El País |
José María Aznar
“El camino
queda abierto para dotar a este país de una Constitución que, como señaló su
majestad el Rey en estas mismas Cortes, ofrezca un lugar a cada español,
consagre un sistema de derechos y libertades de los ciudadanos y ofrezca amparo
jurídico a todas las causas que puede ofrecer una sociedad plural. Mientras la
Constitución llega, parece claro que el proceso democrático ya es irreversible.
Lo han hecho irreversible el espíritu de la Corona, la madurez de nuestro
pueblo y la responsabilidad y el realismo de los partidos políticos”.
De este
modo, realmente emocionante, resumía Adolfo Suárez en octubre de 1977 eso que
tantas veces hemos denominado “el espíritu de la Transición”, espíritu que él
mismo encarnó. Sus palabras expresan una verdad histórica. Es verdad que las
elecciones generales de 1977 y los acuerdos económicos alcanzados poco después
abrieron definitivamente la puerta a la elaboración de la que finalmente fue la
Constitución de 1978. Es verdad que se comenzaba a consagrar un sistema de
derechos y libertades capaz de proporcionar amparo jurídico al pluralismo
político y social de una sociedad moderna como la española. Es cierto que la
Corona fue el motor y su majestad el Rey fue el piloto del cambio. Lo es que la
madurez del pueblo español constituyó el asiento sociológico primario de todo
el proceso democrático. Y lo es también, finalmente, que en momentos decisivos
el realismo de los partidos políticos resultó determinante.
Sin embargo,
Adolfo Suárez no decía ahí toda la verdad. Todos esos factores habrían podido
evolucionar en sentidos muy diferentes de no haber sido por la inteligencia
política, el compromiso cívico, el patriotismo y la generosidad en la entrega
de Adolfo Suárez, nuestro primer presidente democrático. En una palabra: la
Transición y la democracia no habrían sido posibles como lo fueron sin lo que
define a las grandes figuras de la Historia: la grandeza de Adolfo Suárez.
La
Transición y el proceso constituyente no fueron, como en ocasiones se da a
entender, ni fáciles ni inevitables. Fueron el resultado de elecciones
políticas meditadas. Fueron producto de decisiones de alcance histórico en las
que se jugaba el futuro de España. Y esas decisiones fueron acertadas. Hicieron
posible la reconciliación y la concordia —auténticas, sentidas— que se
formularon en multitud de iniciativas jurídicas y simbólicas, y que hallaron su
máxima expresión en la Constitución.
La figura de
Suárez, como la de su majestad el Rey, han alcanzado con el paso de los años
una dimensión extraordinaria. Pero no siempre fue así. A la muerte de Franco no
fueron pocos los que pretendieron iniciar un camino rupturista y desintegrador
que encontraba en el Rey y en Suárez un obstáculo que vencer. Eso estuvo encima
de la mesa hasta bien avanzado el proceso constituyente. Pero la ley para la
Reforma Política fijó el rumbo correcto. Es decir, el pueblo español lo fijó,
porque el Gobierno decidió acertadamente que así debía ser.
Ahora que
tantas veces se maltrata la palabra “democracia” es preciso recordar que
durante aquellos años los españoles —todos, en toda España— acudieron a las
urnas en 1976, en 1977, en 1978 y en 1979. La Transición fue un proceso
político concebido y desarrollado para los españoles, pero fue también un
proceso político que se hizo con los españoles, por los españoles. El pueblo
español fue el verdadero protagonista porque personas como Adolfo Suárez
comprendieron que ésa era la única manera de hacer realidad su profunda
aspiración de libertad y de justicia, de blindar el camino a la democracia
moral y jurídicamente frente a quienes esperaban la ocasión para
desacreditarlo. Y porque se sentían auténticamente parte de ese mismo pueblo,
de esas mismas aspiraciones, de ese mismo deseo de cambio.
La Corona
marcó el rumbo hacia la democracia plena, y Suárez —y tantos admirablemente
junto a él— encontró un camino y lo hizo transitable y seguro para los
españoles. Suárez encontró el camino de nuestra libertad.
De Adolfo
Suárez se dirán estos días muchas cosas. Unas más conocidas y otras menos. Los
más jóvenes quizás nunca hayan oído hablar de él, e incluso se sorprendan al
ver que, por una vez, la inmensa mayoría de los españoles, sin importar la
ideología ni el territorio, lamentamos sinceramente algo juntos, evocamos
sinceramente algo unidos, nos sentimos orgullosos de lo mismo. Suárez lo
merece.
En un tiempo
en el que toda la obra de la Transición se encuentra en riesgo porque hay quien
ha decidido llevarla a ese estado, es necesario recordar algunas cosas
esenciales. Apoyándose en los valores, en las virtudes y en las instituciones
que Suárez contribuyó decisivamente a poner en pie, España ha logrado ser algo
muy parecido a lo que hace cuarenta años soñábamos llegar a ser. Pero apartándonos
de ellos perdimos nuestro sentido, nos desunimos, nos debilitamos y nos
empobrecimos. No se encuentran en aquellos años de la Transición ni en nuestra
Constitución las razones de nuestros problemas, como algunos afirman. Al
contrario, en ellos se encuentran los ejemplos que debemos seguir. Quien
es
fueron responsables de lograr para nuestro país la libertad política hicieron
un trabajo que quedará para siempre como modelo de lo que una nación a la que
muchos consideraban desahuciada por la Historia es capaz de lograr cuando la
gobiernan hombres buenos e inteligentes, hombres como Adolfo Suárez. Hombres
que ligan su propio destino al de su país y que no entienden su vida si no es
de ese modo.
Conocí a
Adolfo y fui su amigo. Traté de seguir su ejemplo; soy, como todos lo somos,
deudor de su obra política, y me hice voluntariamente —como tantos— legatario
suyo, una de las mejores decisiones de mi vida política y una de las mejores
decisiones que puede tomar cualquiera que desee hacer política responsablemente
en España. Creo que las cosas que he podido hacer bien deben mucho a lo que
aprendí de él: integrar, sumar, acoger, abrir en la política espacios al
consenso y al encuentro. He creído siempre en un proyecto de integración
ideológica y personal, que, a mi juicio, y bajo esa inspiración bien puede
reclamarse heredero de lo que Adolfo Suárez quiso para España.
Hoy tenemos
de nuevo esa misma obligación histórica como país. Y estoy convencido de que
Adolfo Suárez no podría desear mejor homenaje de todos nosotros, de todos los
españoles, que el de vernos aprender a ser nuevamente una verdadera nación
ocupada en protagonizar un hito histórico tan brillante como el que él y su
generación hicieron posible para todos nosotros.
Descanse en
paz Adolfo Suárez González, padre de la democracia española.
José María
Aznar, expresidente del Gobierno español.
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