miércoles, 26 de marzo de 2014

Sobre Adolfo Suárez

mar 14
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Suárez y la concordia
El País | Mariano Rajoy
Son muy pocos los hombres llamados a marcar una época, y son menos aún los que han logrado dejar un legado tan vivo y una huella tan fecunda y feliz de su labor. Es el caso ejemplar de Adolfo Suárez, un hombre capaz de restaurar la grandeza a la política y hacer realidad una idea de España basada en la concordia. Por estos méritos, nuestro primer presidente democrático no sólo fue el mejor cauce para la reconciliación entre españoles, sino que también ha condensado en su trayectoria vital los mejores éxitos colectivos de la España contemporánea. Y hoy podemos hablar de él no sólo como un personaje estelar de la historia de España, sino como el protagonista de uno de los grandes episodios que, en cualquier lugar del mundo, se han escrito en el relato de la libertad.
En esta hora de profunda tristeza, al despedir a Adolfo Suárez, los españoles lloramos la desaparición de una persona de bien, de un gran español y un gran europeo, de un hombre de Estado cuya dimensión enaltece las últimas décadas de nuestra historia común, al tiempo que trasciende los límites del tiempo en que le tocó vivir. Porque su legado es mucho más que el eco de la gran obra política que es la España democrática de hoy y de mañana.
Son innumerables los logros que, en el curso de una vida entregada a su país, llegó a acumular Adolfo Suárez. Artífice de la España democrática, y forjador, en plena cooperación y sintonía con su majestad el rey don Juan Carlos, del país libre, abierto y desarrollado en el que hoy vivimos, supo ser un referente de unidad más allá de diferencias ideológicas y el mejor punto de encuentro para las aspiraciones de una sociedad plural como la española.
Si, como presidente del Gobierno, antepuso los intereses generales a los suyos propios y logró ser un verdadero gobernante para todos los españoles, su influencia determinante en la Transición y en la Constitución de 1978, así como su firmeza inquebrantable frente a los enemigos de la libertad, sirvieron para asentar con solidez las bases de la época de mayor progreso que nunca ha conocido nuestro país.
Continuador de la mejor tradición reformista española, el primer presidente de nuestra democracia fue destacado intérprete de unos años de profundos cambios en nuestra sociedad. No en vano, tuvo el enorme mérito añadido de cuajar su obra en una hora de España excepcionalmente difícil. Muchos aún la recordamos: una coyuntura política cargada de incertidumbre, y una circunstancia económica de severísima crisis. Sin embargo, Adolfo Suárez supo encontrar salidas ante lo que tantos veían como callejones sin salida. Y al optar por el “lenguaje moderado, de concordia y conciliación” de “la mayoría de los ciudadanos”, logró cerrar heridas, borrar cicatrices, restaurar nuestras libertades, devolver a España al curso de su historia y abrirle las puertas del gran proyecto de Europa.
Así consiguió que los españoles, unidos por un relato positivo de nuestra trayectoria en común, figurásemos como una historia de éxito ante nosotros mismos y ante el mundo. Y con su ejemplo político y vital, el presidente Suárez nos enseñó a todos que, incluso en los momentos más difíciles, no hay aspiración que no esté al alcance de nuestro esfuerzo solidario.
Nada de ello hubiera sido posible sin las herramientas de la gran política: su espíritu de consenso y de diálogo, su capacidad para el pacto. A Adolfo Suárez le asistieron al mismo tiempo la inteligencia política y el sentido de la historia, el amor por su país con una lúcida comprensión de su diversidad y riqueza. Junto a ello, su calidad humana y su célebre cordialidad —tan evidentes a quienes tuvimos la fortuna de tratarle— dieron atractivo a su proyecto.
Su sensibilidad se puso de manifiesto muy especialmente en su papel imprescindible a la hora de sumar voluntades de cara a la Constitución de 1978. Allí quedaron gestos de grandeza para la historia, como la complicidad cultivada por Suárez con sus adversarios políticos como Felipe González, Santiago Carrillo o con el presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas. La nueva España democrática, con vocación europea, se ofrecía como un espacio común para todos ellos: los españoles del interior, y también los que estaban y se sentían en el exterior, podían al fin compartir en paz y libertad un país donde nadie sobraba y todos cabían; un país que todos podían emplear como plataforma para escribir su futuro.
Junto con Suárez, aquella gran generación supo ver la necesidad histórica de un entendimiento fecundo y perdurable entre diferentes para satisfacción de la mayoría. Y pudieron plasmarlo en un éxito evidente a ojos de todos los españoles: el texto constitucional que nos ha hecho vivir la mayor prosperidad en nuestra historia compartida y nuestra mayor apertura a Europa. Por eso, el extraordinario fruto de aquella voluntad de entendimiento todavía nos indica el camino que estamos llamados a seguir.
Con un inmenso apoyo popular, la Constitución reflejaba y refleja una concepción de España como un país de inclusiones, donde cada uno se afirma en el reconocimiento del otro.
Esa España constitucional buscó adecuarse a la realidad del país: una trama rica de identidades que se veían nuevamente valoradas y potenciadas, liberando sus energías para el bien común, al tiempo que incrementaban sus responsabilidades con el autogobierno de los territorios. Se forjaba así una España donde las diferencias, lejos de causar incompatibilidades, pueden armonizarse para enriquecer y fortalecer nuestros propósitos compartidos. Y al volver la vista atrás, la positiva vivencia diaria con la Constitución de 1978 no viene sino a corroborar la excelencia de los planteamientos y la persistencia de los ideales que la alumbraron.
En los últimos tiempos, el cariño admirable con que la familia del presidente Suárez le ha acompañado hasta el final ha sido para todos un motivo de consuelo en el dolor. Y hoy, cuando los españoles nos despedimos de uno de sus mejores hombres, no hay homenaje más hondo que honrar con nuestros actos su memoria. Porque, como dijo el propio Adolfo Suárez, aunque él ya no esté junto a nosotros, “no podemos prescindir del esfuerzo que todos juntos hemos de hacer para construir una España de todos y para todos”. Es un mensaje que hoy pervive con plena fuerza, actualidad y validez.
Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España.

El País | Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero
Felipe González, expresidente del Gobierno español.
Adolfo Suárez ha sido el presidente de la Transición democrática de España. El paso de una dictadura a una democracia pluralista, tantas veces frustrada en nuestro país, se debe a su tarea.
Sus cualidades para el diálogo y el compromiso, desde la fortaleza de su liderazgo, han sido claves para que nuestro país haya conseguido el marco de convivencia en libertad más importante de nuestra historia.
He compartido con él muchos momentos clave de nuestra historia y una amistad que superaba las discrepancias lógicas en el pluralismo de las ideas. Tengo un recuerdo imborrable de su figura y de su tarea. Quiero manifestar a su familia mis sentimientos de pesar y respeto en estos momentos de dolor.

José Luis Rodríguez Zapatero, expresidente del Gobierno español.
Nos ha dejado Adolfo Suárez. No es difícil imaginar que nuestro país le va a despedir con un sincero, justo y unánime homenaje. Se lo merece él y se lo merece la España de la democracia. Los sentimientos de afecto hacia su figura y los elogios hacia su tarea no nos van a sonar exagerados. Ésta es una ocasión para no contener ni los unos ni los otros, para no regatear el aprecio por una trayectoria pública, política, de servicio al Estado.
Adolfo Suárez lideró el cambio de una vieja y desgarrada nación a un país democrático y reconciliado consigo mismo. No somos los españoles muy dados a reconocer momentos épicos en nuestra historia, padecemos una especie de tentación fatalista, esa querencia a pensar que nuestra historia termina mal. Hoy más que nunca debemos reconocer que la Transición fue un gran ejemplo colectivo, un gran ejemplo para el mundo, y que esa hazaña sólo se entiende a partir de la actitud de Adolfo Suárez, de su afán de concordia, de su determinación, de su valentía. Una valentía que dejó una huella imborrable en su gesto ante los golpistas del 23F.
Aquella situación representa en cierta medida también la vertiente dramática de su trayectoria política y personal. Conoció la crítica dura y la soledad, pero nada borrará de nuestra memoria su grandeza y su ejemplo. Hoy más que nunca debemos reconocer que gracias a Adolfo Suárez y a los otros padres fundadores varias generaciones de españoles hayamos vivido en libertad, en paz y en democracia. Los grandes países saben honrar a sus grandes hombres. Esa es ahora nuestra tarea, nuestro deber con el Presidente Suárez, para que su recuerdo nos reconforte y estimule.
La conversación más larga que tuve con Adolfo Suárez fue el 12 de Octubre de 2001, en el desfile de las Fuerzas Armadas. Fue un diálogo afectuoso, me dió consejos para mi papel como líder de la oposición y, bajo un paraguas que él sostenía, advertí los síntomas de su pérdida de memoria. Una pérdida de memoria que representa una gran paradoja. Adolfo Suárez perdió aquello que gracias a él ganamos todos, la memoria de la concordia, del respeto y de la dignidad como país. Con mucho respeto, con mucha gratitud, debemos decir hoy, pues, que el servicio a España de Adolfo Suárez quedará para siempre en nuestra memoria.

Alfonso Guerra, exvicepresidente del Gobierno, fue el número dos del PSOE durante la Transición.
De las sombras de un régimen oprobioso emerge una figura nueva, con el rechazo de los suyos (¡qué error, qué inmenso error!) y la desconfianza de los demócratas (él ocupará la cima ideológica del régimen). Pero… un hombre joven, atractivo, sereno, moderado, seductor va progresivamente cambiando la valoración y el escenario. Tiene una visión clara de cómo arribar al puerto deseado por la mayoría, conoce el cauce a seguir para vencer la resistencia de las estructuras que quiere desmontar, y posee el encanto necesario para atraer al proyecto a los que estaban alejados del poder.
El paso del autoritarismo a la democracia, sin hundimiento del poder, le exige valentía, prudencia y poder de convicción. La Transición es fruto de la presión desde abajo, desde la mayoría del pueblo que anhela la catarsis democrática, y de la negociación por arriba de los que lideran las fuerzas políticas, las que devienen del régimen y las que han luchado contra él. No sería justo atribuir toda la responsabilidad del cambio a los dirigentes políticos, pues la presión de la población, con huelgas, manifestaciones, declaraciones, asambleas, fue el impulso que forzaría el tránsito, pero tampoco es verosímil orillar el papel de los políticos del momento. De todos ellos Adolfo Suárez ocupa el lugar principal, y Felipe González, Santiago Carrillo, el cardenal Tarancón, Fernando Abril y con una presencia e impulso simbólico capital Juan Carlos I.
Se cruzó un puente invisible entre dictadura y democracia. No fue fácil, un camino de avances y retrocesos, con violencia para abortar el proceso, un tiempo de incertidumbres pero también un tiempo de libertad, pero sobre todo un tiempo de consenso.
Se acertó aunque todos hubieran de sacrificar algunas de sus intenciones. Ninguno podría quedar totalmente satisfecho, pero nadie quedaba fuera del juego democrático, las reglas de convivencia garantizaban a todos la libertad y el respeto a las posiciones diferentes; la cara opuesta a la dictadura que se dejaba atrás.
En gran medida se debió a la clara voluntad de un hombre de cambiar la historia, Adolfo Suárez, al que en la hora de su muerte todos reconocen su valía y merecimientos.
Tras el enorme éxito político, electoral, internacional, llegó la decepción, el abandono, la soledad, el alejamiento de la vida política. Y por fin, el mal del siglo le impidió ver cómo evolucionaba su figura en la consideración general. A la vista de los acontecimientos su talla se agigantó y pocos negaron su valentía e intuición. Ante el abandono definitivo nos queda la evocación de un hombre que a todos sorprendió, a muchos cautivó, y que a la inmensa mayoría produce hoy una serena nostalgia de un tiempo que pasó.
A su familia, nuestro pesar compartido; a nuestro amigo, descansa en paz.


Nadie consiguió tanto en tan poco tiempo
ABC | Alfonso Osorio
Conocí a Adolfo Suárez en una reunión de la primera ola de procuradores familiares. Me pareció simpático y agradable. Lo volví a encontrar en el primer Gobierno de la Monarquía. Ambos fuimos ministros por cauces distintos a los de la voluntad de Carlos Arias. Nos entendimos enseguida; teníamos la misma idea del futuro y de lo que había que hacer para llegar a él.
Durante la vida de aquel Gobierno, Adolfo Suárez tuvo dos momentos estelares: uno cuando defendió brillantemente la Ley de Asociaciones Políticas –«vamos a conseguir que en la política sea normal lo que a nivel de calle es normal»–; otro en los tristes sucesos de Vitoria al demostrar que sabía mandar y que se hacía obedecer.
Cuando el Rey designó a Adolfo Suárez presidente del Gobierno, sonaron truenos y cayeron rayos lanzados desde la clase política hasta la Prensa recién nacida. «Aislar a Suárez» era la consigna de los contrabajos del momento. Pero hubo un grupo de «penenes», «los Tácitos», que, con otros «ilustres desconocidos» decidieron apoyar al nuevo presidente. Adolfo Suárez no era un intelectual ni un gran jurista; no era un catedrático, ni un académico; era sencillamente un político nato, inteligente, intuitivo, receptivo, que sabía escuchar, audaz y prudente al mismo tiempo, paciente, con suaves pero firmes dotes de mando, simpático y conocedor de lo que se podía hacer con los medios de comunicación social.
El Rey le había encomendado que, «de la ley a la ley», cambiase el sistema político y lo convirtiera en una democracia occidental, porque quería –como su padre, Don Juan– ser Rey de todos los españoles. Pensarlo y decirlo era fácil; lo complicado era hacerlo. Y Adolfo Suárez lo hizo. Desde su primera intervención televisada, grabada en su casa, se vio que sus ideas no eran las que repetían sus opositores. Antonio Garrigues me comentó: «Esto no es lo que nos habían dicho»: «y ¿quién os lo había dicho?», le pregunté. «Eso es lo que yo quisiera saber», fue su respuesta.
Constituido el Gobierno, su primera declaración programática mereció el comentario que me hizo José María Gil-Robles, el viejo líder de la CEDA: «Eso no lo conseguirán ustedes jamás». «Jamás» es una palabra muy contundente; pero contradecirla es una gloria. O, como se dice ahora, una «pasada». Lo primero de todo fue un amplio indulto, casi una amnistía. Con él volvieron a casa, entre otros muchos, los condenados por el famoso Proceso 2001, desde Camacho hasta Sartorius. Lo segundo, entrar en contacto con todos los líderes políticos de la situación y de la oposición democrática, desde los más intransigentes, hasta los más dialogantes. A veces se hizo Adolfo Suárez acompañar por alguno de sus colaboradores; en otras ocasiones lo hizo solo –como con Felipe González–. En todas desarrolló sus especiales dotes de seducción y simpatía. Lo tercero, reunirse con todos los máximos representantes de las Fuerzas Armadas. Fernando de Santiago, el vicepresidente militar, no quería; pero se hizo y fue un éxito, otro más, de Adolfo Suárez. Lo cuarto fue la Ley para la Reforma Política. Se quería una ley breve, sintética y comprensible. Adolfo Suárez tenía sobre la mesa varios estudios y anteproyectos, entre ellos el que le entregó Torcuato Fernández-Miranda con la frase «toma esto que no tiene padre». Se basaba en un Parlamento elegido por sufragio universal y en un Senado corporativo que era quien decidía en caso de discrepancia. Adolfo Suárez eligió este anteproyecto como base de trabajo, pero en consonancia con la comisión de ministros que formó, declaró en el nuevo texto la soberanía nacional, sustituyó el Senado corporativo por otro elegido por sufragio universal y precisó que las elecciones a la primera Cámara se harían por un sistema inspirado en criterios de representación proporcional.
Lo quinto fue explicar la ley a la opinión pública y a los políticos, señalándoles que dicha ley no era definitiva, sino un medio instrumental para hacer la reforma política. Lo sexto, conseguir que las Cortes Orgánicas aprobasen el proyecto por una fortísima mayoría, con la inestimable ayuda de Torcuato Fernández-Miranda, Miguel Primo de Rivera y Fernando Suárez que pronunció un discurso inolvidable. Y que el pueblo español diese su conformidad en un referéndum contundente. «Nunca he visto a un pueblo manifestarse con tanta seriedad y sentido del deber como en esta ocasión», me comentó el nuncio, más adelante cardenal Dadaglio.
Pero volvieron a caer rayos: secuestros de Oriol y Villaescusa, vesánica matanza de Atocha. Muchas voces, incluso desde las instituciones, pidieron estado de excepción y dureza policial. Adolfo Suárez se negó, con la ley en la mano, a ningún tipo de exceso. Por aquellas fechas se suprimió el Tribunal de Orden Público y se sustituyó por la Audiencia Nacional; y no mucho más tarde se celebró en Madrid una convención eurocomunista con Santiago Carrillo a la cabeza, que ya se movía por España en libertad y sin peluca; como antes del referéndum se había reunido el congreso socialista con Willy Brandt y François Mitterrand presentes, para pedir, con éxito descriptible, la abstención en la consulta.
A partir de entonces, las disposiciones de reforma se sucedieron en cascada: legalización y refundación de los sindicatos, modificación de la legislación electoral –lástima de las listas electorales cerradas y bloqueadas contra las que nos previno el socialista francés Maurice Faure– y se legalizó el Partido Comunista. Adolfo Suárez quiso asumir personalmente esta decisión, en el luego llamado «Sábado Santo Rojo», arriesgada en la forma, que no en el fondo.
Mediada la primavera, Adolfo Suárez decidió presentarse a las elecciones. Nos pidió a los ministros del Gobierno que no concurriéramos a los comicios. Todos menos uno lo aceptamos, porque queríamos demostrar a los españoles que no nos había movido ninguna ambición torticera. Los que en julio pasado habían lanzado rayos, vinieron en tropel –«hay que arropar a Suárez»– a correr con el presidente la aventura electoral: con ellos –juntos, pero no revueltos– acudió mucha buena gente, limpia y honrada, que conformó la parte saludable de UCD. Adolfo Suárez ganó las elecciones –era lo justo– pero encajó con dolor la derrota en Madrid ante Felipe González. Entonces decidió gobernar «en centro izquierda» y políticamente nos separamos, no sin antes decirle que «nunca nadie había conseguido tanto en tan poco tiempo».
Convocó los Pactos de la Moncloa buscando el consenso entre todas las fuerzas políticas y se lanzó a intentar hacer, por primera vez en nuestra Historia, una Constitución aceptada y aceptable por y para todos. Lo consiguió –aunque se dejó bastante en el camino–. Mejor dicho, le hicieron dejarse bastante en el camino el autor del «café para todos» de las autonomías y un ingeniero agrónomo y un perito teatral, «ilustres y reputados» constitucionalistas.
El general Peñaranda, entonces en el CESID, nos ha contado en un libro reciente cuántas y cuán variadas operaciones se intentaron, por aquellos tiempos, para desestabilizar a Adolfo Suárez. No quiero referirme a ello; no estaba políticamente con él ni en su partido. Pero cuando dimitió, dando una prueba inmensa de dignidad, y cuando permaneció firme y valeroso en su escaño ante la estúpida «boutade» de Tejero, mientras sus sucesivos sucesores se sumergían en sus «piscinas» tuve de nuevo la sensación de haber hecho política junto a un gran hombre.
Creí que cuando Adolfo Suárez fue creado duque de Suárez debió retirarse de la política. Lo hizo, no mucho después, la Providencia y ahora, como dice León Felipe, «murió allá arriba (…) como un soldado del mar, con la rosa de los vientos en la mano deshojando la estrella de navegar».

Alfonso Osorio, vicepresidente del primer gobierno de Adolfo Suárez.

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