LOS pueblos que
habitaron en la península ibérica en tiempos primitivos no conocieron
fronteras. Se desplazaron en busca de los alimentos que proporcionaba
espontáneamente la naturaleza. La caza exigía éxodos en la primavera avanzada y
en el otoño, al seguir a los herbívoros que buscaban pasto en serranías y
cordilleras durante el verano y que regresaban a los herbazales de las llanuras
del centro y del sur para aprovecharlos en el invierno. Los herbívoros, en sus
desplazamientos, y las hordas que les seguían para cazarlos, formaron vías
pecuarias, antecedente del sistema posterior de caminos, carreteras, y hasta
del trazado de las vías férreas.
Las influencias de
griegos, fenicios y cartagineses se sintieron más en las costas mediterráneas y
en las atlánticas del sur y muy poco en el centro y en el norte de la
península. Con Roma, se integraron los pueblos ibéricos en el conjunto formado
en todo el ámbito mediterráneo, en esa portentosa gran unidad que favorecieron
las facilidades del transporte en el Mare nostrum. La acción política estuvo
acompañada de la económica. Sistema monetario común, los mismos pesos y
medidas, una lengua -la latina- que acabó difundiéndose en todo el imperio, un
mismo derecho -el romano- y hasta una misma religión, después de Constantino,
fueron la causa y el resultado de la unidad conseguida en todo el ámbito de la
Romanía.
La irrupción de los
pueblos bárbaros en la parte occidental del imperio y su asentamiento no
originaron ruptura de la unidad mediterránea porque visigodos y ostrogodos
adoptaron las fórmulas romanas de comercio, de pesos y medidas, de moneda, de
lengua y de religión. Los visigodos formaron, en la península ibérica, un reino
que perduró tres siglos y que prefiguró evoluciones posteriores.
La expansión del islam
sí originó el final de la gran unidad mediterránea. Ya no se volvió a ver
papiro en occidente, ni otros bienes de procedencia oriental y hasta faltó oro
para acuñar las monedas que habrían de facilitar los intercambios.
Las expediciones
musulmanas allende los Pirineos parecen indicar que se hubiera querido, en el
siglo VIII, completar la expansión en la Europa romanizada con avances tanto
desde el este como desde la península ibérica, mediante una tenaza que, de
cerrarse, hubiera restablecido el viejo imperio bajo el signo de Mahoma. Esta
posibilidad no tuvo efecto. Los musulmanes acabaron replegándose a las tierras
que les eran más afines por su clima, por lo que, en la Península ibérica, no
llegaron a ocupar nunca el litoral cantábrico, y hasta se replegaron del valle
del Duero, frío, húmedo y neblinoso en distintas épocas del año. Ese desinterés
favoreció el desarrollo y expansión de núcleos de resistencia que se
organizaron para extenderse hacia el sur, desde las montañas de Asturias y
desde la cordillera pirenaica. En el largo proceso de expansión hacia el sur,
se formularon pronto las ideas de la «pérdida de España» y de «reconquista»,
afirmadas con frecuencia en la acción combinada de todos los cristianos contra
los musulmanes. La idea imperial de los Reyes de León muestra que existía un
pensamiento político unitario. Con el tiempo y la consolidación de las
monarquías, se dieron las condiciones para la unión de los reinos.
Por matrimonio, se
unieron las Coronas de León y de Castilla. Con Petronila de Aragón y Berenguer
IV de Barcelona se vinculó Cataluña a la corona aragonesa. A pesar de las
diferencias de lengua y tradiciones culturales y políticas, la unión originó
que se afirmara en aquellas comunidades una actitud pactista que aseguró la
perduración del destino común. Alfonso VIII, después de la derrota de Alarcos
en 1195, entró en las tierras vascas que habían estado integradas en el reino
de Asturias en el siglo IX y en el X en la Castilla condal. El señorío de
Vizcaya formaba parte de Castilla desde 1076. Cuando Alfonso VIII puso sitio a
Vitoria, pactaron libremente alaveses y guipuzcoanos su unión a Castilla. Por
ello, el país vasco de hoy compartió la historia de Castilla desde finales del
siglo XII. Era de esperar que así fuese, dada su participación en el origen del
condado castellano. Desde entonces, los vascos participaron en las empresas
castellanas de gobierno y de civilización y escribieron páginas gloriosas de la
historia de España, en la administración, en las letras, en las artes y en las
grandes empresas transoceánicas que permitieron injertar los principios de la
civilización greco-latina y cristiana en el continente americano y en islas del
Pacífico.
Con el matrimonio de
Doña Urraca y de Alfonso el Batallador, pareció que habrían de unirse las
coronas de Castilla y de Aragón. Don Claudio Sánchez-Albornoz pensaba, en 1956,
cuando publicó su libro España, un enigma histórico, que la unión de los reinos
hispánicos hubiera sido más fácil, con Doña Urraca y el Batallador, de lo que fue
después. Los reinos de Aragón y de Castilla estaban entonces, según don
Claudio, «todavía muy cerca de su matriz común», el reino visigodo. Cuatro
siglos después, con experiencias castellanas y aragonesas tan dispares, resultó
más difícil la unión, por estar ambos reinos proyectados «hacia los cuatro
puntos cardinales de la tierra y de la política europea de Occidente». La falta
de entendimiento entre Doña Urraca y el Batallador, las discordias internas y
los ataques almorávides impidieron que se hiciera esa unión. A la muerte de
Doña Urraca, el hijo que había tenido con Raimundo de Borgoña, Alfonso
Raimúndez, reinó en Castilla con el nombre de Alfonso VII. En Aragón, sucedió
al Batallador su hermano el monje Ramiro.
Alfonso VI entregó
las tierras portuguesas, como tenencia perpetua, a su hija Teresa, casada con
Enrique de Borgoña. La actitud imperial del rey leonés explica esa cesión, pues
los nuevos condes quedaban ligados a él por el vínculo vasallático que
implicaba fidelidad y obediencia. La guerra civil, en tiempos de Doña Urraca y
del Batallador, y la habilidad de Alfonso Enríquez, hijo de Enrique y de
Teresa, facilitaron que la tenencia de las tierras portuguesas culminara en la
formación de un reino independiente. La evolución de ambos pueblos, castellano
y portugués, condujo a separarlos en lo político y a unirlos en la acción
expansiva transoceánica. Cuando Felipe II heredó la corona de Portugal, era
previsible que, mantenidas independientes las instituciones de ambos reinos,
perdurase la unión entre ellos. Los reveses internos y externos en tiempos de
Felipe IV impidieron que continuara la unión.
Desde el
conocimiento del pasado, se ve clara la historia común de los pueblos de la
Península Ibérica. Las diferencias de tradiciones y costumbres que existen hoy
entre portugueses y castellanos no son mayores que las que existen entre
catalanes y andaluces, o entre gallegos y extremeños. Estas diferencias
enriquecedoras también se dan en las regiones de Italia, de Alemania, de
Francia o del Reino Unido. Las tensiones segregacionistas de hoy son sólo la
prolongación de los sentimientos nacionalistas generados en el mundo durante el
siglo XIX. La mutua comprensión y el interés recíproco harán que se superen las
diferencias, dentro de la Europa Unida, para bien de todos los españoles.
GONZALO ANES.
Director de la Real Academia de la Historia
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