José
García Domínguez.
Contemplada
la sublevación separatista de la Esquerra en 1934 con la perspectiva de casi un
siglo, la pregunta que asalta al observador atento no es cómo pudo ocurrir,
sino cuándo habrá de repetirse.
Y
es que, leyendo el extraordinario reportaje de Enrique de Angulo sobre aquella
astracanada delirante, lo que más extraña al lector contemporáneo es
precisamente no extrañarse frente al retrato psicológico de los actores de la
farsa.
Inevitable
reconocer a Ventura Gassol, a Badia y a Dencàs en esa la legión de garibaldis
de salón que fabrica cotidianamente la opinión pública en Cataluña.
Imposible
no identificar la alegre irresponsabilidad de Maragall en la pueril inanidad de
Companys.
Arduo
ignorar el marchamo perenne de la burguesía en la creación del caldo de cultivo
intelectual que entonces –al igual que ahora– desembocó necesariamente en el
secesionismo.
Ineludible,
en fin, reparar en la ceguera de las elites políticas españolas de hoy, cuando
se otea la miopía del Azaña que traspasa a la Generalitat el mando sobre los
Cuerpos de Seguridad.
"La Patria catalana, grande o pequeña, es nuestra
única Patria (…) España no es nuestra Patria, sino una agrupación de varias
Patrias".
Eso había escrito Prat de la Riba, el padre del
catalanismo moderado, veinte años antes de aquel 6 de octubre.
Y en esa fe serían adoctrinados machaconamente los
futuros escamots de la Esquerra en las escuelas de la Mancomunitat que el mismo
Prat fundara.
"Quiero más este revivir de la conciencia
catalana que cien leyes de autonomía; quiero más una Cataluña sin ninguna
libertad, hablando en catalán y sintiendo en catalán, que eso le traerá la
libertad, que una Cataluña con los mayores atributos de soberanía política,
pero teniendo amortecida su conciencia nacional".
Eso otro anotaba en su Dietario el muy respetable
regionalista Francesc Cambó, media hora antes de salir corriendo de Barcelona,
cuando a la rediviva conciencia nacional le dio por escupir balas dum-dum
contra la fachada de su mansión de la Vía Layetana. Pues de aquellas simientes
amorosamente plantadas por la Lliga nació el afán insurreccional que habría de
materializarse el Seis de Octubre.
Entonces,
llegado el momento de izarse el telón del drama catalán, como siempre ocurre,
la grandeza y la miseria humanas comparecerían juntas y cogidas de la mano ante
el patio de butacas de la Historia.
En
un lado del escenario, el eterno oportunismo impúdico de los arribistas,
personificado esa vez en el jefe de los Mozos de Escuadra, el comandante Pérez
Farrás. Primero, adulador del dictador Primo de Rivera, promotor entusiasta de
una agrupación fascista, fanático patriotero hispano, perseguidor incansable de
catalanes de cualquier pelaje, enemigo furibundo de las sardanas, fóbico hasta
el espasmo nervioso y la convulsión epiléptica ante la mera presencia de una
señera.
Poco
después, y sin solución de continuidad, mano derecha de Macià, revolucionario
ejemplar, separatista de firme convicción y generalísimo laureado de la
revuelta contra España.
En
el otro extremo de la tarima, Jaume Compte, el líder de un extraparlamentario
Partit Català Proletari. Compte, el maridaje fatal entre la heroicidad y el
absurdo, inevitable cuando se camina sobre esa delgada línea que separa lo
trágico de lo grotesco.
Con
la batalla perdida y los cincuenta mil máuseres del Ejército catalán rendidos
ya ante trescientos soldados de reemplazo, abochornado por la indignidad de sus
escamots y enronquecido de gritarles "¡cobardes!", de pronto exclama:
"¡Ahora veréis cómo muere un catalán!".
Luego,
se dirige solo a un balcón situado justo enfrente a las baterías de artillería
de Batet, y allí se inmola con el pecho horadado por una descarga.
En
el centro de la escena e iluminado por todos los focos, Dencàs, consejero de
Gobernación de la Generalitat.
El
independentista feroz que prometiera aplastar con la fuerza hercúlea de su puño
al opresor castellano.
El
Atila que rasgara con una cuchilla de afeitar todos los escudos de la República
grabados en los escaños del Congreso correspondientes a la Esquerra.
El
mismo hombrín que, tras sonar las primeras descargas en la Plaza de San Jaime,
corre despavorido a Radio Barcelona para gritar un "¡Viva España!"
que la cohorte de orates que lo escolta corea estruendosamente entre aplausos.
La
sombra grotesca que, más tarde, tras huir por las cloacas, "al salir de la
alcantarilla cayó en el arroyo de aguas residuales y fue arrastrado entre los
detritus e inmundicias de la ciudad, de donde fue sacado con la natural
repugnancia por sus compañeros de fuga", según reporta Angulo.
El
estómago atiborrado que aún no había tenido tiempo de digerir los restos de la
gran bacanal de la secesión concelebrada horas antes. Pues, según testimonia
admirado el autor del libro que nos ocupa, "apenas oyeron por la radio el
discurso subversivo de Companys lo festejaron con un suculento banquete (…)
Hubo champaña, café, buenos cigarros, licores de todas clases (…) Las botellas
de cognac, anís, Chartreuse, Pipermint, etc., no aparecían descorchadas, sino
rotas por el cuello al estilo de lo que se hace en las películas de apaches,
sin consideración del líquido que se desperdicia".
Al
fondo, como espectadora muda, la enorme masa sindical encuadrada en la CNT,
gran retablo coral de la impotencia crónica del catalanismo político para
arraigar entre la clase obrera.
Y
entre la penumbra de las bambalinas, las muchas sombras que ni el reporterismo
a pie de barricada de Angulo ni más tarde el escrutinio sosegado de los
historiadores pudieron esclarecer: el móvil que empujaría a Companys a
encabezar una aventura loca en la que nunca creyó; la causa de que el propio
Companys llegase a confiar en la deslealtad del general Batet hacia el Gobierno
de la República en aquel trance; el ignoto papel en la confección del libreto
de Azaña, figurante de lujo durante la noche del estreno…
Testimonio
de lectura obligatoria e inexcusable, estas Diez horas de Estat Catalá de
Enrique de Angulo, el que fuera corresponsal de El Debate en Barcelona.
Imprescindible para conocer el primer acto de una obra inconclusa que tantos
personajes en busca de autor pugnan por culminar hoy.
Enrique de Angulo, Diez
horas de Estat Catalá, Madrid, Encuentro, 2005, 219 páginas
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