POR MIGUEL PORTA PERALES
EN la Cataluña política el engaño con apariencia de
verdad -la simulación- es una práctica -un arte- que se reproduce sin solución
de continuidad. En el recién estrenado curso político, la impostura continúa.
Y
lo hace por partida doble: a la tradicional impostura histórica se añade ahora
-¿quizá no fue siempre así?- la impostura política. Y no es exagerado sostener
que la primera brinda el modelo de la segunda.
Merece la pena detenerse en esa
tradición histórica para entender el qué, el cómo y el porqué de lo que ocurre
en la Cataluña política. Y para exigir que la política y el político salgan de
la ficción y se instalen en la realidad.
Llegó el 11 de septiembre.
La Diada Nacional de
Cataluña. ¿Qué se recuerda? ¿Qué se celebra? Se recuerda la figura del consejero
Rafael Casanova y -con él y en él- se celebra a quienes, en 1714, «defendieron
las libertades nacionales de Cataluña» convirtiéndose en «héroes de la
resistencia popular catalana frente a las tropas invasoras de Felipe V».
Se
trata -cosa que no se reconoce en la Cataluña del nacionalismo dominante- de un
impostor y una impostura.
El impostor es el mismo Rafael Casanova. ¿Casanova un
resistente? ¿Casanova un héroe? Cinco detalles.
Primer detalle: si es cierto
que animó a los defensores de la Barcelona sitiada, no es menos cierto que fue
partidario de pactar con el atacante.
Segundo detalle: mientras los defensores
de la ciudad pasaron la noche del 10 al 11 de septiembre de 1714 vigilando o
luchando, Casanova se demoró en la cama y sólo acudió al frente al ser
requerido con urgencia.
Tercer detalle: Casanova, herido de escasa gravedad en
una pierna, se retiró prontamente del frente.
Cuarto detalle: curada la herida,
Casanova quemó los archivos, consiguió un certificado de defunción, delegó la
rendición en otro consejero, y huyó de la ciudad disfrazado de fraile.
Quinto
detalle: acabada la guerra, reapareció en Sant Boi de Llobregat donde ejerció
la abogacía, recibió el perdón de Felipe V, y matriculó a su hijo en la muy
borbónica Universidad de Cervera.
Del impostor a la impostura.
La resistencia
popular catalana contra las tropas de Felipe V no pasa la prueba de los hechos:
la provincia de Lérida se mantuvo fiel al Borbón; la de Gerona apostó
tempranamente por el bando felipista; los austracistas sólo tuvieron adeptos en
el triángulo formado por Barcelona, Igualada y Tarragona; en muchos lugares, la
adscripción de la gente dependía de la del señor.
Y, puestos a evocar la
historia, conviene recordar otro par de detalles de singular importancia:
cuando los borbones llegaron a España, según afirma el historiador Feliu de la
Peña refiriéndose a Cataluña, «consiguió la provincia quanto avia pedido» y las
constituciones de la época «fueron las más favorables que avia conseguido la
Provincia»; la pequeña nobleza y la oligarquía catalanas, después de apoyar
inicialmente a Felipe V, pasaron de bando y apoyaron a Carlos de Austria a
cambio de la promesa de ciertos privilegios comerciales.
Del siglo XVIII al XXI, cualquier parecido con la
realidad actual no es mera coincidencia. Existe un aire de familia, una manera
de hacer, un hilo conductor que une el pasado con el presente. Existe, en
definitiva, un modelo nacionalista catalán de hacer política que persiste en el
tiempo.
Hoy como ayer se mitifica una supuesta edad de oro en que Cataluña
gozaba de plena soberanía, se construye un adversario a quien se atribuye toda
maldad, se confunde la parte con el todo en beneficio del oficialismo
ideológico, se cuestiona el modelo de Estado vigente, se elude toda
responsabilidad, se firman pactos en función de intereses prosaicos disfrazados
de intereses «nacionales» catalanes, se pisa la delgada línea que separa la
lealtad de la deslealtad constitucional y se formulan advertencias
autodeterministas para sacar rédito político de la coyuntura.
La reivindicación
de la soberanía, la descalificación sistemática de la disidencia, el
victimismo, la llamada a la desobediencia fiscal, lo «propio» frente a lo
«impropio», la deriva monolingüe, la propuesta de un frentismo nacionalista, el
pensamiento único nacionalista y la venta de emociones nacionalistas son
algunos de los hitos de este modelo nacionalista de hacer política hoy
hegemónico a derecha e izquierda en Cataluña. Y el caso es que, como decíamos,
estamos ante una impostura. Y estamos, también, ante el divorcio realmente
existente entre la Cataluña real que palpita en calles y plazas y la Cataluña
virtual soñada por los nacionalistas.
Después de nueve años de guerra, el 11 de septiembre
de 1714 la ciudad de Barcelona capituló. El duque de Berwick, jefe de las
fuerzas vencedoras, disolvió la Generalitat y el Consejo Municipal. En el mes
de enero de 1716, se promulgó el Real Decreto de Nueva Planta en virtud del
cual el Principado se gobernaría según las leyes del Reino. Un decreto, por cierto,
que limitó el poder de la oligarquía -supuso su desescombro, según Vicens
Vives- e impulsó un programa de reformas, modernización y crecimiento que
propició el esplendor de Cataluña y los catalanes. Hoy, casi trescientos años
después de aquel 11 de septiembre de 1714, la situación es distinta. España es
una democracia y Cataluña una Comunidad Autónoma que goza de amplio
reconocimiento y autogobierno. Así las cosas, cabe exigir el fin de la
impostura, cabe exigir la responsabilidad de unos políticos que, de una vez por todas, han de
desentenderse de la ficción y el embrollo
en los que se han instalado y nos han instalado. Y para ello, además de
conciencia del límite y firmeza gubernamental, quizá se necesite, no otro Real
Decreto de Nueva Planta, sino una reforma -¿constitucional?- que apueste por la
cohesión y evite la existencia de discriminaciones y privilegios entre los
ciudadanos y
territorios españoles.
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