aragón la que excluía de los empleos de cada uno de ellos a los que no
fuesen sus naturales, y mandando que en adelante los Castellanos pudiesen
obtenerlos; habilitó al mismo tiempo a los de la Corona de Aragón para que los
obtuviesen en Castilla. Quiso S.M. que ambas Coronas se diesen promiscuamente
los empleos, sin distinción de Naciones, y con la sola atención a los méritos.
Abrió la puertas de unos y otros Reinos; y en efecto los Castellanos las
hallaron abiertas, y entraron francamente en Aragón a poseer las mejores
conveniencias: mas para los Aragoneses, Catalanes y Valencianos han estado casi
cerradas las de Castilla.
No pudo aquel gran Rey dignamente ocupado en el gobierno
universal de esta Monarquía, velar sobre el cumplimiento de su voluntad,
descendiendo en los casos particulares de tantas provisiones a examinar el
mérito de los que dejaban de ser atendidos. No culpamos a los consultores, que
reconocemos celosos y muy timoratos. Quizás dirían que no conocían en aquellos
Reinos sujetos dignos de las reales gracias. ¿Pero qué, no pidieron informes,
según previenen las Leyes, a los Obispos y Regentes. Acaso informaron éstos,
que no hallaban eclesiásticos, ni seculares beneméritos?. ¿A tal extremo había
de llegar nuestra desgracia, que se quisiese justificar el perjuicio de no dar
premios a los naturales de aquellos Reinos o el otro más sensible de negarles
el honor de merecerlos?.
Es cierto, Señor, que habiendo estado tantos años
desatendidos nuestros paisanos, podríamos temer que aflojasen en el estudio de
las ciencias; pero no ha sido así: por su buena índole y por su amor a las
letras, sin el estímulo del premio, han hecho en ellas los mismos admirables
progresos que hicieron en los siglos pasados, cuando lograban que se remunerara
su aplicación. Las Universidades de aquellos Reinos se han mantenido sin la
decadencia que dicen se experimenta en las de Castilla; las exceden sin duda en
el número de estudiantes, y sus catedráticos no son inferiores en la sabiduría,
y el en cuidado de la enseñanza de sus discípulos. No vienen, es verdad, como
los de las Universidades de Castilla a pretender a las Cortes; pero a nuestro
modo de entender, los ministros que son los ojos de los Reyes, extendiendo la
vista a todos los Reinos de la Monarquía, y registrando sus Iglesias,
Universidades y Academias hallarán a los que son tanto más beneméritos cuanto
más modestos, y retirados. Así lo persuaden las experiencias recientes, y
adaptadas a los intentos en los sabios y virtuosos prelados paisanos nuestros,
que salieron de su retiro a ilustrar con su doctrina, y edificar con su ejemplo
las santas iglesias de Palermo, Córdoba, Lugo, Rijoles, y Lérida.
Gracias a Dios, Señor, y gracias a V.M. por las muchas
apreciabilísimas honras, que el en corto tiempo de su feliz reinado a
dispensado a nuestros paisanos. A tres ha nombrado V.M. por sus Embajadores, a
uno ha elegido Virrey de la Nueva España, a otro Intendente de Ejército y
Provincia: y las dignidades eclesiásticas que han vacado en las iglesias de
aquellos Reinos las ha dado V.M. a sus naturales. ¡Cuanto se ha mejorado
nuestra suerte!. Cuanta seguridad debemos tener de que dilatándose como
deseamos, la preciosa vida de V.M. hemos de ser felices.
Alaben otros más elocuentes la pericia militar, la
constancia, la fortaleza, la generosidad, y las demás heroicas virtudes, que
hacen a V.M. respetable a todo el orbe, mientras que nosotros veneramos en su
dichoso gobierno las máximas más justas, y más útiles al bien público y muy
conformes a la política con que los insignes progenitores de V.M. gobernaron y
prosperaron los Reinos de la Corona de Aragón, pues V.M. manifiesta tener por
conveniente que las dignidades de cada Reino se confieran a sus naturales, y
aquellos sabios monarcas lo establecieron por leyes municipales, que excluyan
de los empleos, menos de los Virreinatos, y arzobispados, a todos los que no
fuesen naturales de aquellos Reinos.
Estas leyes, Señor, si bien se mira, a nadie perjudican,
ni pueden considerarse privilegios exorbitantes; porque ¿qué agravio se hacia a
los Castellanos en no darles empleos en Aragón, privándose los aragoneses de
tenerlos en Castilla? ¿Cómo observándose la más perfecta igualdad puede
faltarse a la justicia distributiva?. ¿Y cómo pueden atribuirse a espíritu de
discordia, o mala voluntad de los aragoneses a los castellanos unas Leyes que
comprendían a los mismos naturales de los Reinos de aquella Corona, que
injustamente se amaban, y mutuamente se socorrían?. Ni los catalanes podían
tener empleos en Aragón, ni los aragoneses en Cataluña, ni unos, ni otros en
Valencia. Y aquí vuelve a ofrecerse la reflexión que antes hicimos, de que
habiendo los aragonés y catalanes conquistado, y poblado el Reino de Valencia,
quedaron excluidos de sus empleos; y es que, aquellos grandes Reinos, y sus
sabios Consejeros, conociendo que según el derecho natural, los padres de
familia deben gobernar sus casas, y los ciudadanos sus ciudades, entendieron
que era consecuencia de este derecho muy justo, y muy provechoso, que a cada
Reino le gobernaran sus propios naturales, subordinados a la Suprema Voluntad
de sus Soberanos.
Permitamos, Señor, V.M. que expongamos algunas de las
muchas razones que tuvieron sus augustos progenitores, para juzgar ser útil al
bien de los particulares, al común del Estado, y al real servicio , que en cada
Reino obtengan los empleos sus naturales. Es útil, este establecimiento al bien
de los particulares. Lo primero, por que los de una Provincia tienen el genio
muy diferente de los de la otra, y aunque cada uno piensa que el suyo es el
mejor, no puede negarse, que conviene mucho que congenien los que mandan, y
obedecen, siendo insufrible para los de un genio blando obedecer a los que lo
tienen duro.
Lo segundo, porque con esto se evitan seguramente la
desigualdad en la distribución de los premios, la envidia, y las quejas, que de
otro modo son inevitables. No hubo la menor discordia entre aragoneses,
catalanes, valencianos y mallorquines, ni tuvieron envidia a los castellanos
todo el tiempo que en cada uno de aquellos Reinos obtuvieron los empleos sus
naturales. Ningún Reino era más dichoso que otro: ninguno era superior a los
demás: los naturales de uno no mandaban a los del otro: sólo el Rey mandaba a
todos, y todos le obedecían con singular gusto, y con la más rendida constante
fidelidad. Todos estaban muy contentos, y satisfechos con el honor, y provecho
que tenían empleados en su propia patria o con la esperanza de merecerlo, y
conseguirlo. Más no podremos decir otro tanto después que se han visto privados
del honor, y de la esperanza.
No puede negarse que los naturales de la Corona de Aragón
por lo común no se ayudan, ni apetecen honras, y conveniencias fuera de su
patria. Salen muchos de aquellos Reinos, vienen a Castilla, mas no a servir con
comodidad en las casas, ni con el fin de llegar a mandar en ella, sino a ganar
la comida trabajando en los campos, o en las fábricas, y procurando ser útiles
en todas partes: Y este deseo de acomodarse en su propia patria, sin aspirar al
mando en la ajena, viene de tan antiguo que de costumbre ha pasado a ser genio,
o naturaleza. Así lo muestran las mismas Leyes, que fijaban los empleos de cada
Reino a sus naturales, establecidas con universal satisfacción de todos, y lo
comprueban las Historias. Conquistaron los aragoneses, catalanes, valencianos,
y mallorquines, como se dijo, a Cerdeña, Sicilia, y Nápoles, y a excepción de
algunos pocos que quedaron heredados, y se connaturalizaron en aquellos Reinos,
los demás se volvieron a España, dejando el gobierno de ellos a sus naturales.
De esta moderación proviene sin duda que en los Reinos de Italia no hubo
turbaciones, ni alborotos mientras que estuvieron sujetos a los señores Reyes
de Aragón; y ésta también es la causa porque los Reinos de aquella Corona están
muy cultivados, y poblados que los de Castilla, cuyos naturales los abandonaron
por ir a otras provincias. Atendidas pues las diferencias de genios, aparece
muy útil, y aún necesario que los empleos de cada Reino se confieran a sus
naturales, para que así seguramente se distribuyan con equidad entre los
beneméritos.
Esta suave providencia no es menos útil al bien común de
aquellos Reinos que al bien de sus particulares. Porque a más de la experiencia
de tantos siglos lo demuestra, es evidente, que así como el menos advertido
sabe más en su casa, que el más cuerdo en la ajena; así los que nacen, y se
crían en una Provincia, conocen mejor que otros lo que conviene a su mayor
bien. Y cualquiera que esté enterado de los pasos con que aquellos naturales
ascendían a los primeros empleos, ha de confesar que eran los más propios, para
que estuviese bien instruidos en los negocios que manejaban.
No salían inmediatamente de las Universidades, ni de los
Colegios al ministerio. Después de haber estudiado la Jurisprudencia
especulativa, y ejercitándose algunos años en la práctica, unos empezaban a
servir los empleos de asesores del Gobernador, de los Justicias Civil y
Criminal, y del Bayle de las ciudades Capitales, y otros iban a serlo de los
Gobernadores que residían en las Ciudades y villas cabezas de Partido. A los
que mejor desempeñaban su obligación, elegía S.M. Ministros Togados de las
Audiencias, en que también había algunos caballeros de capa que entendían en
los negocios políticos. De aquellas Audiencias por real nombramiento, venían
los más beneméritos al Consejo Supremo de Aragón establecido en esta Corte y
compuesto de un Presidente, de un Vicecanciller, de un Protonotario, de un
Tesorero, de un Fiscal, de seis Ministros Togados, dos de Aragón, dos de
Cataluña, y dos de Valencia, de tres de capa y espada, y de cuatro Secretarios,
que lo habían sido en las Audiencias.
Siendo tan regular esta carrera para conseguir los
empleos más honrosos, eran muchos los jóvenes nobles y ricos que se dedicaban
al estudio de la Jurisprudencia práctica, y al ejercicio de abogados, con gran
utilidad del público, que se interesa mucho en que lo sean hombres de honor y
conveniencias. Pero ahora son muy raros los de esta clase que se aplican a la
abogacía. Habiendo transcendido a aquellos Reinos el vulgar modo de pensar el
ejercicio de la abogacía se reputa ejercicio de pobres, se mira con menos
estimación que antes, no se considera carrera, y realmente no lo es, pudiendo
solamente tener los abogados y catedráticos de aquellas Universidades las
esperanzas de conseguir una plaza nacional, y muy remotas, ya porque algunos
han sido preferidos a los más ancianos, ya porque tardan mucho tiempo a vacar,
envejeciendo los que las obtuvieron y muriendo Decanos sin ascender, como ha
sucedido en nuestros días a unos hombres verdaderamente distinguidos por su
nobleza, integridad y sabiduría.
No puede dudarse, Señor, que conviene mucho a la recta
administración de justicia, y al buen gobierno de los Reinos, que los ministros
antes de serlo tengan una ciencia práctica de los negocios. Sin ella por más
que sepan del derecho de los romanos, que se estudia en las Universidades, al
principio no pueden dejar de cometer muchos yerros; y la circunstancia de naturales
es más precisa en los Reinos de la Corona de Aragón, debiendo juzgarse sus
causas por leyes particulares, desconocidas aún de los castellanos más
prácticos en la suyas. En los de Cataluña, Valencia y Mallorca los procesos, y
las escrituras de los siglos pasados están en su lengua vulgar, que al cabo de
tiempo entienden medianamente los Castellanos, pero jamás todas sus palabras, y
menos la energía de muchas, cuyas inteligencia depende la justa decisión de los
pleitos.
Los Ministros de aquellas cuatro Audiencias, y del
Supremo Consejo de Aragón, a más de que entendían perfectamente su lengua
nativa, habiendo ascendido por los pasos que hemos dicho, podían tener toda la
práctica e instrucción que se requería para la pronta y acertada expedición de
los negocios de justicia y gobierno. Estaban así mismo encargados los ministros
de aquel Consejo de las consultas de las dignidades eclesiásticas, y de los
empleos seculares del real patronato, y como tenían un cabal conocimiento del
merito de sus patricios, podrían proponer a los más dignos.
Se unió el Consejo de Aragón al de Castilla, que parece
debiera llamarse de España, así como después que se unieron en los señores don
Fernando y doña Isabel ambas Coronas se llamaron, y se llaman Reyes de España.
Los Ministros del de Aragón pasaron al de Castilla, añadiéndose a éste un
Fiscal, en lugar del Protonotario, y de los cuatro Secretarios se nombro uno de
Cámara, y un Escribano. Los negocios del Patronato de aquella Corona a la
Cámara y los de la Hacienda Real a su Consejo, en los cuales también entendía
antes el de Aragón.
Los Ministros que aconsejaron se suprimiera o uniera al
de Castilla el Consejo de Aragón, discurrieron sobre otros principios que
aquellos, que dos siglos ha fueron de dictamen que se estableciera un nuevo
Consejo de Italia, que entendiera en los negocios de su Reino, que antes se
trataban en el Supremo de Aragón, y es de reparar que estando aquellas
Provincias desde el tiempo de su conquista unidas a la Corona de Aragón, no
sólo los de su Consejo no se opusieron a su división, sino que la promovieron,
contemplando ser muy útil, que los mismos italianos gobernaran sus Reinos. Pues
aún es más digno de reparo, que habiéndose dispuesto que en el nuevo Consejo de
Italia intervinieran algunos Ministros Españoles, y teniendo los naturales de
la Corona de Aragón notorio derecho para ser preferidos, ni lo pretendieron, ni
lo imaginaron, cediendo gustosos aquel honor a los castellanos, para que
claramente se vea, que no apetecieron entonces, como ni ahora mandar fuera de
su casa.
Pero como quiera que apartándose de aquel antiguo
ejemplar, se uniese el Consejo de Aragón al de Castilla, se reconoce por las
razones insinuadas ser muy conveniente que haya en los seis ministros togados
que había en el de Aragón, naturales de su Corona, para que bien instruidos
entiendan en los negocios de Justicia, y Gobierno pertenecientes a aquellos
Reinos; que haya dos en la Cámara, para las Provisiones y asuntos de Patronato;
que haya algunos así Togados, como de Capa y Espada en el de Hacienda; y que
después de haber servido las Secretarías y Escribanías de aquellas Audiencias,
vengan a ser Secretarios de la Cámara y Escribanos del Consejo.
Mas si en el Consejo Real no hay más de un Ministro
natural de la Corona de Aragón, ninguno en la Cámara, y ninguno en el de
Hacienda; si ni el Escribano del Consejo, ni el Secretario de la Cámara, ni sus
ocho oficiales, a excepción de dos recién elegidos, son naturales de aquellos
Reinos, ¿cómo puede negarse el perjuicio de los particulares y del común?.
¿Cómo pueden ahora despacharse los negocios con la facilidad que antes?.
Muy versado estaba en el manejo de las Dependencias aquel
que en año 1728, de R.O. trabajó un papel muy curioso para el arreglo de los
archivos; y aunque persuadido que los castellanos deben mandar todos los Reinos
de la Monarquía Española, no aprueba que estuviesen excluidos del gobierno de
los de aquella Corona, con toda su ingenuidad, y su mucha experiencia le
hicieron confesar: "que así por el práctico conocimiento que tenían los
ministros, y Subalternos del Consejo de Aragón, como por el buen método con que
se dirigían los negocios, eran moralmente seguros los aciertos; que los papeles
pertenecientes a su Instituto estaban en mejor orden y custodia, que los de los
demás tribunales de Castilla, por el cuidado grande que se tenía de remitir los
de las dependencias evacuadas a los Archivos de Valencia, Barcelona y Zaragoza,
a cuyas Audiencias pedía el Consejo las noticias de que necesitaba; añade que
suprimido el consejo de Aragón, los papeles de las cuatro Secretarías se
entregaron a un Escribano de Cámara y que en año de 1718 los de la Protonotaría
en cincuenta cajones se enviaron a Simancas, cuya separación de los antiguos
puede causar en lo futuro inconvenientes, sino se da providencia para
evitarlos. Y llega a decir; que faltando hoy estos precisos e indispensables
requisitos para el acierto, no pueden suplirlo toda la capacidad humana, ni el
ardiente celo de los ministros que manejan los negocios".
Nadie pues, Señor, puede tener a mal, que nosotros
digamos haber sido las resultas de aquella mudanza perjudiciales a la recta
administración de justicia y al buen gobierno de los Reinos de la Corona de
Aragón; ni puede extrañar, nuestra humilde representación los que sepan que los
Reinos de Castilla pidieron en diferentes Cortes, que se dividieran con
igualdad las plazas del consejo entre sus naturales; de modo que hubieran dos
consejeros de Castilla la Vieja, dos de León, dos de Galicia, dos de Toledo,
dos de Extremadura, y dos de Andalucía, lo que concedieron los señores Reyes de
Castilla, juzgando ser tan justo, que en año de 1367 en las de Toro, el Señor
Enrique II dijo: que esto mismo quería el demandar a sus Reinos.
Puede ser que esta Ley, como otras muy justas y
provechosas no se haya observado con todo rigor; sin embargo vemos, que en el
Consejo Real hay dos Ministros hijos de Galicia, dos de Asturias, dos de
Navarra, cinco de Andalucía, y Murcia, catorce de otros Reinos de Castilla, y
uno solo de los cuatro Reinos de la Corona de Aragón, y muerto, éste como V.M.
no lo remedie, según las señas no habrá ninguno, pues acabamos de ver que de
las tres plazas del Consejo que poco ha vacaron por muerte de dos aragoneses y
un catalán, ninguna se ha dado a naturales de aquella Corona y uno solo fue
consultado en segundo lugar.
No parece que la equidad y política dicten que todos los
Reinos de España tengan hijos suyos en el Consejo, menos los de la Corona de
Aragón, que son una tercera parte de ella. El Consejo de Aragón no se unió al
de Castilla para que perdiendo el nombre, sus naturales perdieran el derecho a
sus plazas. Habiéndose incorporado los ministros de aquel en este, parece que
debían proseguir en igual número, y que habían de ser naturales de los Reinos
de la Corona de Aragón el Fiscal, el Escribano, y el Secretario de la Cámara,
que se añadieron al Consejo de Castilla después que se le unió el de Aragón. A
nuestro parecer convendría mucho que juzgasen los pleitos que vienen al Consejo
en segunda suplicación, o causa vivendi, unos Ministros que estuviesen desde
sus primeros años versados en las Leyes Municipales de aquellos Reinos, según
las cuales deben sentenciarse, y se sentenciaron en sus Audiencias. Gran
consuelo, señor, tendrían aquellos fieles vasallos de V.M. pudiendo
representarle por medio de sus paisanos las aflicciones que padecen. Y en el
caso de venir a la Corte serian recibidos con el mayor agrado, y con la mayor
brevedad despachados. Vemos que los hijos de otros Reinos empleados en esta
Corte, son, como deben ser, los protectores de su Patria. ¡Solos los aragoneses
han de quedar desamparados, han de tratarse como extranjeros!.
Parecerá de poca monta el perjuicio que causan los
Corregidores y Alcaldes Mayores que van a aquellos Reinos, y realmente no lo
es; porque un Alcalde Mayor ignorante, o codicioso es capaz de arruinar un
pueblo; y por lo común pretenden estos empleos aquellos mismos, que según
dijimos, van a las Residencias, y no pueden mantenerse con el ejercicio de
Abogados, y por su gran pobreza van toda su vida de pueblo en pueblo para ganar
la comida, y darla a su familia. ¡Cuan otras eran las circunstancias de los
asesores en el antiguo gobierno!. Fácilmente se conseguiría dando las varas o
asesorias a los naturales, con la esperanza de ascender a las Togas.
Si estas razones, Señor, prueban ser conveniente que los
empleos seculares en aquellos Reinos, y en todos, se den a sus naturales, son
más eficaces y de superior orden las que persuaden que los Obispados y
beneficios de las Iglesias deben conferirse a sus propios clérigos, no con la
mira a su bien particular y temporal, sino al bien común y espiritual de los
cristianos vasallos de V.M.. Porque todas las dignidades eclesiásticas miradas
a buena luz son cargas, no conveniencias. Los que las tienen, meros
administradores de las Rentas que perciben, deben distribuirlas entre los
pobres de sus Iglesias, contentándose con lo preciso para comer y vestir
modestamente, y aún esto deben ganarlo trabajando en el cultivo de la viña del
Señor, y en beneficio espiritual de aquellos mismos que trabajan corporalmente
para alimentarlos; deben instruirlos con su doctrina y edificarlos con su
ejemplo. Los Obispos, y demás clérigos que son como deben ser, bien conoce V.M.
que jamás son demasiadamente ricos, pues distribuyen o restituyen a los
necesitados lo que recibieron con esta obligación.
Estamos muy lejos de pensar, que no hay en cada provincia
algunos, que llamados de Dios al estado eclesiástico cumplirán con sus
obligaciones en cualquiera parte a que vayan; ni juzgamos que la Patria da a
sus hijos las virtudes que se requieren para ser en ellas buenos clérigos. Pero
no puede negarse, que aún cuando éstos faltando a su obligación dejan de
socorrer a los pobres por enriquecer a sus parientes, en fin se queda en el
pueblo el fruto que sacaron de sus vecinos. Fuera de que el ministerio
eclesiástico es un ministerio de amor, y siendo natural el que mutuamente se
amen los patricios, ciertamente en iguales circunstancias los clérigos del País
tienen mejor disposición que los extranjeros para amar, instruir, y socorrer a
sus paisanos, y para ser amados. Son muchos, doctísimos y castellanos los
autores que han escrito diferentes libros para probar que sería muy conveniente
que todos los beneficios fuesen patrimoniales, esto es, que se confieran a los
hijos del lugar, según se practica en los Obispados de Burgos, Palencia y
Calahorra. Esto mismo se propuso en el sagrado Concilio de Trento, con
universal aceptación de aquellos santísimos padres. Y el Señor Rey don Alfonso
el Sabio, conformándose con lo dispuesto por los emperadores Arcadio, y Honorio
estableció en una Ley de sus Partidas, que los beneficios se presentasen a los
hijos de la Iglesia, si los hubiese hábiles, y en su defecto a los que sean del
Obispado. Las Leyes Canónicas, que ordenan se den hasta los Obispados a los
clérigos de la Diócesis, o de la Provincia, por espacio de muchos siglos
verdaderamente estuvieron en tal vigor y fuerza, que si alguna vez los
clérigos, a quien pertenecía la elección de los obispos, las quebrantaban, los
reprendían severamente los Sumos Pontífices, celadores exactos de aquella
antigua loable disciplina.
A más de estas Leyes generales, hay otra especial, y más
poderosa, que obliga a que en Cataluña, Valencia, y Mallorca sean obispo, y
clérigos de sus Iglesias, los que nacieron y se criaron en aquellos Reinos.
Porque según dijimos, en ellos se habla una lengua particular; y aunque en las
ciudades y villas principales muchos entienden, y hablan la castellana, con
todo los labradores ni saben hablarla, ni la entienden. En las Indias, cuyos
naturales, según se dice, no son capaces del ministerio eclesiástico, los
párrocos deben entender y hablar la lengua de sus feligreses, ¿y han de ser los
labradores catalanes, y valencianos de peor condición que los Indios,
habiéndose dado en aquellos Reinos hasta los curatos a los que no entendían su
lengua?. Cuanto convendría que los Obispos, así en las Indias, como en España,
no teniendo el don de lenguas que tuvieron los Apóstoles, hablaran la lengua de
sus feligreses. El mismo juicio hacemos de todos los demás ministros de la
Iglesia, cuyo espíritu no permite que sean inútiles al pueblo, para cuyo fin se
instituyeron, como son los que no pueden instruirle. Y siendo los labradores
los que con el sudor de su rostro principalmente mantienen a los obispos, y
demás clérigos, y por consiguiente los que más derecho tienen a ser instruidos,
¿han de estar privados de la instrucción?. ¿Cuántas veces insta la necesidad de
que una pobre mujer explique su aflicción, y se confiese con su propio obispo?.
¿Y ha de sufrir el rubor, y la pena de hablarle por intérprete?.
Atentos al mayor bien de la Iglesia, y con arreglo a sus
santas y justas leyes, los Sumos Pontífices más celosos, aun de estos últimos
siglos, prefirieron a los diocesanos en las provisiones de las dignidades
eclesiásticas. Perteneciendo, pues, éstas a V.M. que tanto venera a la
religión, y ama a sus pueblos, nos prometemos el consuelo que tuvieron nuestros
mayores, de que sean Prelados y ministros de las Iglesias de los Reinos de la
Corona de Aragón, los que habiendo dado a nuestra vista públicos testimonios de
su virtud, y sabiduría, nos edifiquen con su ejemplo, y nos instruyan con su
doctrina.
De propósito, Señor, hemos reservado para lo último de
esta reverente representación las razones que persuaden ser útil al real
servicio de V.M. que los empleos eclesiásticos, y seculares de los Reinos de la
Corona de Aragón se den a sus naturales, porque quizá con el real servicio se
armaría alguno para oponerse a nuestros deseos, y humildes súplicas. Lo primero
que podría decir es, que no conviene fiar a los naturales de aquellos Reinos la
defensa de las Regalías de V.M., porque quien excluya a nuestros paisanos de
las Togas, y singularmente de las Fiscalías de aquellas Audiencias con el
motivo de que los hombres generalmente hablando, no defienden bien en su propia
patria los reales derechos, por consecuencia habrá de confesar, que ninguno
podrá tener estos empleos en los Tribunales de la Provincia en qué ha nacido.
Si es, porque los naturales de aquellos Reinos estudian
libros, y principios opuestos a la Regalía, habrá olvidado, o tal vez ignore,
que los señores Reyes de Aragón, y sus Consejeros fueron mucho más celosos de
la real autoridad, que los de Castilla. En ninguna parte de España estuvo tan
limitada la inmunidad, y jurisdicción eclesiástica, y tan dilatada la real
potestad económica y gubernativa como en aquellos Reinos. Por esto el glorioso
padre de V.M. poco después de haber derogado aquellos Fueros y Leyes, mejoró, o
explicó su RD., declarando que no se entendieran derogados por lo perteneciente
a las materias y personas eclesiásticas, sino que subsistieran, y se observaran
como antes sin la menor novedad. Y por lo mismo quiso que en aquellas
Audiencias hubiera algunos ministros nacionales, que bien instruidos en las
leyes antiguas cuidaran de mantener en esta parte inviolable su observancia.
Esto, no obstante, como los hombres, según dijimos, piensan que el gobierno, y
todas las cosas de su tierra, son las mejores, los ministros de V.M. no hallaron
poco ha inconvenientes en que los ordinarios eclesiásticos de aquellos Reinos
tengan y ejerzan la misma jurisdicción que en Castilla.
Lo segundo que podría decirse es, que para administrar
bien la justicia, es necesaria una gran imparcialidad, la cual se halla más
fácilmente en los forasteros, que en los naturales. Pero este argumento fuera
de que no comprende a los ministerios eclesiásticos, que son de amor y caridad,
si algo prueba, prueba que nadie debe ser Juez en su Provincia. Nos hacemos
cargo de que hay una ley real que dispone, que nadie sea Corregidor, y Alcalde
de un lugar, que no diste ocho leguas del suyo, pero aquellos Reinos tienen
bastante extensión para que se puedan dar los Corregimientos y Alcaldías a sus
naturales, sin que se quebrante esta Ley que frecuentemente se ha dispensado.
Y a la verdad, señor, lo que importa es que los jueces
sean justos, y la experiencia enseña, que lo pueden ser los naturales honrados,
y ricos; ni puede dudarse que son más temibles los perjuicios que se siguen de
que se hagan a aquellos Reinos a administrar la justicia unos pobres de las
circunstancias que dijimos.
Se discurrió que convendría la distribución reciproca de
los empleos, entre los españoles sin respeto a que hubiesen nacido en ésta o en
la otra Provincia, para conciliar, y unir los ánimos de todos, y asegurar más
la pública quietud, y el real servicio. En verdad no hubiéramos tenido motivo
de sentimiento si se hubieran distribuido los premios con igualdad, y del modo
que el señor Felipe V creyó sería ventajoso a sus vasallos de la Corona de
Aragón, habilitados para los empleos de Castilla, de que estaban excluidos.
Pero como no ha sucedido así, como los naturales de aquellos Reinos privados de
los empleos que antes tenían en ellos, han sido efectivamente excluidos de los
de Castilla; del mismo modo que lo eran antes, no han conseguido el favor, y la
ventaja que se propuso el piadoso justo padre de V.M. y nos hallamos en la
triste necesidad de manifestar nuestra desgracia, implorando vuestra real clemencia.
Para que se desatiendan nuestras humildes súplicas, tal
vez dirá alguno, que son contrarias a la suprema absoluta libertad que compete
a V.M. en las elecciones de los empleos, sin considerar que no pierde la
libertad de entrar, y salir de un cuarto quien cierra la puerta, quedándose con
la llave para abrirla cuando, y como quiera. La real soberana justa voluntad de
V.M. es la única llave que abre la puerta de los premios a los dignos, y la
cierra a los que no lo son: es la ley que admite a aquellos, y excluye a éstos.
Siendo vasallos de V.M. y siendo dignos tienen abierta la puerta, y V.M. libre,
y justamente introduce por ella a los más dignos. Si V.M. llega a comprender
que los naturales de la Corona de Aragón, verdaderamente dignos pueden en sus
empleos servir con mayor utilidad que otros a la Iglesia, y al Estado, y se
sirve manifestar ser su voluntad que sean atendidos, ¿por donde se priva de la
libertad en las elecciones? No parece, Señor, que defenderían vuestra suprema
libertad los que excluyesen de los empleos a los naturales de la Corona de
Aragón, ni debe culparse que pidamos humildemente a V.M. lo mismo que trocada
la suerte perderían los naturales de la Corona de Castilla. Si por ventura los
de la de Aragón tuvieran todos los empleos de sus cuatro Reinos, y la mayor
parte de los de Castilla, ¿no clamarían justicia, y con razón, los
Castellanos?. ¿Pues, por qué no hemos de pedirla nosotros a V.M que tanto la
ama, y suplicarle rendidamente que se sirva establecer una providencia fija,
que asegure la más justa igual distribución de los premios, entre los vasallos
beneméritos de todos sus reinos?. Señor, nosotros no sólo sujetamos nuestra
voluntad a la soberana de V.M., sino también nuestro juicio a su superior
comprensión ciñéndose nuestros deseos y súplicas a que un Rey dispense a los
naturales, y Reinos de su Corona de Aragón aquellas gracias que comprenda ser
equitativas, y útiles a su real servicio, y al bien común, si merecemos la
dicha de que V.M. pase los ojos por esta humilde representación, confiamos que
conociendo V.M. que los naturales de aquellos Reinos han sido menos atendidos
en la distribución de los premios, de lo que su glorioso padre quiso que lo
fuesen, y de lo que al parecer correspondía a su número, y a su mérito, se servirá
conferirles los empleos que obtuvieron de la benignidad de sus augustos
progenitores, disponiendo que los Regidores de las ciudades y villas de
aquellos Reinos sean naturales del país, y que para su nombramiento se pidan
informes a los Ayuntamientos; que en el Consejo Real haya los seis ministros,
que hubo en el Supremo de Aragón; en la Real Cámara dos de éstos, que
conocedores de el mérito de sus paisanos consulten a V.M. los que sean más
dignos; que de las Secretarias de aquellas Audiencias y Ayuntamiento asciendan
algunos para las Secretarias de los Consejos, Tribunales y Juntas, y Oficinas
de esta Corte. Los naturales Ministros de sus Audiencias enterados de las
Regalías que a V.M. competen, sabrán defenderlas, y versados en sus antiguas
leyes municipales podrán administrar la Justicia con arreglo a ellas. Y siendo
de superior orden las razones que persuaden sean preferidos los naturales en la
provisión de las dignidades, y pensiones eclesiásticas, esperamos que V.M. ha
de atenderlos. Así los jóvenes de honor estimulados con la esperanza del premio
se aplicarán al estudio práctico de la Jurisprudencia, y sirviendo con
integridad, y celo, los Corregimientos, Alcaldías, o Asesorías, merecerán que
V.M. los ascienda a sus Audiencias y Consejos. Así doblándose la aplicación al
estudio de la Teología y Cánones, tendrán aquellas Iglesias Prelados y clérigos
que nos entiendan y nos instruyan.
Comprendiendo V.M. que ha de contribuir a la felicidad de
aquellos Reinos el que tengan como tuvieron en los siglos pasados Diputados en
la Corte, que los representen, y miren por el real servicio, y bien común de
sus pueblos, se servirá disponer, que los tenga cada uno de aquellos Reinos, y
que se mantengan con los tributos generales, que impuestos para este fin se
cobran de los eclesiásticos y seculares; y que sustituyendo las antiguas
visitas en lugar de las Residencias, se renueven las loables costumbres, y
leyes económicas que en nada se oponen a la real autoridad y observadas
conducen para que aquellos naturales, gobernados como sus padres, puedan como
ellos aplicados a la agricultura, a las fábricas, armas, y letras, ser
igualmente útiles, a su patria y a V.M.
En fin, Señor, el glorioso padre de V.M. puesto con la
espada en la mano al frente de sus ejércitos, no pudo examinar por sí mismo el
nuevo gobierno que mandó establecer en aquellos Reinos. Quedó imperfecta esta
gran obra de que depende su verdadera felicidad; y Dios ha destinado a V.M.
para que con su soberana inteligencia, y heroico celo, la perfeccione. Así lo esperamos,
deseando que el cielo llene de bendiciones a V.M., a su augusta real familia, y
a todos sus fieles dichosos vasallos.
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