El Mundo | Victoria Prego
Cuando Adolfo Suárez accede, para estupor
general, a la Presidencia del Gobierno, no era más que un político ambicioso
que había hecho un carrera medianamente exitosa en las filas del Movimiento, el
partido único del régimen franquista. No tenía, pues, las credenciales
democráticas que en principio le hubieran sido exigibles para pilotar la
Transición del país hacia un modelo homologable a los países de nuestro
entorno. Por esa razón, cuando el Rey le designa presidente, la reacción de la
oposición democrática, de la prensa, de los sectores liberales que vivían
dentro del régimen y hasta del franquismo moderado es de absoluto desdén, de
rechazo y de descalificación de su persona, precisamente por sus orígenes
políticos, y también de críticas al propio Rey, que le había nombrado, atando
así su futuro al éxito de Suárez en la tarea que tenía por delante. Desde
entonces hasta hoy su figura ha ido adquiriendo la gigantesca dimensión de los
grandes hombres de Estado, y con esa grandeza ha muerto.
Cuando Adolfo Suárez se hace cargo del
Gobierno, en julio de 1976, las fuerzas de la oposición democrática siguen
siendo ilegales y, aunque la mayor parte de ellas han abandonado la
clandestinidad, el Partido Comunista, piedra de toque de la consideración
internacional sobre lo que hubiera de suceder en España, está sometido a la
misma represión que en los últimos tiempos del franquismo. La primera tarea que
se impone el nuevo presidente va a ser, pues, la de intentar convencer a los
líderes de la oposición política de la izquierda aún ilegal, de que él, que
acaba de ser ministro secretario general del Movimiento, se propone conducir al
país, aún no sabe cómo, hacia la democracia. Y no sólo eso: convencerles
también de que participen con él en ese viaje todavía muy incierto que se ha
iniciado ya. La primera señal de que lo que les dice tiene algunos visos de
verosimilitud la da el Gobierno que preside cuando hace pública su declaración
programática: por primera vez se reconoce la soberanía popular y se manifiesta
el propósito de garantizar los derechos y libertades civiles, la igualdad para
todos los grupos políticos y la aceptación del pluralismo real. Y, por encima
de todo, el anuncio de una próxima amnistía, una de las exigencias más
perentorias que la oposición democrática había planteado a este Gobierno como
prueba ineludible de su voluntad política. A continuación Adolfo Suárez inicia
inmediatamente una ronda de contactos con los líderes de la oposición con un
único objetivo: conseguir que le crean y acepten hacer el camino hacia la
democracia con él como piloto.
Ése es su primer gran éxito, el que
consigue un hombre que estando hasta ayer mismo viviendo en las entrañas del
franquismo, logra atraer desde un primer momento hasta lograr que le concedan
de entrada el beneficio de la duda, a quienes están en las antípodas políticas
de lo que él ha representado hasta ese instante. El mismo movimiento lo hace en
la dirección contraria, es decir, con la derecha franquista y con los altos
mandos militares, todos generales que hicieron la guerra con Franco. A partir
de ahí la tarea de Adolfo Suárez, se aplica a encontrar el modo de pasar de una
orilla política a otra, con toda la tripulación y con el pasaje de 40 millones
de españoles a bordo y sin daños. La tarea es de una dificultad máxima y para
acometerla no cuenta con más ayuda exterior que la que le proporcionan los
jóvenes miembros de su Gobierno, la autoridad cómplice de Torcuato
Fernández-Miranda y el total respaldo del Rey.
Es Fernández-Miranda quien le proporciona
a Suárez el instrumento para promover los cambios legales imprescindibles para
hacerlo sin tener que derruir el edificio jurídico-político que había levantado
el franquismo, sino sustituyéndolo paso a paso. Es la reforma frente a la
ruptura que defiende en esos momentos la oposición. Suárez se vuelca en la defensa
del proyecto de reforma mientras al mismo tiempo logra la hazaña de convencer a
los procuradores de entonces para que las Cortes de Franco aprueben el proyecto
de Ley de Reforma Política que sienta las bases para la desaparición del
régimen franquista. Éste es su segundo gran éxito, sin el cual el proceso de
transición subsiguiente se habría frustrado y el destino de España habría
discurrido por derroteros muy inciertos. El posterior referéndum en el que el
pueblo español respalda masivamente la vía de la reforma como modo de acceder a
un sistema democrático le otorga a Adolfo Suárez una legitimidad de la que
hasta ese momento había carecido ante los líderes de la oposición y ante la
misma opinión pública. A partir de entonces, ya no cuenta sólo con su encanto
personal, su sinceridad personal y con su determinación de lograr que las dos
Españas sean por fin una sola, sino con el voto aplastantemente mayoritario de
los españoles en favor de su proyecto. Esto le valdrá para meter
definitivamente a la oposición en el carril de la reforma, aunque sin dejar de
negociar por ello las condiciones que la oposición exige para respaldar el
proceso iniciado.
Todos estos esfuerzos, toda esta
dedicación al servicio de un proyecto que sacará a España de los suburbios políticos
del mundo civilizado, no la hizo Adolfo Suárez sin la amenaza constante de los
grupos radicales que, desde el primer momento, pero intensificando su acción a
medida que el proceso avanzaba, intentaron desde posiciones políticas opuestas,
que el barco naufragara. El terrorismo de ETA, de los grupos de ultraderecha, y
el de los GRAPO golpearon a los españoles en los momentos más difíciles y
empujaron muchas veces la labor de Adolfo Suárez al borde del abismo. Pero, a
pesar de los ataques y de las dificultades, y dirigido por él, el país aguanta
y avanza firmemente hacia la meta soñada de las primeras elecciones libres en
los últmos 40 años. Adolfo Suárez, que gobierna en esos momentos por
decreto-ley, va cumpliendo todas las condiciones que la oposición le ha
planteado.
Y, una vez más, lo arriesga todo para
conseguir que el objetivo de que esas elecciones sean impecables desde el punto
de vista democrático y logren el respaldo y el respeto internacional, se cumpla
plenamente. La legalización del Partido Comunista fue una apuesta a todo o nada
que Suárez asumió prácticamente en solitario, aunque contando con el apoyo del
Rey, que arriesgó la Corona misma en la operación. Ese fue uno de los momentos,
no el único, en que estuvo en peligro real todo lo conseguido hasta entonces,
en que de nuevo estuvo a punto de naufragar el proceso. Pero Suárez apostó sin
dudarlo, consciente de que si lograba superar ese último y decisivo obstáculo,
su sueño y su meta estarían al alcance de la mano. Superado ese último sobresalto
el país se encaminó resueltamente hacia las elecciones. En junio de 1977,
cuando se celebran los comicios, España es ya una democracia de hecho.
Todos los derechos y libertades de los
países de nuestro entorno están reconocidos y se ejercen libremente. Falta la
traslación de esta realidad en un texto legal que la sancione jurídicamente. La
Constitución de 1978 es la culminación de la obra de Suárez, un hombre que
luchó para que la concordia se instalara entre los españoles, de una vez y para
siempre, por encima de la discordia, y que finalmente lo consiguió. Dos años
después dimitió de su cargo de presidente para evitar, dijo que, por su culpa
«el sistema democrático sea un paréntesis en la Historia de España». Su
dimisión no evitó un intento de golpe de Estado, pero la democracia no fue un
paréntesis, tal y como él ansiaba. Durante todos esos años aún más sufrió la
incomprensión, el desdén y aun la humillación de muchos de los que hoy le
elogian. Baste decir que en las iglesias a las que acudía con su mujer a oír
misa, muchas veces los feligreses que estaban a su lado le negaban la paz. De
su trayectoria política posterior se pueden decir muchas cosas pero la más
acertada quizá sea la que él mismo describió: «Me aplauden pero no me votan».
Cierto, no le votaban, pero le aplaudían. Y le seguirán aplaudiendo mucho
tiempo después de hoy, aunque desde hace años él ya no podía saberlo. Adolfo
Suárez ha entrado ya con todos los honores en las páginas más honrosas y
brillantes de la Hitoria de España.
Victoria Prego, periodista.
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