Imagen Borja-Montoro
Texto, ABC
| Juan Gómez-Jurado
Querido
Nicolás: Te escribo esta carta en la confianza de que te llegue y de que sirva
de alguna forma para reflexionar, y que, contigo, lo hagamos todos. No soy
mucho mayor que tú. Apenas diecisiete años, y aunque podría ser tu padre, no
soy capaz de mirarte por encima del hombro ni con la condescendencia con la que
has sido tratado por la gran mayoría de los medios de comunicación. Prefiero
hablarte con la confianza con la que le diría esto al hermano pequeño que nunca
tendré.
De
tu historia, lo que más me rasca en el fondo del alma es lo complicado que es
comprenderla. Alfonso Bullón de Mendoza, quien fuera profesor mío de Historia
en la universidad, solía decirme: «Cuando quieras entenderte y entender todo,
lee a Gibbon». En estos días turbulentos, quizás halles tiempo para sumergirte
en las páginas de «Decadencia y caída del Imperio Romano». Si lo haces
encontrarás este párrafo:
«¡Cuántas
veces –acostumbraba a decir Diocleciano– cuatro o cinco ministros desean unir
sus fuerzas para engañar a su soberano! Alejado del pueblo por su encargo, se
le oculta la verdad: solo ve a través de los ojos de estos y no oye más que lo
que estos quieren contarle. Otorga los cargos más importantes al vicio y la
debilidad, y desacredita a los más virtuosos y dignos de los súbditos. Mediante
artes tan infames, los príncipes mejores y más sabios quedan a merced de la
corrupción venal de sus cortesanos».
No
has inventado nada, Nicolás. Si algo sorprende de tu caso es tu tremenda
juventud, y que ni siquiera hayas tenido la paciencia de esperar a llegar a un
puesto de responsabilidad para corromperte. Quemaste todas y cada una de las
etapas en pocos meses, pero, salvo por haber querido hacerlo muy deprisa, solo
eres uno de tantos. Al final acaban cayendo, antes o después. Muchos se salvan
de la justicia humana, a base de mentiras y desfachatez. Llorando ante el juez,
como hiciste tú hace un mes, poco se consigue. Hay que tener la piel más dura.
Que
hayas construido una historia de mentiras no escapa a mi entendimiento. Ni
siquiera he de asombrarme ya de que alguien con un rostro imberbe como el tuyo
haya mantenido la farsa durante tanto tiempo. La permeabilidad de nuestro
tejido social al engaño o a reírle las gracias al estafador son temas que me
quitarían el sueño si no conviviesen en tu historia con un monstruo de dientes
más grandes y afilados.
No
sé qué día te levantaste por la mañana y decidiste que querías ser corrupto.
Puedo intuir cómo ocurrió. Comiendo frente al televisor con la bandeja en las
rodillas, con prisas porque tenías que volver al colegio, como cada tarde.
Mirando noticia tras noticia sobre corrupción, millones de euros, cochazos.
Gente que llegaba lejos, que conseguía cosas. Que usaba poder e influencias
para pervertir el sistema y llenarse los bolsillos.
Quizás
recordaste las «Sátiras» de Horacio. ¿Aún os las hacen traducir en el colegio?
Tengo un poco oxidado el latín, pero recuerdo muy bien estos versos: «El pueblo
me silba, pero yo en mi casa me aplaudo cuando contemplo los cuartos que tengo
en el arca». Han pasado veinte siglos de su muerte y siguen tan válidos hoy
como entonces.
¿Fue
así, Nicolás? ¿Miraste la mochila atestada de libros e hiciste tus cálculos?
¿Pensaste en la cantidad de años que te quedan de estudiar antes de poder optar
a un sueldo miserable, y decidiste que no compensaba? ¿Se te hizo largo el
camino de la honradez y escasa la recompensa a la virtud?
Tengo
miedo cuando pienso en ti, Nicolás. Miedo de que haya más niños como tú ahí
fuera. De familias trabajadoras, con un nivel de vida normal. Un poco
solitarios. Inteligentes, con alto nivel de manejo de la palabra. Tengo miedo
porque nos parecemos. Tengo miedo porque tus motivos podrían impulsar a mis
propios hijos. Tengo miedo porque puedes ser el primero de muchos.
Cuando
yo era solo una rata de alfombra ya escuchaba a mis mayores decir frases como
«ojalá se haga futbolista y me retire». Mis padres abandonaron pronto esa
ilusión vana ante mi nula coordinación, pero ser futbolista y pegar el pelotazo
sigue siendo el objeto de la aspiración de muchos. Aunque ahora ha ido
evolucionando para las nuevas generaciones, a golpe de reality show. Estrella
de la canción. Concursante de Gran Hermano. Tronista en Mujeres, Hombres y
Viceversa. Trozo de carne en Quién quiere casarse con mi hijo. A cuál más
zafio, a cuál más bajo, a cuál exigiendo menos y menos cualidades a quienes
participan en ellos. Y ahora, los nuevos dioses del reality show definitivo, el
que tiene cada día en jaque a España con púnicos, enreda deros, pokemon, tarjeteros
opacos, eres y merca sevillanos varios, ha estallado delante de los ojos de
muchos niños. Que igual que el cachas de barrio, la choni, el que es capaz de
echar cuatro gorgoritos medio afinados o el que mete más goles en el recreo
reconocen en personajes televisivos a émulos en quienes convertirse, podrán a
su vez verse inspirados. Para explotar su potencial falta de empatía, su
capacidad para el engaño y su desvergüenza.
Se
comienza copiando en un examen porque un amigo te explica el ángulo muerto del pupitre,
y se termina defraudando en la cuenta de viajes o pidiendo comisiones porque un
colega más viejo y trotado te explica el modo. Si te pillan, lo niegas todo.
Dices que es una persecución del partido rival. Y al final nunca pasa nada,
¿verdad, Nicolás? ¿Por eso lo hiciste? ¿Porque no hay nunca consecuencias, y
esa es la lección última que aprendiste en los telediarios?
Creo,
Nicolás, que tú puedes haber aprendido la lección. Y por eso te escribo. Para
pedirte que, por favor, cuando todo esto termine, digas que te equivocaste.
Quizás evitemos que los que ya están soñando con ser como tú se den la vuelta y
abran los libros. Aunque me temo que quizá sea demasiado tarde.
Juan
Gómez-Jurado, escritor
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