Si el golpe de los catalanistas ha podido ser parado, ello ha sido merced al miedo, un miedo que llegaría a extremos de cobarde pánico incontrolado en el caso del prófugo Puigdemont.
Recordemos primero lo obvio: están en la cárcel no por sus ideas, una doctrina que comparten con otros 1.850.000 ciudadanos, ninguno de los cuales ha sido procesado ni por la Audiencia Nacional ni por el Tribunal Supremo; sino por haber incurrido, y de forma tan contumaz como alevosa, en muy graves delitos tipificados de forma expresa en el Código Penal. En segundo lugar, sigamos abundando en lo obvio. Y es que, desde hace algo así como varios miles de años, ciertas leyes, las que apelan a cómo proceder ante conductas particularmente graves, incluyen prescripciones punitivas en sus múltiples enunciados; castigos cuya existencia continuada en todo tiempo y lugar debemos atribuir al rasgo también universal de su contrastado poder disuasorio. Los castigos existen porque son eficaces, no por razón alternativa alguna. Mas vayamos a lo no tan obvio, al menos para el grueso de la opinión publicada en Cataluña, si bien no sólo en Cataluña. Veamos, durante años, y con particular intensidad a lo largo del lustro previo a la consumación material del golpe de Estado diseñado por el Gobierno de la Generalitat, se nos ha venido insistiendo desde innúmeras instancias creadoras de opinión en la premisa de que molestar a los nacionalistas apelando a las leyes por ellos ignoradas equivaldría, según latiguillo célebre, a promover una "fábrica de independentistas".
Así, siempre que el poder central acometía alguna medida, por lo general tímida y tardía, para tratar de frenar los largos preparativos del golpe, una legión de almas sensibles periodísticas nos advertía de la terrible eficacia involuntaria de esa supuesta fábrica de churros separatistas. Los términos del chantaje eran, por lo demás, bien simples: no se haga jamás nada que contradiga en lo más mínimo la voluntad de los caudillos secesionistas, pues siempre será peor todo lo que no sea cruzarse de brazos ante sus múltiples labores previas. Tal fue la doctrina segregada por la opinión dominante. Pero es que una vez realizado el punch, esa prescripción canónica, la del quietísimo tancredista, no se ha alterado ni un ápice. De ahí que estas últimas horas proliferen por todas las pantallas compungidas plañideras mediáticas, todas alarmadas ante lo terrible e inadmisible de que una señora juez haya osado decidir que el Código Penal también existe para ese santo laico, Oriol Junqueras, y el resto de los conjurados de Barcelona. Y nos vuelven otra vez con el cuento, tan manido ya, de la fábrica de independentistas. Sin embargo, la realidad, siempre tan tozuda ella, se empeña en compadecerse poco con el cuento (ya sé que ahora se impone decir "relato", pero yo soy un premoderno) de las plañideras.
Porque si el golpe de los catalanistas ha podido ser parado, ello ha sido merced al miedo, un miedo que llegaría a extremos de cobarde pánico incontrolado en el caso del prófugo Puigdemont. Ese miedo tan desmedido como paralizante, el que en el último minuto se apoderó del Gobierno de la Generalitat en pleno, el mismo miedo que a estas horas comparte la trama civil, desde los temblorosos y acongojados sustitutos de los Jordis hasta la dirección de la CUP y los cabecillas no internados de la Esquerra y el PDeCAT. Pánico coral, el de los catalanistas asilvestrado ante la desconcertante novedad de descubrir que la Ley existe también para ellos. Eso y solo eso es lo que garantiza hoy nuestra libertad, la de los ciudadanos de Cataluña leales al orden constitucional español. Porque la cuestión no es que puedan ganar o no las elecciones del 21 de diciembre. La verdadera cuestión es que, en caso de que ganen, el miedo a la Ley, ahora sí, cortocicuitará cualquier tentación de seguir jugando a las revoluciones de la Señorita Pepis. Cada semana que pase Junqueras entre rejas habrá mil separatistas menos en Cataluña. Esperemos, pues, y por el bien de Cataluña y del resto de España, que sean muchos años los que permanezca entre rejas. En cuanto a las inconsolables plañideras de la tele, dejémoslas llorar. Ya se les pasará cuando firmen el siguiente contrato con otra productora no barcelonesa.
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