JOSEFINA MARTÍNEZ DEL ÁLAMO / MADRID
Día 24/03/2014 - 04.09h
En 1980, el expresidente concedió una
entrevista tan sincera que sus consejeros decidieron vetarla. Treinta y tres
años después, la conversación mantiene plena actualidad
En 1980 Adolfo Suárez era el presidente
del Gobierno. Llevaba cuatro años gobernando, y las múltiples críticas le
tenían acorralado. La inflación se disparaba, el paro aumentaba, las autonomías
de doble velocidad despertaban los agravios comparativos. Todos sus actos y
declaraciones pasaban por la criba de los prejuicios políticos. La derecha no
le perdonaba la ruptura con el régimen anterior. La izquierda lo acusaba de no
imponer la ruptura con el régimen anterior. Dentro de su partido le crecían los
traidores. La prensa, la gran mayoría de la prensa, estrenó ¡por fin! su
libertad de expresión haciendo verdadera leña de un presidente a punto de caer.
Pero Adolfo Suárez, a muchas trancas y
barrancas, intentaba la convivencia de todos, el respeto entre las corrientes
opuestas, la aceptación «sin ira» de unas normas nuevas y de un nuevo futuro.
Estaba practicando el diálogo sin patentes ni micrófonos.
Hoy todo son parabienes y medallas para
esa figura tristemente quebrada. Como advertía Mihura sólo nuestras desgracias
nos hacen perdonar nuestros éxitos. Pero bastaría con consultar las hemerotecas
para dejarnos helados los aplausos.
Por aquellas fechas -julio del 80-
Suárez estaba a punto de perder su confianza en Abril Martorell; algunos
militares manifestaban ya ostensiblemente su descontento. El político más
popular era quizás Francisco Fernández Ordóñez; y el presidente huía de la
prensa -exceptuando la revista «¡Hola!»- casi al grito de «vade retro»... Pero
muchos de nosotros soñábamos con conseguir esa entrevista imposible.
Hacía seis meses que solicité la
entrevista. Tres meses después me la concedieron. Sólo faltaba elegir el
momento adecuado; fijarle fecha; esperar que el presidente tuviera dos horas
libres para sentarme frente a él. Pero en la agenda de Suárez debe de haber
anotaciones hasta en las tapas. Desde mayo sigo atentamente las idas y venidas
del jefe del Gobierno. Y me confieso desalentada: nunca encontrará el momento
adecuado. Por eso, cuando el Gabinete de Presidencia me envió la sorprendente
oferta de acompañarlo en un viaje oficial a Perú, con la condición -eso sí-de
que el resto de los periodistas invitados ignoren que yo estaba allí para
hacerle una entrevista, me quedo perpleja. Y claro, acepto.
Y por fin, un mes después, nos sentamos
en un sofá turquesa del Hotel Bolívar de Lima. A 10.000 kilómetros y a siete
meses de distancia de mi primera solicitud. Es la una de la madrugada. Adolfo
Suárez acaba de volver de la cena ofrecida en el palacio del Gobierno. Ha
llevado un día muy movido: Te Deum, recepciones, investiduras... Está cansado.
Marcelino Oreja se acerca a recordarle que mañana se tendrá que levantar a las
siete. Cuando nos dejan solos, el presidente se vuelve hacia mí: «¿Ve cómo por
fin hablamos?... Yo cumplo lo que prometo. Podía usted confiar».
-Nunca lo dudé. Siempre pensé que
haríamos esta entrevista.
-¿Sí? ¡Pues es toda una prueba de fe!
-¿Sabe por qué quería entrevistarle?
Creo que es usted el gran desconocido. Los españoles no sabemos nada de Adolfo
Suárez persona. Cómo se siente, cómo piensa.
-Yo soy el primer convencido de ello.
No. No me conocen.
-Pues tienen derecho a conocerle. Si le
votan, y si se ponen en sus manos, necesitan saber con quién se juegan el
porvenir.
-Sí. Ellos tienen derecho; y yo tengo la
obligación de explicarme. Estoy de acuerdo. Y voy a procurar remediar ese
desconocimiento; a darles una respuesta. Quiero utilizar más los medios de
comunicación. La televisión sobre todo... Porque en televisión soy responsable
de lo que digo, pero no soy responsable de lo que dicen que he dicho... Tengo
muchísimo miedo de cómo escriben después las cosas que he dicho. Soy reacio a
las entrevistas.
-¿Por eso evita usted hablar con la
prensa?
-Es que soy muy reacio a las
entrevistas... Muy reacio.
-Quizá el problema es también nuestro,
de la prensa. Últimamente parece que algunos nos sentimos demasiado inclinados
a ser protagonistas.
-Sí. Yo noto ese afán de protagonismo.
Algunos periodistas me preguntan sobre un tema político para tratar de
convencerme de sus posturas. Entonces les digo: ¿Ustedes, qué quieren: saber mi
opinión o convencerme de la suya?... Porque si vienen a hacerme una entrevista,
les interesará conocer mi criterio, supongo. Y tendrían que escucharlo libre de
prejuicios. Después, ustedes lo estudian, se informan y, si no les gusta, lo
critican... Después, todo lo que ustedes quieran. Pero sólo se tienen presentes
a ellos mismos. Escriben para ellos mismos... Los comentarios políticos suelen
ser mensajes que no entiende casi nadie. De ahí que la prensa tenga cada vez
menos lectores. De ahí que los políticos estén cada día más separados del
pueblo... Porque han acabado todos cociéndose en la gran cloaca madrileña... Y
molesta mucho que yo hable de una gran cloaca madrileña. ¡Pero es verdad! No
existe la preocupación de sobrevolar por encima. Nadie intenta hacer una
crítica objetiva de las actuaciones políticas, con independencia del partido
que realiza la acción.
La prensa persigue intereses concretos
-políticos o personales del político que le informa-. Defiende las
conveniencias de alguien que instrumentaliza a ese periodista. Y los
periodistas se han convertido en correas de transmisión de los intereses de
grupos determinados. Hay excepciones, desde luego. Pero, por desgracia, esa es
la tónica general. Esta tarde les decía a unos periodistas: ¿Pero cómo es
posible que tengan ustedes el más mínimo respeto a una persona que les cuenta
lo que ha ocurrido, lo que se ha tratado en un Consejo de Ministros o en alguna
reunión de naturaleza totalmente reservada?
¡Para mí, ese señor se habría acabado!
Porque no me ofrecería ninguna imagen de seriedad, ni de responsabilidad, ni de
nada. Pero ustedes colocan a esa persona en la punta de lanza de la popularidad...
Quizás por pagarle el precio de una información... Eso es deleznable... Y se
está dando mucho en la política española.
-Supongo que tiene usted razón. Aunque
yo no soy ninguna experta.
-¡No... No! Yo tampoco soy un experto.
Simplemente observo una realidad que me parece muy grave, porque nadie intenta
remediarla. No se entrevé ningún síntoma de corrección. Y la gente se está
apartando de todo. De todo... Y noto, además, que algunos periodistas no
intentan obtener los datos necesarios para hacer una información exacta. He
hablado de Autonomías con un grupo de periodistas. Y les he dicho: ¿Ustedes se
dan cuenta de que han desprestigiado totalmente el estatuto gallego? Les
pregunto: ¿Lo ha leído alguno de ustedes? Y no... ¿Y han leído ustedes el título
octavo de la Constitución?... Y no.
Y es más: me reuní con los intelectuales
gallegos que habían criticado el Estatuto de Galicia. Los he llamado
reservadamente. Los he invitado a almorzar. He ido con el estatuto y lo he
puesto encima de la mesa: «Señores, vamos a mirar artículo por artículo dónde
está la ofensa a Galicia...» ¡Y me confesaron que no lo habían leído!... Cuando
todos ellos se habían manifestado públicamente en contra... Sólo porque Alfonso
Guerra había dicho que aquello era una ofensa a Galicia. Y Fraga había dicho
que aquello era una ofensa a Galicia... Así que funcionaban simplemente por el
ruido del tam-tam de la selva. Yo repito a menudo que en España está ocurriendo
un fenómeno muy grave: las cosas entran por el oído, se expulsan por la boca y
no pasan nunca por el cerebro... Casi nunca pasan por la reflexión previa.
Pero es un hecho que está ahí; que
sucede. Y luchar contra ello es muy difícil... Yo he intentado combatirlo
muchas veces... ¡Y así me va!...Así me va... Soy un hombre absolutamente
desprestigiado. Sé que he llegado a unos niveles de desprestigio bastante
notables... He sufrido una enorme erosión.
-¿Y por qué no intenta arreglarlo? Debe
tener una solución.
-Sí. Pero la tiene utilizando los mismos
procedimientos; y no me gusta. No quiero convertirme en un hombre que busca
sectores que lo cuiden, que lo mimen... ¡En absoluto, no va conmigo! Yo sólo
digo que me juzguen por mis obras. ¡Dios mío... Que no son todas deleznables!
Desde luego, el 80 por ciento de lo que
se escribe de mí no responde a la realidad... ¿Y qué voy a hacer? ¿Usted sabe
lo que supone pasarse el día rectificando? ¡Es horrible! «Quien calla, otorga,
presidente», suelen decir los periodistas. Pero ustedes comprenderán que si
alguien inventa una cosa, y la prensa la recibe como noticia y no la contrasta
y la publica, yo no puedo dedicarme a desmentirla... Me faltarían horas para
eso.
-Cuando se ocupa un primer puesto, se
reciben más críticas que parabienes
-Sí. Es verdad. Parto de esa base y la
acepto. Pero también es verdad que no se puede luchar contra la irreflexión. Es
muy difícil que una persona asuma sus propios defectos. Y cuando se los dice
alguien que además es presidente del Gobierno, creen que está buscando unos
niveles importantes de aprobación personal. No se le puede advertir a nadie:
usted se equivoca porque no lee; usted se equivoca porque no estudia; no se
informa de los hechos... Decir eso es muy grave.
-A cualquiera le resulta difícil de
aceptar, ¿no?
-Nadie lo admite casi nunca. Consideran
que es una ofensa personal. Y aumenta todavía el grado de irritación contra mí.
He llegado a la conclusión de que es mejor callar. Y es lo que suelo hacer. Yo
sé que me he equivocado en muchas cosas. Pero el resultado final es favorable.
Si creyera que es cierto en un 80 por ciento lo que dicen de mí, tendría que
corregirme. Pero de tantas acusaciones, sólo un 30 por ciento tiene alguna base
real... Es verdad que he cometido errores. No hay persona que no los cometa.
Pero la mayoría de las veces, no tanto por lo que me acusan: excesiva
concentración de poder. Al revés: mi error ha sido no ejercer el poder que
legítimamente me corresponde.
-No crea. Quizás los políticos y la
prensa le acusen de excesiva concentración de poderes. Pero la gente de la
calle se queja de lo contrario: de que no lo ejerce.
-Pues ésa es una acusación cierta. Sobre
todo este último año... Y tenía razones para obrar así. Aunque quizás eran
justificaciones personales, porque a la vista del resultado no pueden ser
justificaciones institucionales... Lo que ocurrió es que hice una delegación de
poder y durante siete u ocho meses, en algunos aspectos, no he tenido los hilos
de la información. Los he conservado en política exterior, en seguridad
ciudadana... Pero se me han escapado otros; fundamentalmente en el Parlamento.
Ahora, los estoy recuperando a marchas forzadas. Reconozco que he cometido un
error grave que quiero corregir... Que no sé si seré capaz de corregir...
Bueno, ¡estoy seguro que lo corregiré! Tal vez tengo excesiva confianza en mí
mismo. Y eso no es bueno...
-¿Por qué? Estar dispuesto a superar
errores y circunstancias adversas es una buena cosa.
-Yo creo estar especialmente dotado para
eso... Cuando me siento acosado, salgo hacia delante. Pero no es tan bueno. Lo
deseable sería mantener siempre el mismo nivel de exigencia personal... Tengo
muchos defectos... Muchos. Pero soy consciente de ellos y lucho por
corregirlos, no crea. Pero los asumo -sonríe-, sé mis limitaciones, pero
conozco también mis posibilidades. Y combinando ambas cosas se obtiene un
producto más o menos aceptable... Visto lo que abunda en la clase política
española y en la internacional.
-¿En la internacional también?
-Pues verá... Al principio, en mis
primeros contactos internacionales, me impresionaba conocer a aquellos
políticos que siempre había admirado...
«No tengo vocación de entrar en la
Historia»
-Y se deslumbró.
-¡No...! No me deslumbré. En absoluto.
Al revés: fui creciéndome yo mismo. Y empecé a sentir una gran preocupación por
el destino del mundo, en función de las personas que lo dirigen... Al final, he
llegado a la conclusión de que los políticos son hombres como los demás. En el
fondo, las cualidades que verdaderamente cuentan son las humanas. Un político
no puede ser un hombre frío. Su primera obligación es no convertirse en un
autómata. Tiene que recordar que cada una de sus decisiones afecta a seres
humanos. A unos beneficia y a otros perjudica. Y debe recordar siempre a los
perjudicados... Gracias a Dios, yo no lo he olvidado nunca. Pero se sufre
porque no puedes tomar decisiones satisfactorias a corto plazo para todos los
españoles. Aunque esperas que sean positivas en el futuro y asumes el riesgo...
Hay personas que no ven a los gobernados uno a uno... Yo los sigo viendo. ¡Les
veo hasta las caras!
Otro requisito indispensable en un
político es la capacidad para aceptar los hechos tal y como vienen, y saber
seguir hacia delante. Nunca puede sentirse deprimido. Tiene que continuar
luchando. Confiar en lo que siempre ha defendido y en los objetivos programados
a largo plazo... Pasar por encima de las coyunturas. Porque, a veces, las
circunstancias pueden desvirtuar el destino histórico de un país. Y es
preferible decir sí a la Historia que a la coyuntura. Yo lucho, intento luchar,
contra esas coyunturas.
-Supondrá una gran tensión... Como nadar
contra corriente.
-Sí. Una tensión tremenda... Hay que
estar dispuesto a aceptar un grado enorme de impopularidad. Pero yo estoy
dispuesto a eso. Lo estuve desde el primer día en que fui presidente. Hubo una
primera época en que el ambiente jugaba a mi favor. Y yo no opino, como muchos,
que el pueblo español estaba pidiendo a gritos libertad. En absoluto, el ansia
de libertad lo sentían sólo aquellas personas para las que su ausencia era como
la falta de aire para respirar. Pero el pueblo español, en general, ya tenía
unas cotas de libertad que consideraba más o menos aceptables... Se pusieron
detrás de mí y se volcaron en el referéndum del 76, porque yo los alejaba del
peligro de una confrontación a la muerte de Franco. No me apoyaban por
ilusiones y anhelos de libertades, sino por miedo a esa confrontación; porque
yo los apartaba de los cuernos de ese toro... Cuando en el año 77 se consolida
la democracia y las leyes reconocen libertades nuevas, pero también traen
aparejadas responsabilidades individuales y colectivas, empieza lo que llaman
el desencanto...
¡El desencanto! Yo no creo que el pueblo
español haya estado encantado jamás. La Historia no le ha dado motivos casi
nunca. Tuvimos que aprender que los problemas reales de un país exigen que
todos arrimemos el hombro; exigen un altísimo sentido de corresponsabilidad. Y
sin embargo, los políticos no transmitimos esa imagen de esfuerzo común.. La
clase política le estamos dando un espectáculo terrible al pueblo español.
-Bueno, yo escucho a la gente ¿sabe? y
cada día se siente menos representada por sus políticos. Tienen la sensación de
que en el Parlamento sólo se juega a hacer política de partidos... Y no se
refieren sólo a usted, sino a la clase política en general.
-... Y yo también. Yo también. Es
verdad. Somos todos. Somos los políticos. Los profesionales de la
Administración... La imagen que ofrecemos es terrible... Vivimos una crisis
profunda que no es, en absoluto, achacable al sistema político. Pero la
democracia exige a todos una responsabilidad permanente. Si nosotros fuéramos
capaces de transmitir al pueblo ese sentido de responsabilidad, si lo
tuviéramos perfectamente informado, el pueblo español asumiría todo lo que
supone la soberanía ciudadana. Pero le hemos hecho creer que la democracia iba
a resolver todos los grandes males que pueden existir en España...Y no era
cierto. La democracia es sólo un sistema de convivencia. El menos malo de los
que existen.
-Usted ha hablado de actuar siempre con
perspectivas históricas, de sacrificar el presente en aras del futuro...
¿Espera también encontrar su compensación en la Historia?
-No. Yo no tengo vocación de estar en la
Historia. Además, creo que ya estaré; aunque sólo ocupe una línea. Pero eso no
compensa... Hoy, ahora, tengo la satisfacción de poder seguir haciendo lo que
debo hacer... Y no siempre ha sido así... Mi mayor preocupación actual es la
convivencia. La democracia puede ser más o menos buena, pero lleva en sí unos
altos niveles de perfeccionamiento. Y la perfección máxima consiste en la
convivencia perfecta. Hay que crear las condiciones necesarias para que los
españoles convivan por encima de sus ideas políticas; que las ideologías no
dañen las relaciones de amistad, de vecindad. Sé que es un objetivo posible;
estoy convencido. Y si lo conseguimos, habremos hecho una labor histórica de
primera magnitud. Por fin habríamos acabado con todas las previsiones de
enfrentamientos históricos. La transición española dará un ejemplo al mundo. El
símbolo, para mí, es que sean amigos personas de partidos diferentes, pero
amigos. Que por la mañana puedan ir a votar juntos, y después sigan charlando y
discrepen, pero civilizadamente. Que no traslademos al país nuestro rencor
personal. Que no ahondemos con diferencias políticas las diferencias regionales
y económicas que ya existen. Diferencias que, además, tampoco son
insalvables... Ése es mi auténtico objetivo. Ésa sería mi compensación.
«Los políticos están cada vez más
separados del pueblo»
-Pero como usted ya forma parte de la
Historia... ¿Qué le gustaría que escribieran en esa línea que le corresponde?
-Creo que la Historia de esta época sólo
será objetiva cuando pase mucho tiempo. Pero ahora, de inmediato, se verá
afectada por las propias posiciones personales. Yo escucho y leo muchas cosas
que se han escrito en los últimos cuatro años... ¡Y hay una cantidad de
inexactitudes y de errores de perspectiva!... Cualquiera sabe lo que dirá la
Historia dentro de 30 o 40 años... Por lo menos, pienso que no podrá decir que
yo perseguí mis intereses. Admitirá que luché, sobre todo, por lograr esa
convivencia; que intenté conciliar los intereses y los principios... Y, en caso
de duda, me incliné siempre por los principios.
-¿Qué pesa más: las insatisfacciones o
la alegrías?
-Es muy difícil de calcular. Los hechos
no son tan simples. Si examino una situación y pienso que algunas cosas van por
el camino que pretendía... Entonces tengo una alegría enorme. Tuve una gran
satisfacción en el año 76; y la he tenido con algunos textos legales que han
salido como queríamos; y con esa convivencia que, pese a todo, se está dando en
el Parlamento... Insatisfacciones... Muchas. Ingratitudes, más bien diría que
muchísimas... Bueno, ingratitud no es la palabra exacta, aunque las he
recibido. Lo malo es la incomprensión. ¿Usted sabe las cosas que han dicho de
mí? Personalmente me afecta poco lo que digan... Pero me preocupo por mis
hijos. Por si un día llegan a creer que su padre era todo eso que se escribe en
la prensa...
-¿La incomprensión le ha resultado
alguna vez insoportable?
-Sí. Me ha producido ratos amargos,
cansancios. Ha habido momentos terribles.
-Y los superó...
-Pero resisto. Yo suelo decir que me he
empeñado en un combate de boxeo, en el que no estoy dispuesto a pegar un solo
golpe. Quiero ganar el combate en el quince round por agotamiento del
contrario... ¡Así que debo tener una gran capacidad de aguante...! Es una
imagen que refleja bien mi postura. Si en mis decisiones públicas hubiera un
pequeño ingrediente personal-el más mínimo- derivado de las ofensas que he
recibido, en ese mismo instante me marcharía. Porque estaría cometiendo los
mismos errores que se han cometido históricamente. Caería en las equivocaciones
de esos políticos que, por razones personales, llevaron a España a
enfrentamientos muy graves. A veces cuesta un gran esfuerzo mantener esta
actitud... A mí me han estado insultando de una forma tremenda... Y yo he
seguido saludando con el mismo gesto, con la misma intención, hasta con el
mismo afecto, a la persona que me insultaba...
-Pues eso tiene su mérito.
-Eso es tener un cierto sentido de
responsabilidad, de responsabilidad histórica, que la da el cargo. Yo he sido
siempre un hombre responsable. Y también me influye la ilusión que conservo. La
ilusión de que es posible conseguir lo que me había propuesto. Los políticos se
rinden, a menudo, porque no ponen todo el esfuerzo necesario para alcanzar la
meta; porque priman los objetivos a corto plazo. Pero yo todavía tengo una
enorme ilusión. La misma que tuve toda mi vida.
-¿Toda su vida?... ¿Cuándo pensó que
sería jefe de Gobierno?
-Siempre. Lo comentaba incluso con los
amigos.
-¡Qué curioso!... Es raro que se cumplan
los sueños.
-Sí. Pero eso satisface el primer año.
Después, no te llena lo suficiente, porque entran en juego otras cosas más
importantes. Se me acusa de ser un hombre ambicioso... Pero, ¿es que nadie se
ha parado a pensar que ya se han cumplido todas mis ambiciones personales?
Todas. No me falta ni una... ¿Y usted cree que el poder, por sí mismo,
satisface a quienes lo poseen?
-Pues si no satisface, por lo menos
apasiona ¿no?
-Desde luego es apasionante...
Apasionante. Y no digo que el poder no satisfaga, lo que quiero explicar es que
por sí mismo no puede justificarse. El poder sólo se justifica en función del
cumplimiento de unos objetivos, por supuesto no personales. Además, yo no he
disfrutado las compensaciones personales que el poder comporta. Nadie puede
negar que soy un hombre volcado en mi trabajo; no se me ve en cócteles ni en
cenas, ni en ninguna de esas facetas agradables de la vida pública... Paso el
día estudiando documentos, leyendo expedientes, analizando acontecimientos.
Despacho los asuntos urgentes... Recibo visitas; me entrevisto con economistas,
con especialistas en los temas que me preocupan. Procuro hablar con las
personas que tienen una opinión diferente a la mía para ahondar en sus
razones... Son muchos deberes. Mi primera obligación es convencer. Tengo un
partido político que apoya mi gestión. Y no puedo decir: esto se hace así
porque yo lo he decidido. Vivo convenciendo... Ni siquiera estoy demasiado
tiempo sentado. Me levanto y paseo muy a menudo. Necesito moverme.
-¿Por qué? ¿Por una constante tensión
nerviosa?
-Bueno, yo soy un hombre inquieto,
vital... Pero me domino muy bien. Lo he pasado muy mal. Pero cuando uno ha sido
cocinero antes que fraile, y ha conocido muchas situaciones, aprende a
dominarse.
(De nuevo vienen a advertirle de la
hora. Les preocupa el programa de mañana: «Presidente, tiene que madrugar...»)
-Si está cansado lo dejamos, señor
Suárez. (Se pasa la mano por los ojos).
-Estoy un poco cansado... Sí.
-Seguiremos en otro momento, ¿no? En
realidad me quedan por hacerle todas la preguntas....
-Por supuesto -me tranquiliza-. Además,
hemos quedado en que esta entrevista la haremos en varias ocasiones.
Un día después, en el vuelo de vuelta a
Madrid, le miro mientras habla con los periodistas. Tiene algo de pez
escurridizo. Con la cara de frente, los ojos miran de perfil. Parece inmóvil,
pero se escapa. En cambio, la noche anterior, el cansancio, el silencio y la
soledad sacaron a flote otro hombre agotado. Me faltó preguntarle si al final
de la jornada siempre repasa los buenos y los malos momentos, si reflexiona y
hace autocrítica. Todavía en el avión, en un momento de distracción general, me
promete bajito: «Seguiremos hablando. Habrá otra ocasión».
Sin embargo, la ocasión no se presentó o
sus adjuntos la impidieron. A saber. No obstante las insistencias de mis idas y
llamadas a La Moncloa. Y cuando yo, por compromiso y deferencia, le envié la
trascripción de la conversación mantenida en la madrugada de Lima, sus
consejeros dilucidaron y discreparon sobre si se debería o no publicar. A pesar
de Josep Meliá o del apoyo de Chencho Arias, triunfó el no «porque el
presidente no puede ser tan sincero». Pero el hecho es que lo había sido.
Demasiado sincero. Y la entrevista quedó encerrada en un cajón y en mi «debe»
indignado.
Ahora, releída con la serenidad sabia
que dan los años, reconozco que un presidente no podía ser públicamente tan
sincero. Pero ahora también, cuando le llueven los homenajes y las nostalgias,
creo que es bueno que quienes le criticaban tanto, de los que se dolía, o todos
los demás que apenas le han conocido sepan cómo pensaba y cómo se sentía. Por
aquella época, y al final de algún segundo encuentro, Adolfo Suárez, todavía
presidente, me dijo: «Es usted la única persona en España con la que estoy en
deuda. Le debo una entrevista».
-Y si no, publico ésta.
-Y si no, en su día, publica ésta...
Dos meses después dimitió.
http://www.abc.es/espana/20140323/abci-adolfo-suarez-entrevista-201403211204.html
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