martes, 25 de marzo de 2014

Un político de consensos

Un político de consensos
Con Suárez desaparece el mejor intérprete del valor del pacto para resolver una crisis de Estado
EL PAÍS 24 MAR 2014 - 00:01 CET
Archivado en: Opinión Adolfo Suárez Transición democrática UCD Juan Carlos I Jefe de Estado Franquismo Dictadura Partidos políticos Historia Política
Adolfo Suárez fue la persona adecuada en el momento oportuno: el estadista al que las circunstancias colocaron en situación de moldear un acontecimiento tan extraordinario como fue la transformación de la dictadura a la democracia. Su muerte no solo supone emoción por el recuerdo del pasado; también, y sobre todo, la oportunidad colectiva de reflexionar sobre el valor del acuerdo y de la concordia en un país que, en pleno siglo XXI, los necesita tanto como entonces. Suárez fue quien más utilizó el diálogo y el consenso como método para resolver las crisis de Estado, y el mejor intérprete de un espíritu que antepone el interés general del país al de cada una de sus fracciones.
Lo que más se echa de menos en la España del presente es aquello en lo que Suárez fue maestro durante sus primeros años en el poder: la búsqueda de salidas pacíficas a conflictos que parecen de solución imposible. Todos los sondeos de opinión recientes muestran una masiva añoranza ciudadana del estilo político de la Transición, anhelo que no ha dejado de acentuarse a medida que el deterioro del conjunto de las instituciones surgidas entonces se ha hecho más visible. Muchos echan de menos su autoridad y credibilidad en medio de la coyuntura crítica que vive España, sacudida por problemas económicos y enfrentamientos territoriales, cuando la crispación y el bloqueo de todo diálogo interpartidista se han adueñado de los espacios que en época de Suárez ocupaban el diálogo y la exploración de consensos, por extraordinarios que fueran los obstáculos a superar.

Frente a los que critican la concordia como sinónimo de pasteleo o claudicación, lo cierto es que del método consensual impulsado por Suárez surgió lo mejor de España en los últimos decenios: el sistema de protección de las libertades civiles y la normalización democrática. Aún regían las llamadas “leyes fundamentales” de la época de Franco cuando Suárez ya defendía públicamente que la Constitución y el marco legal de derechos y libertades públicas debían ser “la plataforma básica de convivencia”, al tiempo que reclamaba “sentar las bases de un entendimiento duradero”.

El resultado de un método
Sin duda, la Transición constituyó el fruto de muchas voluntades, cuyos intérpretes principales fueron el Rey, como motor del cambio, y Suárez como conductor del proceso. Siendo un político que había dado sus primeros pasos en el partido único de la dictadura, Suárez fue quien desmontó las estructuras del franquismo y organizó las primeras elecciones libres; el que convocó los pactos de La Moncloa, convertidos en la primera y única iniciativa compartida por fuerzas políticas, empresariales y sindicales para afrontar una crisis económica; y el que supo comprender que no habría Constitución democrática sin la participación de la derecha, el centro, la izquierda y los nacionalismos.

Fue nombrado presidente apenas medio año después de la muerte del dictador. El Rey había prometido el restablecimiento de las libertades y un sistema político de corte moderno, pero su primer Gobierno, dirigido por Carlos Arias y del que Suárez formaba parte como ministro, había fracasado mientras la calle reclamaba cambios de fondo. Don Juan Carlos decidió jugarse la Corona al encargar a Suárez la tarea de desatascar el proceso, entregando así su confianza a un político de su generación, despreciado por la gerontocracia dominante. En dos años y medio construyó una democracia asentada sobre el poder de las urnas y una Constitución refrendada por el pueblo español. Los obstáculos no fueron pequeños. Hubo conspiraciones políticas y militares que pretendieron frenar el proceso o encerrar a España en una seudodemocracia limitada y vigilada. Los protagonistas del cambio tampoco se amedrentaron por los embates terroristas (ETA, GRAPO, ultraderecha) que intentaron yugular el incipiente proyecto democrático.

Sus primeros años contaron con el respaldo firme de don Juan Carlos y la colaboración de Felipe González, Santiago Carrillo o del exiliado presidente de la Generalitat catalana, Josep Tarradellas, entre otros que creyeron en la sinceridad de las intenciones del Monarca y de su jefe de Gobierno para construir una democracia —parafraseando al propio Suárez— con todas las cañerías funcionando, sin vacíos ni discontinuidades.

Huella en la historia
Se ha discutido a posteriori el precio del éxito, que fue no pedir cuentas por el pasado, si bien a finales de los años setenta no se veía cómo obrar de otro modo sin provocar la desestabilización. No fue eso lo que le llevó al ocaso político. Suárez se vio sometido a un enorme acoso en sus últimos años como presidente del Gobierno, no solo por parte de la oposición parlamentaria, sino de sectores importantes de su propio partido, la Unión de Centro Democrático (UCD) y operaciones extramuros del Parlamento. Tras renunciar a la presidencia a finales de enero de 1981, su arrojo personal frente a los golpistas del 23-F, aunque insuficiente para parar la intentona, volvió a demostrar su compromiso democrático y la fuerza de su personalidad.

Trató de rehacerse políticamente desde otro partido, el Centro Democrático y Social (CDS). Pero había sido mucho mejor conductor de la Transición que hombre de partido: ya no pudo superar la competencia política ordinaria con otros protagonistas, primero Felipe González y Manuel Fraga, después José María Aznar, que se quedaron con los electores del espacio del centro, no sin reconocer a Suárez —cuando ya estaba desactivado como competidor directo— los méritos que le correspondían por la Transición y por la discreta administración de su influencia posterior.


La normalización democrática se llevó por delante, de forma paradójica, a uno de sus grandes artífices. El consenso pasó a ser un recuerdo y la crispación se instaló en la vida política con la irrupción de Aznar. A medida que la polarización se ha agudizado, con su correlato de cicatrices e indeseadas consecuencias sobre la vida política española, el aprecio a su figura ha crecido como muestra de reconocimiento hacia un tiempo y un estilo políticos menos broncos. Queda la huella de una tarea constructiva, capaz de evitar enfrentamientos civiles y de reformar a fondo el sistema político de un país. Todo ello le hace acreedor al derecho de entrar por la puerta grande en la historia de España. Porque sin Suárez nada habría sido igual.

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