Un político de consensos
Con Suárez desaparece el mejor
intérprete del valor del pacto para resolver una crisis de Estado
EL PAÍS 24 MAR 2014 - 00:01 CET
Archivado en: Opinión Adolfo Suárez
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Adolfo Suárez fue la persona adecuada en
el momento oportuno: el estadista al que las circunstancias colocaron en
situación de moldear un acontecimiento tan extraordinario como fue la
transformación de la dictadura a la democracia. Su muerte no solo supone
emoción por el recuerdo del pasado; también, y sobre todo, la oportunidad
colectiva de reflexionar sobre el valor del acuerdo y de la concordia en un
país que, en pleno siglo XXI, los necesita tanto como entonces. Suárez fue quien
más utilizó el diálogo y el consenso como método para resolver las crisis de
Estado, y el mejor intérprete de un espíritu que antepone el interés general
del país al de cada una de sus fracciones.
Lo que más se echa de menos en la España
del presente es aquello en lo que Suárez fue maestro durante sus primeros años
en el poder: la búsqueda de salidas pacíficas a conflictos que parecen de
solución imposible. Todos los sondeos de opinión recientes muestran una masiva
añoranza ciudadana del estilo político de la Transición, anhelo que no ha
dejado de acentuarse a medida que el deterioro del conjunto de las
instituciones surgidas entonces se ha hecho más visible. Muchos echan de menos
su autoridad y credibilidad en medio de la coyuntura crítica que vive España,
sacudida por problemas económicos y enfrentamientos territoriales, cuando la
crispación y el bloqueo de todo diálogo interpartidista se han adueñado de los
espacios que en época de Suárez ocupaban el diálogo y la exploración de
consensos, por extraordinarios que fueran los obstáculos a superar.
Frente a los que critican la concordia
como sinónimo de pasteleo o claudicación, lo cierto es que del método
consensual impulsado por Suárez surgió lo mejor de España en los últimos
decenios: el sistema de protección de las libertades civiles y la normalización
democrática. Aún regían las llamadas “leyes fundamentales” de la época de
Franco cuando Suárez ya defendía públicamente que la Constitución y el marco
legal de derechos y libertades públicas debían ser “la plataforma básica de
convivencia”, al tiempo que reclamaba “sentar las bases de un entendimiento
duradero”.
El resultado de un método
Sin duda, la Transición constituyó el
fruto de muchas voluntades, cuyos intérpretes principales fueron el Rey, como
motor del cambio, y Suárez como conductor del proceso. Siendo un político que
había dado sus primeros pasos en el partido único de la dictadura, Suárez fue
quien desmontó las estructuras del franquismo y organizó las primeras
elecciones libres; el que convocó los pactos de La Moncloa, convertidos en la
primera y única iniciativa compartida por fuerzas políticas, empresariales y
sindicales para afrontar una crisis económica; y el que supo comprender que no
habría Constitución democrática sin la participación de la derecha, el centro,
la izquierda y los nacionalismos.
Fue nombrado presidente apenas medio año
después de la muerte del dictador. El Rey había prometido el restablecimiento
de las libertades y un sistema político de corte moderno, pero su primer Gobierno,
dirigido por Carlos Arias y del que Suárez formaba parte como ministro, había
fracasado mientras la calle reclamaba cambios de fondo. Don Juan Carlos decidió
jugarse la Corona al encargar a Suárez la tarea de desatascar el proceso,
entregando así su confianza a un político de su generación, despreciado por la
gerontocracia dominante. En dos años y medio construyó una democracia asentada
sobre el poder de las urnas y una Constitución refrendada por el pueblo
español. Los obstáculos no fueron pequeños. Hubo conspiraciones políticas y
militares que pretendieron frenar el proceso o encerrar a España en una
seudodemocracia limitada y vigilada. Los protagonistas del cambio tampoco se
amedrentaron por los embates terroristas (ETA, GRAPO, ultraderecha) que intentaron
yugular el incipiente proyecto democrático.
Sus primeros años contaron con el
respaldo firme de don Juan Carlos y la colaboración de Felipe González,
Santiago Carrillo o del exiliado presidente de la Generalitat catalana, Josep
Tarradellas, entre otros que creyeron en la sinceridad de las intenciones del
Monarca y de su jefe de Gobierno para construir una democracia —parafraseando
al propio Suárez— con todas las cañerías funcionando, sin vacíos ni
discontinuidades.
Huella en la historia
Se ha discutido a posteriori el precio
del éxito, que fue no pedir cuentas por el pasado, si bien a finales de los
años setenta no se veía cómo obrar de otro modo sin provocar la
desestabilización. No fue eso lo que le llevó al ocaso político. Suárez se vio
sometido a un enorme acoso en sus últimos años como presidente del Gobierno, no
solo por parte de la oposición parlamentaria, sino de sectores importantes de
su propio partido, la Unión de Centro Democrático (UCD) y operaciones
extramuros del Parlamento. Tras renunciar a la presidencia a finales de enero
de 1981, su arrojo personal frente a los golpistas del 23-F, aunque
insuficiente para parar la intentona, volvió a demostrar su compromiso
democrático y la fuerza de su personalidad.
Trató de rehacerse políticamente desde
otro partido, el Centro Democrático y Social (CDS). Pero había sido mucho mejor
conductor de la Transición que hombre de partido: ya no pudo superar la
competencia política ordinaria con otros protagonistas, primero Felipe González
y Manuel Fraga, después José María Aznar, que se quedaron con los electores del
espacio del centro, no sin reconocer a Suárez —cuando ya estaba desactivado
como competidor directo— los méritos que le correspondían por la Transición y
por la discreta administración de su influencia posterior.
La normalización democrática se llevó
por delante, de forma paradójica, a uno de sus grandes artífices. El consenso
pasó a ser un recuerdo y la crispación se instaló en la vida política con la
irrupción de Aznar. A medida que la polarización se ha agudizado, con su
correlato de cicatrices e indeseadas consecuencias sobre la vida política
española, el aprecio a su figura ha crecido como muestra de reconocimiento
hacia un tiempo y un estilo políticos menos broncos. Queda la huella de una
tarea constructiva, capaz de evitar enfrentamientos civiles y de reformar a
fondo el sistema político de un país. Todo ello le hace acreedor al derecho de
entrar por la puerta grande en la historia de España. Porque sin Suárez nada
habría sido igual.
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