mar 14
24
Suárez y la
concordia
El País |
Mariano Rajoy
Son muy
pocos los hombres llamados a marcar una época, y son menos aún los que han
logrado dejar un legado tan vivo y una huella tan fecunda y feliz de su labor.
Es el caso ejemplar de Adolfo Suárez, un hombre capaz de restaurar la grandeza
a la política y hacer realidad una idea de España basada en la concordia. Por
estos méritos, nuestro primer presidente democrático no sólo fue el mejor cauce
para la reconciliación entre españoles, sino que también ha condensado en su
trayectoria vital los mejores éxitos colectivos de la España contemporánea. Y
hoy podemos hablar de él no sólo como un personaje estelar de la historia de
España, sino como el protagonista de uno de los grandes episodios que, en
cualquier lugar del mundo, se han escrito en el relato de la libertad.
En esta hora
de profunda tristeza, al despedir a Adolfo Suárez, los españoles lloramos la
desaparición de una persona de bien, de un gran español y un gran europeo, de
un hombre de Estado cuya dimensión enaltece las últimas décadas de nuestra historia
común, al tiempo que trasciende los límites del tiempo en que le tocó vivir.
Porque su legado es mucho más que el eco de la gran obra política que es la
España democrática de hoy y de mañana.
Son
innumerables los logros que, en el curso de una vida entregada a su país, llegó
a acumular Adolfo Suárez. Artífice de la España democrática, y forjador, en
plena cooperación y sintonía con su majestad el rey don Juan Carlos, del país
libre, abierto y desarrollado en el que hoy vivimos, supo ser un referente de
unidad más allá de diferencias ideológicas y el mejor punto de encuentro para
las aspiraciones de una sociedad plural como la española.
Si, como
presidente del Gobierno, antepuso los intereses generales a los suyos propios y
logró ser un verdadero gobernante para todos los españoles, su influencia
determinante en la Transición y en la Constitución de 1978, así como su firmeza
inquebrantable frente a los enemigos de la libertad, sirvieron para asentar con
solidez las bases de la época de mayor progreso que nunca ha conocido nuestro
país.
Continuador
de la mejor tradición reformista española, el primer presidente de nuestra
democracia fue destacado intérprete de unos años de profundos cambios en
nuestra sociedad. No en vano, tuvo el enorme mérito añadido de cuajar su obra
en una hora de España excepcionalmente difícil. Muchos aún la recordamos: una
coyuntura política cargada de incertidumbre, y una circunstancia económica de
severísima crisis. Sin embargo, Adolfo Suárez supo encontrar salidas ante lo
que tantos veían como callejones sin salida. Y al optar por el “lenguaje
moderado, de concordia y conciliación” de “la mayoría de los ciudadanos”, logró
cerrar heridas, borrar cicatrices, restaurar nuestras libertades, devolver a
España al curso de su historia y abrirle las puertas del gran proyecto de
Europa.
Así
consiguió que los españoles, unidos por un relato positivo de nuestra
trayectoria en común, figurásemos como una historia de éxito ante nosotros
mismos y ante el mundo. Y con su ejemplo político y vital, el presidente Suárez
nos enseñó a todos que, incluso en los momentos más difíciles, no hay
aspiración que no esté al alcance de nuestro esfuerzo solidario.
Nada de ello
hubiera sido posible sin las herramientas de la gran política: su espíritu de
consenso y de diálogo, su capacidad para el pacto. A Adolfo Suárez le
asistieron al mismo tiempo la inteligencia política y el sentido de la
historia, el amor por su país con una lúcida comprensión de su diversidad y
riqueza. Junto a ello, su calidad humana y su célebre cordialidad —tan
evidentes a quienes tuvimos la fortuna de tratarle— dieron atractivo a su
proyecto.
Su
sensibilidad se puso de manifiesto muy especialmente en su papel imprescindible
a la hora de sumar voluntades de cara a la Constitución de 1978. Allí quedaron
gestos de grandeza para la historia, como la complicidad cultivada por Suárez
con sus adversarios políticos como Felipe González, Santiago Carrillo o con el
presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas. La nueva España democrática,
con vocación europea, se ofrecía como un espacio común para todos ellos: los
españoles del interior, y también los que estaban y se sentían en el exterior,
podían al fin compartir en paz y libertad un país donde nadie sobraba y todos
cabían; un país que todos podían emplear como plataforma para escribir su
futuro.
Junto con
Suárez, aquella gran generación supo ver la necesidad histórica de un
entendimiento fecundo y perdurable entre diferentes para satisfacción de la
mayoría. Y pudieron plasmarlo en un éxito evidente a ojos de todos los
españoles: el texto constitucional que nos ha hecho vivir la mayor prosperidad
en nuestra historia compartida y nuestra mayor apertura a Europa. Por eso, el
extraordinario fruto de aquella voluntad de entendimiento todavía nos indica el
camino que estamos llamados a seguir.
Con un
inmenso apoyo popular, la Constitución reflejaba y refleja una concepción de
España como un país de inclusiones, donde cada uno se afirma en el
reconocimiento del otro.
Esa España
constitucional buscó adecuarse a la realidad del país: una trama rica de
identidades que se veían nuevamente valoradas y potenciadas, liberando sus
energías para el bien común, al tiempo que incrementaban sus responsabilidades
con el autogobierno de los territorios. Se forjaba así una España donde las
diferencias, lejos de causar incompatibilidades, pueden armonizarse para
enriquecer y fortalecer nuestros propósitos compartidos. Y al volver la vista
atrás, la positiva vivencia diaria con la Constitución de 1978 no viene sino a
corroborar la excelencia de los planteamientos y la persistencia de los ideales
que la alumbraron.
En los
últimos tiempos, el cariño admirable con que la familia del presidente Suárez
le ha acompañado hasta el final ha sido para todos un motivo de consuelo en el
dolor. Y hoy, cuando los españoles nos despedimos de uno de sus mejores
hombres, no hay homenaje más hondo que honrar con nuestros actos su memoria.
Porque, como dijo el propio Adolfo Suárez, aunque él ya no esté junto a
nosotros, “no podemos prescindir del esfuerzo que todos juntos hemos de hacer
para construir una España de todos y para todos”. Es un mensaje que hoy pervive
con plena fuerza, actualidad y validez.
Mariano
Rajoy, presidente del Gobierno de España.
El País |
Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero
Felipe
González, expresidente del Gobierno español.
Adolfo
Suárez ha sido el presidente de la Transición democrática de España. El paso de
una dictadura a una democracia pluralista, tantas veces frustrada en nuestro país,
se debe a su tarea.
Sus
cualidades para el diálogo y el compromiso, desde la fortaleza de su liderazgo,
han sido claves para que nuestro país haya conseguido el marco de convivencia
en libertad más importante de nuestra historia.
He
compartido con él muchos momentos clave de nuestra historia y una amistad que
superaba las discrepancias lógicas en el pluralismo de las ideas. Tengo un
recuerdo imborrable de su figura y de su tarea. Quiero manifestar a su familia
mis sentimientos de pesar y respeto en estos momentos de dolor.
José Luis
Rodríguez Zapatero, expresidente del Gobierno español.
Nos ha
dejado Adolfo Suárez. No es difícil imaginar que nuestro país le va a despedir
con un sincero, justo y unánime homenaje. Se lo merece él y se lo merece la
España de la democracia. Los sentimientos de afecto hacia su figura y los
elogios hacia su tarea no nos van a sonar exagerados. Ésta es una ocasión para
no contener ni los unos ni los otros, para no regatear el aprecio por una
trayectoria pública, política, de servicio al Estado.
Adolfo
Suárez lideró el cambio de una vieja y desgarrada nación a un país democrático
y reconciliado consigo mismo. No somos los españoles muy dados a reconocer
momentos épicos en nuestra historia, padecemos una especie de tentación fatalista,
esa querencia a pensar que nuestra historia termina mal. Hoy más que nunca
debemos reconocer que la Transición fue un gran ejemplo colectivo, un gran
ejemplo para el mundo, y que esa hazaña sólo se entiende a partir de la actitud
de Adolfo Suárez, de su afán de concordia, de su determinación, de su valentía.
Una valentía que dejó una huella imborrable en su gesto ante los golpistas del
23F.
Aquella
situación representa en cierta medida también la vertiente dramática de su
trayectoria política y personal. Conoció la crítica dura y la soledad, pero
nada borrará de nuestra memoria su grandeza y su ejemplo. Hoy más que nunca
debemos reconocer que gracias a Adolfo Suárez y a los otros padres fundadores
varias generaciones de españoles hayamos vivido en libertad, en paz y en
democracia. Los grandes países saben honrar a sus grandes hombres. Esa es ahora
nuestra tarea, nuestro deber con el Presidente Suárez, para que su recuerdo nos
reconforte y estimule.
La
conversación más larga que tuve con Adolfo Suárez fue el 12 de Octubre de 2001,
en el desfile de las Fuerzas Armadas. Fue un diálogo afectuoso, me dió consejos
para mi papel como líder de la oposición y, bajo un paraguas que él sostenía,
advertí los síntomas de su pérdida de memoria. Una pérdida de memoria que
representa una gran paradoja. Adolfo Suárez perdió aquello que gracias a él
ganamos todos, la memoria de la concordia, del respeto y de la dignidad como
país. Con mucho respeto, con mucha gratitud, debemos decir hoy, pues, que el
servicio a España de Adolfo Suárez quedará para siempre en nuestra memoria.
Alfonso
Guerra, exvicepresidente del Gobierno, fue el número dos del PSOE durante la
Transición.
De las
sombras de un régimen oprobioso emerge una figura nueva, con el rechazo de los
suyos (¡qué error, qué inmenso error!) y la desconfianza de los demócratas (él
ocupará la cima ideológica del régimen). Pero… un hombre joven, atractivo,
sereno, moderado, seductor va progresivamente cambiando la valoración y el
escenario. Tiene una visión clara de cómo arribar al puerto deseado por la
mayoría, conoce el cauce a seguir para vencer la resistencia de las estructuras
que quiere desmontar, y posee el encanto necesario para atraer al proyecto a
los que estaban alejados del poder.
El paso del
autoritarismo a la democracia, sin hundimiento del poder, le exige valentía,
prudencia y poder de convicción. La Transición es fruto de la presión desde
abajo, desde la mayoría del pueblo que anhela la catarsis democrática, y de la
negociación por arriba de los que lideran las fuerzas políticas, las que
devienen del régimen y las que han luchado contra él. No sería justo atribuir
toda la responsabilidad del cambio a los dirigentes políticos, pues la presión
de la población, con huelgas, manifestaciones, declaraciones, asambleas, fue el
impulso que forzaría el tránsito, pero tampoco es verosímil orillar el papel de
los políticos del momento. De todos ellos Adolfo Suárez ocupa el lugar
principal, y Felipe González, Santiago Carrillo, el cardenal Tarancón, Fernando
Abril y con una presencia e impulso simbólico capital Juan Carlos I.
Se cruzó un
puente invisible entre dictadura y democracia. No fue fácil, un camino de
avances y retrocesos, con violencia para abortar el proceso, un tiempo de
incertidumbres pero también un tiempo de libertad, pero sobre todo un tiempo de
consenso.
Se acertó
aunque todos hubieran de sacrificar algunas de sus intenciones. Ninguno podría
quedar totalmente satisfecho, pero nadie quedaba fuera del juego democrático,
las reglas de convivencia garantizaban a todos la libertad y el respeto a las
posiciones diferentes; la cara opuesta a la dictadura que se dejaba atrás.
En gran
medida se debió a la clara voluntad de un hombre de cambiar la historia, Adolfo
Suárez, al que en la hora de su muerte todos reconocen su valía y
merecimientos.
Tras el
enorme éxito político, electoral, internacional, llegó la decepción, el
abandono, la soledad, el alejamiento de la vida política. Y por fin, el mal del
siglo le impidió ver cómo evolucionaba su figura en la consideración general. A
la vista de los acontecimientos su talla se agigantó y pocos negaron su
valentía e intuición. Ante el abandono definitivo nos queda la evocación de un
hombre que a todos sorprendió, a muchos cautivó, y que a la inmensa mayoría
produce hoy una serena nostalgia de un tiempo que pasó.
A su
familia, nuestro pesar compartido; a nuestro amigo, descansa en paz.
Nadie
consiguió tanto en tan poco tiempo
ABC |
Alfonso Osorio
Conocí a
Adolfo Suárez en una reunión de la primera ola de procuradores familiares. Me
pareció simpático y agradable. Lo volví a encontrar en el primer Gobierno de la
Monarquía. Ambos fuimos ministros por cauces distintos a los de la voluntad de
Carlos Arias. Nos entendimos enseguida; teníamos la misma idea del futuro y de
lo que había que hacer para llegar a él.
Durante la
vida de aquel Gobierno, Adolfo Suárez tuvo dos momentos estelares: uno cuando
defendió brillantemente la Ley de Asociaciones Políticas –«vamos a conseguir
que en la política sea normal lo que a nivel de calle es normal»–; otro en los
tristes sucesos de Vitoria al demostrar que sabía mandar y que se hacía
obedecer.
Cuando el
Rey designó a Adolfo Suárez presidente del Gobierno, sonaron truenos y cayeron
rayos lanzados desde la clase política hasta la Prensa recién nacida. «Aislar a
Suárez» era la consigna de los contrabajos del momento. Pero hubo un grupo de
«penenes», «los Tácitos», que, con otros «ilustres desconocidos» decidieron
apoyar al nuevo presidente. Adolfo Suárez no era un intelectual ni un gran
jurista; no era un catedrático, ni un académico; era sencillamente un político
nato, inteligente, intuitivo, receptivo, que sabía escuchar, audaz y prudente
al mismo tiempo, paciente, con suaves pero firmes dotes de mando, simpático y
conocedor de lo que se podía hacer con los medios de comunicación social.
El Rey le
había encomendado que, «de la ley a la ley», cambiase el sistema político y lo
convirtiera en una democracia occidental, porque quería –como su padre, Don
Juan– ser Rey de todos los españoles. Pensarlo y decirlo era fácil; lo
complicado era hacerlo. Y Adolfo Suárez lo hizo. Desde su primera intervención
televisada, grabada en su casa, se vio que sus ideas no eran las que repetían
sus opositores. Antonio Garrigues me comentó: «Esto no es lo que nos habían dicho»:
«y ¿quién os lo había dicho?», le pregunté. «Eso es lo que yo quisiera saber»,
fue su respuesta.
Constituido
el Gobierno, su primera declaración programática mereció el comentario que me
hizo José María Gil-Robles, el viejo líder de la CEDA: «Eso no lo conseguirán
ustedes jamás». «Jamás» es una palabra muy contundente; pero contradecirla es
una gloria. O, como se dice ahora, una «pasada». Lo primero de todo fue un
amplio indulto, casi una amnistía. Con él volvieron a casa, entre otros muchos,
los condenados por el famoso Proceso 2001, desde Camacho hasta Sartorius. Lo
segundo, entrar en contacto con todos los líderes políticos de la situación y
de la oposición democrática, desde los más intransigentes, hasta los más
dialogantes. A veces se hizo Adolfo Suárez acompañar por alguno de sus
colaboradores; en otras ocasiones lo hizo solo –como con Felipe González–. En
todas desarrolló sus especiales dotes de seducción y simpatía. Lo tercero,
reunirse con todos los máximos representantes de las Fuerzas Armadas. Fernando
de Santiago, el vicepresidente militar, no quería; pero se hizo y fue un éxito,
otro más, de Adolfo Suárez. Lo cuarto fue la Ley para la Reforma Política. Se
quería una ley breve, sintética y comprensible. Adolfo Suárez tenía sobre la
mesa varios estudios y anteproyectos, entre ellos el que le entregó Torcuato
Fernández-Miranda con la frase «toma esto que no tiene padre». Se basaba en un
Parlamento elegido por sufragio universal y en un Senado corporativo que era
quien decidía en caso de discrepancia. Adolfo Suárez eligió este anteproyecto
como base de trabajo, pero en consonancia con la comisión de ministros que
formó, declaró en el nuevo texto la soberanía nacional, sustituyó el Senado
corporativo por otro elegido por sufragio universal y precisó que las
elecciones a la primera Cámara se harían por un sistema inspirado en criterios
de representación proporcional.
Lo quinto
fue explicar la ley a la opinión pública y a los políticos, señalándoles que
dicha ley no era definitiva, sino un medio instrumental para hacer la reforma
política. Lo sexto, conseguir que las Cortes Orgánicas aprobasen el proyecto
por una fortísima mayoría, con la inestimable ayuda de Torcuato
Fernández-Miranda, Miguel Primo de Rivera y Fernando Suárez que pronunció un
discurso inolvidable. Y que el pueblo español diese su conformidad en un
referéndum contundente. «Nunca he visto a un pueblo manifestarse con tanta
seriedad y sentido del deber como en esta ocasión», me comentó el nuncio, más
adelante cardenal Dadaglio.
Pero volvieron
a caer rayos: secuestros de Oriol y Villaescusa, vesánica matanza de Atocha.
Muchas voces, incluso desde las instituciones, pidieron estado de excepción y
dureza policial. Adolfo Suárez se negó, con la ley en la mano, a ningún tipo de
exceso. Por aquellas fechas se suprimió el Tribunal de Orden Público y se
sustituyó por la Audiencia Nacional; y no mucho más tarde se celebró en Madrid
una convención eurocomunista con Santiago Carrillo a la cabeza, que ya se movía
por España en libertad y sin peluca; como antes del referéndum se había reunido
el congreso socialista con Willy Brandt y François Mitterrand presentes, para
pedir, con éxito descriptible, la abstención en la consulta.
A partir de
entonces, las disposiciones de reforma se sucedieron en cascada: legalización y
refundación de los sindicatos, modificación de la legislación electoral
–lástima de las listas electorales cerradas y bloqueadas contra las que nos
previno el socialista francés Maurice Faure– y se legalizó el Partido
Comunista. Adolfo Suárez quiso asumir personalmente esta decisión, en el luego
llamado «Sábado Santo Rojo», arriesgada en la forma, que no en el fondo.
Mediada la
primavera, Adolfo Suárez decidió presentarse a las elecciones. Nos pidió a los
ministros del Gobierno que no concurriéramos a los comicios. Todos menos uno lo
aceptamos, porque queríamos demostrar a los españoles que no nos había movido
ninguna ambición torticera. Los que en julio pasado habían lanzado rayos,
vinieron en tropel –«hay que arropar a Suárez»– a correr con el presidente la
aventura electoral: con ellos –juntos, pero no revueltos– acudió mucha buena
gente, limpia y honrada, que conformó la parte saludable de UCD. Adolfo Suárez
ganó las elecciones –era lo justo– pero encajó con dolor la derrota en Madrid
ante Felipe González. Entonces decidió gobernar «en centro izquierda» y
políticamente nos separamos, no sin antes decirle que «nunca nadie había
conseguido tanto en tan poco tiempo».
Convocó los
Pactos de la Moncloa buscando el consenso entre todas las fuerzas políticas y
se lanzó a intentar hacer, por primera vez en nuestra Historia, una
Constitución aceptada y aceptable por y para todos. Lo consiguió –aunque se
dejó bastante en el camino–. Mejor dicho, le hicieron dejarse bastante en el
camino el autor del «café para todos» de las autonomías y un ingeniero agrónomo
y un perito teatral, «ilustres y reputados» constitucionalistas.
El general
Peñaranda, entonces en el CESID, nos ha contado en un libro reciente cuántas y
cuán variadas operaciones se intentaron, por aquellos tiempos, para
desestabilizar a Adolfo Suárez. No quiero referirme a ello; no estaba
políticamente con él ni en su partido. Pero cuando dimitió, dando una prueba
inmensa de dignidad, y cuando permaneció firme y valeroso en su escaño ante la
estúpida «boutade» de Tejero, mientras sus sucesivos sucesores se sumergían en
sus «piscinas» tuve de nuevo la sensación de haber hecho política junto a un
gran hombre.
Creí que
cuando Adolfo Suárez fue creado duque de Suárez debió retirarse de la política.
Lo hizo, no mucho después, la Providencia y ahora, como dice León Felipe,
«murió allá arriba (…) como un soldado del mar, con la rosa de los vientos en
la mano deshojando la estrella de navegar».
Alfonso
Osorio, vicepresidente del primer gobierno de Adolfo Suárez.
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