EFE
JUAN FERNÁNDEZ-MIRANDA -
juanfmirandaMadrid
03/07/2016 01:01h -
Actualizado: 03/07/2016 06:47h.
Guardado en: España - Temas:
Juan Carlos I de España , Carlos Arias Navarro , Adolfo Suárez González
Primero de julio de 1976.
Amenaza tormenta sobre Madrid. En el Palacio Real, Don Juan Carlos va a tomar
una de las decisiones más difíciles de sus siete meses de mandato: pedir a
Carlos Arias Navarro su dimisión como presidente del Gobierno. El Rey lleva
varios días muy preocupado y durmiendo mal, pero sabe que necesita tener a dos
personas de su máxima confianza en los dospuestos clave: la Presidencia del
Gobierno y la de las Cortes. Sobre ese triángulo pivotará la Transición.
La primera de esas dos
personas es Torcuato Fernández-Miranda, cuyo nombramiento como presidente de
las Cortes fue la primera decisión política de Don Juan Carlos, apenas diez
días después de su proclamación: el 3 de diciembre de 1975. Previamente, le
había preguntado a su antiguo profesor si quería presidir el Gobierno, pero
este lo rechazó: «Señor, le seré más útil en la Presidencia de las Cortes». No
obstante, su designación para ese puesto no fue en absoluto fácil. Para lograrlo,
el Rey tuvo que pedir ayuda al mismo Arias Navarro, que no dudó en colaborar,
probablemente porque sabía que situar a Fernández-Miranda en las Cortes le
dejaba el camino expedito para continuar al mando del Gobierno. Pero
transcurridos siete meses del primer Gobierno de la Monarquía, en ese primero
de julio, no hay manera de que Arias Navarro entienda que su permanencia es un
obstáculo para cualquier plan aperturista. Ni le presentó la dimisión por
cortesía cuando murió Franco ni escuchaba los diferentes mensajes enviados por
el Rey. El más sonado, un reportaje publicado por la revista norteamericana
«Newsweek» el 26 de abril, en el que Don Juan Carlos dijo que Arias era un
«desastre sin paliativos». Pero el presidente del Gobierno actuaba como quien oye
llover, ganando la partida a un Rey angustiado ante el bloqueo de la situación.
Sin embargo, esa angustia
tenía fecha y hora de caducidad. El Monarca y su presidente de las Cortes lo
habían diseñado puntualmente siete meses atrás.
El Consejo del Reino
El nombramiento de
Fernández-Miranda en las Cortes conllevaba una segunda responsabilidad,
trascendental para sustituir a Arias: la presidencia del Consejo del Reino. Esa
institución era el auténtico «atado y bien atado» de Franco. Si el sucesor a
título de Rey quería nombrar un nuevo presidente y hacerlo respetando la
legalidad vigente, debería elegirlo sobre una terna presentada por el Consejo
del Reino. ¿Cómo conseguir que sus quince miembros, todos ellos designados
personalmente por Franco, incluyeran en la terna a un candidato abiertamente
aperturista?
Durante los últimos años del
franquismo el Consejo del Reino se reunía solo para ocasiones muy especiales.
Por ejemplo, para entregar una terna de candidatos al jefe del Estado tras el
atentado de Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973. Con Franco vivo, todo
era un teatro, pero con Don Juan Carlos no tenía por qué ser lo mismo. Sortear
la voluntad del Consejo del Reino no iba a ser fácil.
La excepcionalidad de estas
reuniones era tal que a cada cita acudía masivamente la prensa. Ese era el
primer obstáculo que quiso esquivar el nuevo presidente. En la primera reunión
con los consejeros, que fue presidida por el Rey, impusieron un plan de
reuniones quincenales: serían los jueves alternos, a las cinco de la tarde.
Esos encuentros forzados abordaban temas tan poco atractivos que los
periodistas fueron desapareciendo.
A la una de la tarde
Así, según el plan para
nombrar al nuevo presidente del Gobierno, el Rey debería pedir la dimisión a
Arias un jueves, poco antes de las cinco de la tarde. El día de iniciar el
proceso para relevar a Arias es, pues, el primero de julio, dado que a las
cinco de esa tarde estaba convocado de oficio el Consejo del Reino. A eso de la
una, el Rey recibe a Arias en el Palacio Real:
Cuando empieza a plantear a
Arias la nueva situación, es gratamente sorprendido:
—No quiero ser un obstáculo
—dice el presidente asumiendo su relevo con naturalidad y para alivio del Rey.
El proceso para nombrar a
Adolfo Suárez tiene al fin vía libre. En tres horas está convocado el Consejo
del Reino, aunque ni la prensa ni los consejeros tienen la menor idea de la
trascendencia de esta reunión. Con esta estrategia de despistar a la prensa y
no avisar a nadie, el Rey logra un valor muy importante en política: la
iniciativa. Durante los últimos siete meses, el Rey y su viejo profesor han
trabajado muy discretamente con dos objetivos: diseñar, primero, un retrato
robot del presidente del Gobierno, y decidir, después, quién es el candidato
idóneo. Una persona se adecuaba casi a la perfección: Adolfo Suárez. Unas
semanas antes los matrimonios Fernández-Miranda y Suárez cenan juntos:
—Arias es insostenible
—argumenta Suárez—. Hay que pensar en el sustituto y el único posible eres tú.
—Yo no puedo ser presidente
del Gobierno—, responde Fernández-Miranda.
—No hay otro—, insiste
Suárez.
—¿Por qué no tú?—,
contraataca Torcuato.
Cinco de la tarde del
primero de julio. Palacio de las Cortes. Fernández-Miranda da comienzo a la
reunión del Consejo del Reino informando a los consejeros de la dimisión de
Arias. Su objetivo es lograr que el nombre de Adolfo Suárez sea uno de los tres
finalistas, y hacerlo sin desvelar que ese es el deseo del Rey. Las
deliberaciones se desarrollarán en dos sesiones, el 2 y 3 de Julio de 1976.
Solo dos personas saben quién es el elegido
Serie de votaciones
Como catedrático de Derecho
Político, Fernández-Miranda sabe que el resultado de una votación depende del
sistema que se utilice. Así, para llevar a Suárez a la terna decide comenzar
dando la posibilidad a los consejeros de nombrar sus candidatos. Esa es la
forma de introducir a su candidato sin levantar sospechas, pues la primera
lista es de 32 nombres. El siguiente paso es nombrar uno a uno en alto, de modo
que si algún candidato no es defendido por nadie queda descartado. Así son
eliminados los dos favoritos de la prensa: Manuel Fraga y José María de
Areilza. Es la prueba de que el Consejo del Reino no está dispuesto a ser
permisivo con los aperturistas. Pero Fernández-Miranda ha movido sus hilos y
Suárez es defendido por uno de los consejeros: además de ser un hombre del
Régimen —ni más ni menos que ministro del Movimiento— , es joven y carismático.
Todavía resuena su discurso un mes atrás en las Cortes, cuando sin citar a Machado
parafraseó «no está el mañana en el ayer escrito».
Las votaciones se siguen
sucediendo hasta un momento en el que Fernández-Miranda intuye que Suárez va a
caer. Solo quedan seis nombres. Es el momento de hacer un receso y resplantear
la estrategia. A la vuelta, y con la excusa de que todos los sectores del
régimen estén representados, Torcuato propone agruparlos en tres grupos:
falangistas, tecnócratas y democristianos. Los consejeros aceptan y se ven
abocados a incluir a Suárez. Lo hacen sin sospechar nada y convencidos de que
el Rey no se decantará por él. Federico Silva y Gregorio López Bravo han tenido
muchos más votos.
«Ya era hora»
Al abandonar las Cortes, los
periodistas preguntan por el futuro presidente. Fernández-Miranda se detiene y
dice una de sus frases enigmáticas:
—Estoy en condiciones de
ofrecer al Rey lo que me ha pedido.
Unas horas después, el Rey
recibe a Adolfo Suárez en el Palacio de la Zarzuela. Cuando el futuro
presidente entra en la sala, Fernández-Miranda la abandona sin decirle nada.
—Adolfo, quiero que me hagas
un favor...—, comienza el Rey.
—Señor…
—Quiero que seas presidente.
—¡Ya era hora!
Es 3 de julio de 1976.
No hay comentarios:
Publicar un comentario