Biling|ismo
La
opresión ling|ística que en España existió últimamente ha cesado por completo,
para siempre, con la República. Las generaciones regionales educadas en la
protesta contra los atropellos propenden, sin embargo, a organizarse pensando
en el idioma como arma y no como instrumento.
El
biling|ismo, que unos estiman riqueza espiritual y otros mero embarazo para el
período educacional del individuo; el biling|ismo, ventajoso o inconveniente,
es un estado natural de multitud de pueblos, un estado que no se escoge, sino
que viene impuesto por la geografía, por la historia y por la ley de
gravitación de los idiomas que los agrupa según sus masas. Y si es muy cierto
que hay que respetar el hecho del espléndido renacimiento catalán moderno, no
es menos necesario contar imprescindiblemente con el hecho magno y secular de
la pacifica y perdurable penetración del castellano, desde la Edad Media, tanto
en Galicia como en Cataluña y Vasconia.
Y
al oír renegar de esta penetración, al oír comparar insensatamente el
castellano al inglés, comprendemos que aún está muy viva la psicología del
amargor; por lo cual yo no sé sino pedir a las regiones que hagan el mayor
esfuerzo de apartamiento respecto a ese estado ideológico formado en la
vejación pasada, y se lo pido con alguna confianza de que no me miren como un
enemigo, porque soy gallego de nacimiento; porque me sumé cordialmente a la
protesta contra el atropello de que fue víctima la lengua catalana y trabajé
porque fuese reparado; porque he cooperado en lo que he podido a glorificar el
cultivo del vasco.
En
definitiva, perdura en múltiples formas la psicología de la incomprensión. ¿Se
ha de estructurar bajo esta ideología la España nueva (la nueva vida que ha de
proyectarse en largo provenir)? Hay que proceder con el mayor cuidado para que
después de una segregación razonable de funciones en lo puramente necesario
pueda la República proceder a una poderosa reintegración de los esfuerzos
dispersos que levante la vida nacional al punto máxime.
(El
Sol, 3 de noviembre de 1931.)
PALABRAS
DE D. RAMON MENENDEZ PIDAL
Biling|ismo
La
opresión ling|ística que en España existió últimamente ha cesado por completo,
para siempre, con la República. Las generaciones regionales educadas en la
protesta contra los atropellos propenden, sin embargo, a organizarse pensando
en el idioma como arma y no como instrumento.
El
biling|ismo, que unos estiman riqueza espiritual y otros mero embarazo para el
período educacional del individuo; el biling|ismo, ventajoso o inconveniente,
es un estado natural de multitud de pueblos, un estado que no se escoge, sino
que viene impuesto por la geografía, por la historia y por la ley de
gravitación de los idiomas que los agrupa según sus masas. Y si es muy cierto
que hay que respetar el hecho del espléndido renacimiento catalán moderno, no
es menos necesario contar imprescindiblemente con el hecho magno y secular de
la pacifica y perdurable penetración del castellano, desde la Edad Media, tanto
en Galicia como en Cataluña y Vasconia.
Y
al oír renegar de esta penetración, al oír comparar insensatamente el
castellano al inglés, comprendemos que aún está muy viva la psicología del
amargor; por lo cual yo no sé sino pedir a las regiones que hagan el mayor
esfuerzo de apartamiento respecto a ese estado ideológico formado en la
vejación pasada, y se lo pido con alguna confianza de que no me miren como un
enemigo, porque soy gallego de nacimiento; porque me sumé cordialmente a la
protesta contra el atropello de que fue víctima la lengua catalana y trabajé
porque fuese reparado; porque he cooperado en lo que he podido a glorificar el
cultivo del vasco.
En
definitiva, perdura en múltiples formas la psicología de la incomprensión. ¿Se
ha de estructurar bajo esta ideología la España nueva (la nueva vida que ha de
proyectarse en largo provenir)? Hay que proceder con el mayor cuidado para que
después de una segregación razonable de funciones en lo puramente necesario
pueda la República proceder a una poderosa reintegración de los esfuerzos
dispersos que levante la vida nacional al punto máxime.
(El
Sol, 3 de noviembre de 1931.)
HABLA
D. JOSE ORTEGA Y GASSET
Señoras,
señores: En estos días, con la aprobación del texto constitucional y la
elección de Presidente, queda establecida jurídicamente la República española.
Tenemos ya un cauce legal por donde pueda fluir fecundamente nuestra vida
colectiva; tenemos ya bajo nuestras planteas un suelo de Derecho donde hincar
los talones e iniciar la marcha histórica. Termina, pues, en estos días el
primer acto de la implantación de la forma republicana en nuestra vieja, en
nuestra viejísima España. No es el momento excelente. (Se promueve un incidente
porque se quejan de lo deficientemente que se oye.) Perdonen ustedes, pero no
estoy acostumbrado a hablar con altavoz, y acontece que mientras voy
pronunciando las palabras las escucho yo mismo, y esto es demasiado: hablar y
encima escucharse. (Risas.) Decía, pues, si no es el momento excelente para que
hagamos un alto y recogiendo bien las riendas de la atención, miremos en
rededor, percibamos claramente la situación interna de nuestro país; analicemos
el próximo sábado, y sobre todo, proyectemos en grande la arquitectura de
nuestro porvenir. No todo esto, porque sería demasiada tarea; pero sí algo de
eso, un comienzo de esto, quisiera yo hacer ante vosotros.
Van
transcurridos siete meses de vida republicana, y es hora ya de hacer un primer
balance y algunas cosas más que un balance. Durante esos siete meses la
República ha estado entregada a unos cuantos grupos de personas, que han hecho
de ella lo que les recomendaba su espontánea inspiración. Tenían derecho a ello
porque fueron la avanzada del movimiento republicano en la hora de máximo
peligro. Era justo que los demás quedásemos, por de pronto, a la vera,
procurando no estorbar; más aún, formando un círculo defensivo, dentro del cual
esos hombres, sobre los cuales el destino había hecho caer la tremenda carga de
enseñar a una República recién nacida sus primeros pasos, pudiesen actuar en
plena holgura, con plena calma. Lo único que además podía exigírsenos era que
si desde el principio jugábamos algo erróneo esos primeros, cuidásemos de
expresar nuestra discrepancia en forma mesurada y cordial. Por mi parte, creo
haber cumplido con todo rigor este complejo deber, porque durante estos meses
he evitado estorbar, porque he defendido desde mi puesto excéntrico a los que
gobernaban y, en fin, porque a los quince días de sobrevenida la República
comencé yo a hacer señas (que éstas venían a ser mis tenues palabras en
artículos periodísticos y en discursos parlamentarios), comencé a hacer señas a
los de arriba para insinuarles que en mi humildísima opinión tomaban vía
muerta. (Muy bien.)
Era,
señores, de superior urgencia que lo antes posible existiese una ley, una
figura de Estado, más o menos imperfecta, que permitiese iniciar la vida
política normal, y a esta urgencia convenía supeditar todo lo demás. Pero esa
ley, la Constitución, existe ya; hay ya un Estado, y ahora nuestro deber cambia
de signo y nos impele precisamente a lo contrario que hasta aquí. Ahora es
preciso que cada cual diga claramente lo que piensa sobre la situación
histórica de nuestro país; que declare su opinión sobre el modo como ha sido
planteada la vida republicana. Ya no es necesario, y, por lo mismo, no es
lícito que sigan más o menos confundidas las actitudes políticas. Es preciso
que se deslinden los juicios y los programas, porque es preciso también que se
deslinden las responsabilidades. (Muy bien.)
Cuando
la historia de un pueblo marcha ya sobre carriles añejos, sólidamente
instalados, puede impunemente el individuo o el grupo concederse un margen de
distracción, y aun de frivolidad en la conducta, pensando que sus actos
públicos no tendrán consecuencias ni muy importantes ni muy graves; pero en una
hora como ésta, en que nace para España un nuevo destino, cuando lo estatuído
es algo tan tierno, tan débil, que no podemos apoyarnos en ello, sino que, al
revés, el Estado tiene que ser sostenido y alimentado por nuestros propios
actos, es preciso que cada uno de éstos, los míos como los vuestros, vayan
inspirados por un sentido casi patético de responsabilidad. Notad que nuestra
vida ahora no consiste en repetir una vez más lo que veníamos haciendo ayer o
anteayer, que no vamos cómodamente embarcados en usos antiguos, sino que, por
el contrario, queramos o no, estamos iniciando nuevas formas y modos de vida
pública, nuevas normas y propósitos y hasta vocabulario de convivencia; en
suma; señores, que estamos creando historia con cada una de las palabras, gestos
y movimientos que hacemos. Es preciso que el pueblo español se dé plena cuenta
de esto; que se percate del rango que para los destinos de España tienen estos
meses, semanas y días, porque sólo así podrán esas palabras, esos gestos y esos
movimientos nacer como rezumando sobre aquel fondo de dignidad, de elevación
moral, que requiere una tarea tan enorme como ésta en que estamos sumergidos.
Por eso el crimen mayor que hoy se puede cometer en España es empequeñecer el
momento. (Muy bien. Varios espectadores: No se oye.) Yo ruego que me digan las
personas que ocupan las localidades más remotas de mí si me oyen, porque de
otra manera, con los escasos medios de mi voz, yo intentaría tomar cada palabra
en la honda y lanzarla a las alturas. (Risas.)
Son,
pues, instantes de rango sublime, o ¿es que creéis que podemos entrar en tan
soberana faena como es organizar una nación, edificar un fuerte Estado, si
seguimos los españoles como hasta aquí, con un temple de ánimo chabacano,
flojas las mentes y el albedrío sin una formidable tensión de disciplina?
Diatriba
contra la chabacanería y elogio de la pasión
¿De
dónde va a venir el tono y calidad a nuestra historia, sino del tono y calidad
que logren alcanzar nuestras vidas individuales? Como en el deporte es
necesario un especial entrenamiento y hace falta seguir un régimen de vida que
mantenga el cuerpo en forma, asegurando la plena elasticidad de sus facultades,
para hacer historia es menester que el ciudadano, el simple ciudadano, se halle
moralmente en forma, tenso el ciudadano, el simple ciudadano, se halle
moralmente en forma, tenso como un arco que va a disparar su flecha hacia lo
alto. Sin eso no habrá nada. Y uno de los crímenes más insistentes de la
Monarquía fue el fomentar continuamente nuestra propensión a la chocarrería, el
chiste envilecedor, a las ridículas disputas de casinillo. Bajo atmósfera tal,
estad seguros de que las almas no pueden querer lo grande; antes bien,
minusculizadas, encanalladas, miopes como ratones se perderán en el laberinto
miserable de las querellas de rincón, y no podrán ver las líneas sencillas,
pero gigantes, que orientan al pueblo en sus renacimientos. (Aplausos.)
Yo,
señores, soy un pobre hombre, con muchas menos pretensiones de las que algunos
suponen; simplemente un pequeño ser que ha ligado siempre su microscópico
destino individual al ancho macroscópico destino de su raza. Y que por eso,
cuando ve que España va a cometer un error o, por el contrario, que puede hacer
algo grande, arrostra el ser tachado de pretencioso y abandonando su habitual
oscuridad, da al viento la poca cosa de su voz y lanza a sus conciudadanos una
advertencia o una indicación. Nada más. Así, yo ahora, en este momento
decisivo, comienzo por decir: hermanos españoles, no toleréis en vosotros ni en
vuestro alrededor el triunfo de la chabacanería; mirad que por ese punto se ha
ido siempre la media toda de las posibilidades españolas; ni consintáis tampoco
que domine la vida pública el falso apasionamiento atropellado y pueblerino.
Decía Hegel que nada importante se ha hecho nunca en el mundo si no lo ha hecho
la pasión. Pero bien entendido, añade, la pasión... fría. La otra, el fácil
apasionamiento que nos arrebata un momento, no ha servido nunca para nada
estimable. La auténtica pasión creadora de historia es un fervor recóndito, tan
seguro de sí mismo, tan firme en su designio, que no teme perder calorías por
buscar el auxilio de las dos cosas más gélidas que hay en el mundo: la clara
reflexión y la firme voluntad.
Por
eso os pido que, juntos en este rato y cualesquiera que sean vuestras
opiniones, me dejéis razonar sencillamente sobre los destinos nacionales.
(Aplausos.)
La
ocasión es magnífica para hacer de España un pueblo de vida contenta y
plenaria, respetado por todos los extraños. ¿No es una enorme pena que se
desvirtúe esta ocasión para dejar que triunfen las pequeñeces, las manías, las
palabras hueras y, sobre todo, la angostura de visión histórica?
Y
es evidente que algo de esto está aconteciendo. Conviene que yo evite toda
exageración en el diagnóstico y hasta que me oponga a ella. Para exagerar, para
desorbitar las cosas, se bastan y se sobran las mesas de café, en torno a las
cuales veinte mil tertulias, desde hace cincuenta años, se complacen en
desmesurar todos los hechos y descoyuntar todas las opiniones. (Muy bien.)
Nada
grave, por fortuna, ni irremediable ha acontecido; pero es evidente que si se
compara nuestra República en la hora feliz de su natividad con el ambiente que
ahora la rodea, el balance arroja una pérdida, y no, como debiera, una
ganancia. No disputemos sobre la cuantía de la pérdida, no disputemos sobre el
más o el menos de esta pérdida. Lo que tenemos que hacer es reconocerla. No se
han sumado nuevos quilates al entusiasmo republicano; al contrario, le han sido
restados. Y si esto es indiscutible, lo será también extraer la inmediata e
inexcusable consecuencia: que es preciso rectificar el perfil de la República.
(Muy bien. Grandes aplausos.)
Nació
esta República nuestra en forma tan ejemplar que produjo la respetuosa sorpresa
de todo el mundo. Caso insólito y envidiable; acontecía un cambio de régimen,
no por manejos, ni por golpes de mano, ni por subversiones parciales, sino de
la manera inevitable, exuberante y sencilla, como brota la fruta en el frutal.
Este modo, diríamos espontáneo, de nacer la República, nos garantiza que el
grave cambio no era una ligereza, no era un capricho, no era un ataque
histérico, ni era una anécdota, sino que había sido una necesidad profunda de
la nación española, que se sentía forzada a sacudir de sobre sí el cuerpo
extraño de la Monarquía.
Lo
que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud
y tan poca discordia, sin apenas herida, ni apenas dolores, hayan bastado siete
meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento, desánimo; en
suma, tristeza. ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria bajo la
joven constelación de una República naciente? (Muy bien.)
No
voy a acusar a nadie, no sólo porque repugno faena tal, sino porque además
sería injusto. Conozco esos hombres que hoy dirigen la vida pública española -y
me refiero no sólo a los Gobiernos, sino a muchos que militan próximos a
ellos-; conozco a esos hombres y sé que la política peninsular no ha encontrado
nunca tesoro mayor de buena fe y de prontitud al sacrificio. Lo que pasa es que
se han equivocado, que han cometido un amplio error en el modo de plantear la
vida republicana. Y aún, si luego tuviera tiempo, me atrevería a demostrar que
en buena porción ese error cometido no les es imputable, sino que más bien son
de él responsables las clases representantes del antiguo régimen que ahora tan
enconadamente combaten a esos hombres. ¿Pues qué? ¿Se quería que después de
haberlos mantenido en permanente oposición, más aún, en virtual destierro de
los negocios públicos, pudiesen esos hombres de la noche a la mañana improvisar
la destreza, la soltura de mano y la óptica del gobernante?
No;
hay una porción de error en la actuación de esos hombres, en la de todos
nosotros, que no debe avergonzarnos, porque nos viene impuesto por una realidad
histórica profunda. No somos culpables de que se haya roto de modo tan total la
continuidad de las fuerzas políticas españolas.
Hace
diecisiete años, en 1914, en una conferencia juvenil, titulada «Vieja y nueva
política», anunciaba yo que esa discontinuidad se produciría por el torpe
hermetismo del régimen monárquico, que no permitía la convivencia de todas las
fuerzas nacionales, sino que establecía una valla, más allá de la cual quedaban
desterrados de los asuntos de España la mayor parte de los españoles.
Parecerá
extraño, señores, que comience por defender a los mismos que tengo el deber de
criticar; pero la República debe hacer usos nuevos, y sobre todo, nadie espere
que por actuar yo ahora políticamente abandone ninguno de los imperativos que
han gobernado mi vida, ni renuncie a una sola de las facetas de mi verdad.
Quien busque, pues, palabras más desaforadas, o más simplistas, o más injustas,
puede, como en el juego de las cuatro esquinas, ir a buscar candela en otra
parte donde reluzca. (Aplausos.)
Pero
digo que aun restando la dosis de error que, por ser inevitable, no se puede
imputar, queda una porción, la más grave y la más sustancial.
¿Por
qué? ¿Por qué en torno a la República hay hoy menos fervor que hace siete
meses? Esto es lo inadmisible, lo injustificable.
Para
ver claro en qué consiste ese enorme error conviene retrotraernos a aquellos
días en que se preparaba el movimiento revolucionario. En esas horas de lucha,
en esos instantes de batalla, las almas se hacen un poco agudas, porque se
hacen un poco espadas; las potencias adquieren máxima tensión, y alerta el
oído, alerta la pupila, se percibe con gran exactitud la situación histórica de
la realidad política. Por eso, porque se acierta en la visión, se logra la
victoria; pero luego viene el triunfo, y el triunfo es a veces un alcohol
nocivo que onubila la mente de los triunfadores.
República
conservadora y República burguesa
Cuando
preparaban la revolución, los hombres que han aparecido al frente de la
República veían con plena claridad lo que ésta tenía que ser durante la primera
etapa de su historia, durante el tiempo de su consolidación. «La República que
ahora triunfe, decían -notad bien: lo decían ellos entonces, no lo digo yo
ahora-, la República que ahora triunfe tiene que ser una República
conservadora, una República burguesa.» Algún ministro recordará los atronadores
aplausos que estas palabras pronunciadas por él disparaban en el auditorio;
pero yo aproveché la primera ocasión para hacer notar que ambas expresiones
eran poco o nada felices.
¿Conservadora?
Señores, hablemos un poco en serio, libertándonos de la tiranía que sobre
nuestras mentes ejercen las palabras, las denominaciones. ¿Hay hoy en toda la
anchura del mundo movimiento alguno de dimensiones apreciables que pueda
calificarse de conservado, de auténticamente conservador? Podrá este o el otro
individuo, en el secreto de su temperamento, allá en la intimidad de sus
nostalgias, ser conservador; pero hoy no es posible en parte alguna una
política conservadora. Los problemas que encuentra ante sí hoy el Estado son de
tal gravedad y profundidad, que ningún pretérito puede servir de norma para
atacarlos. La sustancia misma del hombre medio se ha hecho hoy tan distinta de
lo tradicional, que nos obliga, ni más ni menos, como si dijéramos, a brincar
de una época a otra, a abandonar todo el mundo político conocido e ingresar
medrosos, atemorizados, en un mundo completamente nuevo y totalmente incógnito.
No
creo que haya hoy en Europa nadie que se haga ilusiones de lo contrario: poco,
muy poco y muy condicionalmente, puede conservarse del pasado, y por eso los
ingleses, al acudir a unas elecciones recientes en extraña coalición jamás
sospechada en sus islas, puestos a conservar no han podido conservar -ya lo
veréis- más que el nombre de conservadores. (Muy bien. Aplausos.)
No
hay más que un pueblo maestro en inquietudes, gran doctor en convulsiones:
Francia, que por la convergencia de una serie de azares ha podido intentar
hasta la fecha el sostenimiento del statu quo, que es cosa muy distinta de una
política conservadora. Se trata de un equilibrio inestable, en cuya perduración
nadie confía, y que en definitiva se nutre de demorar sine die las grandes
cuestiones del tiempo. Inexorablemente, en una u otra jornada, llegará a ese
admirable país la marea viva de los problemas actuales: el statu quo zozobrará
y se disparará en él un proceso parejo al que acude a todos los demás países.
Decir,
pues, que la República española debía ser una República conservadora equivale a
no decir nada. Menos aún: equivale a desorientar el porvenir de nuestra
República.
Pero
menos afortunada todavía me parece la otra expresión: ¡República burguesa!
¡Como si no consistiese la máxima peculiaridad de nuestra historia en la
relativa inexistencia, por lo menos en la anormal debilidad, de la burguesía en
esta Península! Cualquiera diría que se trata de una simple anécdota, cuando es
el hecho básico causante de la decadencia que ha padecido España durante toda la
Edad Moderna. Porque una edad, una época, es un clima moral que vive del
predominio de ciertos principios disueltos en el aire. La época moderna vivió
impulsada por el racionalismo y el capitalismo, dos principios emanados de
cierto tipo de hombre que ya en el siglo XV se llamaba «el burgués». Y si
España se apagó al entrar en ese clima como una bujía se apaga por sí misma al
ser sumergida en el aire denso de una cueva, fue sencillamente porque ese tipo
de hombre era en nuestra raza escaso y endeble, y el alma racional se ahogaba
en la atmósfera de aquellos principios. Y si no ha gozado España de salud
durante la Edad Moderna porque era insuficientemente burguesa, ¿va a dar la
casualidad de que ahora, cuando la modernidad sucumbe, y con ella la burguesía pierde
la plenitud de su mando; vaya a dar la casualidad, digo, de que al renacer un
Estado, este Estado se edifique como Estado propiamente burgués? No hay,
ciertamente, grandes probabilidades de ello.
El
magnífico movimiento ascensional de las clases obreras
Importa,
pues, mucho en materias graves, como ésta, cuando se trata nada menos que de
empujar a todo un pueblo en cierta dirección hacia la línea azul de su
horizonte, que cuidemos el uso de las palabras, porque son los déspotas más
duros que la humanidad padece. El vocablo que se ha apoderado de nosotros, que
en nosotros prende, nos lleva ya luego al estricote hasta sus últimas
consecuencias; consecuencias que son las suyas, pero que no son las nuestras.
Se reconocerá no haber grandes probabilidades de que en el mundo actual, al
acontecer un cambio de régimen, el nuevo Estado que nazca sea, hablando con
propiedad, un Estado burgués. Y como yo voy ha hacer un llamamiento a todas las
fuerzas eficaces del país, entre ellas a las llamadas burguesas, especialmente
a las capitalistas, y quiero que este llamamiento mío sea entusiasta, pero a la
vez serio y riguroso, me interesa que quedan claras ciertas cosas elementales.
Una de ellas, ésta: cualesquiera que sean las diferencias políticas que existen
o puedan existir mañana en nuestra vida pública, es preciso que nadie cometa la
estupidez de desconocer que desde hace sesenta años el más enérgico factor de
la historia universal es el magnífico movimiento ascensional de las clases
obreras. Se trata de una corriente tan profunda y sustancial, que tiene la
grandeza e incoercibilidad de los hechos geológicos. Toda política, pues,
inspírela uno u otro temperamento, tendrá que ir a la postre inscrita dentro de
este formidable influjo. Tiene que contar con él y aceptarlo, como se acepta el
avance de nuestro sistema solar hacia la constelación de Hércules. (Muy bien.
Aplausos.)
No
se hable, pues, de ningún rincón planetario de política burguesa; pero,
viceversa, no cabe tampoco confundir ese movimiento ascensional de la humanidad
obrera con el laborismo, socialismo, sindicalismo o comunismo, que son meras
fórmulas, propagandas, ensayos, todo lo importantes que se quiera, pero que a
la postre no representan sino interpretaciones transitorias y relativamente
superficiales de aquella realidad, mucho más profunda e inexorable. (Aplausos.)
De
modo que no es hoy posible, imaginable, política alguna que en una de sus
dimensiones no sea política obrerista, que en su sesgo no acompañe a esa
tremenda corriente marina que empuja a la historia actual. Pero, a la par,
ningún credo o partido obrerista puede pretender significar la modulación
única, definitiva e infalible de esa realidad sustantiva de nuestro tiempo.
Bastará comparar la situación del socialismo o sindicalismo en Europa veinte
años hace y hoy para convencerse de ello.
Para
no desorientarnos evitemos, pues, hablar de política conservadora y de política
burguesa. Pero si yo rechazo ambas fórmulas en cuanto que pretendan tener un
significado preciso, reconozco, en cambio, que cuando fueron pronunciadas en la
hora de preparar la revolución, los que las emitían querían decir con ellas
otra cosa mucho más certera y completamente oportuna; ésta, sencillamente ésta:
que la República, durante su primera etapa, debía ser sólo República, radical
cambio en la forma del Estado, una liberación del Poder público, detentado por
unos cuantos grupos; en suma: que el triunfo de la República no podía ser el
triunfo de ningún determinado partido o combinación de ellos, sino la entrega
del Poder público a la totalidad cordial de los españoles. (Grandes aplausos.)
Lo
que significó el cambio de régimen
Porque
no se ha hecho eso, o para hablar con más cautela y tal vez con más justicia,
porque se ha dado la impresión de que no se hacía eso, sino que se aprovechaba
ese triunfo espontáneo y nacional de la República para arropar en él
propósitos, preferencias, credos políticos particulares, que no eran
coincidencia nacional, es por lo que resulta que al cabo de siete meses ha
caído la temperatura del entusiasmo republicano y trota España, entristecida,
por ruta a la deriva. Y eso es lo que hay que rectificar.
Apenas
sobrevenido su triunfo comienza ya a falsearse. Gentes atropelladas comenzaron
a decir: ¿Cómo? ¿No se ha hecho más que cambiar la forma de gobierno? Con lo
cual no hacían sino descubrir su inconsciencia y revelar que no tenían una idea
clara de lo que era la Monarquía en España, cuando su simple ausencia y su
sustitución por un régimen opuesto se les antojaba a esos señores parva
mutación. Les parecía poco el cambio de régimen, y en cambio les parecía mucho
media docena de reformas verbalistas que habían capturado en los archivos de
una vetusta y agotada democracia. (Muy bien.) Esta agitación formó un círculo
de inquietud en torno a los gobernantes, la mayor parte de los cuales -estoy
seguro- no simpatizaba con ella, veía perfectamente su vanidad, pero no acertó
a recibirla.
Ahí
es nada que España haya dejado de vivir bajo la Monarquía de Sagunto y aliente
hoy bajo la figura de una República. ¿Es que se sabe, se sabe lo que esa
Monarquía significaba más allá de todo detalle, más allá de todos los abusos
particulares, por su esencia misma, lo que significaba para los destinos
españoles?
La
Monarquía era una Sociedad de socorros mutuos
España
es el país, entre todos los conocidos, donde el Poder público, una vez
afirmado, tiene mayor influjo, tiene un influjo incontrastable, porque,
desgraciadamente, nuestra espontaneidad social ha sido siempre increíblemente
débil frente a él. Pues bien: la Monarquía era una Sociedad de socorros mutuos
que habían formado unos cuantos grupos para usar del Poder público. Esos grupos
representaban una porción mínima de la nación: eran los grandes capitales, la
alta jerarquía del Ejército, la aristocracia de sangre, la Iglesia.
No
voy a proferir ninguna palabra enojosa para las personas que integraban estos
grupos, dueños hasta hace poco del Poder y hoy en derrota. Digo de ellos aquí
lo mismo que no pocas veces les he dicho a ellos mismos, lo propio que me
comprometería a decir ante una academia de historiadores y sociólogos, donde
mis palabras fuesen con todo rigor científico oídas, interpretadas y juzgadas;
en realidad lo he hecho constar hace tiempo en lugares del extranjero muy
exigentes por lo que toca a la precisión de las ideas, y donde, por tanto,
exponía la seriedad de mi oficio intelectual. Mi idea es ésta: no entro a
juzgar ni a suponer intenciones buenas o malas, que no importa al caso; pero el
hecho es que esa realidad histórica llamada Monarquía de Sagunto, y que llena
sesenta años de la existencia española, consistía en la asociación de aquellos
mínimos grupos para uso del Poder público. El Monarca era el gerente de esa
Sociedad, nada más, pero tampoco nada menos. Cuando el interés real o aparente
del país coincidía con el de esos grupos, hacían éstos grandes gesticulaciones
de patriotismo; pero si la necesidad nacional entraba en colisión con la
conveniencia de algunos de ellos, acudían al socorro todos los demás, y era la
nación quien tenía que ceder, padecer y anularse para que el grupo amenazado no
sufriera erosión.
Dicho
en otra forma: los grandes capitales, el alto ejército, la vieja aristocracia,
la Iglesia, no se sentían nunca supeditados a la nación, fundidos con ella en
radical comunidad de destinos, sino que era la nación quien, en hora decisiva,
tenía que concluir por supeditarse a sus intereses particulares. ¿Resultado?
Que el pueblo español, el alto, medio o ínfimo, parte de esos exiguos grupos,
no ha podido nunca vivir de sí mismo y por sí mismo, no se le ha dejado
franquía a su propio intransferible destino; no ha podido hacer la historia que
germinaba en su interior, sino que era una y otra vez y siempre frenado,
deformado, paralizado por ese poder público, no fundido con él, yuxtapuesto constantemente;
ha estado sobre él o sobrepuesto a la nación por intereses divergentes de los
sagrados intereses españoles, y les llamo sagrados porque la historia de un
pueblo, su misterioso destino y emigración por el tiempo, señores, es siempre
historia sagrada. En ello va algo tan profundo, tan imprevisible y tan
respetable, que trasciende de la voluntad y del criterio de los individuos. Por
eso los grandes hechos claros de un pueblo tienen que ser profundamente
respetados y nunca desvirtuados. Esta es la tesis principal de mi discurso. De
un lado, señores, iba, mejor dicho, pugnaba por ir a la nación; del otro,
marchaba a su ventaja el Poder público. En suma, que la Monarquía era el Poder
pública desnacionalizado, que irremediablemente falsificaba la vida de nuestro
pueblo, desviándola sin cesar de su espontánea trayectoria. El caso más claro
de esta desfiguración a que era sometida la realidad española nos la ofrece la
Iglesia. Colocada por el Estado en situación de superlativo favor, gozando de
extemporáneos privilegios, aparecía poseyendo un enorme poder social sobre
nuestro pueblo; pero ese poderío no era, en verdad, suyo, suscitado y mantenido
exclusivamente por sus fuerzas, que entonces sería absolutamente respetable,
sino que la venía del Estado como un regalo que el Poder público le había
puesto a su servicio. Con lo cual se falsificaba la efectiva ecuación de las
fuerzas sociales de España, y de paso la Iglesia, viviendo en falso, y esto es
lo triste, viviendo en falso, se desmoralizaba ella misma gravemente. (Grandes
aplausos.)
No
concibo que ningún católico consciente pueda desear la perduración de régimen
parejo, en que el uso mismo era ya un abuso, con lo cual no está dicho, ni
mucho menos, que la situación recientemente creada me parezca en su detalle n
perfecta ni deseable. Mas, por lo tanto, hay que acatarla sin más. El Estado
tiene que ser perfectamente y rigurosamente laico; tal vez ha debido detenerse
en esto y no hacer ningún gesto de agresión. Yo no soy católico, y desde mi
mocedad he procurado que hasta los humildes detalles oficiales de mi vida
privada queden formalizados acatólicamente; pero no estoy dispuesto a dejarme
imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo. (Aplausos.)
¿Cómo
iban a marchar así bien las cosas? El Estado contemporáneo exige una constante
y omnímoda colaboración de todos sus individuos, y esto, no por razones de
justicia política, sino por ineludible forzosidad. Las necesidades del Estado
actual son de tal cuantía y tan varias, que necesita la permanente prestación
de todos sus miembros, y por eso, en la actualidad, gobernar es contar con
todos. Por tal necesidad, que inexorablemente imponen las condiciones de la
vida moderna, Estado y nación tienen que estar fundidos en uno; esta fusión se
llama democracia. Es decir, que la democracia ha dejado de ser una teoría y un
credo político que unos cuantos agitan para convertirse en la anatomía
inevitable de la época actual. Por tanto, es inútil discutir sobre ella; la
democracia es el presente, no es que en el presente haya demócratas.
(Aplausos.)
Es
necesario nacionalizar la República
Pues
bien, señores: la República significa nada menos que la posibilidad de
nacionalizar el Poder público, de fundirlo con la nación, de que nuestro pueblo
vague libremente a su destino, de dejarlo fare da se, que se organice a su
gusto; que elija su camino sobre el área imprevisible del futuro, que viva a su
modo y según su interna inspiración. Yo he venido a la República, como otros
muchos, movido por la entusiasta esperanza de que, por fin, al cabo de
centurias se iba a permitir a nuestro pueblo, a la espontaneidad nacional,
corregir su propia fortuna, regularse a sí mismo, como hace todo organismo
sano; rearticular sus impulsos en plena holgura, sin violencia de nadie, de
suerte, que en nuestra sociedad cada individuo y cada grupo fuesen
auténticamente lo que son, sin quedar, por la presión o el favor, deformada su
sincera realidad.
Eso
es lo que significaba para mí eso que algunos llaman «simple cambio de forma de
gobierno», y que es, a mi juicio, transformación mucho más honda y sustanciosa
que todos los aditamentos espectaculares que quieran añadirle los arbitrarios y
angostos programas de angostísimos partidos.
Y
el error que en estos meses se ha cometido, ignoro por culpa de quién, tal vez
sin culpa de nadie, pero que se ha cometido, es que al cabo de ellos, cuando
debíamos todos sentirnos embalados en un alegre y ascendente destino común, sea
preciso reclamar la nacionalización de la República, que la República cuente
con todos y que todos se acojan a la República. Al día siguiente de sobrevenido
el triunfo (no se olvide que en unas elecciones, no en una barricada) puedo
elegir el Gobierno, en pleno albedrío, entre una de estas dos cosas: o seguir
siendo el antiguo Comité revolucionario o declararse representante de una nueva
y rigurosa legalidad que iniciaba su constitución. Al preferir lo primero, por
lo menos al preferirlo más bien que lo otro, quedó ya en su raíz desvirtuada la
originalidad del cambio de régimen, de ese hecho histórico esencial que ha
emanado directamente de nuestro pueblo entero como un acto de su colectiva
aspiración: ese hecho que no es de ningún grupo, ni grande ni pequeño, sino de
la totalidad del pueblo español, hecho al cual debiera volver su atención y
debiera atenerse todo el que no quiera equivocarse en el próximo porvenir. Este
hecho es la verdad de España, superior a todo capricho, y que aplastará
cualquier frívola intención de interpretarlo arbitrariamente. Aquella conducta
del pueblo español es el texto fundamental de que nuestra política tiene que
ser el pulcro y fiel comentario. Y esa conducta significaba un ansia de orden
nuevo y un asco del desorden en que había ido cayendo la Monarquía: primero, el
desorden pícaro de los viejos partidos, sin fe en el futuro de España; luego,
el desorden petulante y sin unción de la Dictadura. (Aplausos.)
Los
perturbadores de la República
A
esa unidad de la voluntad nacional que la República tiene que significar es
preciso que volvamos, porque hay a la puerta de la República, instalados en
hilera, unos hombres que perturban la obra de los gobernantes e impiden el
ingreso en la República del buen español, pacífico y mesurado. Hacen ellos
grandes aspavientos de revolución, la cual podrá en alguno ser sentimiento
sincero; pero revolución que hoy en España sería no buena o mala, sino algo más
definitivo: históricamente falsa. Exigen esos hombres pruebas de pureza de
sangre republicana y se dedican a recitar sin parar las más decrépitas
antífonas de la caduca beatería democrática. Urge salvar a la República de esa
vieja democracia que amenaza arrastrarla cien años atrás; urge salvarla en
nombre de una nueva democracia más sobria y magra, más constructiva y eficaz;
en suma: la democracia de la juventud. Esta tenemos que constituirla.
La
composición del Gobierno provisional era un documento de carne y hueso que
acreditaba y simbolizaba el carácter nacional, y no particular o partidista,
del cambio de régimen. Era natural que existiesen elementos dispuestos a
tergiversar su sentido y pretender que eran ellos quienes habían traído la
República, y en consecuencia, que la República había venido en beneficio de
ellos. El Gobierno no debió tolerar ni un minuto este falseamiento del gran
hecho nacional.
Muy
pocas veces acontece, señores, que la voluntad prácticamente integral de un
pueblo se concentre en unánime decisión para dar una embestida sobre el
horizonte, abriendo en él ancho portillo hacia al futuro. Por lo mismo, cuando
esto acontece, es un radical deber impedir por todos los medios que esa
unificación maravillosa de la vida colectiva quede sin fértil aprovechamiento y
recaiga demasiado pronto en la habitual disociación. Es menester conservar este
tesoro de unidad, y a los quince días del triunfo, dueño de los resortes más
imprescindibles del Poder público, debió el Gobierno declarar que empezaba a
constituirse un Estado integral superior a todo partidismo, riguroso frente a
toda ambición arbitraria. Hubiera podido hacerlo perfectamente; hubiera podido,
aprovechando la mágica ocasión, lanzar al país, en mole solidaria, hacia un
plan de sistemáticas reformas dirigido desde arriba, el cual ofrecería a cada
uno la ilusión de un nuevo quehacer. Por ejemplo, para no referirme sino al
orden de la vida pública, que es el más agudo en todas partes, pudo crear,
desde luego, un Consejo de Economía, que rápidamente dictaminase ante el país
sobre la situación de nuestra riqueza, sobre los peligros o dificultades
probables, sobre lo que se podía esperar y lo que se debía evitar. De esta
suerte, cobrando el país conciencia de su situación material, se evitaban
muchos apetitos parciales e inconexos, que han deprimido, no diré que
gravemente, pero sí en dosis injustificadas, la economía española. (Muy bien.)
En
vez de una política unitaria, nacional, dejó el Gobierno que cada ministro
saliese por la mañana, la escopeta al brazo, resuelto a cazar al revuelo algún
decreto vistoso, como un faisán, con el cual contentar la apetencia de su
grupo, de su partido o de su masa cliente. (Muy bien. Grandes aplausos y
bravos.)
No
es razón que abone esta conducta decir que los decretos fulminados por el
Gobierno provisional habían sido convenidos de antemano, cuando se preparaba la
revolución, porque entre el uno y el otro hecho se había intercalado aquella
magnífica reacción de nuestro pueblo, que anulaba las previsiones
revolucionarias. (Nuevos y prolongados aplausos.)
De
esta suerte quedó la República a merced de demandas particulares, y a veces del
chantaje que sobre ella quisiera ejercer cualquier grupo díscolo; es decir, que
se esfumó la supremacía del Estado, representante de la nación frente y contra
todo partidismo.
Por
fortuna, el daño no ha sido excesivo, porque existía dentro del Gobierno una
calidad intelectual y moral en las personas que condensaba en parte las
consecuencias de ese error cometido al plantear la vida republicana. Porque no
se hagan ilusiones las fuerzas antirrepublicanas, que acostumbradas a mandar
sobre España tascan el freno de su soberbia derrocada... (Muy bien. Grandes
aplausos.) No se hagan ilusiones cuando tan acerbamente combaten a esos
ministros. Una cosa es que hayan cometido un error genérico en esta hora
difícil, y otra, que no posean muchos de ellos excelentes condiciones de
gobernantes, que aun al través de su error trasparecen. La verdad aquí, como
muchas veces, tiene dos vertientes, y es verdad que parcialmente se han
equivocado; pero es verdad también que no pocos de ellos ofrecen para España,
en lo futuro, grandes posibilidades de dotes de hombres de gobierno. (Muy bien.
Grandes aplausos.)
Rectificación
necesaria. La creación de un gran partido nacional
Mas
lo que no queda dudoso, señores, es que es preciso rectificar el perfil y el
tono de la República, y para ello es menester que surja un gran movimiento
político en el país, un partido gigante que anude de la manera más expresa con
aquel ejemplar hecho de solidaridad nacional portador de la República, que
interprete ésta como un instrumento de todos y de nadie para forjar una nueva
nación, haciendo de ella un cuerpo ágil, diestro, solidario, actualísimo, capaz
de dar su buen brinco sobre las grupas de la Fortuna histórica, animal fabuloso
que pasa ante los pueblos siempre muy a la carrera. En suma, señores, que
frente a los particularismos de todo jaez urge suscitar un partido de amplitud
nacional; de otro modo, el Estado naciente vivirá en continuo peligro y a
merced de que cualquiera banda de aventureros le amedrente e imponga su
capricho.
¿Qué
puede entenderse por un partido de amplitud nacional? ¿Qué principio puede
inspirarlo? Muy sencillo; éste: la nación es el punto de vista en el cual queda
integrada la vida colectiva por encima de todos los intereses parciales de
clase, de grupo o de individuo; es la afirmación del Estado nacionalizado,
frente a las tiranías de todo género y frente a las insolencias de toda
catadura; es el principio que en todas partes está haciendo triunfar la joven
democracia; es la nación, en suma, algo que está más allá de los individuos, de
los grupos y de las clases; es la obra gigantesca que tenemos que hacer, que
fabricar, con nuestras voluntades y con nuestras manos; es, en fin, la unidad
de nuestro destino y de nuestro porvenir. Tiene ella sus exigencias, tiene sus
imperativos propios, que se imponen al arbitrio privado, frente a todo afán
exclusivo de esta o de la otra clase.
El
mejor ejemplo de ese partido de amplitud nacional se dibuja en el orden
económico. De ordinario, no se ve de la economía sino una pululación de
intereses múltiples que divergen y que se contraponen: se habla del interés del
capitalista, del interés obrero, del industrial, del comerciante; pero no se
advierte que todos esos intereses viven espumando una realidad más amplia que
hay tras ellos, distinta de cada uno de ellos: la realidad objetiva de la
economía nacional; es decir, el sistema de la riqueza efectiva y posible de un
país, dados su clima y su suelo, dadas las condiciones de saber técnico de sus
habitantes, las virtudes y los vicios de su carácter.
Los
partidos socialistas de Alemania e Inglaterra han creído que podrían intentar
impunemente i sin límites sangrar en beneficio del obrero ese cuerpo objetivo
de la economía nacional. El ensayo ha concluído con la derrota de ambos
partidos, cuya política contribuía a dispara la terrible crisis mundial; pero
no canten victoria los capitalistas, porque esa crisis mundial no procede sólo
-ni mucho menos- de la política obrera, sino que alarga una de sus más gruesas
raíces hasta la gran guerra europea, que fue una operación capitalista. Por
tanto, la terrible experiencia de Europa marca hoy el fracaso parejo del
capitalismo y colectivismo, y se resume en una invitación e evadirnos de todos
los «ismos» y a reconocer que la economía nacional tiene su estructura y su ley
propia, que todo interés parcial necesita respetar, so pena de ser él mismo el
aplastado. (Aplausos.)
El
beneficio del obrero no puede venir de la renta del capitalismo
Por
eso en mis primeras palabras en el Parlamento pedía yo al partido socialista
español, que es sin duda un excelente, un admirable educador de multitudes,
aunque a veces las excite sin mesura, como, por ejemplo, en la última
propaganda electoral; pedía yo al partido socialista español que enseñase a los
obreros algo que es perogrullesco, una verdad incontrovertible: que para ser
ellos menos pobres tenían que ayudar a hacer una España más rica. (Muy bien.)
El
beneficio del obrero no puede venir de la renta del capitalismo. Así lo
proclamaba el socialista Wissel, que fue ministro de Trabajo en Alemania. «La participación
de los obreros no puede crecer -decía- sino en la medida en que crezca el
rendimiento total de la economía nacional.» (Muy bien.) Por eso añado yo: un
partido de amplitud nacional que acepte ese movimiento ascendente de la
humanidad jornalera y que cuide de que sus empresas tengan la seriedad que
garantiza el cumplimiento llevará en su programa el máximo aventajamiento del
obrero, pero sólo el compatible con la integridad de la economía nacional.
(Grandes aplausos.)
Para
colaborar en el engrandecimiento de esta economía bajo el régimen republicano
se llama desde aquí a las clases productoras españolas. Todo el mundo advierte
que, habida cuenta de las condiciones de nuestro suelo, del retraso de nuestra
técnica, es nuestro país el que en más breve tiempo y con más facilidad puede
lograr un progreso relativo mayor. Todo está por hacer: en la técnica de la
producción y en la técnica de la administración.
No
hace muchos días me refería alguien que en más de una provincia española el
modo de recaudar la contribución territorial es éste tiene que ir el
propietario con el recaudador a casa del herrero, para que éste haga constar
cuántas calzas de arado ha vendido al labrador. Es decir, la Administración a
ojo de buen cubero más extremada que se pueda imaginar, tan ruda, tan
primigenia, que a no hablarse en la anécdota de hierro y de agricultura habría
que pensar en la época neolítica.
Está,
pues, todo por hacer. Tarea posible es para encender la ilusión de todo el que
no sea un inerte, sobre todo si la República consigue contaminar a los
españoles de entusiasmo por la técnica.
Para
esa gran obra de enriquecimiento nacional se llama desde aquí a los
capitalistas españoles. Pero este llamamiento, que es hecho con toda efusión,
tiene que ir perfilado con estricta severidad. Se llama al capitalista para que
denodadamente sirva a la nación, y no al revés.
No
se le llama para poner un partido al servicio del particular de la clase
capitalista; se le llama como una forma de trabajo, para trabajar en la planificación
de España. Quede claro, pues, que hoy el capitalista en España tiene que
aprender una disciplina de sacrificio; pero bien entendido que también es
menester que se le tranquilice sobre el sentido, límites y fertilidad en ese
sacrificio. De aquí que sea de extrema urgencia un magno proyecto, un plan
íntegro de reformas en la economía nacional. Yo no sé si los capitalistas
españoles acudirán a este llamamiento. Confieso sinceramente que a mí mismo me
sorprende un poco que tenga que ser hecho. No debía ser necesario llamarlos,
sino que debían estar ya ahí, desde el primer instante, y sin llamamiento
alguno. Porque no tiene sentido condicionar la adhesión a un Estado nacional;
otra cosa equivale a moralmente desterrarse, a salirse de la nación, a enajenarse.
Si ellos se creían injustamente vejados, pudieron, reuniéndose en fuerza
política, acometer al Gobierno, pero sin dejar ni durante una fracción de
segundo de actuar según su deber y su ser de capitalistas en la vida nacional,
impidiendo en lo posible la paralización de la producción y del crédito.
Lo
que pasa es que los capitalistas españoles no están bien acostumbrados. Yo, que
ahora los llamo a colaborar, quiero lealmente hacerles esta advertencia. Si se
exceptúan los propietarios andaluces y de alguna otra gleba, que han sido,
preciso es reconocerlo, insoportablemente tratados, los demás capitalistas
españoles no tienen derecho a quejarse de la República. Y si dan una vuelta por
el planeta traerán algo que contar (Aplausos.)
Lo
que ocurre es que estaban mal acostumbrados; no estaban hechos a luchar por sí
mismos, como acontece a sus parejos en las otras naciones, sino que se habían
habituado, como la iglesia, a vivir bajo el amparo y el mimo del Estado. Esto
explica que habiendo padecido tan poco de la política social, el capitalismo
español, sólo con unos cuantos gestos y unos cuantos vocablos ariscos de los
gobernantes, ha caído en el pavor. Recuerdo a este propósito una ingenua
anécdota que hace muchos años leí en las memorias de una princesa rusa. Había
gran fiesta en la Corte, y toda ella bajaba la escalinata de palacio. De pronto
se oyen gritos de ¡fuego! Prodúcese la natural confusión, todo el mundo
desaparece, vacando cada cual a su salvación. Queda la pobre princesa sola en
medio de la escalinata y ante un terrible conflicto: tener que bajar sola la
escalera, cosa que no había hecho en su vida, porque siempre había encontrado
el oportuno apoyo del brazo de un gentilhombre o de la mano de un chambelán. Es
decir, que lo que para cualquiera de nosotros es la operación más sencilla
descender una escalera, era para esta pobre criatura atrofiada por privilegios
un conflicto casi trágico. (Risas.)
Las
dos potencias de la humana actividad
Es
preciso, pues, que sin desánimo, las fuerzas favorecidas antes por el Estado se
acostumbren a vivir bravamente a la intemperie; creedme que la intemperie es
cosa sana: tonifica el músculo y aligera la cabeza. (Grandes aplausos.)
Si
vienen a este movimiento político, sepan que lo van a hallar previamente
constituído por la gente del trabajo, trabajadores de la mente y trabajadores
de la mano, que con ellos ha de colaborar; que a esos trabajadores se llama
aquí a concurso antes que a nadie, porque la vida de un pueblo es
sustancialmente esas dos cosas: manufactura y mentefactura. Esas dos potencias
de humana actividad tienen que dar el tono en el nuevo partido posible. Esas
dos y esta tercera: la juventud.
Pero
a este llamamiento puede dirigirse una objeción justísima, fundada en la escasa
capacidad de acción política que padece quien lo hace. Sin embargo, pienso que
la tarea a emprender es tan integral, que en ella pueden aprovecharse no sólo
las virtudes, sino también los vicios, y yo creo que algunos de los míos son
explotables, y que ellos precisamente indican que sea yo quien levante ante el
país esta bandera. Pero repito que la objeción es justísima, y como quiero
cuentas limpias con mis conciudadanos, advierto desde ahora que no consideraré
como existente el movimiento si no acuden a él hombres dinámicos, políticos en
el sentido más estricto, que se hallen ya en la brecha, aptos para todo
combate, y que compensen con su eficacia lo inválido de mi persona.
Palabras
finales
Yo
quisiera convencerlos de que van a hacer muy poco si extenúan su esfuerzo, como
hasta ahora, en pura dispersión. La República nueva necesita un nuevo partido
de dimensión enorme, de rigurosa disciplina, que sea capaz de imponerse, de
defenderse frente a todo partido partidista. Por eso me da pena ver cómo en
este mismo Parlamento actual pierden la mayor parte de su energía viviendo en
grupos dislocados, cuando no en singularidad solitaria, atractiva y grácil, sin
duda, pero inoperante.
Hay
algún grupo compuesto por hombres excelentes, dirigido por personas que han
dado ya pruebas de sus dones de mando, de su aptitud para la política más
difícil, que es la política quirúrgica, y que no podrá dar todo su rendimiento
al país si no acude a colaborar en un gran partido de rigurosa disciplina, como
el que yo he venido aquí a postular. Hay también alguna personalidad, hoy
señera, todo brío y nervio, en quien todos ven una admirable vocación de
político, y a quien tanto debe la República, que sólo con rasparse los residuos
de un vocabulario extemporáneo derechista, incompatible con su temperamento y
el estilo actual de su figura, podría destacar sobre el fondo de este partido y
cuajar en gran gobernante.
(Gran
ovación, que se hace extensiva a D. Miguel Maura, que ocupa uno de los palcos.)
Piensen,
les digo, que la obra por hacer es ingente, y tiene que serla también el
instrumento; se trata de tomar a la República en la mano para que sirva de
cincel con el cual labrar la estatua de esta nueva España; para urdir la nueva
nación, no sólo en sus líneas e hilos mayores, sino en el amoroso detalle de
cada villa y de cada aldea. Se trata, señores, de innumerables cosas egregias
que podríamos hacer juntos y que se resumen todas ellas en esto: organizar la
alegría de la República española. (Grande y prolongada ovación.)
(El
Sol, 8 de noviembre)
El
episcopado español define en una Pastoral su disgusto ante varios preceptos
constitucionales.
Quienes
conozcan la santa dignidad de la Iglesia católica no habrán extrañado la
actitud contenida y paciente con que han obrado la Sede Apostólica y el
Episcopado, durante la primera etapa constituyente de la República española.
Deferentes con el régimen y sus representantes, les ha guardado las
consideraciones y respetos a que es acreedor todo Gobierno constituído. Ante
multiplicadas disposiciones ministeriales que inmutaban unilateralmente el
statu quo legal de la Iglesia, elevaron las debidas protestas en la forma más
conducente al mantenimiento de las buenas relaciones entre ambas potestades.
Iniciado el proceso deliberativo de las Cortes constituyentes para dar a España
su nueva Ley fundamental, no dejaron las diversas provincias eclesiásticas, y
en general las organizaciones católicas, de exponer directamente al poder
legislativo del Estado los principios doctrinales, los derechos sagrados y los
anhelos prácticos de la Iglesia, en la confianza de que habrían de ser tenidos
en cuenta al formularse los preceptos definitivos de carácter religioso. En
todo momento, por difícil y apasionado que fuese, la Iglesia ha dado pruebas
videntes y abnegadas de moderación, de paciencia y de generosidad, evitando con
exquisita prudencia cuanto pudiera parecer un acto de hostilidad a la
República. Aun aprobado el art. 24, en el texto definitivo, art. 26, la
dolorida y alta protesta del Papa, a la que se adhirió fervorosamente el
Episcopado, debió ser considerada por todos como una lección ejemplar de
dignidad serenísima.
Promulgada
la Constitución española y organizados jurídicamente los Poderes del Estado,
éntrase en una nueva etapa de la República, y ha llegado el momento de que el
Episcopado dé forma solemne a su actitud ante los hechos y alecciona a los
fieles para señalarles su conducta futura. Lo debemos a nuestra misión sagrada
de Obispos que nos obliga a sostener la doctrina y los derechos de la Iglesia, nos
lo impone nuestra condición de ciudadanos que no consiente mostrarnos
indiferentes al bien público de la Patria. Con aquella libertad de espíritu con
que a todo ciudadano ha sido respetada la exposición de sus ideas, pero con la
firmeza y mansedumbre evangélicas propias de Obispos, en que por nadie debemos
ser superados, hemos de publicar nuestro pensamiento, que un imperativo de
conciencia nos veda contener en la intimidad de nuestro ministerio pastoral.
El
privilegio constitucional de la excepción y el oprobio.- Los principios y
preceptos constitucionales en materia confesional no sólo no responden al
mínimum de respeto a la libertad religiosa y de reconocimiento de los derechos
esenciales de la Iglesia que hacían esperar el propio interés y dignidad del
Estado, sino que, inspirados por un criterio sectario, representan una
verdadera oposición agresiva aun a aquellas mínimas exigencias.
Hubiérase
creído oportuna la modificación del statu quo tradicional para atemperarlo al
cambio político del país, y a la Iglesia, que se hace cargo maternalmente del
grave peso de la humana flaqueza, y no ignora el curso de los ánimos y de los
hechos por donde va pasando nuestro siglo, no le hubiera faltado la debida
condescendencia, aun no concediendo derecho alguno sino a lo verdadero y
honesto, para no oponerse a que la autoridad pública tolerase algunas cosas
ajenas a la verdad y justicia con el fin de evitar un mayor mal o de obtener o
conservar un mayor bien. Mas, en lugar de diálogo fecundo y comprensivo, se ha
prescindido de la Iglesia, resolviendo unilateralmente las cuestiones que a la
misma afectan.
La
Iglesia, excluída de la vida pública.- Más radicalmente todavía se ha cometido
el grande y funesto error de excluir a la Iglesia de la vida pública y activa
de la nación, de las leyes, de la educación de la juventud, de la misma
sociedad doméstica, con grave menosprecio de sus derechos sagrados y de la
conciencia cristiana del país, así como en daño manifiesto de la elevación
espiritual de las costumbres y de las instituciones públicas. De semejante
separación violenta e injusta, de tan absoluto laicismo del Estado, la Iglesia
no puede dejar de lamentarse y protestar, convencida como está de que las
sociedades humanas no pueden conducirse, sin lesión de deberes fundamentales,
como si Dios no existiera, o desatender a la Religión, como si ésta fuere un
cuerpo extraño a ellas o cosa inútil y nociva.
En
tal situación de cosas, era lógico, a lo menos, reconocer a la Iglesia su plena
independencia y dejarla gozar en paz de la libertad y del derecho común de que
disfrutan, como derechos constitucionales, todo ciudadano y cualquier
asociación ordenada a un fin justo y honesto. Y en lugar de tal independencia,
hásela sometido, a Ella y a sus instituciones, a medidas de excepción y a
ordenamientos restrictivos, con que se la pone injustamente bajo la dominación
del poder civil y se invaden materias de exclusiva competencia eclesiástica.
Una
negación de libertades y derechos.- Derecho y libertad en todo y para todos,
tal parece ser la inspiración formulativa de los preceptos constitucionales,
con excepción de la Iglesia.
Derecho
de profesar y practicar libremente cualquier religión; y el ejercicio de la
católica, única profesada en la nación, que le debe sus glorias históricas, su
patrimonio de civilización y de cultura y su actual conciencia religiosa, es
rodeado de recelos y hostilidades comprensivos de sus legítimos y libres
movimientos.
Libertad
a todas las asociaciones, aún a las más subversivas; y se preceptúan extremas precauciones
limitativas para las Congregaciones religiosas, que se consagran a la
perfección austerísima de sus miembros, a la caridad social, a la enseñanza
generosa, a los ministerios sacerdotales.
Libertad
de opinión, aun para los sistemas más absurdos y antisociales; y a la Iglesia,
en sus propios establecimientos, se la sujeta a la inspección del Estado para
la enseñanza de su doctrina.
Derecho
de reunión pacífica y de manifestación; y las procesiones católicas no podrán
salir de los edificios sagrados sin especial autorización del Gobierno, que
cualquier arbitrariedad, temor ficticio o audacia sectaria pueden ser ocasión
de que fácilmente se niegue.
Libertad
de elegir profesión; y es mermado este derecho a los religiosos, que quedan
sometidos a una ley especial, variamente prohibitiva.
Libertad
de cátedra y de enseñanza para todo ciudadano y para la defensa y propaganda de
cualquier sistema y error; y se impone como obligatorio el laicismo en las
escuelas oficiales, y a las Ordenes religiosas les es prohibido enseñar.
El
Estado y las corporaciones públicas podrán subvencionar toda asociación,
cualesquiera que sean sus objetivos y actuaciones; sólo la Iglesia y sus
instituciones, que sirven la más alta finalidad de la vida humana, no podrán
ser auxiliadas ni favorecidas.
Es
permitida cualquier manifestación cultural o social en los establecimientos
beenéficos y en otros centros análogos dependientes del Estado y de las
corporaciones públicas; no obstante, un radical espíritu de secularización
rodea en ellos de obstáculos y suspicacias el ejercicio del culto y la
asistencia espiritual; aun respecto de los cementerios, extensión sagrada de
los mismos templos, y perenne expresión
de culto, se le niega a la Iglesia el derecho de adquirir nueva propiedad
funeraria y la plena jurisdicción.
Se
reconoce el derecho de propiedad y se dan garantías para su uso y socialización
posible; y los bienes de la Iglesia están sometidos a restricciones abusivas,
se tiene a las Ordenes religiosas bajo continua amenaza de incautación, y la
propiedad de las Ordenes cuya disolución se decreta, es afectada a fines
docentes o benéficos, aun sin la garantía de respetar el carácter religioso de
su origen y de sus fines fundacionales.
Parece,
en suma, que la igualdad de los españoles ante la ley y la indiferencia de la
confesión religiosa para la personalidad civil y política sólo existan, en
orden a la Iglesia y a sus instituciones, a fin de hacer más patente que se les
crea el privilegio constitucional de la excepción y del agravio.
El
presupuesto de culto y clero.- En un punto, por lo menos, era de esperar
ecuanimidad generosa, siquiera para evidenciar que aun el más rígido
doctrinarismo laico sabía abstenerse de perseguir ni vejar a nadie. La
separación de la Iglesia y el Estado no siempre excluye las relaciones
amistosas entre ambas potestades, ni el que sean justamente respetados los
sagrados derechos de aquélla. Tampoco impide la subvención del culto y clero en
méritos del reconocido valor social de la Religión, y menos puede justificar
que se desatiendan la cancelación y rescate de obligaciones de justicia
anteriormente contraídas. En España, la supresión del presupuesto eclesiástico
decrétase casi tajante, prescindiendo de su carácter de compensación
desamortizadora, dando a los derechos adquiridos del clero un trato de
desigualdad notoria en relación con los de otros estamentos en esto análogos,
dejando de tener toda consideración a quienes, por su bienhechora ejemplaridad
son dignos de la magistratura moral y social que desempeñan para la elevación
espiritual del pueblo, y que, aun desde el solo punto de vista de la
civilización, a nadie puede ser indiferente.
Doloroso
es confesarlo, la Constitución española no ha acertado a colocarse ni en el
tipo medio del derecho constitucional contemporáneo, y no ha sabido auscultar
el respetuoso movimiento de comprensión religiosa en que se inspiran los más
nobles pueblos que después de la guerra ha debido dar su ley fundamental a las
nuevas democracias.
II.
La enseñanza, el matrimonio y las Ordenes religiosas.- No menos dolorida hemos
de exhalar nuestra voz pastoral, si nos detenemos a considerar los derroteros
que se apresta a seguir la legislación española en lo concerniente a la
enseñanza, al matrimonio y a las Ordenes religiosas.
Frente
al monopolio docente del Estado y a la descristianización de la juventud, no
podemos menos de ser firmes en sostener a una los derechos de la familia, de la
Iglesia y del poder civil en la convivencia armoniosa que exigen la razón, el
sentido jurídico y el bien común.
Derechos
docentes de los padres y de la Iglesia.- No se puede, sin violación del derecho
natural, impedir a los padres de familia atender a la educación de sus hijos,
expresión y prolongación viviente de sí mismos, con la debida libertad de
elegir escuela y maestros para ellos, de determinar y controlar la forma
educacional en conformidad a sus creencias, deberes, justos designios y
legítimas preferencias. No se puede, sin atentar a la propia maternidad
espiritual de la Iglesia, desconocer u obstaculizar su derecho docente, a cuyo
ejercicio debe la civilización su perfección y su historia, por el que no es
lícito sustraerle los fieles, desde su tierna infancia, para la formación
cristiana de su mentalidad, de su carácter y de su conciencia en escuelas
propias y aun en las escuelas públicas. No se puede, sin deformar la indefensa
y reverenciable conciencia de los niños y adolescentes, negarles su derecho
estricto a precibir una enseñanza conforme a la doctrina de la Iglesia, a la
cual pertenecen por la incorporación sacramental del bautismo, y, todavía
menos, someterlos a aquella mutilación del hombre por la escuela neutra, que
así fue ésta enérgicamente definida por los egregios doctor Torras y Bagés y
Menéndez Pelayo.
Aplauso
y colaboración habrá de merecer todo cuanto haga el Estado para el fomento de
la cultura popular, si no se deja llevar por el exceso de estatificar la
enseñanza y se atiene a estas dos ormas: Es ilícito todo monopolio docente que,
directa o indirectamente, obligue a las familias a enviar sus hijos a las
escuelas del Estado, contrariando las obligaciones de su conciencia o aun sus
legítimas preferencias. Sin una buena formación religiosa y moral, toda cultura
de los espíritus será malsana; los jóvenes no educados en el respeto de Dios
serán reacios a soportar disciplina alguna para la honestidad de la vida, y
avezados a no negar nada a sus concupiscencias, serán llevados fácilmente a
agitar la misma paz del Estado.
La
potestad judicial eclesiástica.- Infausto para la juridicidad del Estado fue el
decreto provisional con que se precipitó la nueva legislación acerca del
matrimonio, negando la potestad judiciaria de la Iglesia en las causas
matrimoniales y suspendiendo los efectos civiles de las ejecutorias sobre divorcio
o nulidad de matrimonio emanadas de las tribunales eclesiásticos desde el
advenimiento de la República. Incalificable atentado jurídico, que sólo una
ofuscación sectaria pudo producir, porque no se puede obligar a comparecer en
causa canónica ante el tribunal civil a quienes su confesión religiosa se lo
veda en conciencia para tales causas; no es lícito dar efectos retroactivos
obligatorios a leyes civiles posteriores sin exigencias indeclinables del bien
público, y no cabe sustraer los matrimonios contraídos canónicamente a la norma
innegable de que tales contratos han de regirse perpetuamente por la ley que
los regulaba cuando tuvieron efecto. No es de extrañar que tan rápidamente se
haya presentado el proyecto de la ley del divorcio vincular con la radicalísima
e insólita admisión del mutuo disenso como causa disolvente y se pretenda
aplicarla a todo matrimonio, cualquiera que sea la forma de su celebración; no
habrán de extrañar tampoco las previsibles imposiciones de la anunciada ley del
matrimonio civil.
Concepción
estatista del matrimonio.- Materia delicada como pocas la legislación
matrimonial. El matrimonio es padre y no hijo de la sociedd civil, y por este
solo concepto habrían de merecer de ésta los máximos respetos y su intrínseco
carácter religioso y la anterioridad de sus claros privilegios, que proceden
del derecho natural y divino, y no de la gratuita concesión de la potestad
humana.
Inseparable
como es el contrato nupcial del sacramento en el matrimonio cristiano, toda
pretensión del legislador a regir el mismo vínculo conyugal de los bautizados
implica arrogarse el derecho de decidir si una cosa es sacramento, contraría la
ordenación de Dios y constituye una inicua invasión en la soberanía espiritual
de la Iglesia, que en virtud de la ley divina y por la naturaleza misma del
matrimonio cristiano a ella corresponde exclusivamente. La ley civil debe
reconocer la validez o invalidez del matrimonio entre católicos según la
Iglesia la haya determinado, y las formalidades legales sólo deben ordenarse a
que sean atribuídos efectos civiles al matrimonio que coram Ecclesiae sea
debidamente celebrado.
Con
esto no se pretende atribuir al matrimonio católico una situación civil
privilegiada, sino simplemente reivindicar para los fieles el derecho a casarse
siguiendo la obligada disciplina de su religión, evitándose de esta suerte el
hecho inexplicable de que el Estado imponga a los ciudadanos una celebración
nupcial a la que ellos no atribuyen ningún valor, en virtud de un más alto
imperativo espiritual. El mismo principio de la justa libertad de las
conciencias obliga al legislador, obliga al Estado a abandonar sus pretensiones
secularizadoras del matrimonio. El matrimonio civil y la legislación divorcista
laica es una concepción estatista del matrimonio, otro de los excesos de esa
omnicompetencia del Estado, que tan funesta es para la libre expansión de la
personalidad humana y la dignidad de las instituciones que no deben a él su
existencia, ni sus fines, ni sus derechos esenciales.
Reivindicaciones
canónicas de la Iglesia.- Frente a tales demasías, la Iglesia no cesará de
reivindicar, en un país católico como el nuestro, el reconocimiento oficial de
su competencia, el acuerdo de la legislación canónica y civil y la supresión
del divorcio, segura de que labora eficazmente por la salud misma de la
República, librándola de la depravación de las costumbres públicas, impidiendo
la inmerecida humillación de la mujer, expósita y víctima segura de tales
viciosas emancipaciones, enfrenando el culto de la carne, a que conduce la
práctica fácil y el deseo mórbido del divorcio, y ofreciéndole, en cambio, por
matrimonio cristiano una raza de ciudadanos que, animados de sentimientos
honestos y educados en el respeto y el amor de Dios, se considerarán obligados
a obedecer a los que justa y legítimamente imperan, a amar a sus prójimos y a
respetar todo derecho de sus conciudadanos.
Las
excelencias de las Ordenes religiosas.- Muy afligido ha de mostrarse nuestro
ánimo cuando nos vemos obligados a lamentarnos gravemente de los peligros que
amenazan a las Congregaciones religiosas, que todo católico considera como
expresión social de su más elevado idealidad religiosa, que la Iglesia mira
como instituciones inseparables de su vida evangélica y de su apostolado, y a
las cuales la sociedad civil ha de agradecer ejemplos de virtud incomparable,
misericordias de heroica caridad, eficacias de sólida enseñanza y de muy alta
espiritual educación, bienes generosísimos de que han disfrutado luengas
generaciones y que son el más rico patrimonio moral de los hijos del pueblo. No
creemos, empero, no queremos creer que el Estado español llegue a desconocer
tales excelencias de las Ordenes religiosas, y las someta a una ley que pueda
ser triste recuerdo de despóticas legislaciones creadoras del llamado delito de
Congregación.
La
Compañía de Jesús.- Amarguísimo y aflictivo sobremanera se nos hace el
referirnos a la subsistencia constitucional del precepto que, según autorizadas
declaraciones, se refiere directamente a la Compañía de Jesús. No salimos de
nuestro asombro de que haya podido sostenerse tal iniquidad y de que persista
el absurdo moral y jurídico de su motivación, que si para la Compañía vuélvese
gloriosa, para el Estado es humillante. De ser válido el motivo alegado,
implicaría la persecución radical de todo religioso y de todo católico, porque
el cuarto voto de los jesuítas, en lo que tenga de realidad, sólo representa la
perfección de aquella obediencia que todos los católicos, y por disciplina más
rigurosa los religiosos deben al Papa; y significa, en todo caso, un ultraje al
más alto poder espiritual del mundo, al venerado e inerme Soberano de la
institución ecuménica superior, y por consiguiente no ligada por principios
nacionales, a la sagrada autoridad del Jerarca supremo de la Iglesia, cuya
soberanía en el orden religioso es tan legítima a lo menos como la del Estado
en su esfera propia, y que no ha de considerarse extraño a un país donde es
reverenciado y obedecido por millones de ciudadanos.
Inverosímil
por su motivo absurdo y antijurídico, la disolución de la Compañía de Jesús,
como de cualquier otra congregación, representa además una violación de
derecho, una ofensa a la Iglesia, una ingratitud del pueblo español y un daño
considerable para la vida civil de la República.
Contra
el Derecho internacional.- Con tal medida sectaria se atenta a las normas del
Derecho internacional público declaradas Derecho positivo español, son violadas
las garantías individuales y políticas proclamadas en la Constitución, que se
derivan de la libertad de asociación y de la igualdad de todos los españoles
ante la Ley y es desconocido el derecho elemental de no ser nadie castigado sin
ser oído, ni sentenciado sin previa y probada formación de causa, conforme a
los trámites legales.
La
Iglesia aparece atacada y ofendida en una de sus instituciones más queridas y
expresivas de su apostolado intelectual y social, sin atención además al
derecho innegable con que puede reclamar de todo Estado que le sea respetada su
plena personalidad jurídica y libertad de actuación por medio de las
instituticones inseparables de ella; mucho más en este caso, porque la sola
consideración del motivo alegado arguye inexistencia de razón fundamental y de
justificable inculpación.
Que
la disolución de la Compañía, creación del genio religioso y humano de un Santo
español, sea una ingratitud de nuestro pueblo representado por el Parlamento y
el Gobierno, no debe probarse ante su larga, fecunda y conocida actuación en
pro de la cultura superior y formación científica de la enseñanza en general,
de los ministerios sacerdotales y de toda suerte de obras e instituciones
sociales, sin que pueda omitirse su poderosa influencia en conservar y extender
el espíritu y la cultura españolas en todos los países hispanoamericanos.
A
nadie, finalmente, ha de ocultarse el daño que va a sufrir la República si con
la disolución de la Compañía quedan desatendidas las obras e instituciones que
ella dirige, incumplidos los fines de las donaciones con que tantas familias
piadosas han contribuiído al establecimiento y vida de aquéllas, y ofendidos en
su conciencia de creyentes y carácter de ciudadanos los católicos españoles que
sienten como propia la injusticia con ella cometida y han de sufrir la ingrata
correspondencia con que la Constitución misma, estímulo y garantía de
convivencia civil, trata a beneméritos y amados compatriotas, dignos al menos
de todo respeto por su cooperación a la vida pública del Estado.
III.
Protesta y reprobación de la Constitución promulgada.- Ante los excesos e injusticias
que en materia religiosa se contienen en la Constitución, de diversos lados, y
según los respectivos puntos de vista particulares, se han formulado críticas
severísimas y justificadas. Aun personalidades ecuánimes de significación
católica la han reputado agresiva y la tienen como una solución de venganza;
quien es hoy el más alto magistrado de la Nación, en su noble afán de volverla
justa y conciliadora, proclamó ante el Parlamento que no era la fórmula de la
democracia, ni el criterio de libertad, ni el dictado de la justicia. ¿Podían
callar los obispos, sobre quienes recae la responsabilidad de la misma Iglesia,
que habrá de sufrir los efectos de tales agravios, excesos e injusticias?
Queda,
pues, manifestado el juicio que nos merece la nueva situación legal creada a la
Iglesia en España, y a la cual no podemos prestar nuestra conformidad por
lesiva de los derechos de la Religión, que son los derechos de Dios y de las
almas, atentatoria a los principios fundamentales del derecho público, contradictoria
con las propias normas y garantías establecidas en la misma Constitución para
todo ciudadano libre y toda institución honesta, inmerecida e injusta en daño
de la eficacia social y de la independencia espiritual de una sociedad
religiosa perfecta y soberana en su orden, que, así como no aspira a
entrometerse en la soberanía propia del Estado, tiene derecho a ser respetada
plenamente por él en su misión propia y a ser reconocida como la primera e
incomparable institución moral y civilizadora de España. Ni los derechos
internacionales del hombre y del ciudadano, que la conciencia jurídica del
mundo civilizado considera inviolables por los Estados, han sido aplicados a
los que profesan la religión católica, ni colectivamente a la Iglesia se le ha
concedido siquiera el trato de minoría religiosa que los tratados
internacionales otorgan aún a los grupos confesionales sin posible comparación
con lo que ha sido y es la Iglesia en nuestro país, a la cual pertenece la
mayoría de los españoles como religión única profesada por sus ciudadanos.
Derecho
a una reparación legislativa.- Sea, por tanto, pública y notoria la firme
protesta y reprobación colectiva del Episcopado por el atentado jurídico que
contra la Iglesia significa la Constitución promulgada, y reste proclamado su
derecho imprescriptible a una reparación legislativa, por la cual claman a una
la justicia violada, la dignidad de la religión ofendida y el bien general de
la misma sociedad española, y que confiamos habrán de procurar los propios
gobernantes, aun para el prestigio del poder civil, la convivencia libre y
pacífica de todos los españoles y la progresiva consolidación del régimen.
No
es sólo nuestra conciencia de obispos la que nos obliga a elevar esta protesta
y formular estos votos en bien de la Iglesia; nos impele también el nobilísimo
deber de ciudadanos, cuyo más grande amor, después del de Dios y de las almas,
es el bien y la prosperidad de la Patria.
IV.
Espíritu y carácter de la actuación de los católicos.- No sería perfecto el
cumplimiento de nuestra misión de obispos si nos limitásemos a la anterior
declaración, plenamente justificada y necesaria. Después de considerar los
hechos presentes a la faz de toda la nación y proclamar el juicio que nos
merecen, nos incumbe dirigir la mirada al interior de la Iglesia y señalar a
los fieles cuál deba ser el espíritu y el carácter de su actuación en roden a
las realidades y problemas que nos rodean.
Por
ello, en forma precisa, teniendo presentes, como es debido, las directivas
pontificias, y transmitiéndoos aún el propio acento de su auténtica palabra,
atendiendo inmediatamente a las exigencias del estado actual de cosas y a la
más congruente actuación con que los católicos han de tratarlo, venimos, amados
fieles e hijos en el Señor, a señalaros las siguientes normas y orientaciones
para regir vuestra conducta en lo porvenir.
Devoción
y obediencia al Papa.- 1. Todos los fieles pondrán especial empeño en
intensificar su mentalidad y conciencia cristiana a fin de pensar y sentir
acordes con la Iglesia jerárquica y obrar siempre según sus mandatos y
orientaciones. Aumentarán, por tanto, su devoción al Papa y le mostrarán la
obediencia pronta y cordial que le es debida como Vicario de Jesucristo, centro
de la unidad de la fe y del sacerdocio, autoridad suprema y legítima, con
potestad de jurisdicción ordinaria e inmediata sobre todas y cada una de las
diócesis y sobre todos y cada uno de los obispos y de los fieles. A tal fin
exhortamos a todos, asociaciones y particulares, a que se promueva el sólido
conocimiento y la amplia difusión de las enseñanzas pontificias, en especial de
las Encíclicas y Letras apostólicas del Papa León XIII, que constituyen como la
teología social de la Iglesia, y las del actual Pontífice, Pío XI,
singularmente las que versan sobre la educación cristiana de la juventud, el
matrimonio cristiano y la restauración del orden social, donde se contienen las
direcciones precisas y prácticas que mejor convienen al renacimiento católico
de España.
Concurso
leal a la vida civil y pública.- 2. Cuanto más difícil aparezca la situación de
la cosa pública en nuestro país, más habrán de redoblar los fieles su celo y
esfuerzo en defensa de la fe católica, y al mismo tiempo de la patria, dos
deberes fundamentales a cuyo cumplimento ninguno de ellos puede sustraerse. En
consecuencia, aportarán su leal concurso a la vida civil y pública, con tanta
más razón porque los católicos, por la virtualidad misma de la doctrina que
profesan, están obligados a cumplir tal deber con toda integridad y conciencia;
y aunque no puedan aprobar lo que haya actualmente de censurable en las
instituciones políticas, no deben dejar de coadyuvar a que estas mismas
instituciones, cuanto sea posible, sirvan para el verdadero y legítimo bien
público, proponiéndose infundir en todas las venas del Estado, como savia
salubérrima, la orientación y la virtud de la religión católica. Un buen
católico, en razón de la misma religión por él profesada, ha de ser el mejor de
los ciudadanos, fiel a su patria, lealmente sumiso, dentro de la esfera de su
jurisdicción, a la autoridad civil legítimamente establecida, cualquiera que
sea la forma de gobierno.
Acatamiento
y obediencia al Poder constituído 3.- La Iglesia, custodio de la más cierta y
alta noción de la soberanía política, puesto que la hace derivar de Dios,
origen y fundamento de toda autoridad, jamás deja de inculcar el acatamiento y
obediencia debidos al Poder constituído, aun en los días en que sus
depositarios y representantes abusen del mismo en contra de ella, privándose de
esta suerte del más poderoso sotén de su autoridad y del medio más eficaz para
obtener del pueblo la obediencia a sus leyes. Con aquella lealtad, pues, que
corresponde a un cristiano, los católicos españoles acatarán el poder civil en
la forma con que de hecho existía y, dentro de la legalidad constituída,
practicarán todos los derechos y deberes del buen ciudadano. Una distinción,
empero, habrán de tener presente en su actuación: la importantísima distinción
que debe establecerse entre «poder constituído» y «legislación». Hasta tal
punto esta distinción es obvia, que nadie deja de ver cómo bajo un régimen cuya
forma sea la más excelente, la legislación puede ser detestable, y, al revés,
bajo un régimen de forma muy imperfecta puede darse una excelente legislación.
La aceptación del primero no implica, por tanto, de ningún modo la conformidad,
menos aún la obediencia, a la segunda en aquello que esté en oposición con la
ley de Dios y de la Iglesia. Pero las naciones son sanables; las legislaciones,
perfectibles. Sin mengua, pues, ni atenuación del respeto que al poder
constituído se debe, todos los católicos considerarán como un deber religioso y
civil desplegar perseverante actividad y usar de toda su influencia para
contener los abusos progresivos de la legislación y cambiar en bien las leyes
injustas y nocivas dadas hasta el presente, seguros de que obrando con rectitud
y prudencia, darán con ello pruebas de inteligente y esforzado amor a la
patria, sin que nadie pueda con razón acusarles de sombra de hostitilidad hacia
los poderes encargados de regir la cosa pública.
Intensidad
de vida religiosa personal y colectiva 4.- Dada la nueva situación legal creada
a la Iglesia en España, y por grandes que puedan ser las esperanzas cifradas en
la eficacia del movimiento reparador de la legislación, a que precedentemente
les hemos instado, no deben los católicos perder de vista la realidad actual
para situarse debidamente y sacar de ella, y a pesar de ella, el mayor
provecho. Es necesaria, como fundamento de toda otra actuación, la mayor
intensidad de vida religiosa, personal y colectiva, dentro de los templos y
fuera de ellos, en el culto, interno y externo, más digno y fervoroso que hemos
de dar a Dios, y en el apostolado más consciente y activo con que hemos de reavivar
las tradiciones religiosas y restaurar el espíritu cristiano en el pueblo.
Cuanto no sea esta obra primordial de actuar en pronfundidad la fe, el
sentimiento y el apostolado católicos en la cultura y la vida individual,
familiar y social, será edificar sin base y reincidir en métodos inadecuados.
Hemos de sostener la fuerza e independencia de la Iglesia, cultiplicar su
ministerio espiritual en la sociedad, mostrarla cada día más pujante, viva y
apostólica, aun en bien de aquellos mismos que quisieran verla menguada y
proscrita de la vida pública de nuestra patria. Y ello no se logrará si el
mismo estado presente de cosas no se convierte desde luego en estímulo poderoso
para que todos, sacerdotes y fieles, robustezcamos nuestra mentalidad y nuestra
conciencia de católicos y alcancemos aquella renovación interior de idealismo
religioso y de elevación sobrenatural que en la santificación propia y en la
expiación paciente preparan las futuras energías con que ha de procurarse la
restauración cristiana de nuestra sociedad, recobrándonos de tantos sopores y
negligencias con que hartas veces se ha descuidado el ahogar el mal con la
abundancia del bien. Consecuencia inmediata de esta orientación ha de ser una
plena participación en el ejercicio de todos los deberes religiosos privados y
sociales, aportando cada uno el máximo concurso a la parroquia, al
sostenimiento económico del culto y clero, al fomento de la prensa católica, a
las asociaciones piadosas y de apostolado intelectual y social, a la recta
organización de los factores de producción y distribución de la riqueza, y
armónica y caritativa solución de los problemas entre los mismos existentes, a
la defensa de las Ordenes y Congregaciones religiosas, en especial las más
atacadas y perseguidas; en suma, a todos los fines y actividades de la Acción
Católica, que es la participación de los seglares en el mismo apostolado
jerárquico de la Iglesia.
Reivindicaciones
escolares.- 5. No obraría como buen católico quien, en los actuales momentos,
no colaborase en las reivindicaciones escolares, que constituyen un punto
capital del programa restaurador de la legalidad española, para la defensa del
derecho natural de los padres a escoger y dirigir la educación de los hijos,
del derecho de los mismos hijos a que la formación religiosa y moral ocupe en
su educación el primer lugar, del consiguiente derecho de la Iglesia a educar
religiosamente, sin trabas, a sus fieles, aun en la escuela pública; de la
justa ibertad de enseñanza, sin la cual aquellos derechos no podrían ser
efectivos, y de la repartición escolar proporcional que la justicia
distributiva exige para que la escuela pública y privada rivalicen noblemente
en la elevación progresiva de la cultura popular. Nunca los católicos se
ocuparán lo bastante, aun a costa de los más grandes sacrificios, en sostener y
defender sus escuelas, así como en obtener leyes justas en materia de
enseñanza; sus éxitos en este orden serán su mayor gloria y la mayor eficacia
de sus actuaciones, como lo han sido de los católicos belgas, que pueden servir
de modelo en esta obra renovadora y constructiva.
Contra
la enseñanza laica.- 6. No menor esfuerzo han de poner en combatir la enseñanza
laica, trabajar por la modificación de las leyes que la imponen y bajo ningún
concepto contribuir voluntariamente a las instituciones que en ella se inspiren
o la promuevan. Así como procurando tener escuela católica para sus hijos, aun
creándola propia si es preciso y hay de ello posibilidades, los católicos no
realizan de ninguna manera obra de partido, sino obra religiosa indispensable a
la paz de su conciencia, ni se proponen separar a sus hijos del cuerpo y del
espíritu de su nación, sino al contrario, darles la educación más perfecta y
más capaz de contribuir a la prosperidad del país, así tamibén, oponiéndose a
los avances de la escuela laica, obra del Estado, impedirán la perturbación de
la conciencia de muchos que, sin desear aquélla, habrán de llevar a sus hijos a
la escuela pública descristianizadora, y contribuirán a evitar la segura
desmoralización del pueblo si progresare la escuela atea, en que, según la
experiencia contemporánea ha demostrado, se convierte siempre la escuela laica
y neutra, a despecho de lo que pregonan sus defensores. Y no hay que olvidar a
este propósito las instrucciones de la Sede Apostólica acerca de las cautelas
que han de poner en práctida los padres cuyos hijos se vean en la precisión de
frecuentar la escuela laica, informándose de los textos que en ella se usen y
de las doctrinas que en ella se enseñen, para exigir por todas las vías
posibles que por lo menos nada se les enseñe opuesto a la religión y a la sana
moral, substrayéndolos diligentemente a la influencia de otros alumnos que
pudieran pervertirlos, procurándoles fuera de la escuela una instruccción
cristiana tanto más sólida cuanto su fe corra en aquélla mayor peligro.
Validez
exclusiva del matrimonio canónico.- 7. Ningún católico medianamente instruído
tiene la menor duda acerca de la plena potestad de la Iglesia en el matrimonio
de los bautizados, cuya celebración, legislación y jurisdicción a Ella sólo
competen, sin merma ni dificultad de las atribuciones que en el orden
estrictamente civil corresponden legítimamente al Estado. Para evitar, no
obstante, cualquier confusión y ayudar a los menos ilustrados a tener ideas
claras sobre este punto, tan importante para la vida familiar y social, no se
olvide que para los católicos, el válido y legítimo matrimonio es sólo el
canónico y sacramental celebrado in facie Ecclesiae y por ésta regulado; a la
jurisdicción civil compete solamente regular los efectos meramente civiles del
matrimonio cristiano. Cualquiera imposición legal que pueda sobrevenir
estableciendo el llamado matrimonio civil obligatorio, será para los católicos
mera formalidad externa, sin eficacia intrínseca alguna en su pacto nupcial.
Los fieles sólo contraen matrimonio cuando el consentimiento nupcial se emite
ante la Iglesia en la forma por ésta establecida, no cuando se cumplen las
formalidades o ritos legales a los que el fuero civil obliga, aunque también
para ellos quiera darles carácter de verdadero matrimonio; tales formalidades,
empero, conviene no sean omitidas por los fieles, a fin de no provocar
conflictos innecesarios y de que no sean negados efectos civiles a sus nupcias.
Quienes, prescindiendo del matrimonio canónico, y sólo cumplidas las
formalidades legales, osaren vivir como cónyuges, faltarán gravísimamente a su
conciencia de católicos, quedando excluídos de los actos legítimos
eclesiásticos y privados de sepultura sagrada, si antes de morir no dieren
señales de penitencia. Sea igualmente indiscutido que el matrimonio cristiano
es en sí mismo de tal modo indisoluble, que no puede ser disuelto ni por el
consentimiento muto de las partes, ni por autoridad meramente humana, y que las
causas matrimoniales entre bautizados competen en derecho propio y exclusivo a
la jurisdicción eclesiástica. Es, por tanto, ilícito a los cónyuges católicos
acogerse a la ley del divorcio civil, si pidieren la disolución del vínculo a
fin de poder contraer nuevas nupcias; y, por modo general, los fieles han de
tener presente que en materia de tanta trascendencia corresponde a la
competente autoridad eclesiástica el determinar qué cooperación sea lícita o
ilícita respecto a las leyes civiles.
La
falsa prudencia y la presuntuosa temeridad.- 8. En la obra general de
reconquista religiosa que ha de ser el ideal totalitario de la actividad de los
católicos, apelarán éstos al concurso de todas las buenas energías y usarán de
las vías justas y legítimas a fin de reparar los daños ya sufridos y conjurar
el mayor de todos, que sería el oscurecerse y apagarse los esplendores de la fe
de los padres, única salvación de los males que en España amenazan al mismo
consorcio civil. A nadie le es lícito quedar inactivo, o dejar de emplear todos
los medios honestos, cuando la religión y el interés público están en peligro.
Dos escollos procurarán, empero, evitar cuidadosamente: la false prudencia y la
presuntuosa temeridad. Sería lo primero tener por inoportuno el resistir abiertamente
el ímpetu de los enemigos de la Iglesia por temor de que la oposición los
exaspere todavía más, o bien favorecerles indirectamente por excesiva
indulgencia o pernicioso disimulo. Es lo segundo, el falso celo, o peor aún,
una simulación desmentida por la conducta de muchos que arrogándose una misión
que no les compete pretenden subordinar la acción de la Iglesia a su juicio y
arbitrio, hasta el punto de tomar a mal y aceptar con repugnancia todo lo que
de otra manera se hace. Esto no es seguir a la autoridad legítima, sino
prevenirla y transferir a personas privadas las funciones de la magistratura
espiritual, con gran detrimento del orden perennemente establecido por Dios en
su Iglesia, no permitiendo a nadie que impunemente lo viole. El justo medio de
la recta actuación de los católicos ha de ser una docalidad efectiva a la
Jerarquía, unida al ánimo discreto, constante y esforzado, para no caer en
timidez desconfiada y perezosa o en presuntuosa temiridad.
La
Iglesia, ajena a partidos políticos.- 9. En el orden estrictamente político, no
se debe en manera alguna identificar ni confundir a la Iglesia con ningún
partido, ni utilizar el nombre de la Religión para patrocinar los partidos
políticos, ni subordinar los intereses católicos al propio triunfo del partido
respectivo, aunque sea con el pretexto de parecer éste el más apto para la
defensa religiosa. Es necesairo superar la política, que divide, por la
Religión, que une. Lo bueno y honesto que hacen, dicen y sostienen las personas
que pertenecen a un partido político, cualquiera que éste sea, puede y debe ser
aprobado y apoyado por cuantos se precien de buenos católicos y buenos
ciudadanos. La abstención y la oposición a priori, son inconciliables con el
amor a la Religión y a la Patria. Cooperar con la propia conducta o con la propia abstención a la ruina del
orden social, con la esperanza de que nazca de tal catástrofe una condición de
cosas mejor, sería actitud reprobable que, por sus fatales efectos, se reduciría
casi a traición para con la Religión y la Patria. Por lo demás, en los momentos
trascendentales para el bien público, y especialmente cuando grandes males
afligen a la Iglesia o la amenazan, es un deber ineludible de todos los
católicos la unión, o por lo menos la acción práctica común, sea cual fuere el
partido a que pertenezcan, sacrificando las opiniones privadas y las divisiones
de partido, salvo la existencia de los partidos mismos, cuya disolución por
nadie se ha de pretender.
Deberes
de los católicos para con la Prensa.- 10. Todos los fieles juzgarán como un
deber especial suyo el de abstenerse, bajo grave responsabilidad de conciencia,
de leer la mala Prensa o de favorecer, directa o indirectamente, su prestigio y
divulgación, así como el de tener en alta estima y ayudar con todas sus fuerzas
y posibilidades al sotenimiento y difusión de las publicaciones católicas,
particularmente de la Prensa periódica que se inspire en los principios de
nuestra santa Religión y defienda rectamente los intereses de la Iglesia y de
la Patria. Jamás ha sido tan sentida esta necesidad como en los actuales
tiempos, en que urge afirmar y difundir la verdad cristiana, impedir el
contagio del error, defender a las instituciones católicas de prejuicios, odios
y perfidias, que la Prensa enemiga propaga inicuamente. Iluminar el criterio y
excitar el celo de los mismos para la comprensión, defensa y servicio de la
Iglesia en las difíciles circunstancias presentes.
Empero,
no menos que este deber imperioso que a todos incumbe, interesa la recta
dirección y auténtico espíritu cristiano de que han de estar informados los
escritores dedicados a tan alta y delicada misión, llena de graves
responsabilidades. Dense en primer lugar al diligente y perseverante estudio de
la doctrina católica en sus fuentes autorizadas, a su clara, persuasiva y
serena exposición, a su objetiva y prudente aplicación a las realidades
contingentes. En la persuasión y defensa de todo lo verdadero y justo, sea su
norma indefectible el sostenimiento de los derechos de la Iglesia, la suprema
reverencia a la Sede Apostólica, la fidelidad a las inspiraciones de la
Jerarquía con respecto a la cual es deber de todos los fieles, y particularmente de los escritores
católicos, seguirla y no precederla, obedecerla y no pretender criticarla o
remolcarla tendenciosamente, de tal modo que no puedan merecer el grave
reproche de desatender de hecho, por hábiles distinciones y subterfugios, su
dirección, o de interpretar a su manera los claros documentos por los cuales la
autoridad eclesiástica no haya aprobado su manera de obrar. No olviden que los
derechos y deberes nacidos de la caridad no son menos graves que los derechos y
deberes que nacen de la verdad; eviten, por tanto, los escritores católicos
vanas o injuriosas polémicas; absténganse de aplicar calificativos despectivos
e inconvenientes que hartas veces se usan para distinguir unos católicos de
otros, y no caigan en la temeraria ligereza, con el fin de sostener a un
partido político, de hacer sospechosa la ortodoxia de otros, por la sola razón
de pertenecer a bando distinto, como si la profesión de catolicismo estuviese
necesariamente unida a tal o cual partido político. Conviene evitar a apartarse
de todo lo que sea y parezca inmoderación, intemperancia y violencia de
lenguaje, como lo más opuesto a la concordia de los ánimos y a la eficacia de
la propaganda, puesto que para la defensa de los sagrados derechos de la
Iglesia y de la doctrina católica no son acres debates lo que hace falta, sino
la firme, ecuánime y mesurada exposición en que el peso de los argumentos, más
que la violencia y aspereza del estilo, da razón al escritor.
Espíritu
de concordia y dependencia de la jerarquía.- 11. Las anteriores normas y
direcciones sean escrupulosamente observadas por todos, y en particular por
quienes, en virtud de su ministerio, cargo o profesión, están en ocntacto más
directo con los fieles y tienen notable influencia en el movimiento católico,
debiendo ser los sacerdotes y religiosos los primeros en el eficacísimo
apostolado del buen ejemplo, y cuantos con la pluma o la palabra puede decirse
con toda verdad que ejercen misión de dirigir y mover las conciencias de los
católicos en estos momentos tan delicados para la vida de la Iglesia en España.
Más que nunca conviene defender la Religión y laborar por la Iglesia con
absoluta dejación de particulares miras y secundarios intereses, por encima y
al margen de la política, con amplio y abnegado espíritu de concordia y plena
dependencia de la Jerarquía. El movimiento católico ha de ser dirigido tal como
quiere la Iglesia y según las normas prácticas de sus legítimos y autorizados
representantes, que de él tienen la responsabilidad. Tal es la orientación de
la Acción Católica, acerca de cuya definitiva organización no tardará el
Episcopado en dar las correspondientes directivas. Apréstense desde luego los
fieles a imbuirse de aquella orientación, observando las presentes normas que,
de un lado, responden a la misma, y de otro, han de servir para facilitar el
desarrollo y eficacia ulteriores de la Acción Católica.
V.
Fe, caridad y perseverancia en el apostolado.- Hemos de poner fin a esta
obligada declaración de criterios y de posiciones, en la cual todo espíritu
ecuánime ha de ver el cumplimiento de un ineludible deber y la clara voluntad
de contribuir, por nuestra parte, a la pacificación religiosa, política y
social. Séanos, empero, permitido hacer sentir a todos los españoles nuestros
más íntimos anhelos y recomendaciones, que salen nde nuestro corazón de obispos
y patriotas.
Voces
apasionadas claman todavía por la prosecución de una guerra implacable a la
Iglesia, con un afán de exterminio que, cuando menos, es perturbador e
irrealizable. Infundadas acusaciones continúan sosteniendo el gesto receloso e
irascible contra la Jerarquía y los católicos, como si fuese cierto el supuesto
de que aspiran a la dominación política del Estado, o como si sus actitudes
respondiesen de verdad a la vieja inculpación de ser los cristianos ciudadanos
facciosos y enemigos de la cosa pública, de igual suerte que a nuestro adorable
Redentor osaron declararle enemigo del César y subversor del pueblo. Ni faltan
hombres poco avisados que creen resuelta la crisis religiosa, pensando que con
preceptos legales se ha amortizado a Dios y a la Religión en la vida española,
y declarando que el catolicismo les es simplemente indiferente.
Ortodoxia
civil de la Iglesia.- Vanas y temerarias recriminaciones e ilusiones. Después
de nuestra colectiva declaración, nadie puede negar con fundamento lo que cabe
lllamar la perfecta ortodoxia civil de los propósitos y orientaciones de la
Iglesia, que no mira egoístamente sólo por ella y por sus intereses
espirituales, sino muy eficazmente aún por el bien y la prosperidad de la
Nación, inseparables quiérase o no, del progreso y estabilidad del orden
religioso. No es culpa nuestra si en España queda en pie una grave, honda
protesta y reivindicación de libertad para los derechos e independencia de la
Iglesia, de cuya justa y eficaz solución son de esperar los mayores beneficios
para el mismo fortalecimiento y auge del régimen político. En ninguna parte del
mundo el catolicismo se toma como un hecho social desatendible o como un
problema de secta efímera. A ninguna potestad
y ninguna mente esclarecida es indiferente la trascendencia oral y la
actual fecundidad de la Iglesia Católica, que ha regido milenariamente la
civilización humana, a la que se mira en nuestros tiempos por doquier como la
solución más coherente y orientadora de la reacción espiritualista de la
sociedad contemporánea, y en cuya firmeza doctrinal e independencia afirmativa
de actuación en la verdad y en el bien confían innumerables hombres como en
baluarte seguro del espíritu y de la libertad humana frente a la barbarie
materialista de las herejías sociales invasoras y a los excesos de la opresión
cesarista del nuevo absolutismo del Estado. Menos indiferente ha de ser el
Catolicismo a gobernantes y ciudadanos españoles, porque si la historia de
nuestra patria revela de una manera incontrastable que él ha sido el elemento
generador y conservador de su grandeza moral, la experiencia ya asaz dura de
las dificultades presentes habría de demostrarles que la influencia religiosa
es necesaria para fortalecer los vínculos sociales y asentar en sólidos
fundamentos la paz espiritual y la consolidación progresiva del Estado.
Armonía
futura de la Iglesia y el Estado.- Por ello no cejaremos los Obispos de
sostener los principios y orientaciones
expuestas, que sabemos favorables para tan nobles eficacias religiosas y
civiles, y de laborar generosamente a fin de reparar los daños infligidos a
nuestra sacrosanta Religión, evitar en lo posible los que la amenazan todavía,
y preparar días mejores, en que Iglesia y Estado, de mutuo acuerdo, según
corresponde a dos sociedades perfectas y soberanas en su propia esfera, coordenadas
por la naturaleza que les dio Dios, autor de ambas, y por la necesidad de
convivir armónicamente en bien de unos mismos hombres, cuya perfección
sobrenatural y temporal les está respectivamente encomendada, renueven y
alcancen la anhelada inteligencia con que se pueda asegurar en plena paz y
estabilidad la constitución cristiana de nuestra patria en el orden legal y
social. Mucho habrá de ayudar al avance de tales anhelos el mayor conocimiento
de la verdadera naturaleza y actuación de la Iglesia, así como la ajena
experiencia de cuán nocivas y perturbadoras han sido las rupturas entre la
Iglesia y el Estado, que después de violencias apasionadas, daños considerables
de todo orden y largos períodos de arduas dificultades, han debido ser
reparadas recomenzando por el diálogo comprensivo, por el trato amistoso, que
nunca se debiera haber interrumpido para el logro de grandes bienes y en
evitación de graves males. En España, donde, a pesar de la situación a que se
ha llegado, no se puede desconocer la existencia de buenas voluntades, aun
entre los mismos hombres de gobierno, todavía se está en sazón de no desatender
consejos y experiencias, que los peligros que amenazan al mismo consorcio
social acumulados por sus peores enemigos, hacen todavía más preciosos y
apremiantes.
La
persecución, bienaventuranza de los cristianos.- Cualquiera, empero, que fuese
el porvenir que, por cumpa de los hombres, el Señor nos tenga deparado,
vosotros los fieles hijos de la Iglesia, hijos muy amados nuestros, manteneos
firmes en la fe, constantes en la caridad, perseverantes en el apostolado. Nada
te turbe, nada te espante, decía la admirable y serenísima Teresa de Jesús;
quien a Dios tiene, nada le falta. También las aflicciones y la persecución por
causa de la justicia, son bienaventuranzas para los cristianos. Ni os portéis
jamás como quienes no tienen esperanza. Motivos de consuelo no nos faltan para
alentarla: en la misma previsión de días mejores que nos permite augurar el no
desmentido patriotismo de nuestros conciudadanos, en las nuestras de
fraternidad cristiana que hemos recibido de eminentes representaciones de los
católicos de todos los países y que de corazón agradecemos como estímulo de
fortaleza y augurio de victoria, y sobre todo en la protección del Señor, de la
Virgen y de los santos que son testimonio y honor de la religión de nuestro
pueblo.
Con
tal estado de ánimo fortalecidos, amados hijos en el Señor, renovad el
cumplimiento fiel del deber de cada instante, que es camino de perfección, y
lanzaos a la nueva reconquista religiosa que nos imponen las realidades
presente: ahondamiento en la cultura cristiana del espíritu, de la verdad y de
la vida, recobramiento social de la eficacia de la fe en nuestro pueblo. Para
ello revestidos de Nuestro Señor Jesucristo, imitad sus entrañas de
misericordia y amad todavía más a vuestros conciudadanos redoblando para
nuestro pueblo la caridad de patria, que también tiene forma de la sobrenatural
y divina caridad.
Amor
a los hombres y a los pueblos.- A los hombres y a los pueblos les hemos de amar
no por lo que sean, sino por lo que pueden, deben y merecen ser ante la
presencia de Dios. Y no con el desamor los ganaremos, no con erguimiento
sedicioso o violento reparan los cristianos los males que les afligen; es la
confianza en la supremacía y fecundidad, aun humanas, del Espíritu, en la
potencia de la fe y la caridad activas lo que alcanza, con ayuda del Señor, la
victoria. Nuestro adorable Salvador, que afirmó sus derechos divinos sobre los
hombres diciendo: «Quien no está conmigo está contra Mí», no quería que sus
discípulos pidiesen fuego del cielo sobre la ciudad que no les había recibido,
y reprendía su exclusivismo con aquellas otras palabras, complemento y
aclaración de las primeras: «Quien no está contra vosotros, a favor de vosotos
está» (Luc., IX, 50).
Con
tal emoción perseverante de caridad y de espiritual optimismo, poneos a la obra
de apostolado a que os estamos invitando, esforzadamente, generosamente,
pacientemente. Y cualquiera que fuesen las aflictivas circunstancias en que
veamos sumergida a la Iglesia, no temáis ni pretendáis ejercer la vindicta que
sólo al Señor corresponde. Recordad que la Iglesia vence el mal con el bien,
que responde a la iniquidad con la justicia, al ultraje con la mansedumbre, a
los malos tratos con beneficios, y que en definitiva también la ciencia
cristiana del sufrir es un poder de victoria: «Somos maldecidos y bendecidos,
sufrimos persecución y la soportamos, somos calumniados y oramos» (I Cor., IV,
12-13).
Invitación
a la paz cristiana.- No podíamos, amados hijos en el Señor, suscitar en
vuestros ánimos tales sentimientos en días más propicios a la santa dulcedumbre
como estos en que toda la humanidad se prepara a sentir la humulde y
pacificadora alegría de Belén. Por toda la tierra pasa la emoción íntima de los
cánticos angélicos anunciadores de paz a los hombres de buena voluntad; aun los
espíritus menos inclinados a la suavidad se estremecen ante la lumbre con que
en las tinieblas de la noche resplandece el día eterno del Señor que viene a
nosotros para amarnos y redimirnos.
La
gracia, la benignidad y el amor de Dios nuestro Salvador, hácense visibles a
todos los hombres, para enseñarnos a vivir con templanza, justicia y piedad en
este mundo, renunciando a la impiedad y a las mundanales concupiscencias, en
expectación de la bienaventurada esperanza y el advenimiento glorioso del gran
Dios y Salvador nuestro Jesucrito, que se inmoló a sí mismo en bien nuestro
para redimirnos de toda iniquidad, y purificándonos, hacerse un pueblo todo
suyo, seguidor de las buenas obras.
Tal
habla la Liturgia de Navidad por boca del Apóstol. Sintamos todos la divina
invitación a esta alta y pacífica vida del espíritu cristiano, a esa perdurable
tregua de Dios que empezó para el mundo en la Nochebuena, comienzo bendito de
la regeneración de los individuos, de la familia y de los pueblos. En el
recogimiento de la oración pura, en el fervor paciente de la mortificación
abnegada, en la efusión de la caridad divina, que se aprenden adorando el Verbo
de Dios hecho Hombre en las humildades sobrenaturales del Natalicio del Señor,
preparemos el advenimiento de Dios en este pueblo que le espera a El, verdadero
y único Príncipe de paz perdurable.
Los
Obispos de la Santa Iglesia, bendiciendo a todas las familias españolas como
prenda y augurio de esta venturosa paz, para la cual son todos los anhelos y
sacrificios de Pastor de la grey cristiana, elevan al cielo fervorosamente con
todos sus hijos la oración sagrada que la Liturgia del día de hoy pone en los
labios suplicantes de la Iglesia: Moved vuestro poder y venid, os rogamos,
Señor; y con gran eficacia socorrednos a fin de que, mediante el auxilio de
vuestra gracia, vuestra misericordiosa piedad acelere lo que nuestros pecados
retardan.
(El
Debate, 1º de enero de 1932.)
Los
socialistas atacan la nota episcopal
Sobre
una pastoral. Conceptos equívocos.
A
consecuencia del cambio de régimen, vistos sus resultados y su manera de
actuar, los católicos españoles han recibido del episcopado una pastoral colectiva,
redactada en términos bastante equívocos.
Ha
coincidido esta decisión de la Iglesia española -«a caza de espera, jauría
muda»- con la consolidación del actual estado de Gobierno, como si una
esperanza lejana la hubiese mantenido en su mutismo, aun durante la discusión
en las Constituyentes de las leyes que más directamente le afectaban.
La
formación del clero está presidida por un sistema de doblez y de falso
acatamiento hacia todo aquello que se quiere derribar, y que por el momento no
es derribable por no poseer medios propios.
Nosotros
hemos creído siempre que la función religiosa era una cosa completamente
desligada, profundamente aparte de la cuestión política. Al abogar por la
libertad de conciencia para todos, no creemos que en nuestro fuero interno se
alcen obstáculos, que constituyan barreras infranqueables, producidos por la
ley que se estudia, se discute y se aprueba con caracteres generales.
La
Iglesia, considerando que no es así, hace un distingo entre lo que es ley y lo
que es legislación, entre lo que ordena el Poder constituído y lo que se
estampa en el papel, cosa que no entendemos bien, pero que sirve a maravilla a
esa labor de resistencia pasiva y que proporciona a los católicos un dilema
favorable para desobedecer el derecho, siempre que su cociencia se lo dice.
Numerosos
actos, llevados a cabo desde que existe la República, demuestran una labor
enemiga, sucia y torpe por parte de los elementos católicos, que se da de
bofetadas con los ideales que ellos dicen sustentar.
(El
Socialista, 2 de enero de 1932.)
Sucesos
de Castiblanco. Versiones de «El Debate» (derechas) y de «El Socialista»
(izquierdas)
Cuatro
guardias civiles asesinados en Badajoz
Fueron
acribillados a balazos por los huelguistas en Castiblanco en una refriega.
También
quedó muerto un paisano y otro herido.
Otros
dos guardias civiles y un paisano muertos en Feria, cerce de Zafra.
En
la ciudad reina tranquilidad.
Las
primeras impresiones de la huelga declarada anteayer en Badajoz era de que el
conflicto transcurría con tranquilidad; sin embargo, el ministro de la
Gobernación dio a mediodía la noticia de que en el pueblo de Feria, cerca de
Zafra, en una colisión habían resultado heridos dos guardias civiles y varios
paisanos. Uno de éstos falleció después. Más tarde llegó la noticia de que en
el pueblo de Castiblanco los huelguistas se amotinaron contra la Benemérita, y
en una descarga contra ésta perecieron acribillados a balazos cuatro guardias
civiles, uno de ellos cabo, y un paisano. Otro resultó gravemente herido. Se
han registrado incidentes en diversos pueblos de la provincia. En uno de ellos
se ha intentado asaltar el cuartel de la Guardia civil y la Central Telefónica,
en otro piden la supresión inmediata de los arbitrios municipales. Debido a las
malas comunicaciones, las noticias de la huelga se obtienen difícilmente aun en
los centros oficiales. En la ciudad reinó tranquilidad todo el día de ayer.
El
telegrafista del pueblo de Castiblanco comunicó al Gobernador civil que han sido
muertos cuatro guardias civiles que había en el puesto de dicho pueblo por
elementos huelguistas.
Entre
once y doce de la mañana una manifestación de más de 500 personas hizo acto de
presencia en las calles enarbolando una bandera roja. Los guardias salieron a
su encuentro, y los manifestantes recibieron a la Benemérita con insultos y
silbidos. Los guardias hicieron entonces varios disparos al aire para intimidar
a los manifestantes, y en aquel momento los revoltosos contestaron con una
descarga cerrada, haciendo más de 200 disparos. Cayeron acribillados a balazos
el cabo José Blanco Fernández, natural de la provincia de Pontevedra, de
treinta y cuatro años, casado, que deja una niña, y los guardias Francisco
González Borrego, de veintinueve años, soltero, natural de Barcarrota, de esta
provincia; Agripino Simón Martín, de treinta y tres años, natural de Burgos,
casado, con un hijo, y José Mato González, de treinta y tres años, casado,
natural de Badajoz. Deja dos hijos de corta edad.
También
hay un paisano muerto y otro herido; no se sabe si fueron heridos por los
guardias o por los disparos de los manifestantes.
Después
de los sucesos cundió el pánico en el pueblo, metiéndose el vecindario en sus
casas. Se han enviado urgentemente fuerzas de la Benemérita a dicho pueblo.
En
Badajoz han causado los sucesos profunda consternación.
(El
Debate, 2 de enero de 1932.)
Sobre
unos suceso. El verdadero culpable
La
tierra extremeña se ha teñido estos días con sangre, consecuencia dolorosa de
una situación de violencia a la que es urgente e imprescindible poner remedio.
Por desgracia, hechos como los que lamentamos ahora han venido siendo, de algún
tiempo a esta parte, demasiado frecuentes. Ha tenido en esto, como villanamente
han procurado poner de manifiesto sus enemigos, poca fortuna la República. A la
situación ruinosa en todos los órdenes que la monarquía legó al régimen nuevo
vino a sumarse el pavoroso problema del paro en la agricultura, especialmente
en las regiones andaluzas y extremeñas, en donde la crisis se hacía más aguda y
difícil por la notoria mala fe que en muchos casos han empleado los
propietarios para fomentarla. No necesitamos citar ejemplos que comprueban esta
afirmación. Todo ello ha creado una situación de descontento en las zonas afectadas
por la falta de trabajo. Es natural que una población campesina que se ve
azotada por el hambre sienta la irritación que ha de producirle su propia
desgracia. Y si a esa irritación instintiva se añade la indiferencia o la
hostilidad con que aquellos que están más directamente llamados a procurar
remedio contemplan ese espectáculo de angustia, entonces nada tiene de extraño
que se produzcan hechos lamentables que en circunstancias normales hubieran
podido evitarse sin esfuerzos.
No
hay peor consejera que el hambre. Es verdad. Pero conviene añadir, a renglón
seguido, que no hay nada que estimule tanto a la insuborninación como la
injusticia. Sobre todo cuando la injusticia va acompañada de la burla. Y éste
es el caso que se está repitiendo de día en día. No solamente no han encontrado
apoyo alguno los obreros de aquellas reigones castigadas por el paro, sino que
constantemente se han visto vejados en sus más elementales derechos de
ciudadanía. Se está tratando de hacer creer que los sucesos luctuosos que se
han desarrollado en tantos pueblos de España tienen una sola causa: los
pretendidos desmanes de unos trabajadores hostigados en parte por la penuria,
pero soliviantados, principalmente, por propagandas políticas avanzadas. Con
esa explicación tan cómoda figurando en los informes oficiales se justifican
todos los atropellos y las mayores enormidades. La realidad, sin embargo, es
bien distinta. Tan absurdo sería dar por válida esa versión como suponer
nosotros, arrimando el ascua a nuestra sardina, que la intervención de las
autoridades en conflictos de esa naturaleza es siempre, en todos los casos,
arbitraria y despótica. Aunque no sean los más, tenemos ejemplos, lealmente
reconocidos, que demuestran lo contrario. Ni la primera ni la segunda -menos
aquélla que ésta- son afirmaciones que puedan hacerse a priori. La clave de la cuestión es otra,
sobre la cual hemos insistido ya muchas veces y tendremos que insistir, por lo
visto, muchas más aún. Se trata, sencillamente, de que no se ha desarraigado el
viejo caciquismo rural, planta maldita que ha envilecido durante tantos años la
vida española. Al contrario, lejos de ceder, cada día parece cobrar el
caciquismo nuevos bríos. Con una extraordinaria facilidad de adaptación ha
sabido reponerse pronto del quebranto que pudo causarle el cambio de régimen, y
está reforzando de manera ostensible sus posiciones. Tímido y cauteloso en los
primeros días de la República, vuelve a ser ya desvergonzado y cínico, como en
sus mejores tiempos de desafuero. Ahí, y no en explicaciones interesadas, es
donde hay que buscar la causa principal del descontento que existe en los
pueblos y la razón de los sucesos sangrientos que se originan con tan dolorosa
frecuencia. El de Castilblanco, más tremendo que ninguno por sus propociones, no
es sino uno de tantos en la serie.
Por
lo que se refiere a la actuación de la guardia civil, es evidente que adolece
de un defecto gravísimo sobre el cual conviene meditar muy detenidamente en
interés de todos, y, acaso más que nadie, en interés de la propia guardia
civil. Durante la monarquía, la guardia civil se vió forzada, por exigencias de
un régimen consustancial con la violencia y el abuso, a servir intereses
particulares o ilegítimos que nada tenían que ver con la función propia que le
estaba encomendada. Aunque no lo quisiera nada iba ganando con ello- la guardia
civil ha tenido que ser una fuerza de protección en la que se escudaba el caciquismo. Cabía
esperar costumbres de la política rural. Ya se ha visto que no. Los monárquicos
de ayer son republicanos hoy. Por procedimiento tan sencillo han seguido en
muchos pueblos los caciquillos de campanario su antiguo dominio. En donde no lo
han conseguido aún, aspiran a conseguirlo el día de mañana. Y se da el caso
absurdo de que haya muchos miembros de la guarcia civil que, por un explicable
acomodamiento al través de varios años de relación y trato con aquellos
alementos, sigan representándose a éstos provistos de más autoridad que quien
la ejerce legítimamente por voluntad popular. Así ocurre que muchas veces puede
más en el ánimo de un jefe de puesto una sugerencia del caciquillo que una
orden de un alcalde socialista, por ejemplo. A independizar y alejar de esa
influencia a la guardica civil deben tender los esfuerzos del Gobierno si se
quiere evitar la repetición de hechos como los que motivan estas líneas
(El
Socialista, 2 de enero de 1932.)
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