Julián Marías.- ¿Cómo pudo ocurrir?*
A mediados de julio de 1936 se
desencadenó en España una guerra civil que duró hasta el 1 de abril de 1939, cuyo espíritu y consecuencias habían
de prolongarse durante muchos años
más.
El partidismo, directo o en
forma de simpatía o antipatía -el «tomar
partido» desde fuera-, ha desfigurado constantemente la realidad de la guerra y su desarrollo; últimamente se va
abriendo camino una investigación más documentada y veraz, y empiezan a
aclararse muchos cosas: nos vamos
aproximando a saber qué pasó.
Para mí persiste una interrogante que me atormentó desde el comienzo
mismo de la guerra civil, cuando empecé a
padecerla, recién cumplidos los veintidós años: ¿cómo pudo ocurrir?.
Que algo sea cierto no quiere
decir que fuese verosímil. Sabemos que esa guerra sucedió, con los rasgos que se van dibujando con suficiente
precisión; pero queda en pie el hecho
enorme de que muy pocos años antes era enteramente imprevisible, que a nadie se le hubiera pasado por la cabeza,
incluso después de proclamada la
República, que España pudiese dividirse en una guerra interior y destrozarse
implacablemente durante tres años, y adoptar ese esquema de interpretación de sí misma durante varios
decenios más. ¿Cómo fue posible?
Alguna vez he recordado que mi
primer comentario, cuando vi. que se trataba de una guerra civil y no otra cosa -golpe de Estado,
pronunciamiento, insurrección, etc.-,
fue este: ¡Señor, qué exageración!
Me parecía, y me ha parecido siempre, algo desmesurado por comparación con sus
motivos, con lo que se ventilaba, con los
beneficios que nadie podía esperar.
En otras palabras, una anormalidad social, que había de resultar una
anormalidad histórica. De ahí mi hostilidad
primaria contra la guerra, mi evidencia de que ella era el primer enemigo, mucho más que cualquiera de los beligerantes;
y entre ellos, naturalmente, me parecía más
culpable el que la había decidido y desencadenado, el que en definitiva la había querido, aunque ello no eximiese
enteramente de culpas al que la había
disimulado y provocado, al que tal vez, en el fondo, la había deseado.
Y, por supuesto, mi repulsa
iba, dentro de cada bando, a aquellas fracciones que habían contribuido más a
que se llegase a la guerra, a las que eran sus principales
promotoras, a las que la aprovecharon y mantuvieron -en la victoria o en la derrota- su continuación en una u otra
forma.
La única manera de que la
guerra civil quede absolutamente superada es que sea plenamente entendida, que se vea cómo y por qué llegó a
producirse, que se tenga clara conciencia del proceso por el cual se produjo
esa anormalidad social que desvió nuestra trayectoria histórica. Sólo así quedaría la guerra radicalmente curada, quiero decir en su raíz, y no
habría peligro de recaídas en un proceso análogo: únicamente esa claridad,
difícil de conseguir, podría convertir en vacuna para el futuro aquella atroz
dolencia que sacudió el cuerpo social de
España.
Habría que preguntarse desde
cuándo empieza a deslizarse en la mente de los españoles la idea de la radical discordia que condujo a la guerra.
Y entiendo por discordia no la
discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad de
no convivir, la consideración del «otro» como inaceptable, intolerable, insoportable.
Creo que el primer germen
surgió con el lamentable episodio de la quema
de conventos el 11 de mayo de 1931, cuando la República no había cumplido aún un mes. Turbio suceso, cuyos
orígenes nunca se han aclarado, sin duda
extremadamente minoritario y que en modo alguno reflejaba un estado de opinión; pero la reacción del Gobierno fue
absolutamente inadecuada, hecha de
inhibición, temor y respeto a lo despreciable -clave de tantas conductas
sucias en la historia-; y, por su parte, un núcleo de una muy vaga «derecha», que ya no era monárquica y todavía no era
fascista, identificó la República con ese
oscuro y equívoco suceso, y se declaró irreconciliable con ella.
Es evidente que los gobiernos republicanos -y no digamos los
partidos- cometieron muchos errores, pero
aunque la única falta del nuevo régimen hubiese sido el 11 de mayo, una porción considerable del país no lo
hubiese perdonado nunca, le habría negado
sistemáticamente el pan y la sal, sin otra esperanza que su destrucción. «Cuanto peor, mejor», fue la consigna que se acuñó
por entonces, y que valdría la pena datar
con precisión.
Del otro lado, empieza a
producirse desde muy pronto un fenómeno de «antipatía» que sustituye rápidamente a la euforia inicial de la
República; se inicia una actitud
negativa, que busca, más que reformas, el hostigamiento del «otro», arbitrariamente unificado por la enemistad.
Esta operación -primariamente mental y verbal- se hace desde dos puntos de vista
que se irán haciendo convergentes: el
clasismo y el anticlericalismo.
El Diccionario de la Lengua
Española define la voz «anticlerical»: «Contrario al clericalismo»; pero en el Suplemento a la edición de
1970 se añade una segunda acepción: «Contrario al clero».
El primer anticlericalismo puede ser muy justificado, y lo han sentido
innumerables católicos; el segundo es otra cosa, de más difícil justificación, y desempeñó un papel decisivo
en la política de la época republicana.
Grupos políticos bastante
grandes se dedican muy especialmente a
irritar á una considerable porción del país, a producirle incomodidad, a
enajenarla y excluirla lo más posible de la empresa colectiva que hubiera debido ser abarcadura y sin exclusiones.
Con todo, nada de esto era
todavía discordia. El levantamiento del 10 de agosto de 1932 contra la República fue asunto de pequeños grupos
descontentos y sin respaldo en el país;
las insurrecciones anarcosindicalistas del año siguiente también eran fenómenos minoritarios y locales. Todo ello
provocaba una repulsa más o menos
enérgica en el torso de la nación, y por eso tenía escasa gravedad.
A mi juicio, lo más
peligroso fue el ingreso sucesivo de porciones del cuerpo social en lo que se podría llamar oposición
automática. La función de la oposición ha solido entenderse en España de manera elemental y simplista;
se ha creído que consiste en oponerse a todo, automáticamente.
Como la política, cuando es razonable, tiene un amplísimo curso
central independiente de las posiciones partidistas, lo normal es que la oposición esté de acuerdo
con el gobierno, salvo matices,
en la mayor parte de los asuntos; y que el gobierno tenga en cuenta las preferencias
-y las razones- de la oposición para suavizar sus propias inclinaciones, e incluso renunciar a una fracción de
su poder.
En estas condiciones, la oposición queda restringida a ciertas
cuestiones especialmente conflictivas o a
aspectos en que caben dos cursos de acción bien diferenciados; y en esos casos, la oposición adquiere todo su valor.
Cuando, por el contrario, es constante, independiente de los méritos de su
gestión o las propuestas, cuando ya se sabe
que la otra fracción del cuerpo político va a decir desde luego «no» a todo, la oposición viene a ser maniática, apriorista
y sin significación concreta; pasa a ser mera
fricción, obstáculo y desgaste.
Esto ocurrió muy pronto en los
años de la República; y se fueron formando
grupos que ingresaban en la categoría de los
mutuamente «irreconciliables».
Se podría hacer un catálogo de
ásperas críticas de la derecha de la gestión de
los primeros gobiernos, no ya a sus frecuentes errores, sino a sus mayores aciertos, por ejemplo, en el campo
de la educación: nunca hubo un aplauso de los
partidos o los periódicos adversos.
Y por supuesto podría decirle
lo mismo de los gobiernos del segundo bienio, desde fines de 1933. Nunca se juzgaba nada por sus méritos objetivos,
sino por quién lo hacía; no se salvaba la parte de justificación -o aún de
necesidad- de medidas que podían tener inconvenientes, torpezas o
incluso una dosis de injusticia.
Se retenía sólo la parte negativa, lo que podría
tener de hiriente, de agresión o agravio, y
se incubaba en incansable hostilidad.
Las medidas de reducción del Ejército de Azaña, el retiro voluntario
de los militares que así lo solicitaran, con
conservación de sus sueldos completos, etc., todo ello podía discutirse en su
detalle, podía tener una raíz de antimilitarismo o desconfianza en el Ejército, pero tenía indudablemente justificación
económica y política; estos aspectos positivos
se pasaron por alto -tal vez la única excepción fue Ortega-; unos vieron con alegría la disminución de las
fuerzas armadas; estas -y sus simpatizantes-
miraron como un agravio lo que habían aceptado voluntariamente; la mayoría de los militares retirados fueron
enemigos irreconciliables de la República, y
cuando estalló la guerra fueron tratados no ya como adversarios ideológicos, sino como enemigos activos, y se hizo
todo lo posible por exterminarlos.
Esta medida-en realidad
excesiva e insuficiente a la vez, como la experiencia posterior
demostró- no hizo más que condensar y exacerbar un resentimiento que era frecuente entre militares, los
cuales, por razones muy complejas,
llevaban mucho tiempo de sentirse «segregados;» del conjunto de la sociedad, «oscuros» por comparación con los estratos
más aventajados y brillantes, y sobre todo con la imagen inicial al comienzo de
sus carreras o de que habían gozado
en Marruecos. Este resentimiento, unido al de muchos intelectuales -a ambos
extremos del espectro político- fue un elemento capital en la génesis de la actitud que desembocó en la guerra civil.
Nada de esto
hubiese sido suficiente para romper la concordia si hubiese existido
en España entusiasmo, conciencia de una empresa activa, capaz de arrastrar como un viento a todos los españoles y
unirlos a pesar de sus diferencias
y rencillas. La falta de entusiasmo es el clima en que brota la desintegración; por eso, los que la desean y buscan cultivan
el «desencanto», la «desilusión»,
la «decepción», el «desaliento» y esperan sus frutos, agrios primeros, amargos
después. ¿No estamos asistiendo al mismo intento, contra toda razón, desde 19 76? |
La humanidad tiene bastante
horror al gris; necesita algo estimulante, incitante, atractivo. La República
-sobre todo la palabra «República»- suscitó una oleada de
entusiasmo, pero los republicanos fueron incapaces de mantenerlo. Sus partidos eran excesivamente «burgueses» (en el
mal sentido de la palabra, quiero
decir prosaicos); eran también arcaicos, dependientes del siglo XIX, lastrados de viejos
tópicos: anticlericalismo, vago federalismo, afición a las sociedades
secretas, un tipo de «liberalismo» rancio, negativo y casi reducido a desconfianza del Estado, en una época en que la marea
ascendente de su culto era a un tiempo el peligro más grave y la fuerza que
había que orientar y aprovechar. Era imposible que los jóvenes se entusiasmaran
por los partidos republicanos, y el
republicanismo se encontró sin porvenir desde el primer día. Faltó una retórica
inteligente y atractiva hacia la libertad, y su puesto vacío fue ocupado por los extremismos, por la torpeza y la violencia,
donde los jóvenes creían encontrar, por lo
menos, pasión.
Ni siquiera las posiciones
toscamente «izquierdistas» o «derechistas» lograron encender el entusiasmo mientras se mantuvieron en el área de la
lucha política y dentro de los supuestos
democráticos. Los dos grandes partidos, los que de hecho llevaron las riendas del poder sucesivamente, fueron el
socialista y la CEDA. Los dos resultaron «aburridos», poco incitantes,
«administrativos»; tuvieron mayorías -relativas- mecánicas, debidas sobre todo
a la cosecha de hostilidades de signo contrario, pero sin vigor propio.
El partido socialista fue
combatido ferozmente desde dentro, con una virulencia que los que no lo vieron
no pueden imaginar, por el ala cuya expresión fue el diario Claridad. Es decir,
por un «socialismo» utópico y revolucionario, que desembocaba
directamente en el comunismo -las Juventudes Socialistas Unificadas fueron el «ensayo general con todo» de
la operación en curso-, hostil a la democracia, a los aliados «burgueses»,
fiado en la violencia, con programas
inaceptables por todos los demás y, lo que es más, irrealizables en las circunstancias
españolas.
En cuanto a las «derechas
democráticas», fueron despreciadas por las más violentas,
combativas y expeditivas, que tenían algún lirismo y capacidad de arrastre
sentimental. Estos grupos más o menos «fascistas» eran minúsculos, pero tenían
una ventaja inicial: eran juveniles, compuestos de estudiantes, familiarizados
con la literatura, la poesía, los símbolos. Inclinados -como sus enemigos más opuestos- al estilo militar y si se
prefiere, «militante»): himnos y
banderas más que ficheros y estadísticas.
En Europa, no se olvide, lo
civil ha solido ser «gris», neutro, negativo (lo que no es militar ni eclesiástico), y esto ha determinado una pérdida de
atractivo, un tremendo prosaísmo que ha sido el tono de la República francesa y
de la alemana de Weimar (Max Scheler se dio cuenta
perspicazmente de esto, y hay que poner en
la cuenta de ese gris buena parte del éxito de las camisas rojas, negras, pardas o azules). No se ha sabido casi nunca -en
España, en 1931, desde luego no se
supo- crear una imagen afirmativa y atractiva de la condición civil (y civilizada), de la libertad y la convivencia; tal vez
sólo durante el liberalismo romántico,
inspirado por una buena retórica eficaz y por la doble imagen de la bella reina regente María Cristina y la reina niña
Isabel II.
Añádanse ahora -ahora, y no
antes, porque no fueron decisivos- los problemas económicos, muy reales en el
quinquenio que duró la República. Mientras la Dictadura de Primo de Rivera (1923-29) se había beneficiado de la
prosperidad y de la bonanza económica que parecía ilimitada y segura, la
República vino a los dos años del comienzo de la depresión de 1929,
precisamente cuando sus efectos se hicieron
sentir en Europa (y provocaron una feroz crisis, que había de ser otra de las causas del triunfo de Hitler a
comienzos de 1933). Europa era bastante
pobre; España lo era resueltamente; la mayor parte de la población -campesinos, obreros, clases medias urbanas- vivía
con estrechez que los jóvenes de medio siglo después ni siquiera imaginan; la
moderadísima elevación de precios afectó a la mayoría de la población, que
carecía de holgura y de reservas; el
paro se intensificó (el paro de entonces, sin seguridad social, sin el menor ingreso,
que significaba la pobreza y aun la miseria, en ocasiones el hambre); las huelgas constantes aumentaron la crisis
económica, mermaron la ya escasa riqueza,
desalentaron la inversión, aumentaron el paro previo, desarticularon la economía;
una reforma agraria demagógica y poco inteligente agravó la situación del
campo. Los extremos del espectro político no sintieron esta crisis, más bien
la fomentaron: unos, porque el malestar fomentaba el descontento, y con
él el espíritu revolucionario, que el bienestar hubiese mitigado o desvanecido; los otros, por una profunda y egoísta insolidaridad, por una esperanza de que el malestar económico y social impidiese la consolidación de la República, fieles al lema de «cuanto peor, mejor».
él el espíritu revolucionario, que el bienestar hubiese mitigado o desvanecido; los otros, por una profunda y egoísta insolidaridad, por una esperanza de que el malestar económico y social impidiese la consolidación de la República, fieles al lema de «cuanto peor, mejor».
Se dirá que todo esto era muy
grave y hacía presagiar una descomposición del cuerpo social; pero, a pesar de su importancia, estaba todavía muy
lejos de la atroz realidad que es una
guerra civil. Se avanzó a ella por sus pasos, muy rápidos ciertamente. El primero, la politización, extendida
progresivamente a estratos sociales muy amplios, es decir, la primacía de lo
político, de manera que todos los demás aspectos quedaban oscurecidos: lo único
que importaba saber de un hombre, una
mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de «derechas» o de «izquierdas», y la reacción era
automática. La política se adelantó desde el
lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el horizonte,
eclipsó toda otra consideración. Ello produjo, en un momento de esplendor
intelectual como pocos en toda la historia española, una retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento
por vía de simplificación: la
infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótulos
o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos. Se produjo una tendencia a la
abstracción, a 1^ deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada.
En una gran porción de España
se engendra un estado de ánimo que podríamos definir como horror ante la pérdida de la imagen habitual de
España: ruptura de la unidad (que se
siente amenazada por regionalismos, nacionalismos y separatismos, sin distinción clara); pérdida de la condición de «país
católico» -aunque el catolicismo de
muchos que se horrorizaban fuese vacuo o deficiente-; perturbación violenta de los usos, incluso lingüísticos, del
entramado que hace la vida familiar,
inteligible, cómoda.
Frente a este horror, el mito
de la «revolución», la imposición del esquema «proletario-burgués», la
intranquilidad, la amenaza, el anuncio de «desahucio» inminente -si vale la expresión- de todas las formas
de vida, estilos o clases que no encajasen en el esquema convencional.
Los españoles menores de sesenta años -y
muchos mayores- deberían pasar algunas horas leyendo los periódicos de aquellos años, desde La Nación y ABC hasta
Claridad y Mundo Obrero, sin olvidar
demasiado El Debate, El Socialista, algunas revistas y, naturalmente, los periódicos de otras ciudades que no fuesen
Madrid.
Añádase a esto el mimetismo de
movimientos políticos extranjeros, la poderosa acción de los estímulos totalitarios: el comunismo de un lado,
cuyo influjo va mucho más allá del minúsculo partido que usaba ese nombre, y se
ejerce sobre todo dentro del partido socialista y de los sindicatos; el
«fascismo» del otro lado, como término
genérico, mucho más peligroso en su vertiente alemana que en la italiana (desde 1933, Mussolini irá a
remolque de Hitler, y es el año en que se
consolidan en España las tendencias que rara vez se denominarán «fascistas» por los que las defienden, pero sí
«nacionalsindicalistas», de tan clara resonancia «nacionalsocialista»).
¿No había otra cosa? Sí. Por
una parte, grupos que buscan la «originalidad» en posiciones arbitrarias y arcaicas: carlismo, anarquismo. Por otra,
los que intentan defender una «democracia» que resulta débil por varias
razones: por la figura borrosa de las llamadas «potencias democráticas»
(Francia, Inglaterra), llenas de temor
ante los Estados totalitarios, vacilantes, con poca generosidad y gallardía, oscilantes entre tendencias
extremadamente reaccionarias y la aceptación de cualquier tipo de «Frente popular»; por el triunfo en todas
ellas de un parlamentarismo excesivo, que
impide a un poder ejecutivo fuerte enfrentarse con los problemas, y las expone a la dictadura; finalmente, por la
política de concesiones que, antes y
después de la guerra civil española, las llevará a una política reactiva, sin iniciativa y que desembocó en
la segunda guerra mundial.
Yo añadiría todavía un factor
más, que me parece decisivo para explicar la ruptura de la convivencia y
finalmente la guerra civil: la pereza. Pereza, sobre todo, para pensar, para buscar soluciones inteligentes a los
problemas; para imaginar a los demás, ponerse
en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores. Más aún,
para realizar en continuidad las acciones necesarias para resolver o paliar esos problemas, para poner en marcha una
empresa atractiva, ilusionante,
incitante. Era más fácil la magia, las soluciones verbales, que dispensan de pensar y actuar. En vez de pensar,
echar por la calle de en medio. Es decir, o los cuarteles o la revolución
proletaria, todo ello según su receta. En otras palabras, las vacaciones de la
inteligencia y el esfuerzo.
No se puede entender la
situación española del cuarto decenio de este siglo si se la aísla del conjunto de la europea. En 1931, según mis
cálculos, se produce un cambio
generacional; es el momento en que «llega al Poder» la generación de 1886 (los nacidos entre 1879 y 1893), y la de
1871 (en España, la llamada del 98) pasa a
la «reserva», aunque conserve considerable influjo y prestigio. Es el punto en que se inicia en toda Europa el fenómeno de
la politización, y con él la propensión a la
violencia. No hay más que ver en una cronología detallada la serie de los sucesos en los años inmediatamente
anteriores y posteriores a 1931 para ver
cómo cambian de cariz, de fisonomía. Comienza a perderse el respeto a la vida
humana. Ese periodo generacional, que se ^extiende hasta 1946, es una de las más atroces concentraciones de violencia de
la historia, y en ese marco hay que entender la
guerra civil española.
Pero -se dirá- en otros países
no se llegó a tanto. La guerra mundial fue otra cosa, no propiamente una «discordia», una crisis eje la convivencia.
Además, muy probablemente fue «estimulada» por la guerra
civil de España, que funcionó a un tiempo
como «cebo» y «ensayo». Todo esto es cierto, pero la consecuencia que de estas consideraciones hay que extraer
es que en la guerra civil hubo un
decisivo elemento de azar; que, contra lo que se ha dicho con insistencia, no
fue necesaria, no fue inevitable. Creo, por el Contrario, que la guerra civil hubiera podido evitarse de varias maneras, que
había más de una salida a una
situación sin duda difícil y peligrosa.
La guerra fue consecuencia de
una ingente frivolidad. Esta me parece la palabra decisiva. Los políticos españoles, apenas sin excepción, la
mayor parte de las figuras representativas de
la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban «intelectuales» (y desde luego de los periodistas), la
mayoría de los económicamente poderosos
(banqueros, empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos, se dedicaron & jugar con las
materias más graves, sin el menor sentido de
responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u
omitían. La lectura de los periódicos, de algunas revistas «teóricas», reducidas a mera política, de las
sesiones de las Cortes, de pastorales y proclamas de huelga, escalofría por su
falta de sentido de la realidad, por su incapacidad de tener en cuenta a los demás, ni siquiera como
enemigos reales, no como etiquetas
abstractas o mascarones de proa.
Y todo esto ocurría en un
momento de increíble esplendor intelectual, en el cual se habían dado cita en España unas cuantas de las cabezas más
claras, perspicaces y responsables de toda
nuestra historia. Lo cual hace más grave el hecho escandaloso de que no fueran escuchadas, de que fueran deliberadas,
cínicamente desatendidas por los que
tenían dotes intelectuales, y por tanto deberes en ese capítulo.
Los años de la República
estuvieron dominados por la falta de imaginación, la incapacidad de prever, de anticipar las
consecuencias, de proyectar un poco lejos. No se
llegó a aceptar las reglas de la democracia, se declaró una vez y otra -por la derecha y por la izquierda- que sólo se
aceptaban sus resultados si eran favorables;
unos y otros estuvieron dispuestos a enmendar por la fuerza la decisión de las urnas, sin darse cuenta de que eso
destruía toda posibilidad política normal y anulaba la gran virtud de la
democracia: la de rectificarse a sí misma. El 10 de agosto de 1932 fue el primer síntoma de esa Actitud, que tuvo
su correlato en los levantamientos
anarquistas del año siguiente; pero la irresponsabilidad máxima fue la
insurrección del partido socialista en octubre de 1934, aprovechada por los
catalanistas, que llevó a la destrucción de una democracia eficaz y del concepto mismo de autonomía regional. Se
negó entonces la validez del sufragio, la
Constitución y el Estatuto de Cataluña -parte de la estructura jurídica de la República española-, todo en una pieza.
La democracia quedó herida de muerte. Los gobiernos de esta segunda etapa,
lejos de tratar de enmendar lo que les parecía
peligroso para la nación o para la religión en la legislatura del bienio anterior -como habían dicho en su propaganda-,
prefirieron dedicarse a restablecer
egoístamente pequeñas ventajas económicas para sus clientelas, con asombrosa insolidaridad y miopía, que llevaron a la
disolución de Cortes, las elecciones de
febrero de 1936, el triunfo en ellas del Frente Popular y, poco después, la
guerra civil.
Pero, ¿puede decirse que estos
políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil Creo que no, que casi nadie español la quiso.
Entonces, ¿cómo fue posible? Lo grave es
que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil. Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos, b)
Identificar al «otro» con el mal. c) No
tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz, d) Eliminarlo, quitarlo de en
medio (políticamente, físicamente si era
necesario).
Se dirá que esto es una
locura. Efectivamente, lo era (y no faltaron los que se dieron cuenta entonces, y a pesar de mi mucha
juventud, puedo contarme en su número). La locura
puede tener causas orgánicas, puede ser efecto de una lesión; o bien psíquicas; pero también puede tener un
origen biográfico, sin anormalidad fisiológica ni psíquica. Si trasladamos
esto a la vida colectiva, encontramos la posibilidad de la locura colectiva o
social, de la locura histórica. (El irán, en el momento en que escribo, es un
estupendo ejemplo de ello, y no es el único). Sin recurrir a esta idea, ¿puede entenderse el triunfo del
nacionalsocialismo en Alemania, los doce
años de historia que van de 1933 a 1945? La Revolución rusa fue otra cosa: locura lúcida de una exigua minoría,
operando in anima vili sobre un inmenso cuerpo social de «almas muertas»,
inertes.
Conviene recordar que la
situación española en el primer tercio del siglo había sido de promesa
constante, en gran parte realizada. Desde el desastre del 98, la sociedad española había despegado económicamente
(con la ayuda de la neutralidad durante la primera guerra mundial), y su
pobreza se había mitigado; las Universidades habían mejorado más de lo que se
hubiera podido esperar, y todo el
sistema de la instrucción experimentó un avance extraordinario con la República. Desde el punto de vista de la
cultura superior-filosofía, literatura, arte, investigación-, se había entrado
en un siglo de oro. Las esperanzas de un joven
de mi generación eran ilimitadas, y la República, entendida positivamente, fue el símbolo de la apertura, de la
dilatación de la vida, del ejercicio de la libertad. La España estudiada e interpretada por Unamuno,
Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Asín Palacios, Ortega y los historiadores y
filólogos más jóvenes; imaginada y recreada literariamente por Azorín, Baroja,
Valle-Inclán, los Machado, Miró, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna,
Salinas, Guillen y los poetas «del 27»; pintada por Regoyos, Zuloaga, Solana,
Palencia; la que tenía, un poco lejos, a
Picasso y a otros cuantos; la que había empezado a investigar-en escasa medida, pero tan bien como cualquiera- con Cajal,
Cabrémr Palacios, Catalán; la que había
creado, por primera vez desde hacía tres siglos, una filosofía original y un comienzo de escuela sin adanismo
-Ortega, Morente, Zubiri,, Gaos-, esa
España, en tantos sentidos incomparable con todas las anteriores desde mediados del siglo XVII, desde Quevedo y Calderón, fue la que de repente fue negada a medías por fracciones que ni
siquiera poseían ni retenían la mitad de lo que pretendían
defender. De esa España nos despojaron a los
españoles -y a nuestros hijos no nacidos- los que quisieron la guerra (o no les importó dejarla llegar), los que fueron
internamente beligerantes en 1936.
Falta todavía examinar una cuestión delicada: cómo
se llegó a imponer a una gran parte de la
sociedad española lo que inicialmente no creía ni pensaba ni quería,
cómo se disminuyeron sus defensas, para llevarla adonde no quería ir. He insistido en el carácter no ya minoritario
sino exiguo de los grupos que habían
de resultar representativos y decisivos durante la guerra civil. Conviene tener
presente que los comunistas sólo consiguieron un diputado en las Cortes de 1931, otro en las de 1933, dieciséis (con los
votos republicanos y socialistas) en
las de 1936. En cuanto a los falangistas, nunca pudieron elegir un solo diputado, ya que José Antonio Primo de Rivera fue
elegido en 1931 como candidato de
una coalición de derechas, dos años antes de la fundación de Falange Española.
Lo cual no impidió que el Partido Comunista fuese el principal rector de la
política en la zona «republicana» y que Falange fíjese el «partido único» en la «nacional» y en los decenios que siguieron a
su victoria.
El proceso que se
lleva a cabo entre los años 31 yi36 (y-, si se quiere mayor precisión, de 1934 a 1936) consiste en la escisión
del cuerpo social mediante una tracción
continuada, ejercida desde sus dos extremos. Ese torso de la sociedad, que poco o nada tenía que ver con esos grupos
extremistas, en lugar de rechazar sus
pretensiones, desentenderse de ellos y dejadlos fuera del juego político
(reducirlos a lo que en inglés se llama the lunatic frínge, «el fleco demencial»), se dejó dividir, siguió, con mayor o menor
docilidad, a los dos fragmentos que
«o querían con vivir con los demás.
¿Cómo se ejerció -y
se ejerce casi siempre- esa tracción? Mediante una forma de sofisma que consiste en la reiteración de algo
que se da por supuesto. Cuando los medios de comunicación
proporcionan una interpretación de las cosas
que ni se justifica ni se discute, y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba, que, por el
contrario, se usa como base para discusiones, diferencias y hasta polémicas,
los que reciben esa interpretación se encuentran desde el primer momento
más allá de ella, envueltos en análisis, procesos
o disputas que precisamente implican su previa aceptación. Todas esas discusiones, que no se rehuyen, sino se
fomentan, tienen justamente la misión
de distraer de esa aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin crítica, por un simple mecanismo de repetición y
utilización como base de toda discusión
ulterior. Los dos elementos (repetición y utilización) son esenciales; el primero produce una especie de «anestesia» o
de efecto «hipnótico»; el segundo «pone a prueba» la tesis que interesa, de
una manera sumamente curiosa, que no
es probarla, demostrarla o justificarla, sino hacerla funcionar. Se sobrentiende que su funcionamiento es prueba de su
verdad. Si con esta idea como guía se
hiciese un examen atento de lo que se dijo en España durante los dos años anteriores a la guerra civil por parte de
los que habían de ser sus inspiradores
y conductores, me atrevo a asegurar que se aclararía una enorme porción de
aquel complicado proceso histórico. (Y si con el mismo método se echase una ojeada a la situación actual, probablemente se
obtendría claridad suficiente para
evitar en el futuro .diversos males cuya amenaza es demasiado evidente).
La única defensa de la sociedad
ante ese tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio de la lógica escolástica: negó suppositum,
niego el supuesto. Si se entra en la
discusión, dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por válido sin examen, se está perdido. Es muy
difícil que el hombre o la mujer de escasos
hábitos intelectuales, acostumbrados a la recepción de ideas más que a su elaboración y formulación, se den cuenta de que
están siendo objeto de esa manipulación;
sobre todo cuando el «supuesto» que se desliza es negativo, es decir, consiste
en una omisión. (Si se quiere un ejemplo notorio y reciente, recuérdese la eliminación o escamoteo de la palabra
«nación» en el anteproyecto de Constitución
española que se hizo público a comienzos de enero de 1978; remito a mis artículos de ese mismo mes, recogidos en España
en nuestras manos.)
De ahí la necesidad de un
pensamiento alerta, capaz de descubrir las manipulaciones, los sofismas, especialmente los que no consisten en un
raciocinio falaz, sino en viciar todo
raciocinio de antemano. Esta es la función política que puede esperarse de los intelectuales; es decir, que
sean intelectuales y no políticos, que se ajusten a los deberes de su gremio y
adviertan al país cuándo no se hace. ¿Faltó esto
en los años que precedieron a la guerra civil? ¿No era una época en que los intelectuales gozaban de gran
prestigio, ni había entre ellos unos cuantos eminentes y de absoluta probidad intelectual? Ciertamente los
había; pero encontraron demasiadas dificultades, se les opuso una espesa
cortina de resistencia o difamación, funcionó
el partidismo para oírlos «como quien oye llover, llegó un momento en que una parte demasiado grande del pueblo
español decidió no escuchar, con lo cual entró en
el sonambulismo y marchó, indefenso o
fanatizado, a su perdición. Tengo la sospecha -la tuve desde entonces-de que
los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto. ¿Demasiado pronto -se dirá-, con todo lo que
resistieron? Sí, porque siempre es demasiado pronto para ceder y abandonar el
campo a los que no tienen razón.
He intentado hacer comprensible
cómo se pudo llegar a la guerra civil, cómo se fue simplificando la realidad española, reduciéndola a
esquemas, polarizándolos, convirtiéndolos en
algo abstracto, algo que se puede odiar sin que la humanidad concreta se interponga y mitigue el odio; cómo se manipuló
hábilmente al pueblo español desde dos extremos
profesionalizados, con ayuda de la torpeza y falta de estilo de las soluciones
más civilizadas y razonables, que fueron perdiendo atractivo y eficacia. Larga
serie de errores, el último de los cuales fue... la guerra.
La verdad es que nadie contaba
con ella. Los que la promovieron más directamente creían que se iba a reducir a un golpe de Estado, a una
operación militar sencillísima, estimulada y apoyada por un núcleo
político que serviría de puente entre el
ejército victorioso y el país. Los que llevaban muchos meses de provocación y hostigamiento, los que habían
incitado a los militares y a los partidos de derechas a sublevarse, tenían la
esperanza de que ello fuese la gran ocasión esperada para acabar con la
«democracia formal», los escrúpulos jurídicos, la «república burguesa», y lanzarse a la deseada revolución social (lo
malo es que dentro de ese propósito
latían dos distintas, que habían de desgarrarse mutuamente poco después).
Todos sabemos que las cosas no
sucedieron así. La sublevación fracasó; el intento de sublevarla, también. La prolongación de los dos fracasos,
sin rectificación ni arrepentimiento, fue
la guerra civil.
Si se la mira desde este punto
de vista, creo que se puede comprender mejor su desarrollo. Lo primero que hay
que decir-porque es lo más grave, lo diferencial de esta guerra- es que en ella lo de menos fue la guerra. Las
víctimas de ella fueron secundariamente las
bajas militares; lo decisivo fueron los bombardeos y, sobre todo, los asesinatos (con o sin ficción de ejecución legal).
Es decir, la lucha fue, más que contra la
«zona» enemiga, contra los enemigos de la propia «zona»; y no contra los que
ejercían actos de hostilidad, agresión o espionaje, sino contra los que se consideraban «desafectos» a una ortodoxia
política definida arbitraria y
estrechamente; y esta condición era previa a toda conducta concreta, inherente
a la persona e irremediable. Las personas pertenecientes a ciertas categorías-filiaciones políticas o incluso
profesiones- no tenían escape; estaban perdidas,
hicieran lo que hicieran; su única salvación era la huida o el ocultamiento.
En la zona que se llamó
«nacional» y fue llamada por sus enemigos «facciosa», todo el que no se sumó
al «movimiento» fue {perseguido, normalmente (y desde luego en el caso de los
militares) por rebelión. Esta persecución se extendía a todos los afiliados a partidos del Frente Popular, pero no
estaban seguros los radicales, ni los
pertenecientes a la CEDA, ni los maestros, ni, por supuesto, los masones. En la zona «republicana» («roja» para
los enemigos), solamente los partidos del Frente Popular eran
aceptados (los republicanos, meramente tolerados);
todos los demás, aunque fuesen republicanos históricos, eran perseguidos; los falangistas, sin la menor esperanza
de salvación; los sacerdotes, religiosos,
monjas, etc., si no se escondían a tiempo eran exterminados. En ambas zonas,
todos los que no eran incondicionales eran sospechosos.
Las «depuraciones» dejaron sin puestos de trabajo a
millares de personas a las que se
consideraba «desafectas», aunque no hubiesen cometido ningún acto delictivo ni
hostil; y la depuración hacía ingresar inmediatamente en la categoría de los sospechosos, sometidos a vejaciones y
peligros. La condición de militar
retirado en una zona, de dirigente sindical en la otra, significaba el encarcelamiento
y, con bastante probabilidad, la muerte. Por supuesto, en la zona republicana, con la excepción del País Vasco, todo
culto religioso fue prohibido, y los
incendios de iglesias y conventos fueron frecuentísimos, en muchos casos realizados
sistemáticamente. En toda España se constituyeron tribunales («de guerra» o «populares») sin la menor garantía
jurídica y de particular ferocidad; estaban
compuestos, en un caso, por representantes de todos los partidos del Frente Popular y de las organizaciones sindicales;
en el otro, por militares y representantes políticos. Esto sin contar
con las abundantísimas «checas» o sus equivalentes,
absolutamente irresponsables, y con las «sacas» de las prisiones, con pretextos de traslados que solían ser al otro
mundo.
No me interesa recordar el
aspecto más horrible y siniestro de la guerra sino para recordar que fue un universal terrorismo, ejercido no sólo contra
los enemigos, sino contra los que se podían considerar neutrales o incluso
partidarios no fanáticos o incondicionales, dentro de la propia
zona, lo cual significó un chantaje
generalizado, que excluía toda crítica y todo matiz de posible disidencia. Así se llegó a la aceptación de todo
(incluida la infamia), con tal de que fuese «de un lado».
La consecuencia inevitable fue el envilecimiento.
Nadie quería quedarse corto, ser menos que
los demás en la adulación de los que mandaban o la execración de los
adversarios. Esto fue un poco menos compacto en la zona republicana, por su falta de disciplina y coherencia,
que dejó un estrecho margen de «pluralismo». Esta diferencia puede
comprobarse en la actual publicación de los
dos ABC: el republicano de Madrid y el franquista de Sevilla. La mentira, como puede verse allí mismo día por día, dominaba
en ambos campos por igual.
Esta actitud, unida a la
decisión de «pasar por todo», y en ocasiones al fanatismo -no siempre-, llevó a que la inmensa mayoría de lo que se
escribió en ambas zonas fuese literalmente vergonzoso. Es
aleccionador, pero infinitamente penoso, leer lo que escribieron muchos que
tenían pretensiones de intelectuales,
literatos, profesores, eclesiásticos, hombres de leyes. Hubo excepciones, sin duda, de decoro literario, nobleza, generosidad y
valentía; pero no pasaron de excepciones.
En algunos casos, lo lamentable fue simple debilidad y amedrentamiento, y pasada la terrible prueba no siguió
formando parte de la personalidad de sus autores; en otros significó una
corrupción profunda que llevó hasta la
denuncia, el aplauso a los crímenes propios o la calumnia.
“La hostilidad máxima se
reservaba para los que no se sentían
adscritos a ninguno de los dos beligerantes, no por indiferencia o desinterés,
sino por considerar a ambos inaceptables. El que se atrevía a resistir a la guerra
era el enemigo de todos, contra el cual todo estaba permitido. Por eso, tomar esta posición fuera de España -lo más
frecuente- significaba desusada valentía;
hacerlo dentro era pura y simplemente heroísmo, aunque fuese sin negar apoyo y
colaboración a una de las causas beligerantes; el ejemplo más eminente fue el de Julián Besteiro”.
Todo lo que he dicho hasta ahora me parece esencial
para entender cómo fue posible que se
llegara a la guerra civil. Si no se tiene en cuenta, es completamente ininteligible que un pueblo como el español,
de tan larga a ilustre historia, creador de una de las tres o cuatro
grandes culturas modernas, en un momento
de esplendor intelectual y literario, sin ningún problema objetivamente grave, no digamos insoluble, al día siguiente de
lanzarse con entusiasmo a una nueva fase de su vida, de repente se encontrara
con que no podía seguir conviviendo, se llenara de odio y se dedicase al
exterminio de sus hermanos durante tres años. Es menester recordar los pasos
por los que se llegó a una situación mental
colectiva que tenía muy poco que ver con la realidad; es decir, con la realidad
si se omite el estado mental, que naturalmente era parte de la realidad española en 1936. Quiero decir que, lejos de ser
la guerra inevitable, su origen efectivo
no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación, se entiende, el desajuste de dos interpretaciones que, por
una serie de voluntades y azares,
llegaron a excluir a las demás y oscurecer cuanto era distinto a ellas. Y esto es, literalmente, una anormalidad de la vida
colectiva, que algún día podrá diagnosticarse con precisión, cuando se vaya,
más allá de la psiquiatría, a una «bioiatría», a un conocimiento de la
patología de la vida biográfica, individual y social.
Pero la realidad total de la
guerra civil no se agota en lo que he dicho. Una vez estallada, una vez
iniciada, desde fines de julio de 1936, España estuvo en estado de guerra. Esta
expresión es particularmente reveladora: la guerra es un «estado», algo en que se está. Se vive dentro de la guerra,
en su ámbito. Las cosas se ordenan en
otra perspectiva; el tiempo cambia de ritmo, emplazamiento, significación;
pierden importancia muchas cosas, la adquieren otras; ciertas dimensiones de la vida humana, hasta entonces
olvidadas, se ponen en primer plano-por ejemplo, el valor-; se altera el
«umbral» de la inquietud, la inseguridad, el temor; surgen relaciones inesperadas,
crueles o fraternales; los individuos dan la
medida de sí mismos al estar expuestos á tensiones, tentaciones, peligros,
esfuerzos; se conocen en dimensiones antes ignoradas.
La guerra civil es -se ha
dicho mil veces- más cruel que ninguna otra, más dolorosa, porque
introduce la división y el odio entre compatriotas, amigos, hermanos. Su especial intensidad le viene de eso y
de que es más inteligible -empezando por la lengua del enemigo, pero no sólo la
lengua, sino todo el repertorio de
creencias, usos, proyectos, esperanzas-, PL no entenderse que lleva a la guerra procede de la distorsión de un
entenderse, demasiado bien, que no se da en las guerras internacionales.
“La guerra civil española
estuvo arrimada por un violento, apasionado patriotismo, en ambos, lados. He insistido con la máxima energía en los
aspectos negativos, en la infinita
torpeza, en la culpabilidad de los promotores de la guerra, en la anormalidad que la constituyó. Pero una
vez «en guerra», una vez estallada y, de momento,
inevitable, era menester en alguna medida tomar partido, preferir un
beligerante a otro, aunque los dos pareciesen torpes, violentos, injustos, condenables”, (…) como “mal menor”.
“A ambos lados, innumerables
españoles sintieron que había que combatir para salvar a España; incluso los que pensaban que en todo caso
caminaba hacia su perdición, creían que uno de los términos del dilema era
preferible, que el otro era más
destructor, o más injusto, o más irremediable o irreversible. Añádase la propaganda, la retórica bélica, el contagio
del entusiasmo positivo de los que lo sentían, el
horror hacia las maldades -demasiado ciertas- del enemigo. Al cabo de unos meses, millones de españoles estaban
enloquecidos, sin duda, pero llenos de
entusiasmo patriótico, dedicados a destruir España por amor de ella”.
(…) “La guerra suscitó la
movilización de enérgicas virtudes: la
capacidad de sacrificio, la generosidad, la hermandad, la impavidez frente al dolor o la muerte, el heroísmo”.
(…) los españoles extrajeron de su fondo último una impresionante suma de energía, resistencia y
entusiasmo.
“Los mitos se acumularon en
ambas zonas. La justicia social, la redención del proletariado, la revolución
universal, la civilización cristiana, la unidad de la patria desgarrada, el orden, la familia. Poco importa que, en
nombre de todo eso, se cometieran atroces
violaciones de lo mismo que se pretendía defender. El mito que tuvo más
aceptación y cultivo fue el de la independencia. La presencia de combatientes italianos y alemanes en la
zona «nacional», de las brigadas
internacionales y «consejeros» soviéticos en la «republicana», fueron suficientes para que se hablase en las dos de «invasión»”,
“Al cabo de algún tiempo, la
propaganda de ambas zonas hablaba como si algunos españoles, por casualidad, combatiesen en el lado de enfrente,
meros «cómplices» de los invasores extranjeros”.
Esto era, como es notorio, una
absoluta falsedad, pero servía para oscurecer el hecho cierto e incontrovertible de la manipulación de los españoles
por los gobiernos de Italia, Alemania
y la Unión Soviética, de su influencia decisiva en la génesis de la guerra y en su desarrollo.
(…) “En diversas ocasiones,
más entre los republicanos que entre sus enemigos, había habido
deseos y hasta intentos de terminarla por un convenio o arreglo, por una paz. La derrota de los italianos en Brihuega -de
la que, si no me engaño, se alegraron incluso muchos españoles de la
zona «nacional»- fue un primer momento
oportuno, pronto frustrado”.
(….) “La
toma de Teruel por los republicanos, en el
invierno 1937-38, fue quizá la oportunidad más favorable, pero los partidarios de la paz eran débiles
y fueron barridos de ambos lados.”
(…) “Del lado «republicano» -y
nunca más justificadas las comillas dubitativas-, se decidió la prolongación a
ultranza de la guerra, aunque estuviese enteramente perdida, porque ese era el interés del «proletariado universal», al
cual se podían sacrificar otras cien mil
vidas españolas. Del lado «nacional» se inventó la funesta fórmula -usada en
1945 por los vencedores de la guerra mundial- rendición sin condiciones, lo cual quería decir «victoria sin vencidos»,
sin conservarlos como sujeto del otro lado del desenlace de la guerra,
destruyendo así lo que esta pueda tener de civilizado. La
historia del mes de marzo de 1939, nunca bien
contada, de la cual soy quizá el último viviente que tenga conocimiento directo desde Madrid, es la clave de lo que la
guerra fue en última instancia. Un análisis
riguroso de lo que sucedió en ese mes, de lo que se hizo y se dijo, arrojaría
una luz inesperada sobre los aspectos más significativos de la contienda y sobre las posibilidades -destruídas- de la paz. Tal
vez algún día intente presentar mis recuerdos y mis documentos de esas pocas
semanas decisivas, que se pueden
simbolizar en el nombre admirable de Julián Besteiro.
“en Madrid, había un heroico
cansancio, después de dos años y medio
de asedio, hambre, frío, bombardeos y cañoneos diarios, condiciones de vida que tal vez ninguna ciudad haya
soportado tan estoicamente y durante tanto tiempo. Creo que se llegó a producir
una peculiar solidaridad entre los
madrileños, más allá de sus divisiones ideológicas y sociales, de la persecución que muchos habían 'padecido -ferozmente en
los primeros cuatro meses, con menos encarnizamiento después-; sólo esto
explicaría la conducta de los madrileños que
se sentían vencedores cuando la guerra terminó, tan superior por su
generosidad y tolerancia a la del ejército de ocupación que entró en Madrid, sin lucha, el 28 de marzo, y sobre todo a la
de los funcionarios políticos que tomaron posesión de la capital en los meses
siguientes.
En la zona republicana, además
de cansancio había una infinita desilusión. Se sentían burlados, engañados,
manipulados, utilizados por los más representativos de sus dirigentes. Además, desde el 5 al 28 de marzo se les
había dicho la verdad -caso único desde julio
de 1936 hasta fines de 1975-.”
“Los vencidos se sabían vencidos, y lo aceptaban en su mayoría con
entereza, dignidad y resignación; muchos
pensaban -o sentían confusamente- que habían merecido la derrota, aunque esto
no significara que los otros hubiesen merecido la victoria”.
“Los justamente vencidos; los
injustamente vencedores” “resume en seis palabras mi opinión final sobre la guerra civil” y puede resumir “el sentimiento de los
que habían sido beligerantes republicanos”.
Si se hubiera edificado la paz “paz con todos los españoles, vencedores y vencidos, distinguidos pero unidos, con papeles diferentes pero
igualmente esenciales, al cabo de poco tiempo la guerra hubiese desaparecido
tras el horizonte”, (…) “y hubiese quedado
una España entera, más allá de la discordia”.
“No fue así. En lugar de una
reconciliación -aunque la dirección de los asuntos públicos hubiera recaído de momento en manos de los vencedores-,
se inició una represión universal,
ilimitada y, lo que es más grave, por nadie resistida ni discutida”.
(…) “Un elevadísimo número de
españoles tuvieron que abandonar el país; entre ellos se encontraban no pocos de los más eminentes. Cientos de miles
pasaron por las prisiones, más o menos tiempo -el suficiente para dejarlos
heridos y, en muchas casos, llenos de perpetuo
rencor-; bastantes millares fueron ejecutados, en condiciones jurídicamente
atroces, y en muchos casos por «delitos» que, aun siendo ciertos, hacían
monstruosa la sentencia. Se estableció -y en principio para siempre- una distinción entre dos clases de españoles:
los «afectos» y los «desafectos», los
que tenían, más que derechos, privilegios, y los que carecían de ambas cosas.
Esto condujo a la perpetuación
del espíritu de guerra, decenios después de terminada. A esto ayudó sin duda la continuidad de la guerra española
con la mundial”
(…) Se produjo una «fijación» de las posturas, una especie de congelación, en virtud de la cual muchos decidieron vivir
de las rentas de la guerra. Entre los vencedores
esto podía tener un sentido literal, pero entre los vencidos se dio la misma actitud: una incapacidad de cambiar, de
enterarse de lo que pasaba, de mirar hacia adelante, de vivir el tiempo real”.
(…) “Por debajo de las apariencias, incluso de las
realidades oficiales, se ha ido produciendo una fantástica transformación de la sociedad española, tan viva, tan capaz
de superar todas las pruebas y
dificultades. Varias generaciones nuevas han aflorado en nuestro escenario histórico, han ido ocupando su
puesto, ensayando su estilo, se han ido
esforzando por realizar sus oscuros deseos, sus pretensiones a veces no bien
formuladas; lo han hecho con recursos inimaginables antes, que nunca habían poseído los que hicieron o padecieron la
guerra; han estado oyendo las viejas palabras de
unos y otros, sin acabar de entenderlas, como algo que apenas tiene que ver con la realidad, como un rumor
habitual y monótono que impide oir las voces que
habría que escuchar. Así fue creciendo la distancia entre la España real y las
dos Españas «oficiales» congeladas, petrificadas en los gestos de la
beligerancia”.
Esta es la situación actual;
desde ella hay que volver nuevamente los ojos a la guerra, para recordarla -es decir, llevarla otra vez al corazón-
como algo absolutamente pasado, como
nuestro pretérito común. No podemos olvidarla, porque eso nos expondría a repetirla. Tenemos que ponerla en su lugar,
es decir, detrás de nosotros, sin que sea un
estorbo que nos impida vivir, esa operación que se ejecuta hacia adelante.
Tenemos que eludir el último
peligro: que nos vuelvan a contar la guerra desde la otra beligerancia, desde las otras mentiras, ahora que la
mitad de ellas había perdido su eficacia y era inoperante. Entre 1936 y 1939
los españoles se dedicaron a hacer la guerra, a
intentar ganar la guerra; desde esta última fecha malversaron lo que habían
conseguido, no supieron edificar adecuadamente la paz. Esta es nuestra empresa:
darnos cuenta de que necesitamos vencer a la guerra, curarnos, sin recaída posible, de esa locura biográfica, es
decir, social, que nos acometió hace algo más
de cuarenta años, cuya amenaza ha sido tan hábilmente aprovechada para
paralizarnos, para frenar el ejercicio de nuestra libertad histórica, la plena posesión de nuestro tiempo, la busca y
aceptación de nuestro destino.1
Madrid, Semana Santa de 1980.
.M.*
Escritor y catedrático de
Filosofía. Miembro de la Real Academia Española.
1 Publicado originalmente en el volumen VI (Camino para la paz. Los historiadores y la guerra civil) de la edición ilustrada de La guerra civil
española, de Hugh Thomas (Ediciones Urbión) y, posteriormente, en Cinco años de España, editado por Espasa Calpe.
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