Una jornada memorable
La manifestación en repulsa del 23F reunió tras una misma
pancarta a Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, junto con la plana mayor
del partido comunista, algo nunca visto. Juntos en apoyo de la Constitución, de
la democracia
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO 18 NOV 2015 - 18:49 CET
Cabeza de la manifestación que, bajo el lema "Por la
libertad, la democracia y la Constitución", recorrió las calles de Madrid
el 27 de febrero de 1981 en contra del intento de golpe de Estado del 23-F / EL
PAÍS
En el metro, camino de Embajadores, volví a vivir una
tensión que había olvidado. De reojo, miraba con recelo a los demás pasajeros,
intentado adivinar quiénes iban y quiénes no a la manifestación, o sea, quiénes
estaban contra el golpe y a quienes les traía sin cuidado. Había sentido muchas
veces, bajo la dictadura, esa desconfianza hacia mis conciudadanos, esa
necesidad de saber quiénes y cuántos eran los nuestros. Y, sin embargo, aunque
habían pasado poco más de cinco años desde la muerte de Franco, había olvidado
esta sensación. Ahora la revivía. En el metro o en la calle, merodeando por
Atocha o por la Gran Vía, cuando había convocatorias de manifestaciones
“masivas”, me había hecho muchas veces el distraído, mirando hacia otro lado,
especialmente cuando pasaba junto a los furgones de policía. Tenía miedo,
sentía unas ganas irresistibles de meterme en un bar, de buscar un baño. La
calle parecía la de siempre, no había indicios de que fuera a ocurrir nada
extraordinario, pero quién sabía, a lo mejor íbamos a inundar el centro de la
ciudad, millones de bocas iban a gritar “libertad, amnistía, Estatut
d'Autonomia”, o cualquiera otra de las consignas del momento. Y el régimen,
incapaz de resistir la presión popular, se derrumbaría aquella misma noche.
Luego resultaba que no, que no éramos millones, sino unos centenares, quién
sabe si algunos miles, sobre todo estudiantes, grupos pequeños, huyendo de la
policía, recibiendo porrazos o siendo detenidos. Solo cuando nos agrupábamos en
una esquina libre de grises, gritábamos con nerviosismo aquellas consignas,
para huir otra vez de inmediato. Aunque aquellos segundos de libertad habían
valido la pena. Por la noche los recordaríamos, engrandecidos.
Era un déjà vu desagradable, sin atractivo nostálgico. Se me
había borrado de la mente, sí, demasiado pronto, había dado por supuesto que no
volvería a sentirlo. Pero solo cuatro días antes, el 23 de febrero, el miedo
nos había vuelto a entrar en el cuerpo. No solo a mí, sino a otros muchos.
Porque, en aquel vagón de metro, todos, casi todos, estábamos viviendo la misma
sensación. Y es que esta vez, de verdad, éramos muchos. Lo comprobamos al
intentar salir a la calle. Una marea humana hacía casi imposible subir aquellas
escaleras. Esta vez, sí, íbamos a ser millones. Qué alivio.
Yo iba con unos amigos argentinos, altos, un poco
encorvados, inteligentes, depresivos. Vestidos con la mayor informalidad, como
todos nosotros, portaban sin embargo una elegancia innata. Ellos ya habían
vivido aquello y estaban más pesimistas que nadie. Qué angustia, tener que
planear irse de nuevo a otro país. Yo mismo, que tenía mi billete de tren a
París para unos días después, donde estaba contratado para un semestre, me
había jurado, aquella tarde del 23 de febrero, que si triunfaba el golpe intentaría
quedarme allí, en las condiciones que fuera. Mi hijo no iba a crecer, como yo,
bajo una dictadura.
Aquella tarde del 23, la de cuatro días antes, no la ha
olvidado nadie. A mí me llamó un amigo, hacia las seis y media, diciéndome que
pusiera la tele. Vi lo que estaba pasando, porque durante unos minutos fue un
golpe televisado. Visité luego a un vecino de confianza, que me intentó
tranquilizar. No será nada, no tienen apoyos. El tiempo demostró que tenía
razón, pero en aquel momento lo atribuí a su innato optimismo. A las nueve,
cuando la primera cadena debía emitir el telediario nocturno, salió un locutor
muy almibarado que anunció, como si no pasara nada, el comienzo de un programa
de folklore latinoamericano. Se me cayó el mundo a los pies. Se la tengo jurada
a ese locutor desde entonces. Era evidente que los golpistas habían tomado la
televisión. Sin embargo, al cabo de no mucho apareció, creo recordar, Iñaki
Gabilondo, que anunció, con voz irritada, que la sede de TVE había estado
ocupada por una columna militar, pero que ya se habían ido. Dijo también que
emitirían un discurso del Rey sobre la situación. Pero el discurso se hizo
esperar hasta la una de la madrugada. Hasta entonces, la situación siguió
siendo muy alarmante.
La periodista Rosa María Mateo lee ante el Congreso un
manifiesto tras la marcha contra el intento de golpe del 23-F / BERNARDO PÉREZ
La tensión del 23F no era casual, ni inesperada. Los
indicios se habían acumulado en las semanas anteriores. Y era lógico. El
tránsito de una dictadura a una democracia nunca es fácil. En diciembre, Fuerza
Nueva había celebrado un congreso y El Alcázar publicado tres artículos del
colectivo Almendros, rematados por uno del general Fernando de Santiago y Díaz
de Mendívil titulado Situación límite. En enero, los Reyes visitaron el País
Vasco y la izquierda abertzale escenificó una escena muy desagradable en la
Casa de Juntas de Guernica. A la vez, sin embargo, el nuevo Estado autonómico
parecía seguir añadiendo ladrillos a sus paredes, con la aprobación del
Estatuto gallego y de la policía vasca. Repentinamente, el 27 de enero, Suárez
dimitía, con un agorero mensaje de despedida en el que expresaba su deseo de
que la democracia no fuera, una vez más, un paréntesis en la historia de
España. Dos días más tarde, ETA secuestraba a José María Ryan, ingeniero de la
central nuclear de Lemóniz, que apareció asesinado poco después. La opinión
vasca reaccionó bien y el día 9 se produjo una huelga general, con
manifestaciones, en repulsa por aquel asesinato. Parecía que la violencia
terrorista, la lacra más importante que había manchado la Transición, estaba
siendo por fin repudiada por los vascos. Pero apenas cuatro días después se
supo que José Ignacio Arregui, miembro de ETA militar, había muerto en Madrid
tras una semana de detención. Los indicios de torturas se daban por
descontados. El efecto Ryan se disolvía y la nueva huelga general y nuevas
manifestaciones del 16 fueron ya en protesta por la muerte de Arregui. La
policía le había echado un cable a ETA. Los días 18 y 19, las Cortes entraron a
debatir la investidura de Calvo Sotelo. El 20 se celebró la primera votación y
el candidato de UCD no consiguió la mayoría absoluta. Aquel mismo día, ETA
secuestraba a tres cónsules de España. El 21, cuando Tejero entró en el
Congreso, se estaba celebrando la segunda votación de investidura de Calvo
Sotelo.
El golpe fracasó, como se sabe, y los cuatro días
transcurridos habían estado cargados de especulaciones. Ahora, el 27, la
práctica totalidad de las fuerzas políticas habían convocado esta manifestación
en apoyo de la democracia. A la convocatoria se habían sumado muchas
corporaciones públicas y asociaciones civiles y se habían publicado varios
manifiestos de adhesión firmado por intelectuales y artistas. El alcalde Enrique
Tierno había redactado un bando exhortando a acudir y a portarse de manera
“impecable”. Pero Fuerza Nueva y otros grupos de extrema derecha habían
programado una contramanifestación, casi a la misma hora, a favor de quienes
“por vestir un glorioso uniforme” estaban en prisión “como si fueran unos
traidores”.
Encabezaban la marcha, sosteniendo una gran pancarta en la
que se leía “Por la libertad, la democracia y la Constitución”, los dirigentes
de todos los partidos convocantes. Recuerdo (porque lo leí y se comentó, ya que
fue imposible ver la cabeza de la marcha) a Felipe González, Manuel Fraga,
Santiago Carrillo, Nicolás Sartorius, Simón Sánchez Montero, Rafael Calvo
Ortega, Agustín Rodríguez Sahagún o Marcelino Camacho. Luego venía una segunda
gran pancarta con los colores de la bandera nacional. Asistieron también Rafael
Termes, en representación de la banca privada, y los directores de los
principales diarios madrileños, por una vez unidos. Pero lo más extraordinario,
lo que marcaba un hito en la historia del país, era que Fraga Iribarne, líder
de Alianza Popular, de innegable procedencia franquista, desfilara detrás de
una misma pancarta junto con la plana mayor del partido comunista. El
nacionalcatolicismo y el obrerismo de estirpe bolchevique apoyaban, de repente,
una misma cosa: la Constitución, la democracia.
Los cordones del servicio de orden, compuesto por unas 5.000
personas, aportadas por cada una de las organizaciones militantes, intentaban
proteger y aislar a esta cabeza de la manifestación. El número de fotógrafos y
reporteros era impresionante, y la gente les ovacionaba y aplaudía de vez en
cuando. Felipe González, con un megáfono en la mano, intentaba hacerse oír,
gritando: “¡Libertad, libertad!”. Santiago Carrillo, a su lado, le secundaba.
La prensa de aquella mañana decía que se esperaba la
asistencia de unos centenares de miles de personas. La realidad les desbordó.
Un millón y medio en Madrid. Si se le añaden los cientos de miles de Barcelona,
Valencia, Sevilla o Zaragoza, y las decenas de miles de ciudades menores, fue,
y sigue siéndolo hoy, el mayor conjunto de manifestantes jamás reunido en la
historia de este país. Solamente dejaron de celebrarse manifestaciones, o
tuvieron escasa concurrencia, en el País Vasco, por la inhibición de los
partidos nacionalistas en la convocatoria. En Madrid, estaban totalmente
ocupados, hasta el punto de no poder apenas dar un paso, la glorieta de
Embajadores, la Ronda de Valencia, Atocha, el paseo del Prado, los alrededores
de las Cortes. El escaléxtric de Atocha, que todavía estaba en pie, temblaba
bajo el peso de aquella multitud de marcha renqueante. Llovía a ratos, pero era
lo de menos. Viva la libertad, viva la democracia, viva el Rey. El pueblo unido
jamás será vencido. Democracia, sí; dictadura, no. Libertad, libertad. Un
viejito, con el puño izquierdo cerrado y en alto, llevaba una pancarta que
decía: “Viva el Rey”.
La tensión, pese a todo, no desapareció por completo. En un
intento de disolver la concentración, el Batallón Vasco Español anunció, por
llamada telefónica, la colocación de un artefacto explosivo de gran potencia en
el Jardín Botánico, donde, en efecto, estallaron un par de petardos caseros.
Por el lado de la izquierda revolucionaria, algunos grupos que pedían
“depuración” y “ningún apoyo al Rey”, fueron disueltos. Entre tanto, regresaban
a sus hangares los carros de combate de la división Brunete. Venían de unas
maniobras en Zaragoza, pero provocaron temores.
Frente al palacio de las Cortes, al que ni siquiera pudo
llegar la cabeza de la manifestación, la locutora Rosa María Mateo leyó un
comunicado en el que se decía que el pueblo español había tomado la decisión
irrevocable de vivir en democracia “con la ejemplaridad que nos compete y
transmitir a nuestros hijos la dignidad que nos congrega”; “la fuerza sin norma
y sin ley es contraria a una sociedad civilizada” y la condición de “españoles”
es inseparable de la de “seres libres”; el grito “¡viva España!” debe por tanto
equivaler a los de “¡viva la Constitución! y ¡viva la democracia!”.
El 27 de febrero, en resumen, fue una jornada memorable. En
estos tiempos, en que se desprecia o denigra con tanta facilidad a la
Transición, en que se dice que fue una operación planeada, fácil, producto de
un pacto poco menos que conspiratorio, conviene recordarlo. Y este país, tan
necesitado de símbolos y referencias compartidas por todos, podría pensar en
trasladar a esa fecha la fiesta nacional, en lugar del 12 de octubre o el 6 de
diciembre. El 12 de octubre podría festejarse el viaje de Colón o la virgen del
Pilar, o las dos cosas. Y la Constitución merece ser celebrada no el día en que
se aprobó formalmente sino aquel en el que el pueblo español y sus
representantes salieron a la calle, emocionados y atemorizados, pero sobre todo
unidos, detrás de ella.
José Álvarez Junco es escritor e historiador.
Manual de instrucciones para después de un golpe de Estado
“Tuvimos la inmensa suerte de que el golpe del 23F se
improvisó; les entró la prisa y cometieron todos los errores posibles”,
recuerda ahora Alberto Oliart, el ministro de Defensa que llegó tras la
intentona
LUIS GÓMEZ 20 NOV 2015 - 14:02 CET
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Archivado en: 23-F Democracia Francisco Franco Antonio
Tejero Molina Golpes estado Franquismo Conflictos políticos Dictadura Historia
contemporánea Historia España Fascismo Ultraderecha Ideologías Política
Narcís Serra y Felipe González, en la base de la División
Acorazada Brunete. / MARISA FLÓREZ
Cuando Alberto Oliart aceptó ser ministro de Defensa, el
sonido de los sables tenía el volumen muy alto. Cuando tomó posesión del cargo,
un 26 de febrero de 1981, habían pasado tres días de un golpe de Estado y había
podido escuchar los disparos en el hemiciclo. Lo que menos se imaginaba es que,
además, sería un ministro nómada, sin despacho fijo.
Oliart trabajaba por la mañana en el palacio de Buenavista,
sede del Cuartel General del Ejército, por la tarde en el antiguo Ministerio
del Aire (al que llamaban el monasterio del Aire) y, finalmente, a última hora,
despachaba en un chalé del CESID, el servicio de inteligencia, el lugar donde
podía sentirse a salvo de escuchas. Su obligación era gobernar sobre un
ejército de generales que habían hecho la guerra al lado de Franco y, callada u
ostentosamente, simpatizaban con los golpistas. Generales que solo parecían
dispuestos a recibir órdenes del Rey. Reformar ese ejército sin correr el
riesgo de un nuevo zarpazo era un reto imposible de cumplir en el breve plazo.
Había sido ministro de Industria, y ministro de Sanidad, con
los gobiernos de Adolfo Suárez. Con el paso de las décadas haría muchas otras
cosas y hasta llegaría a ser presidente de RTVE en 2009, con 81 años. Pero
entonces, con 53 años y reciente un golpe de Estado, desplegaba el currículo
del buen gestor, la apariencia de un tecnócrata, aunque fuera un hombre apegado
a la literatura, poeta en horas libres. También años después escribiría un
libro de memorias (Contra el olvido), que mereció el premio Comillas por su
calidad literaria (1997), en aquella obra relataba recuerdos de adolescencia y
juventud, que compartió en un entorno de jóvenes cultos e inquietos, aprendices
de intelectuales. Aquel libro no tocó su experiencia política.
Oliart: "Armada lo que no sabía, se lo inventaba".
A sus 86 años, Oliart escribe actualmente una segunda obra
(“en estos momentos soy ministro de Industria”, dice), así que no le queda
mucho trazado para llegar a un momento crucial de su biografía política,
aquellos 20 meses al frente de Defensa, sobre los que tiene cosas que contar.
Su memoria está reservada para su obra: “Tuvimos la inmensa suerte de que el
golpe del 23F se improvisó; les entró la prisa y cometieron todos los errores
posibles”. De aquel Elefante Blanco sobre el que tantos años después se ha
fabulado, Oliart tiene su particular conclusión: “Fue una invención de Armada.
Armada todo lo que no sabía, se lo inventaba”.
Leopoldo Calvo Sotelo en la Asamblea General de la OTAN en
junio de 1982 / EFE
Oliart descansa en su casa de Galicia frente a una ría, y
escribe lo que tiene pendiente de contar. Un día de estos empezará a escribir
sobre aquellos días en que fue ministro de Defensa y tenía ante sí una exigente
hoja de ruta: llevar a cabo el juicio a los golpistas y que este terminara con la
condena de los principales responsables, iniciar algunas reformas
administrativas y meter a España en la OTAN. Se trataba de dejar atrás un
ejército de pequeños caudillos y dar el paso a militares profesionales. Y, por
supuesto, tenía que controlar a los golpistas.
Pero sucedió que aquel Gobierno de Calvo Sotelo asumió que
tenía los días contados, que no gobernaría mucho tiempo, que tendría que dar
paso a quienes iban a venir, que no eran otros que esos jóvenes socialistas que
lideraba Felipe González. “Tuve que hundirme con el barco”, dice Oliart. “Era
una época en la que se inventaban golpes de Estado casi todos los días”. Y a
ellos, a los socialistas, les correspondería acabar con las bravatas golpistas.
Oliart recibió el mandato de trasladar información sensible
a Felipe González
La información sobre los golpistas era confusa y desmedida.
Su primera decisión fue darle una vuelta al servicio de inteligencia y contar
con información fiable, para lo cual nombró al frente del CESID al teniente
coronel Alonso Manglano: el objetivo era investigar en los cuarteles. Luego, se
rodeó de un reducido gabinete de confianza, con otro teniente coronel en sus
filas, Jesús del Olmo, un experto jurídico. Ese gabinete diseñaría los decretos
necesarios para ir jubilando a los generales.
Fue aquel un Gobierno que duró 20 meses. Oliart recibiría
tiempo después un mandato muy especial: trasladar información sensible a Felipe
González y al colaborador que él designase. Aquella fue una transición en medio
de la Transición, un traspaso de poderes antes de unas elecciones, un suceso
insólito, nunca después repetido.
Se celebró una primera reunión en el domicilio de Oliart
(“un chalé que estaba en un barrio residencial, era una casa cómoda, ni rica ni
modesta”, recuerda Narcís Serra, que por entonces era el alcalde socialista de
Barcelona). Sin papeles, ni documentos, al menos es lo que confiesan los
testigos de aquellas citas. Pasado el verano del 82, las reuniones se nutrieron
con nuevos actores, Narcís Serra, Jesús del Olmo y Emilio Alonso Manglano. Para
entonces, Serra ya había aceptado ser el futuro ministro de Defensa del primer
Gobierno socialista después de la Guerra Civil.
Los socialistas tenían su Gobierno en la sombra, una
estructura logística hecha a imagen y semejanza del partido laborista
británico. Y, dentro de esa estructura, su propia información sobre el entorno
militar. Pero Narcís Serra era un actor inesperado, no era el candidato en
quien se había pensado; durante tiempo se especuló con Enrique Mújica, pero sus
reuniones con el general Alfonso Armada le habían dejado en entredicho; se
llegó a hablar de Luis Solana y de Miguel Boyer para el cargo. Finalmente, el
elegido era Serra, un alcalde, nada menos que el alcalde de Barcelona.
Narcís Serra: “Aquellas conversaciones me sirvieron para
saber cómo estaba el ejército"
La información que manejaban los socialistas procedía de
ramificaciones que llegaban hasta militares de la clandestina UMD (Unión
Militar Democrática). Esa información se trasladaba a Mújica (presidente de la
Comisión de Defensa en el Congreso), o a Luis Solana (portavoz de Defensa); en
algunas ocasiones a Julio Busquets, un comandante que había dejado el ejército
para presentarse a las primeras elecciones democráticas por el PSOE.
Otro militar, Carlos San Juan, tenía la misión dentro del
partido de ocuparse de los asuntos de Interior. “No era una organización muy
colegiada. Yo tenía datos sobre militares y sobre policías. La militar se la
trasladaba a Julio Busquets. A veces éste me preguntaba ¿Se lo has contado a
Felipe? Yo debía entrevistarme con Juan José Rosón, que era el ministro del
Interior. Con Rosón solo hablaba de cuestiones relacionadas con ETA y sus
planes para terminar con ETA político militar y “acabar con aquella insana
competencia”, como decía Rosón. Le gustaba muy poco tener que dar cuentas, era
una situación excepcional porque sabía que ganaríamos las elecciones”. Había
tres tipos de conversaciones secretas, según San Juan, una en el área de
Interior, otra en Defensa y una tercera en Economía, “que no sabía si llevaba
Boyer o Solchaga”. San Juan terminó su cometido y presentó centenares de fichas
sobre policías y comisarios, departamento por departamento. “Era información
que la policía daba de sí misma, sobre todo cómo pensaban comisarios y
subcomisarios y también algunos militares”. San Juan le entregó sus fichas a
Barrionuevo, el elegido finalmente para ser ministro del Interior. “Lo puse a
su disposición, pero no me hizo demasiado caso”.
Narcís Serra también recibió los informes internos del
partido. “Cabía en una caja”, recuerda. No era muy cuantiosa ni muy
interesante, a su juicio, como tampoco la que se encontró en la caja fuerte de
Defensa, después de que Oliart le diera la llave: “sobre todo eran papeles y
documentos relacionados con el juicio del 23F”.
Después de aquel verano de 1982, Narcís Serra visita la casa
de Alberto Oliart en Madrid en varias ocasiones. Allí se entrevista también con
Jesús del Olmo. Recibe información verbal. De Serra siempre se ha dicho que su
candidatura se fraguó durante la organización del desfile de las Fuerzas
Armadas, celebrado en Barcelona el 31 de mayo de 1981. Fue un gran desfile. Su
experiencia durante el golpe del 23F fue muy limitada. “Recibí la llamada de
Francisco Laína, que presidía el consejo de subsecretarios (el gobierno de
facto en aquellas 17 horas y media que duró el golpe), quien le pidió que
enviara un coche patrulla de la policía local a cada cuartel militar para que
informaran de cada movimiento. “Y no hubo movimientos”.
Una brigada de la Acorazada fue trasladada a Badajoz y esa
decisión molestó a los portugueses
Unos días antes de aquel desfile vivió otra experiencia muy
curiosa, el asalto a la sede del Banco Central en Barcelona, un episodio
rocambolesco que en algún momento se confundió con una intentona golpista. Allí
tuvo trato con los mandos de la policía (general Saez de Santamaría) y la
guardia civil (general Aramburu Topete). “Cuando Felipe González me consulta
por primera vez, yo no quería dejar de ser alcalde. Mi gran objetivo era la
candidatura de Barcelona para los Juegos del 92”.
Aquellas conversaciones en casa de Oliart se celebran en un
entorno de psicosis de golpe. De hecho, semanas antes de las elecciones se
había desarrollado la operación Cervantes, que desarticuló la organización de
un golpe sangriento para el 27 de octubre de 1982. “Aquello fue un golpe
elaborado con la preparación propia de un estado mayor”, recuerda Jesús del
Olmo.
Las entrevistas secretas con Oliart, Del Olmo y Manglano
fueron muy útiles para Serra: “Me sirvieron para saber cómo estaba el ejército
y para ver que el enfoque de un partido no se podía llevar a cabo. O
reformábamos o no conseguíamos nada. Persiguiendo individualidades no se
resolvía el problema: había que reducir privilegios y hacer que el Gobierno
mande. Esa son las conclusiones que saco”.
Serra se tomó su tiempo y mantuvo la columna vertebral del
ministerio de Oliart. No era un hombre de decisiones rápidas, pero sí hizo una
cosa: desmembrar la División Acorazada, la unidad más potente que tenía el
ejército español, ubicada a las afueras de Madrid, con sus 13.000 efectivos,
aquella unidad con la que especulaba todo golpista, la división que podía
dominar los puntos vitales de la capital. Serra desplazó algunas de sus
brigadas mecanizadas a otros lugares, “porque una cualidad que tenía esa
división era la de que carecía de terrenos para hacer maniobras”. Una brigada
fue desplazada a Zaragoza. Otra a Badajoz. Aquella de Badajoz originó un
inesperado problema diplomático: “A los portugueses no les gustó nada ese
movimiento”, recuerda Serra. “No entendían que hacía esa brigada cerca de su
frontera”. Serra solucionó ese episodio en una discreta reunión en Bruselas.
El PSOE abandonó toda idea de salir de la OTAN. Como
abandonó otras ideas preliminares. Los pequeños caudillos fueron desapareciendo
de la escena. Y el golpismo perdió la voz.
Patriotismo
El patriotismo desaparece de los pueblos tan pronto como se
convencen de que no son gobernados como tienen derecho a esperar
Ignacio Ruiz-Quintano
Muerte en Venezuela
El régimen tiene que investigar el asesinato de un opositor
en un mitin
Lilian Tintori cuenta el asesinato de un opositor
venezolano: “Me salpicó la sangre”
EL PAÍS 27 NOV 2015 - 00:00 CET
El asesinato del líder opositor venezolano Luis Manuel Díaz
durante un acto electoral el pasado miércoles constituye un gravísimo hecho de
violencia política en un país que el próximo 6 de diciembre acudirá a las
urnas, y debe ser investigado hasta sus últimas consecuencias por la justicia
venezolana.
La muerte a tiros de Díaz no es un hecho aislado. El
político asesinado asistía a un acto electoral de Lilian Tintori, esposa del
líder opositor Leopoldo López, en la cárcel desde hace casi dos años. Durante
toda la jornada, Tintori fue acosada repetidamente por simpatizantes del
régimen y en un momento dado llegó a ser retenida sin justificación alguna por
parte de oficiales de policía. Ayer denunció que corre el riesgo de ser
asesinada. Conviene no perder de vista que su marido, convertido en símbolo de las
denuncias contra el régimen de Nicolás Maduro, fue condenado a 13 años y nueve
meses de cárcel en un juicio farsa plagado de irregularidades y sin las mínimas
garantías jurídicas, y que numerosas personalidades y organizaciones defensoras
de los derechos humanos han pedido al presidente venezolano que lo libere
inmediatamente. Otro destacado líder opositor, Henrique Capriles, también ha
denunciado ante las autoridades haber sido objeto de ataques armados.
Las elecciones legislativas de dentro de poco más de una
semana son cruciales para el futuro de Venezuela. Es imprescindible que puedan
celebrarse en un clima de libertad y normalidad democrática. Desgraciadamente,
se trata de un escenario muy lejos del acoso que están sufriendo los
opositores, tanto en su vida cotidiana como en sus desplazamientos y en los
actos políticos que protagonizan.
El Gobierno venezolano que encabeza Maduro está obligado a
corto plazo a dos cosas: en primer lugar, debe aclarar el asesinato de Díaz,
tal y como ya han exigido la Organización de Estados Americanos y Unasur. Al
mismo tiempo, tiene el deber de garantizar la seguridad de quienes participan
en los actos organizados por la oposición. Es absolutamente incompatible con
una democracia el que un político pueda ser acribillado entre una multitud y
que el crimen quede impune. El desdén con el que el presidente de la Asamblea
Nacional, Diosdado Cabello, ha calificado de “montajes” los atentados sufridos
por los opositores no constituye precisamente una garantía de la voluntad oficialista
de aclarar y poner freno a esta violencia.
Tampoco ayuda al clima de tranquilidad las repetidas
declaraciones de Maduro en las que coloca la movilización callejera por encima
de lo que puedan decir las urnas. Es muy peligroso reiterar, como hace Maduro,
el propósito de ganar en las calles lo que no logre con los votos. En
democracia, la máxima expresión de la voluntad popular no está en las
demostraciones de fuerza en el asfalto, sino en las papeletas depositadas con
seguridad y libertad en los centros de votación. Maduro debe aceptar de una vez
por todas las reglas del juego democrático.
20.000 MILLONES DE EUROS GASTADOS EN LA AVENTURA
SECESIONISTA CATALANA
27/11/2015
Luis María ANSON
El diario ABC ha publicado un informe que eleva a cerca de
4.000 millones de euros la cantidad despilfarrada directamente por Arturo Mas
en su obsesión secesionista. Algunas cifras resultan especialmente
escandalosas. El principal aparato de propaganda soberanista -es decir, la
televisión y la radio públicas de Cataluña- ha supuesto unas pérdidas de 1.736
millones de euros sufragados por la Generalidad. Arturo Mas ha dedicado además
389 millones a premiar a medios de comunicación privados que defienden el
independentismo. Los procesos electorales, las subvenciones culturales y
deportivas, las demenciales embajadas, la colocación incesante de parientes,
amiguetes y paniaguados afines en organismos públicos han consumido el resto
del dinero derrochado por el presidente marioneta de Oriol Junqueras al
servicio de la aventura secesionista.
Estudios de máxima solvencia publicados en El Imparcial
elevan a 20.000 millones de euros lo que en los últimos doce años ha derrochado
la Generalidad directa e indirectamente en la causa de la independencia, es
decir la tercera parte de la actual deuda catalana. Un porcentaje no desdeñable
del despilfarro económico secesionista ha sido sufragado, para mayor inri, por
las subvenciones del Estado a la Generalidad.
A contrarrestar la desmesurada campaña soberanista ni el
Gobierno de Zapatero ni el de Rajoy han dedicado un solo euro. La pasividad, la
ligereza, la lenidad han presidido la acción no solo del líder socialista, sino
también del popular. Y así nos luce el pelo. El error, el inmenso error
político e histórico nos ha sumido en la actual situación. La gran política
consiste en prevenir, no en curar. Por no haber previsto a tiempo lo que podía
ocurrir hay que aplicar ahora una terapia que puede producir reacciones de consecuencias
incalculables.
Junts pel Sí: la cuestión de la legitimidad
La coalición puede defender sus aspiraciones con toda
radicalidad, pero debe hacerlo desde una lógica más seria del juego de
legalidad y legitimidad, de la democracia y de la política y, sobre todo, de la
justicia
JOSÉ LUIS VILLACAÑAS BERLANGA 27 NOV 2015 - 09:23 CET
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Archivado en: Artur Mas Opinión Junts pel Sí Carme Forcadell
Elecciones Autonómicas 2015 Elecciones autonómicas Independentismo Partidos
nacionalistas Opinión pública Cataluña Partidos políticos Elecciones Ideologías
Política España Administración pública Sociedad
En caso de que Junts pel Sí tuviera razón, la legalidad real
de Cataluña ya sería la ignota del futuro. No la española, ni la del Estatut,
que forma parte de ella, sino la que vendrá. Esa no la conoce nadie. Por tanto,
en estos momentos, Cataluña carecería de ley. Solo tendría voluntad política.
Cada paso que diera el Parlament sería una creatio ex nihilo. Eso significaría
que los ciudadanos de Cataluña carecerían desde ahora de derechos ciertos. Todo
dependería del fiat, del hágase. Ante esta situación, no basta defender la
legalidad. Es preciso denunciar la ilegitimidad de poner a un pueblo entero
ante esa situación.
Si Junts pel Sí tuviera razón, el escenario de Cataluña
podría ser este: una parte de la población obedecería los mandatos del
Parlament, mientras otra obedecería al Estado. Pero si esto sucediese, ¿quién
dirimiría? ¿Quién tendría entonces el “monopolio de la violencia legítima”? ¿O
sería Cataluña un territorio con dos Estados? ¿Dejaría Cataluña que unos
ciudadanos ingresasen sus impuestos a la delegación estatal de Hacienda y otros
a la propia de la Generalitat? ¿Y cómo impediría una cosa e impondría la otra?
Los hombres de Junts pel Sí denuncian a España como un
Estado sin calidad democrática. Pero debemos preguntarnos qué calidad
democrática se puede seguir de un escenario como el que ellos han dibujado. Y
ahí se abre la cuestión de si los pasos que están dando son legítimos. Esto es
importante porque Junts pel Sí reclama tener de su parte la legitimidad. La
legalidad la dejan para España. Sus proclamas son ilegales, pero legítimas. Las
apelaciones al Tribunal Constitucional (TC) serían legales, pero ilegítimas.
Sus argumentos son erróneos. No solo porque en la concepción política de
Occidente la legitimidad califica exclusivamente a ordenamientos legales, sino
también porque su posición política no es legítima.
Primero, Junts pel Sí presenta su caso como si fuera
desobediencia civil. Un desobediente civil mejora la calidad democrática de un
país porque lucha por lo justo. Identifica algo injusto, arrostra la pena legal
debida y espera que, con su ejemplo, la opinión pública apoye sus puntos de
vista para cambiar la ley de forma legal. El argumento no funciona en el caso
catalán. Junts pel Sí olvida que la desobediencia civil aspira a cambiar una
ley concreta injusta y a producir un nuevo derecho concreto. Si triunfa, amplía
los derechos de los singulares respecto de un código en vigor. Cambiar unilateralmente
un Estatuto completo es otra cosa: deroga derechos generales y crea vacío
jurídico.
Cambiar unilateralmente un Estatuto deroga derechos
generales y crea un vacío jurídico
Forcadell mantiene que su pronunciamiento es legítimo porque
lo exige su electorado. El equívoco ahora concierne a la cuestión de la
democracia. Pero si se analiza bien, vemos que la actuación de Junts pel Sí no
es democrática en el sentido normativo de esta palabra. Lo es en el sentido de
Carl Schmitt: populista, plebiscitario y homogeneizador. Pero la legitimidad es
la condición que tienen las leyes democráticas justas. La declaración
unilateral de independencia no puede ser legítima porque no viene avalada por
una lógica democrática profunda.
En efecto, que una mayoría de ciudadanos exija algo, no
confiere a su exigencia un marchamo de legitimidad per se. Y esto por tres
razones: primera, porque la mayoría puede exigir que se desprotejan los
derechos de la minoría, protección que es la clave de la democracia en sentido
normativo. Eso se consumará si los parlamentarios del Junts pel Sí ejecutan la
independencia. En efecto, ¿concederá el Parlament a la minoría actual la
protección íntegra de sus derechos? No puede hacerlo sin reconocer la
Constitución española. Además, la declaración unilateral implicará eo ipso la
suspensión de derechos de la totalidad de la población catalana. Nadie sabrá
cuál es el futuro de su derecho efectivo a cobrar pensiones, a financiar la
educación, la sanidad o las infraestructuras, a protegerse del yihadismo o del
crimen. Nadie sabrá si el futuro pasaporte catalán será reconocido para viajar
con él. Nadie en suma tendrá un derecho cierto, salvo que volvamos a la caótica
suposición de que Cataluña sea un territorio con dos Estados.
Pero hay un argumento más. La declaración unilateral de
independencia no es legítima ni democrática porque no respetará la justicia
política. Para que una medida legal sea justa desde el punto de vista político,
ha de mantener intacta la probabilidad de la victoria electoral de la
oposición. Si se usa la prima de poder para impedir que la oposición gobierne
algún día, entonces una norma es políticamente injusta e ilegítima, aunque sea
legal. Y ello porque condena de forma irreversible a una oposición en minoría a
ser una eterna sometida (en este sentido específico nadie puede decir que el
actual Estatut sea injusto). Ahora bien, si Junts pel Sí dijese que la actual
oposición, según su normativa futura, podrá acceder al poder de la Generalitat,
entonces estaría diciendo que no va a fundar un Estado. Pues si un día ganase
la oposición, hoy minoritaria (y debería poder hacerlo), entonces Cataluña se
reintegraría en España (igual que ahora saldría de ella). Así, el formar o no
parte del Estado se haría depender de una votación parlamentaria simple, algo
que contradice la noción misma de Estado.
La situación es engañosa y sin salida: ni siquiera desde el
catalanismo se pueden reclamar apoyos
En resumen, cuando se dice que la mayoría del Parlament
impone un acto legítimo, se está afirmando que la legitimidad es un adjetivo de
la voluntad política, no de la legalidad. Al no reposar en legalidad previa
alguna, sería un acto místico. Ahora bien, esta voluntad mística no demuestra
ser legítima, porque anula derechos generales y no crea ninguno cierto,
desprotege a la minoría y compromete la justicia política.
No hay aquí choque de legalidad frente a legitimidad. Hoy
por hoy, la posición de Junts pel Sí no es legítima. Y eso significa que la
situación es sintomática, engañosa y sin salida. Los catalanes no tienen por
qué encaminarse a una escalada de tensión que espera de España una medida de
autoridad para neutralizar la construcción autoritaria del Estado catalán. Eso
se parece mucho a un nihilismo desalentador que no sirve a nadie, ni a Cataluña
ni a España. Junts pel Sí puede defender sus aspiraciones con toda radicalidad,
incluida la independencia. Pero debe hacerlo desde una lógica más seria del
juego de legalidad y legitimidad, de la democracia y de la política y, sobre
todo, de la justicia. Pueden creer que los conceptos claros son propios de una
voluntad débil. Pero deben saber que los observadores imparciales de fuera y
los demócratas españoles no tenemos otra herramienta de juicio. Y con esos
conceptos fundamentales de Occidente en la mano, los de legalidad, legitimidad,
democracia y justicia, Junts pel Sí se encamina a una situación en la que no
puede reclamar el apoyo franco de nadie, aunque simpatice con la causa
histórica de Cataluña.
José Luis Villacañas es catedrático de Filosofía de la
Universidad Complutense de Madrid.
Una jornada memorable
La manifestación en repulsa del 23F
reunió tras una misma pancarta a Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular,
junto con la plana mayor del partido comunista, algo nunca visto. Juntos en
apoyo de la Constitución, de la democracia
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO 18 NOV 2015 -
18:49 CET
Cabeza de la manifestación que, bajo
el lema "Por la libertad, la democracia y la Constitución", recorrió
las calles de Madrid el 27 de febrero de 1981 en contra del intento de golpe de
Estado del 23-F / EL PAÍS
En el metro, camino de Embajadores,
volví a vivir una tensión que había olvidado. De reojo, miraba con recelo a los
demás pasajeros, intentado adivinar quiénes iban y quiénes no a la
manifestación, o sea, quiénes estaban contra el golpe y a quienes les traía sin
cuidado. Había sentido muchas veces, bajo la dictadura, esa desconfianza hacia
mis conciudadanos, esa necesidad de saber quiénes y cuántos eran los nuestros.
Y, sin embargo, aunque habían pasado poco más de cinco años desde la muerte de
Franco, había olvidado esta sensación. Ahora la revivía. En el metro o en la
calle, merodeando por Atocha o por la Gran Vía, cuando había convocatorias de
manifestaciones “masivas”, me había hecho muchas veces el distraído, mirando
hacia otro lado, especialmente cuando pasaba junto a los furgones de policía.
Tenía miedo, sentía unas ganas irresistibles de meterme en un bar, de buscar un
baño. La calle parecía la de siempre, no había indicios de que fuera a ocurrir
nada extraordinario, pero quién sabía, a lo mejor íbamos a inundar el centro de
la ciudad, millones de bocas iban a gritar “libertad, amnistía, Estatut
d'Autonomia”, o cualquiera otra de las consignas del momento. Y el régimen,
incapaz de resistir la presión popular, se derrumbaría aquella misma noche.
Luego resultaba que no, que no éramos millones, sino unos centenares, quién
sabe si algunos miles, sobre todo estudiantes, grupos pequeños, huyendo de la
policía, recibiendo porrazos o siendo detenidos. Solo cuando nos agrupábamos en
una esquina libre de grises, gritábamos con nerviosismo aquellas consignas,
para huir otra vez de inmediato. Aunque aquellos segundos de libertad habían
valido la pena. Por la noche los recordaríamos, engrandecidos.
Era un déjà vu desagradable, sin
atractivo nostálgico. Se me había borrado de la mente, sí, demasiado pronto,
había dado por supuesto que no volvería a sentirlo. Pero solo cuatro días
antes, el 23 de febrero, el miedo nos había vuelto a entrar en el cuerpo. No
solo a mí, sino a otros muchos. Porque, en aquel vagón de metro, todos, casi
todos, estábamos viviendo la misma sensación. Y es que esta vez, de verdad,
éramos muchos. Lo comprobamos al intentar salir a la calle. Una marea humana
hacía casi imposible subir aquellas escaleras. Esta vez, sí, íbamos a ser
millones. Qué alivio.
Yo iba con unos amigos argentinos,
altos, un poco encorvados, inteligentes, depresivos. Vestidos con la mayor
informalidad, como todos nosotros, portaban sin embargo una elegancia innata.
Ellos ya habían vivido aquello y estaban más pesimistas que nadie. Qué
angustia, tener que planear irse de nuevo a otro país. Yo mismo, que tenía mi
billete de tren a París para unos días después, donde estaba contratado para un
semestre, me había jurado, aquella tarde del 23 de febrero, que si triunfaba el
golpe intentaría quedarme allí, en las condiciones que fuera. Mi hijo no iba a
crecer, como yo, bajo una dictadura.
Aquella tarde del 23, la de cuatro
días antes, no la ha olvidado nadie. A mí me llamó un amigo, hacia las seis y
media, diciéndome que pusiera la tele. Vi lo que estaba pasando, porque durante
unos minutos fue un golpe televisado. Visité luego a un vecino de confianza,
que me intentó tranquilizar. No será nada, no tienen apoyos. El tiempo demostró
que tenía razón, pero en aquel momento lo atribuí a su innato optimismo. A las
nueve, cuando la primera cadena debía emitir el telediario nocturno, salió un
locutor muy almibarado que anunció, como si no pasara nada, el comienzo de un
programa de folklore latinoamericano. Se me cayó el mundo a los pies. Se la
tengo jurada a ese locutor desde entonces. Era evidente que los golpistas
habían tomado la televisión. Sin embargo, al cabo de no mucho apareció, creo
recordar, Iñaki Gabilondo, que anunció, con voz irritada, que la sede de TVE
había estado ocupada por una columna militar, pero que ya se habían ido. Dijo
también que emitirían un discurso del Rey sobre la situación. Pero el discurso
se hizo esperar hasta la una de la madrugada. Hasta entonces, la situación
siguió siendo muy alarmante.
La periodista Rosa María Mateo lee
ante el Congreso un manifiesto tras la marcha contra el intento de golpe del
23-F / BERNARDO PÉREZ
La tensión del 23F no era casual, ni
inesperada. Los indicios se habían acumulado en las semanas anteriores. Y era
lógico. El tránsito de una dictadura a una democracia nunca es fácil. En
diciembre, Fuerza Nueva había celebrado un congreso y El Alcázar publicado tres
artículos del colectivo Almendros, rematados por uno del general Fernando de
Santiago y Díaz de Mendívil titulado Situación límite. En enero, los Reyes
visitaron el País Vasco y la izquierda abertzale escenificó una escena muy
desagradable en la Casa de Juntas de Guernica. A la vez, sin embargo, el nuevo
Estado autonómico parecía seguir añadiendo ladrillos a sus paredes, con la
aprobación del Estatuto gallego y de la policía vasca. Repentinamente, el 27 de
enero, Suárez dimitía, con un agorero mensaje de despedida en el que expresaba
su deseo de que la democracia no fuera, una vez más, un paréntesis en la
historia de España. Dos días más tarde, ETA secuestraba a José María Ryan,
ingeniero de la central nuclear de Lemóniz, que apareció asesinado poco
después. La opinión vasca reaccionó bien y el día 9 se produjo una huelga
general, con manifestaciones, en repulsa por aquel asesinato. Parecía que la
violencia terrorista, la lacra más importante que había manchado la Transición,
estaba siendo por fin repudiada por los vascos. Pero apenas cuatro días después
se supo que José Ignacio Arregui, miembro de ETA militar, había muerto en
Madrid tras una semana de detención. Los indicios de torturas se daban por
descontados. El efecto Ryan se disolvía y la nueva huelga general y nuevas
manifestaciones del 16 fueron ya en protesta por la muerte de Arregui. La
policía le había echado un cable a ETA. Los días 18 y 19, las Cortes entraron a
debatir la investidura de Calvo Sotelo. El 20 se celebró la primera votación y
el candidato de UCD no consiguió la mayoría absoluta. Aquel mismo día, ETA
secuestraba a tres cónsules de España. El 21, cuando Tejero entró en el
Congreso, se estaba celebrando la segunda votación de investidura de Calvo
Sotelo.
El golpe fracasó, como se sabe, y
los cuatro días transcurridos habían estado cargados de especulaciones. Ahora,
el 27, la práctica totalidad de las fuerzas políticas habían convocado esta
manifestación en apoyo de la democracia. A la convocatoria se habían sumado
muchas corporaciones públicas y asociaciones civiles y se habían publicado
varios manifiestos de adhesión firmado por intelectuales y artistas. El alcalde
Enrique Tierno había redactado un bando exhortando a acudir y a portarse de
manera “impecable”. Pero Fuerza Nueva y otros grupos de extrema derecha habían
programado una contramanifestación, casi a la misma hora, a favor de quienes
“por vestir un glorioso uniforme” estaban en prisión “como si fueran unos
traidores”.
Encabezaban la marcha, sosteniendo
una gran pancarta en la que se leía “Por la libertad, la democracia y la
Constitución”, los dirigentes de todos los partidos convocantes. Recuerdo
(porque lo leí y se comentó, ya que fue imposible ver la cabeza de la marcha) a
Felipe González, Manuel Fraga, Santiago Carrillo, Nicolás Sartorius, Simón
Sánchez Montero, Rafael Calvo Ortega, Agustín Rodríguez Sahagún o Marcelino
Camacho. Luego venía una segunda gran pancarta con los colores de la bandera
nacional. Asistieron también Rafael Termes, en representación de la banca
privada, y los directores de los principales diarios madrileños, por una vez
unidos. Pero lo más extraordinario, lo que marcaba un hito en la historia del
país, era que Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, de innegable
procedencia franquista, desfilara detrás de una misma pancarta junto con la
plana mayor del partido comunista. El nacionalcatolicismo y el obrerismo de
estirpe bolchevique apoyaban, de repente, una misma cosa: la Constitución, la
democracia.
Los cordones del servicio de orden,
compuesto por unas 5.000 personas, aportadas por cada una de las organizaciones
militantes, intentaban proteger y aislar a esta cabeza de la manifestación. El
número de fotógrafos y reporteros era impresionante, y la gente les ovacionaba
y aplaudía de vez en cuando. Felipe González, con un megáfono en la mano,
intentaba hacerse oír, gritando: “¡Libertad, libertad!”. Santiago Carrillo, a
su lado, le secundaba.
La prensa de aquella mañana decía
que se esperaba la asistencia de unos centenares de miles de personas. La
realidad les desbordó. Un millón y medio en Madrid. Si se le añaden los cientos
de miles de Barcelona, Valencia, Sevilla o Zaragoza, y las decenas de miles de
ciudades menores, fue, y sigue siéndolo hoy, el mayor conjunto de manifestantes
jamás reunido en la historia de este país. Solamente dejaron de celebrarse
manifestaciones, o tuvieron escasa concurrencia, en el País Vasco, por la
inhibición de los partidos nacionalistas en la convocatoria. En Madrid, estaban
totalmente ocupados, hasta el punto de no poder apenas dar un paso, la glorieta
de Embajadores, la Ronda de Valencia, Atocha, el paseo del Prado, los
alrededores de las Cortes. El escaléxtric de Atocha, que todavía estaba en pie,
temblaba bajo el peso de aquella multitud de marcha renqueante. Llovía a ratos,
pero era lo de menos. Viva la libertad, viva la democracia, viva el Rey. El
pueblo unido jamás será vencido. Democracia, sí; dictadura, no. Libertad,
libertad. Un viejito, con el puño izquierdo cerrado y en alto, llevaba una
pancarta que decía: “Viva el Rey”.
La tensión, pese a todo, no
desapareció por completo. En un intento de disolver la concentración, el
Batallón Vasco Español anunció, por llamada telefónica, la colocación de un
artefacto explosivo de gran potencia en el Jardín Botánico, donde, en efecto,
estallaron un par de petardos caseros. Por el lado de la izquierda revolucionaria,
algunos grupos que pedían “depuración” y “ningún apoyo al Rey”, fueron
disueltos. Entre tanto, regresaban a sus hangares los carros de combate de la
división Brunete. Venían de unas maniobras en Zaragoza, pero provocaron
temores.
Frente al palacio de las Cortes, al
que ni siquiera pudo llegar la cabeza de la manifestación, la locutora Rosa
María Mateo leyó un comunicado en el que se decía que el pueblo español había
tomado la decisión irrevocable de vivir en democracia “con la ejemplaridad que
nos compete y transmitir a nuestros hijos la dignidad que nos congrega”; “la
fuerza sin norma y sin ley es contraria a una sociedad civilizada” y la
condición de “españoles” es inseparable de la de “seres libres”; el grito
“¡viva España!” debe por tanto equivaler a los de “¡viva la Constitución! y
¡viva la democracia!”.
El 27 de febrero, en resumen, fue
una jornada memorable. En estos tiempos, en que se desprecia o denigra con
tanta facilidad a la Transición, en que se dice que fue una operación planeada,
fácil, producto de un pacto poco menos que conspiratorio, conviene recordarlo.
Y este país, tan necesitado de símbolos y referencias compartidas por todos,
podría pensar en trasladar a esa fecha la fiesta nacional, en lugar del 12 de
octubre o el 6 de diciembre. El 12 de octubre podría festejarse el viaje de
Colón o la virgen del Pilar, o las dos cosas. Y la Constitución merece ser
celebrada no el día en que se aprobó formalmente sino aquel en el que el pueblo
español y sus representantes salieron a la calle, emocionados y atemorizados,
pero sobre todo unidos, detrás de ella.
José Álvarez Junco es escritor e
historiador.
Manual de instrucciones para después
de un golpe de Estado
“Tuvimos la inmensa suerte de que el
golpe del 23F se improvisó; les entró la prisa y cometieron todos los errores
posibles”, recuerda ahora Alberto Oliart, el ministro de Defensa que llegó tras
la intentona
LUIS GÓMEZ 20 NOV 2015 - 14:02 CET
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Francisco Franco Antonio Tejero Molina Golpes estado Franquismo Conflictos
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Ultraderecha Ideologías Política
Narcís Serra y Felipe González, en
la base de la División Acorazada Brunete. / MARISA FLÓREZ
Cuando Alberto Oliart aceptó ser
ministro de Defensa, el sonido de los sables tenía el volumen muy alto. Cuando
tomó posesión del cargo, un 26 de febrero de 1981, habían pasado tres días de
un golpe de Estado y había podido escuchar los disparos en el hemiciclo. Lo que
menos se imaginaba es que, además, sería un ministro nómada, sin despacho fijo.
Oliart trabajaba por la mañana en el
palacio de Buenavista, sede del Cuartel General del Ejército, por la tarde en
el antiguo Ministerio del Aire (al que llamaban el monasterio del Aire) y,
finalmente, a última hora, despachaba en un chalé del CESID, el servicio de
inteligencia, el lugar donde podía sentirse a salvo de escuchas. Su obligación
era gobernar sobre un ejército de generales que habían hecho la guerra al lado
de Franco y, callada u ostentosamente, simpatizaban con los golpistas.
Generales que solo parecían dispuestos a recibir órdenes del Rey. Reformar ese
ejército sin correr el riesgo de un nuevo zarpazo era un reto imposible de cumplir
en el breve plazo.
Había sido ministro de Industria, y
ministro de Sanidad, con los gobiernos de Adolfo Suárez. Con el paso de las
décadas haría muchas otras cosas y hasta llegaría a ser presidente de RTVE en
2009, con 81 años. Pero entonces, con 53 años y reciente un golpe de Estado,
desplegaba el currículo del buen gestor, la apariencia de un tecnócrata, aunque
fuera un hombre apegado a la literatura, poeta en horas libres. También años
después escribiría un libro de memorias (Contra el olvido), que mereció el
premio Comillas por su calidad literaria (1997), en aquella obra relataba
recuerdos de adolescencia y juventud, que compartió en un entorno de jóvenes
cultos e inquietos, aprendices de intelectuales. Aquel libro no tocó su
experiencia política.
Oliart: "Armada lo que no
sabía, se lo inventaba".
A sus 86 años, Oliart escribe
actualmente una segunda obra (“en estos momentos soy ministro de Industria”,
dice), así que no le queda mucho trazado para llegar a un momento crucial de su
biografía política, aquellos 20 meses al frente de Defensa, sobre los que tiene
cosas que contar. Su memoria está reservada para su obra: “Tuvimos la inmensa
suerte de que el golpe del 23F se improvisó; les entró la prisa y cometieron
todos los errores posibles”. De aquel Elefante Blanco sobre el que tantos años
después se ha fabulado, Oliart tiene su particular conclusión: “Fue una
invención de Armada. Armada todo lo que no sabía, se lo inventaba”.
Leopoldo Calvo Sotelo en la Asamblea
General de la OTAN en junio de 1982 / EFE
Oliart descansa en su casa de
Galicia frente a una ría, y escribe lo que tiene pendiente de contar. Un día de
estos empezará a escribir sobre aquellos días en que fue ministro de Defensa y
tenía ante sí una exigente hoja de ruta: llevar a cabo el juicio a los
golpistas y que este terminara con la condena de los principales responsables,
iniciar algunas reformas administrativas y meter a España en la OTAN. Se
trataba de dejar atrás un ejército de pequeños caudillos y dar el paso a
militares profesionales. Y, por supuesto, tenía que controlar a los golpistas.
Pero sucedió que aquel Gobierno de
Calvo Sotelo asumió que tenía los días contados, que no gobernaría mucho
tiempo, que tendría que dar paso a quienes iban a venir, que no eran otros que
esos jóvenes socialistas que lideraba Felipe González. “Tuve que hundirme con
el barco”, dice Oliart. “Era una época en la que se inventaban golpes de Estado
casi todos los días”. Y a ellos, a los socialistas, les correspondería acabar
con las bravatas golpistas.
Oliart recibió el mandato de
trasladar información sensible a Felipe González
La información sobre los golpistas
era confusa y desmedida. Su primera decisión fue darle una vuelta al servicio
de inteligencia y contar con información fiable, para lo cual nombró al frente
del CESID al teniente coronel Alonso Manglano: el objetivo era investigar en
los cuarteles. Luego, se rodeó de un reducido gabinete de confianza, con otro
teniente coronel en sus filas, Jesús del Olmo, un experto jurídico. Ese
gabinete diseñaría los decretos necesarios para ir jubilando a los generales.
Fue aquel un Gobierno que duró 20
meses. Oliart recibiría tiempo después un mandato muy especial: trasladar
información sensible a Felipe González y al colaborador que él designase.
Aquella fue una transición en medio de la Transición, un traspaso de poderes
antes de unas elecciones, un suceso insólito, nunca después repetido.
Se celebró una primera reunión en el
domicilio de Oliart (“un chalé que estaba en un barrio residencial, era una
casa cómoda, ni rica ni modesta”, recuerda Narcís Serra, que por entonces era
el alcalde socialista de Barcelona). Sin papeles, ni documentos, al menos es lo
que confiesan los testigos de aquellas citas. Pasado el verano del 82, las
reuniones se nutrieron con nuevos actores, Narcís Serra, Jesús del Olmo y
Emilio Alonso Manglano. Para entonces, Serra ya había aceptado ser el futuro
ministro de Defensa del primer Gobierno socialista después de la Guerra Civil.
Los socialistas tenían su Gobierno
en la sombra, una estructura logística hecha a imagen y semejanza del partido
laborista británico. Y, dentro de esa estructura, su propia información sobre
el entorno militar. Pero Narcís Serra era un actor inesperado, no era el
candidato en quien se había pensado; durante tiempo se especuló con Enrique
Mújica, pero sus reuniones con el general Alfonso Armada le habían dejado en
entredicho; se llegó a hablar de Luis Solana y de Miguel Boyer para el cargo.
Finalmente, el elegido era Serra, un alcalde, nada menos que el alcalde de
Barcelona.
Narcís Serra: “Aquellas
conversaciones me sirvieron para saber cómo estaba el ejército"
La información que manejaban los
socialistas procedía de ramificaciones que llegaban hasta militares de la
clandestina UMD (Unión Militar Democrática). Esa información se trasladaba a
Mújica (presidente de la Comisión de Defensa en el Congreso), o a Luis Solana
(portavoz de Defensa); en algunas ocasiones a Julio Busquets, un comandante que
había dejado el ejército para presentarse a las primeras elecciones democráticas
por el PSOE.
Otro militar, Carlos San Juan, tenía
la misión dentro del partido de ocuparse de los asuntos de Interior. “No era
una organización muy colegiada. Yo tenía datos sobre militares y sobre
policías. La militar se la trasladaba a Julio Busquets. A veces éste me
preguntaba ¿Se lo has contado a Felipe? Yo debía entrevistarme con Juan José
Rosón, que era el ministro del Interior. Con Rosón solo hablaba de cuestiones
relacionadas con ETA y sus planes para terminar con ETA político militar y “acabar
con aquella insana competencia”, como decía Rosón. Le gustaba muy poco tener
que dar cuentas, era una situación excepcional porque sabía que ganaríamos las
elecciones”. Había tres tipos de conversaciones secretas, según San Juan, una
en el área de Interior, otra en Defensa y una tercera en Economía, “que no
sabía si llevaba Boyer o Solchaga”. San Juan terminó su cometido y presentó
centenares de fichas sobre policías y comisarios, departamento por
departamento. “Era información que la policía daba de sí misma, sobre todo cómo
pensaban comisarios y subcomisarios y también algunos militares”. San Juan le
entregó sus fichas a Barrionuevo, el elegido finalmente para ser ministro del
Interior. “Lo puse a su disposición, pero no me hizo demasiado caso”.
Narcís Serra también recibió los
informes internos del partido. “Cabía en una caja”, recuerda. No era muy
cuantiosa ni muy interesante, a su juicio, como tampoco la que se encontró en
la caja fuerte de Defensa, después de que Oliart le diera la llave: “sobre todo
eran papeles y documentos relacionados con el juicio del 23F”.
Después de aquel verano de 1982,
Narcís Serra visita la casa de Alberto Oliart en Madrid en varias ocasiones.
Allí se entrevista también con Jesús del Olmo. Recibe información verbal. De Serra
siempre se ha dicho que su candidatura se fraguó durante la organización del
desfile de las Fuerzas Armadas, celebrado en Barcelona el 31 de mayo de 1981.
Fue un gran desfile. Su experiencia durante el golpe del 23F fue muy limitada.
“Recibí la llamada de Francisco Laína, que presidía el consejo de
subsecretarios (el gobierno de facto en aquellas 17 horas y media que duró el
golpe), quien le pidió que enviara un coche patrulla de la policía local a cada
cuartel militar para que informaran de cada movimiento. “Y no hubo
movimientos”.
Una brigada de la Acorazada fue
trasladada a Badajoz y esa decisión molestó a los portugueses
Unos días antes de aquel desfile
vivió otra experiencia muy curiosa, el asalto a la sede del Banco Central en
Barcelona, un episodio rocambolesco que en algún momento se confundió con una
intentona golpista. Allí tuvo trato con los mandos de la policía (general Saez
de Santamaría) y la guardia civil (general Aramburu Topete). “Cuando Felipe
González me consulta por primera vez, yo no quería dejar de ser alcalde. Mi
gran objetivo era la candidatura de Barcelona para los Juegos del 92”.
Aquellas conversaciones en casa de
Oliart se celebran en un entorno de psicosis de golpe. De hecho, semanas antes
de las elecciones se había desarrollado la operación Cervantes, que desarticuló
la organización de un golpe sangriento para el 27 de octubre de 1982. “Aquello
fue un golpe elaborado con la preparación propia de un estado mayor”, recuerda
Jesús del Olmo.
Las entrevistas secretas con Oliart,
Del Olmo y Manglano fueron muy útiles para Serra: “Me sirvieron para saber cómo
estaba el ejército y para ver que el enfoque de un partido no se podía llevar a
cabo. O reformábamos o no conseguíamos nada. Persiguiendo individualidades no
se resolvía el problema: había que reducir privilegios y hacer que el Gobierno
mande. Esa son las conclusiones que saco”.
Serra se tomó su tiempo y mantuvo la
columna vertebral del ministerio de Oliart. No era un hombre de decisiones
rápidas, pero sí hizo una cosa: desmembrar la División Acorazada, la unidad más
potente que tenía el ejército español, ubicada a las afueras de Madrid, con sus
13.000 efectivos, aquella unidad con la que especulaba todo golpista, la
división que podía dominar los puntos vitales de la capital. Serra desplazó
algunas de sus brigadas mecanizadas a otros lugares, “porque una cualidad que
tenía esa división era la de que carecía de terrenos para hacer maniobras”. Una
brigada fue desplazada a Zaragoza. Otra a Badajoz. Aquella de Badajoz originó
un inesperado problema diplomático: “A los portugueses no les gustó nada ese
movimiento”, recuerda Serra. “No entendían que hacía esa brigada cerca de su
frontera”. Serra solucionó ese episodio en una discreta reunión en Bruselas.
El PSOE abandonó toda idea de salir
de la OTAN. Como abandonó otras ideas preliminares. Los pequeños caudillos
fueron desapareciendo de la escena. Y el golpismo perdió la voz.
EL LIBERALISMO ECONÓMICO: CARACTERÍSTICAS BÁSICAS.
Adam Smith (1723-1790), economista y filósofo británico.
En su tratado Investigación sobre la naturaleza y causas de
la riqueza de las naciones, (más conocida por su nombre abreviado de La riqueza
de las naciones (1776), constituyó el primer intento de analizar los factores
determinantes de la formación de capital y el desarrollo histórico de la
industria y el comercio entre los países europeos,
Creo la base de la moderna ciencia de la economía.
En La riqueza de las naciones, Smith realizó un profundo
análisis de los procesos de creación y distribución de la riqueza.
Demostró que la
fuente fundamental de todos los ingresos, así como la forma en que se
distribuye la riqueza, radica en la diferenciación entre la renta, los salarios
y los beneficios o ganancias.
La mejor forma de emplear el capital en la producción y
distribución de la riqueza es aquella en la que no interviene el gobierno, es
decir, en condiciones de laissez-faire (libertad económica y libre competencia
entre particulares) y de librecambio (libertad para comerciar con otros
países).
Proponía la no intervención
del Estado en la vida económica, reduciendo su papel al de mero árbitro de la
actividad económica general, garantizando el orden público y la paz social, así
como un sistema de justicia capaz de hacer cumplir las leyes. Para defender
este concepto de un gobierno no intervencionista,
Smith estableció el
principio de la “mano invisible”: que regulaba las relaciones del mercado y
evitaba cualquier competencia desleal entre los individuos y la propia
intervención del Estado.
Al buscar satisfacer sus
propios intereses, todos los individuos son conducidos por una “mano invisible”
que permite alcanzar el mejor objetivo social posible (la suma de los egoismos
individuales, conduce al bien público).
Por ello, cualquier
interferencia en la competencia entre los individuos (y las empresas) por parte
del gobierno será perjudicial.
Estos principios
constituyen un "ideal económico" que, en condiciones reales, no
siempre se dan. en todo caso, hay que considerar que estas ideas sentaron las
bases del pensamiento económico liberal, que se extenderá por todo el mundo al
compás de la industrialización (s. XIX-XX).
Smith fue considerado el padre de la economía liberal
capitalista, pero hubo otros pensadores que realizaron importantes aportaciones
teóricas a la doctrina económica liberal; podemos citar a:
Thomas R.Malthus, que en su obra: Teoría sobre la población,
ofrece una visión pesimista sobre la economía.
David Ricardo, que formuló la llamada ley de bronce de los
salarios: los salarios deben ofrecer sólo lo necesario para la subsistencia de
los obreros.
Jhon Stuart Mill, menos pesimista que los anteriores. En su
libro Principios de la economía política (1848), indicó que la distinción entre
las leyes de la producción que comparten el carácter de leyes físicas y la
distribución de la riqueza, es solamente una consecuencia de las instituciones
humanas (el derecho de propiedad, de herencia, sistemas de posesión de la
tierra, etc.).
El liberalismo económico se convirtió en la ideología
explicativa del capitalismo o economía de mercado, llegando hasta nuestros
días..
.
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