- El 9 de abril de 1977, el Partido Comunista fue
inscrito en el Registro de Asociaciones Políticas
08 de abril de 2017. 14:37hMartín Prieto. Madrid.
Varios militantes y
dirigentes del PCE celebran en Madrid la legalización del partido tras 40 años
de prohibición. Meses después se celebrarían las primeras elecciones democráticas
Hace 40 años, el sábado 9 de
abril de 1977, meses antes de las primeras elecciones democráticas, el Partido
Comunista de España fue inscrito al mediodía en el entonces Registro de
Asociaciones Políticas tras cerca de 40 años de prohibición y demonización.
En
todas las redacciones sonaron las campanillas de los teletipos de «Europa
Press» alertando un «flash-flash-flash» con la primicia. El buen comunicador de
RNE, Alejo García, arrancó el jirón del télex subiendo a la carrera las
escaleras del estudio «on air», interrumpiendo la emisión y dando la noticia
entre balbuceos, teniéndola que repetir dos veces. Aunque España era un caldero
de rumores, la salida de la clandestinidad del «partido» por antonomasia
sorprendió a todos e indignó a sectores franquistas aún con notables parcelas
de poder. Sábado Santo rojo fue una acuñación popular más que periodística.
Muchos habían iniciado las vacaciones de Semana Santa, el Rey estaba en
Baqueira; varios ministros, fuera de Madrid; el ministro de la Presidencia,
teniente general Gutiérrez Mellado, de visita oficial en Canarias, que
suspendió alegando mal tiempo; parte del Comité Central del PCE, también fuera,
y
Santiago Carrillo, en Cannes. Rodolfo Martín Villa, a la sazón ministro de la
Gobernación, recibió de Adolfo Suárez la orden de legalización inmediata y en
las prisas la envió al Registro sin firmar. Años después, el ministro del
Interior socialista, José Barrionuevo, le invitó a firmar definitivamente el
documento con la fecha atrasada
.
Todo había comenzado tres
años antes y en vida de Franco, cuando el Príncipe Juan Carlos de Borbón envió
un emisario personal a Rumanía: Nicolás Franco y Pasqual de Pobill, el sobrino
del Caudillo, gran cazador, cobrador de grandes trofeos en su aspiración a la
Presidencia de la Federación Internacional de Caza del que nadie extrañaría
fuera a Rumanía a cazar osos. Él contaría que recorriendo Afganistán en busca
de piezas trabó saludos en español e inglés con un hombre alto, anguloso y
barbudo que tras el 11-S identificó como Osama Bin Laden. Ceaucescu era
protector de Carrillo y desde Bucarest emitía diatribas en «Radio España
Independiente», «La Pirenaica», y el sátrapa, ante tan singular correo, le puso
en contacto con el indiscutido jefe del comunismo español vacacionando en el
Mar Negro. Pasqual de Pobill indagó a Carrillo sobre sus intenciones respecto a
la Monarquía. Carrillo se mantuvo esquivo; Juan Carlos era para el PCE «el
breve» y desconocían los planes de ruta del futuro Rey. Ya en el trono, envió a
París a su amigo Manuel de Prado y Colón de Carvajal, con los mismos resultados
nebulosos. Muerto Franco, el PCE abrió sede en la madrileña calle de Peligros,
objeto de todas las bromas, bajo la tapadera de «CEISA» (sociedad de
investigaciones sociales), con la policía mirando hacia otra parte. En febrero
de 1976, Carrillo cruzó la frontera con el millonario Teodulfo Lagunero y en
diciembre fue detenido en la calle con una peluca estrafalaria pasando una
noche en la Dirección General de Seguridad y una semana en Carabanchel, siendo
liberado en una especie de limbo administrativo. Se empieza tejer una
complicadísima tela en la que fue intermediario principal el abogado José Mario
Armero, presidente de «Europa Press». En su finca de Pozuelo de Alarcón se
reunieron en secreto Suárez y Carrillo entre las cuatro de la tarde y la
medianoche en una tenida de humo, cigarrillos negros y ceniceros. Coches y
escoltas emboscados en los jardines y sin servicio. Suárez pidió a Armero que
asistiera a la conversación como testigo y anfitrión del encuentro entre quien
fuera gobernador civil y secretario general del Movimiento y la bestia negra
del franquismo, a quien se responsabilizaba de las sacas de presos a
Paracuellos. El Rey conocía y autorizaba estos movimientos y Suárez apostaba
más que Carrillo: el Rey, las primeras elecciones democráticas, la Constitución
en ciernes, la inquina del franquismo sociológico y el golpe militar cuatro
años después. Para Carrillo todo eran ganancias y aceptó las exigencias: la
Institución monárquica, la bandera, control y moderación de su militancia,
ausencia de España el día de la legalización y un comunicado que no fuera
laudatorio para Suárez. Lagunero se lo llevó a Cannes y rió al leer la
solicitada reacción de Carrillo en la que no daba precisamente las gracias.
Aquellos comunistas cumplieron como tras la matanza de Atocha y Carrillo, ya en
España, presentó su Comité Central entre banderas de la hoz y el martillo y la
nacional, ordenando que en todo acto estuviera la rojigualda. Fraga tachó la legalización
de golpe de Estado y engendro, pero después presentó a Carrillo en sociedad. El
ministro de Marina, Pita da Veiga, dimitió.
El 18 de julio de 1936 comandaba el
guardacostas «Garciolo» en el que embarcó a doña Carmen Polo y su hija
llevándolas al navío alemán «Waldi» y recordaría que en aquella fecha la
marinería comunista había arrojado por la borda a la oficialidad de la flota
republicana. La Armada cerró filas y todo el almirantazgo se negó a suceder a
Pita, teniendo Suárez que recurrir al almirante retirado Pascual Perry.
Aquellos días prosperó una
generosidad y sentido común hoy ignorados y hasta despreciados por
ultraizquierdistas de salón. Se hizo política de verdad. El PSOE estaba
dispuesto a una primeras elecciones sin comunistas, aunque temían se
presentaran con una marca blanca y a Suárez le interesaba un PCE que restara
votos a los socialistas. Todos, desde el Rey a Felipe, tuvieron que resistir la
presión del embajador estadounidense Wells Stabler y la Estación española de la
CIA, inquieta ante un PCE sumando al PCF y al PCI. Las elecciones evidenciaron
que el fervor anticomunista del antiguo régimen había inflado al PCE, que
obtuvo el 6,3% del voto, más el 8,3 del PSUC en Cataluña. No pasó nada. Un
«graffiti» rezaba: «Muerte al cerdo de Carrillo». Alguien escribió debajo:
«¡Cuidado Carrillo, te quieren matar el cerdo!».
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