El Mundo | Juan Francisco Fuentes
“A veces, al rey hay que defenderle de sí
mismo”. Esta frase, o una muy parecida, se la oyeron a Adolfo Suárez amigos
suyos en distintos momentos de su vida. Al margen de otras importantes
connotaciones, las palabras del ex presidente del gobierno revelan un afán
protector que el interesado nunca aceptó de buen grado.Cinco años y pico de
diferencia no parecían suficientes para que Adolfo le tratara con un
paternalismo que el rey siempre detestó, aunque a cierta edad y
en determinadas ocasiones tuviera que aceptarlo en personas cargadas de poder y
de años. Lecciones, las justas, y mucho menos de alguien que era casi de su
edad.
El caso es que Adolfo Suárez y Juan Carlos de Borbón mantuvieron
durante algo más de una década una intensa relación de amistad,
a pesar de las diferencias de toda índole que existían entre ellos. Adolfo
había nacido en Cebreros (Ávila) en septiembre de 1932, era hijo de Hipólito
Suárez y Herminia González y pertenecía a una familia de la clase media
provincial, de raigambre católica y republicana casi a partes iguales. Por su
parte, el hijo de don Juan de Borbón y nieto de Alfonso XIII vio la luz en Roma
en enero de 1938 y llegó a España diez años después para continuar su educación
bajo la tutela de Franco. Pese a la disparidad de sus orígenes y trayectorias,
en su primer encuentro en Segovia, en enero de 1969, Adolfo Suárez y Juan
Carlos de Borbón congeniaron inmediatamente, hasta el punto de que un periódico local se refirió al joven gobernador civil
de la provincia como “amigo personal del Príncipe”.
Leyendas urbanas de la transición
La apreciación era más un ‘wishful thinking’
o un pronóstico -desde luego certero- que otra cosa, porque hasta entonces como
mucho habían coincidido fugazmente en alguna ocasión. Aquella visita oficial
del príncipe a Segovia fue el comienzo de una intensa amistad basada en el
mutuo afecto, en algunos rasgos comunes de su personalidad -una simpatía arrolladora y
una inteligencia más despierta que cultivada- y en un interés
compartido por el futuro de España y por el suyo propio.
En los meses siguientes continuaron viéndose con frecuencia y compartiendo
impresiones sobre la marcha de los acontecimientos. Eran
charlas informales y a menudo desenfadadas, en las que Suárez irradiaba un
optimismo contagioso, capaz de sobreponerse a los temores del príncipe, muy
influenciado por el ambiente hostil que percibía a su alrededor en amplios
sectores del régimen.
De aquellos primeros encuentros data una de
las mayores leyendas urbanas de la transición, que atribuye a Adolfo Suárez una
especie de “hoja de ruta” elaborada por él, a petición de don Juan Carlos,
sobre la forma de pasar, en un futuro no muy lejano, del franquismo a la democracia. Años
después, un informe diplomático británico recogía un eco tardío de todo aquello
en un comentario del propio Suárez sobre el famoso, y nunca visto, documento:
en el otoño de 1977, el rey le había felicitado por su perspicacia al trazar
con varios años de antelación un
plan de democratización que llegaba hasta los Pactos de la Moncloa,
recientemente firmados.
Pero no adelantemos acontecimientos. Durante una década, aquella estrecha relación resultó
mutuamente provechosa. Resuelto en julio de 1969 el enigma
sucesorio con la designación de Juan Carlos como futuro rey, el nombramiento de
Suárez como director general de TVE, apenas unos meses después, fue fruto de
una petición expresa del príncipe al almirante Carrero, indiscutible número dos
del régimen en aquel momento. No era un cargo que a él le entusiasmara, porque
en la crisis de gobierno de octubre de aquel año, provocada por el caso Matesa,
llegó a verse ministro de Información, pero finalmente tuvo que aceptar la
cruda realidad.
En un régimen tan gerontocrático como el
franquismo, su insultante juventud -acababa de cumplir treinta y siete años- le
obligaba a ser paciente y a esperar su momento. Desde su nuevo puesto en Televisión Española podría
además ganar experiencia, hacer méritos y servir a la causa,
modernizando la política informativa del régimen y promocionando la imagen del
príncipe. En esto último puso especial empeño; tanto, que cuando en 1972 se
celebró la boda entre Alfonso de Borbón y Carmen Martínez-Bordiu, nieta de
Franco, se negó en redondo a retransmitir el acontecimiento, como pretendía la
familia de la novia y el propio ministro de Información, Alfredo Sánchez Bella.
Adolfo amenazó con dimitir en caso de que se atendieran las presiones “de
arriba” y el órdago surtió efecto. Sólo de esta forma, jugando fuerte y
arriesgando mucho puro Suárez-, consiguió frustrar una maniobra cuyas últimas
consecuencias podían ser muy graves, porque toda la cuota de pantalla que, a
partir de aquel momento, ganara Alfonso de Borbón sería cuota perdida por su
primo Juan Carlos.
De todas formas, pese al deseo de un sector
del régimen de alterar las previsiones sucesorias en beneficio del nieto
político de Franco, la “operación Príncipe” no llegó a correr peligro. Tres
años y medio después, el dictador pasaba a mejor vida y don Juan Carlos era
proclamado rey de España. Mientras tanto, Adolfo había ido perdiendo a sus
principales valedores: el almirante Carrero, asesinado en diciembre de 1973;
Fernando Herrero Tejedor, fallecido en un accidente en junio de 1975, y
Laureano López Rodó, con el que había roto relaciones.
Su nuevo mentor, Torcuato Fernández-Miranda,
convenció a Carlos Arias Navarro para que incorporara a Suárez a su gobierno,
desplazando para ello a José Solís de la Secretaría General del Movimiento al
Ministerio de Trabajo. Fue una de las muchas
concesiones de Arias Navarro al rey, a las que accedió pese a su nula sintonía
personal y política con el monarca. Confirmado in extremis en
el cargo de presidente del gobierno -las gestiones para su relevo encallaron
inmediatamente-, Arias se mostró en general receptivo a las sugerencias que le
llegaron de la Zarzuela, tanto a través de Torcuato como de Alfonso Armada.
Pero su situación al frente del Ejecutivo se hizo enseguida insostenible. A los
pocos meses era un secreto a voces que el rey quería librarse de Arias Navarro
y pensaba en un sucesor. En abril de 1976, Carmen Díez de Rivera, amiga del rey
y estrecha colaboradora de Suárez, escribía en su diario: “Juan Carlos piensa
sobre la posibilidad de que Suárez sea presidente (…). Es obvio que Torcuato
anda con este tema”.
Eran muy pocos, sin embargo, los que estaban
en el secreto. Debió de ser por esas fechas cuando, en una audiencia concedida
a Manuel Fraga, don Juan Carlos deslizó el
nombre de Adolfo entre los políticos que podían desempeñar muy pronto un papel
importante. El entonces ministro de la Gobernación, convencido
de que el sucesor de Arias sería un peso pesado del gobierno saliente -él
mismo, sin ir más lejos-, no pudo reprimir un desdeñoso comentario sobre el
ministro secretario general del Movimiento: “Ah, sí; un tal Suárez o algo así”.
Definitivamente, no estaba en las quinielas. Se ha contado muchas veces la
forma en que Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes y del Consejo
del Reino, pudo cumplir el deseo del rey de que su candidato estuviera en la
terna presidencial. Sólo desde un profundo conocimiento de las instituciones
del tardofranquismo y de la psicología de su clase política se podía conseguir
lo que, sobre el papel, parecía una quimera.
Culminación de un proyecto
Eso explica la enigmática frase que el
presidente del Consejo del Reino dirigió a los periodistas una vez concluida su
tarea: “Estoy en condiciones de llevarle al rey lo que me ha pedido”. Mientras
tanto, Adolfo Suárez aguardaba impaciente en su casa, lleno de dudas sobre la
decisión final del monarca. Incluso cuando recibió su llamada para que acudiera
a la Zarzuela, Adolfo tuvo el pálpito de que finalmente se había inclinado por
una solución menos audaz que la designación de “un tal Suárez, o algo así” para
el cargo de presidente en un momento tan delicado como aquél. A las 19:11 horas del sábado 3 de julio de 1976, la Casa
Real anunciaba el nombre del sucesor de Arias Navarro. Era
como el cumplimiento de un pacto no escrito, como si en una de aquellas
conversaciones en Segovia el entonces príncipe le hubiera dicho a Adolfo: “Un
día yo seré rey y tú serás mi presidente del gobierno”.
Su nombramiento provocó una oleada de
reacciones de la más diversa procedencia política y social, algunas de pura
perplejidad -”¡No os lo vais a creer!”, exclamó un futuro ministro de Suárez al
darle la noticia a su familia-, pero coincidentes en general en una valoración
muy negativa de la decisión tomada por el titular de la Corona, que tuvo que
oír incluso de un viejo amigo suyo un inquietante -y pronto desmentido-
vaticinio: “Os habéis cargado la
Monarquía”. El
riesgo era ciertamente muy alto, y así lo reconoció el propio Adolfo, que nunca
olvidó, ni dejó de agradecer, la arriesgada apuesta del rey. En una de las
muchas versiones que corren sobre su encuentro en la Zarzuela la tarde del 3 de
julio de 1976, reaparece la historia del supuesto plan de transición que Adolfo
le había entregado en su día al monarca y que debía poner en práctica al
recibir el poder.
No es una versión de los hechos que se pueda
tomar al pie de la letra, pero en el fondo responde a la sensación que los dos
protagonistas de la escena tuvieron en aquel momento, tras varios años de
amistad, de confidencias y de sueños compartidos: que había llegado la hora de
culminar un proyecto -en gran medida, el proyecto de una generación- de reconciliación nacional y cambio político.
Qué mejor prueba de su viabilidad que el afecto mutuo que se profesaban el
nieto de Alfonso XIII y el hijo de un republicano de toda la vida.
‘O Torcuato o yo’
Los afectos personales desempeñaron un papel
clave en la carrera política de Adolfo y hasta en su forma de entender la
política. Su desbordante cordialidad y su capacidad para la empatía iban a
resultar fundamentales en una etapa en que había que sustituir viejos antagonismos históricos por la voluntad
de diálogo y de pacto. Lo mismo se puede decir de su poderoso
instinto político, capaz de vislumbrar soluciones y alternativas que otros
muchos más preparados que él nunca hubieran imaginado. Conviene recordar, en
todo caso, que su brillante labor al frente de su primer gobierno -tal vez el
mejor que tuvo- se vio favorecida tanto por el respaldo incondicional
del rey como por la decisiva aportación de Torcuato Fernández-Miranda al diseño de la transición en su
primera etapa, realizada según la fórmula acuñada por él: “De la ley a la ley”.
Pero es posible que el antiguo profesor del
príncipe fuera también el primer escollo serio que tuvo que sortear la relación
entre Suárez y Juan Carlos, porque hubo un momento, a principios de 1977, en
que el rey se vio obligado a agradecer a Torcuato los servicios prestados,
atendiendo a un requerimiento expreso de Adolfo Suárez. Las razones del
presidente del gobierno para exigir la amortización política de su antiguo
mentor son variadas y complejas, desde su temor a la influencia que pudiera
ejercer en el monarca hasta el deseo de monopolizar la estima y el apoyo de don
Juan Carlos.
Pero pudo haber algo más, si es cierto, como
parece, que el nombramiento de Suárez en julio de 1976 respondía a una
operación política en dos fases bien definidas: en la primera, el joven
político de Cebreros sería un presidente de transición
encargado de desbrozar el terreno a su sucesor, llamado a ser
-segunda fase- el verdadero presidente de la transición. Para la primera fase
hacía falta un político; para la segunda, un estadista. Este esquema, que los
más avisados atribuyen a Fernández-Miranda, había quedado obsoleto por los
éxitos de Suárez y su rápida consolidación como presidente del gobierno, pero
tal vez algunos pensaban que seguía vigente. Al menos eso se temía Adolfo
Suárez, y de ahí sus palabras al rey: “O Torcuato o yo”.
Unos meses después, en junio de 1977, ganaba al frente de UCD las primeras elecciones
generales e iniciaba, reforzado por
su victoria, una nueva etapa política. Su victoria en las urnas le liberaba en
parte de su dependencia de la Corona, única fuente de legitimidad hasta
entonces y principal apoyo ante la adversidad. En todo caso, la compenetración
entre los dos viejos amigos seguía siendo absoluta, aunque algo descompensada,
porque el rey aspiraba a una autonomía personal que Adolfo veía con recelo. No
es casualidad que, poco después de las elecciones del 15-J, exigiera -y
consiguiera- el relevo de Alfonso Armada como secretario de la Casa Real.
La incompatibilidad entre Armada y Suárez
venía de lejos y el presidente del gobierno decidió cortar por lo sano. En
realidad, por grandes que fueran sus diferencias políticas -que lo eran-, en el
fondo Armada y él compartían la idea de que al rey había que atarle
corto, aunque discreparan abiertamente sobre los peligros y las
personas que, según ellos, ponían en riesgo a la Corona. Con Sabino Fernández Campo, el nuevo secretario de la
Casa Real, las cosas irían mucho mejor. Tras el éxito del
proceso constituyente, culminado con el referéndum constitucional de diciembre
de 1978, Suárez anunció la disolución de las Cortes y la convocatoria de
elecciones anticipadas.
Era una decisión de alto riesgo, cuestionada
por algunos de sus colaboradores, que el presidente tenía tomada desde hacía
meses. Su nuevo triunfo en las urnas en marzo de 1979, contra lo que indicaban
poco antes las encuestas, pareció afianzarle ante la
oposición y ante su propio partido, pero ocurrió todo lo
contrario. La pésima puesta en escena
de la sesión de investidura fue como un mal presagio de
lo que le esperaba a partir de entonces. Al menos, el mal trago que pasó Suárez
en las Cortes sirvió para que el rey le renovara su aprecio y su respaldo en
una carta manuscrita que le hizo llegar veinticuatro horas después de su
tormentosa investidura. ¿Amigos para siempre? De momento, sí.
Un Rey frío y distante
Pero tampoco don Juan Carlos fue inmune a la
sensación que se fue apoderando de todos los sectores políticos y de opinión
desde marzo de 1979: que Adolfo no era el mismo; que la situación, ciertamente
complicada -terrorismo, crisis económica, “ruido de sables”-, se le había ido
de las manos; que estaba perdiendo su empuje y su “toque”, como diría años
después su amigo Eduardo Navarro, y que empezaba a desconfiar de todo el mundo,
sobre todo, de los suyos. “Nunca
olvidaré el año ochenta“, declaró Adolfo Suárez, víctima además
de una grave dolencia en la boca que agrió su carácter y mermó seriamente su
capacidad de trabajo. La moción de censura socialista del mes de mayo, la
escalada terrorista de aquellos meses, las crecientes desavenencias con su
propio partido, pese a sus exhortaciones a “quererse mucho” -”Adolfo”, le
replicó un día Miguel Herrero, “yo no estoy en política para querer y ser
querido”-, y el recrudecimiento del problema militar convirtieron aquel año en
un auténtico calvario.
Por si eso fuera poco, sus relaciones con el
rey se habían deteriorado gravemente, como pudieron comprobar aquellos con los
que el monarca compartió su preocupación por los derroteros que seguía el
presidente en los últimos tiempos. “Adolfo tiene que cambiar”: ése era el
mensaje que pretendía hacerle llegar a través de sus amigos, sin que él se
acabara de dar por enterado. En una ocasión, Suárez le confesó a Sabino
Fernández Campo su extrañeza por la nueva actitud del monarca, antes siempre
pródigo en abrazos y carantoñas; ahora, frío y distante. En
julio de 1980, don Juan Carlos le confesó a alguien de su confianza su malestar
con Adolfo, tanto por su escaso tacto para la política internacional, por
ejemplo, en las relaciones con Francia, como por su obsesión por tenerle
controlado, como cuando le reprochó haber recibido en la Zarzuela a un ministro
francés sin conocimiento suyo. “El rey recibe a quien le sale de los cojones”,
fue su respuesta al presidente del gobierno.
Aquello iba de mal en peor, y el empeño de Su Majestad en traer a Madrid a Alfonso Armada, a quien
Suárez consideraba un peligro público, creó entre ellos una tensión extrema,
de consecuencias irreparables. En diciembre, Santiago Carrillo salió de una
audiencia en la Zarzuela convencido de que Suárez había perdido la confianza
regia. A esa misma conclusión llegó el propio presidente cuando, por esas
fechas, recibió de la Casa Real el texto del mensaje que el rey pensaba dirigir
a los españoles en Nochebuena, con recriminaciones, más o menos explícitas, al
gobierno que Suárez consideró intolerables. A pesar de los cambios introducidos
en el original, la emisión del mensaje produjo en él una sensación desoladora,
de humillación y desamparo al mismo tiempo.
Unos días después, el 4 de enero de 1981, se
entrevistaba en secreto con el rey en Baqueira Beret, acudiendo seguramente a
una misteriosa e imperativa llamada suya para verse de inmediato. Tal vez pensó
que don Juan Carlos quería tener un gesto conciliador con él después de su
distanciamiento de los últimos tiempos. O más probablemente relacionó todo
aquello con la presencia por allí de Alfonso Armada en su condición de
gobernador militar de Lérida, cargo con el que Suárez había intentado apartarle
del entorno de don Juan Carlos, ya se ve que sin mucho éxito. Sabemos que
Armada tuvo la víspera una conversación con el rey que dejó a éste
profundamente preocupado. Y que Adolfo volvió de su
entrevista en Baqueira “roto (…), moralmente destrozado”.
¿Fue ésta la razón de su dimisión tres
semanas después? No es probable. Ni las relaciones con el titular de la Corona,
ciertamente maltrechas, ni la difícil situación militar, que, pese a todo, creía
tener controlada, parecen haber sido el detonante de su decisión. La principal
causa fue la crisis de UCD,
que se había trasladado peligrosamente al grupo parlamentario, hasta el punto
de que Suárez dudara de su lealtad al gobierno. Pero es indudable que la
pérdida del apoyo del rey y su frialdad personal con él en un momento tan
difícil acentuaron una sensación de soledad que finalmente le resultó
insoportable.
Don Juan Carlos y el expresidente,
convertido después de su dimisión en duque de Suárez, mantuvieron durante años una relación correcta, pero
distante. Adolfo estaba convencido de que el monarca
desaprobaba su nueva aventura con el CDS y de que, en el fondo, quería verle fuera
de la política activa. De vez en cuando resurgía, sin embargo, el afecto de los
viejos tiempos, que se plasmaba en algún gesto cariñoso entre ellos, en alguna
imagen que mostraba el regreso de la vieja camaradería. La iniciativa solía
partir de don Juan Carlos, como si el expresidente siguiera a la defensiva y no
se acabara de fiar del todo. Pero sensible como era a la “retórica de las
cordialidades”, como dijo de él Calvo-Sotelo, en cuanto el rey le hacía sentir
su antiguo afecto Adolfo actuaba como si nada hubiera pasado entre ellos. En
una entrevista en televisión emitida en 1995 -una de las pocas que concedió
desde su salida del gobierno-, surgió el tema de sus relaciones con don Juan
Carlos: “Hablar del rey”, confesó emocionado, “me cuesta mucho trabajo, porque
le quiero mucho”. Tal vez por eso llegó a decir que a veces había que
protegerle de sí mismo.
En julio de 2008, aquejado ya de la
enfermedad que le llevó a perder la memoria, el duque de Suárez recibía en su
casa a don Juan Carlos, que quiso entregarle el toisón de oro que le había
concedido en reconocimiento a sus servicios a la Corona y a España. “¿Quién es
usted?”, parece que le preguntó al verle después de tanto tiempo. “Adolfo, soy
tu amigo”, le respondió el rey, al cabo de casi cuarenta años de aquel
encuentro en Segovia en el que, entre pruebas de amistad, el gobernador civil
de la provincia y el joven príncipe empezaron a hacer planes para el futuro.
Juan
Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense
de Madrid y autor del libro Adolfo Suárez. Biografía política (Ed. Planeta,
2011). El texto fue escrito para la revista La Aventura de la Historia.
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