«La Reforma
Agraria nació muerta, y solo se orientó en forma de castigo político para
quienes se sospechase habían tenido algún contacto con el golpe militar de
Sanjurjo en agosto de 1932. Esto provocó una expropiación muy importante en los
ruedos de los pueblos»
La
agricultura suponía, en 1931, respecto al total del PIB, el 24'2%. La
producción de los campos animaba o deprimía en ese año la vida económica de la
nación.
La cosecha
de trigo de 1931 fue y, por ello, Marcelino Domingo decidió importar trigo
argentino, sin percibir que la depresión mundial podía multiplicar su efecto en
España.
«El Norte de
Castilla», con su muestreo tradicional, anunció que la cosecha de 1932 iba a
ser magnífica, como efectivamente sucedió.
La llegada
del trigo argentino, sumado a las buenas perspectivas agrarias provocó tal
caída de precios, que se hundió el poder adquisitivo de los campesinos, y con
él, el de todos los españoles.
La fuerte
contracción del gasto público que pretendió evitar la caída de la cotización de
la peseta, a pesar de que Keynes en Madrid en 1930 señaló que la caída de la
peseta facilitaría las exportaciones españolas y, por ello, ayudaría a España a
salir de la crisis.
El déficit
presupuestario fue, por eso, únicamente de un 0'2 por ciento en 1931, y de un
0'6 por ciento en 1932, del PIB.
Lluc
Beltrán, en su carta a Keynes del 17 de noviembre de 1934 —publicada en los
«Anales de la Real Academia de Doctores de España» 2009— decía textualmente:
«Al iniciarse la bajada mundial de los precios en 1929, la peseta comenzó a
bajar en consonancia, con la feliz consecuencia de mantener… la normalidad de
nuestra actividad industrial.
Por el
contrario se consideró que la bajada del cambio de la peseta se vio como preludio de un desastre para la
economía española ya que el tipo de cambio de la peseta dejó de seguir la
tendencia de los precios mundiales. Al elevarse, dio lugar a una caída de los
precios nacionales. Fue en ese momento cuando se empezó a notar en España los
efectos de la depresión mundial».
El freno
planteado a las obras públicas y la crisis agraria provocaron de consuno un
largo desempleo, descomunal para entonces, agravado por la política de Largo
Caballero, favorable a la subida de los costes salariales, esencialmente en la
agricultura al poner en marcha un arbitrio típico: la Ley de Términos
municipales, de 28 de abril de 1931, por la que los empresarios rurales de cada
municipio debían dar ocupación, con altos salarios, a los parados que
existiesen en él.
Sus
consecuencias: en 1933 esta política motivó que estuviesen «un número muy
considerable de ciudadanos del interior con un nivel de de vida medieval.
La II
República puso en marcha una Reforma Agraria para paliar esta situación.
Al decidir
liquidar el proyecto del Banco Agrario, por ese miedo reverencial que a la gran
Banca española tenía Azaña, ¿cómo sin crédito iban a prosperar los nuevos
propietarios? ¿De qué iban a vivir hasta que vendiesen las cosechas? ¿Y cómo
podrían comprar desde abonos hasta la cebada para las mulas?
Por eso, la
Reforma Agraria nació muerta, y solo se orientó en forma de castigo político
para quienes se sospechase habían tenido algún contacto con el golpe militar de
Sanjurjo en agosto de 1932.
Esto provocó
una expropiación muy importante en las
pequeñas propiedades ajenas al latifundismo. Así se creó, adicionalmente, un
clima de odios en muchas pequeñas localidades agrarias, que explican el por qué
de muchos de los abundantes sucesos
sangrientos a partir de 1936.
Esta
situación provocó un considerable aumento del paro, lo que acentuó las
tensiones sociales, las cuales, a su vez, frenaban la expansión, al empeorar
las expectativas empresariales.
Y para
agravarlo todo, gracias a la puesta en marcha del Estatuto de Cataluña, como
explicaron con contundencia Larraz y Calvo Sotelo, se rompió el mercado
interior y se alteró profundamente la marcha de la Hacienda.
La síntesis
de todo lo señalado se encuentra en estas frases de Jordi Palafox en «Atraso
económico y democracia. La II República y la economía. 1892-1936» (Crítica,
1991, págs. 179 y 181): «El impacto sobre la economía de la proclamación de la
República fue brutal», porque los acontecimientos «provocaron una profunda
sensación de inseguridad entre los sectores económicos con más poder».
Simultáneamente,
se acentuó el intervencionismo, y los fenómenos de un fuerte corporativismo
ajeno al mercado se generalizaron.
Pedro Fraile
Balbín, en su excelente trabajo «La intervención económica durante la II
República» (en el volumen I de «1900-2000. Historia de un esfuerzo colectivo»,
Planeta. Fundación BSCH, 2000), señaló que «el predominio de los responsables
políticos sin formación profesional económica, o, lo que es aún peor, con las
intuiciones que formaban el conocimiento común de lo económico en aquel tiempo,
era patente entre todos los ministros desde 1931 hasta los últimos gobiernos».
El inicio de
este caos económico motivó que el PIB por habitante a precios de mercado
disminuyese respecto a 1929 nada menos que un 9'5 por ciento en 1933, junto con
un fuerte aumento de desempleo.
En este caos
económico los costes sociales (los que tuvieron que pagar las familias)
tuvieron su origen en las medidas
iniciadas en 1931 y que era inédito desde 1874.
«La Reforma
Agraria nació muerta, y solo se orientó en forma de castigo político para
quienes se sospechase habían tenido algún contacto con el golpe militar de
Sanjurjo en agosto de 1932. Esto provocó una expropiación muy importante en los
ruedos de los pueblos»
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