Es una práctica habitual en las
democracias modernas realizar periódicamente modificaciones en sus textos
constitucionales. Por ejemplo, en Francia, a partir de 1992 y sólo en seis
años, se llevaron a cabo media docena de reformas. Pero estas revisiones
incesantes en casi todos los grandes países respetan escrupulosamente los
principios esenciales y las normas básicas del sistema establecido. Se
presentan como reformas del edificio jurídico-político, con el propósito de
mejorarlo. Nunca son una embestida a los cimientos para destruir el modo de ser
y de convivir que la Constitución formaliza.
Conforme transcurre el tiempo y se
amarillean las páginas en que nuestra Constitución fue escrita, se pone de
manifiesto que resulta oportuno y conveniente efectuar algunas modificaciones.
En los últimos veintinueve años han cambiado profundamente las circunstancias
con las que hacemos nuestra vida. Ahora nos hallamos inmersos en «la sociedad
en Red», muy distinta de la que era la nuestra en el momento de elaborar la
Constitución. Debemos completar la tabla de los derechos fundamentales y de las
libertades públicas. Y hemos comprobado, en este período de convivencia
democrática, que determinados preceptos de la Gran Carta de 1978 han sido
equivocadamente interpretados y mal aplicados.
Va calando en la opinión pública, poco a
poco, que la legislación electoral desfigura la voluntad general de los
españoles. Unas minorías políticas, con una representación excesiva en el
Congreso de los Diputados, disfrutando de unas inconstitucionales primas de
hecho, imponen sus criterios y condicionan al Gobierno de España. No son los
partidos-bisagra que facilitan el funcionamiento de las democracias de
bipartidismo dominante, ya que tales partidos, donde existen, se extienden por
todo el territorio del Estado, con dimensiones espaciales iguales a las de los
dos grandes.
Lo anómalo de lo que sucede en España -y
causa sorpresa a los colegas extranjeros, grandes maestros del Derecho
constitucional algunos- es que unos partidos que sólo tienen arraigo en unas
zonas territoriales reducidas se erigen en árbitros de toda la política nacional.
Los resultados de la mala configuración
de la voluntad popular saltan a la vista. Incluso los observadores poco atentos
empiezan a darse cuenta de que se están produciendo graves discriminaciones
entre los españoles. Las papeletas de voto no tienen el mismo valor en unos
sitios y en otros. Se ha convertido en papel mojado la bella proclamación del
artículo 139.1 de la Constitución: «Todos los españoles tienen los mismos
derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado».
Y sin pretensiones de una enumeración
exhaustiva, hemos de señalar la ineficacia normativa, en determinados lugares,
del artículo 3.1 de nuestra Constitución: «El castellano es la lengua española
oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el
derecho de usarla».
Con una notable ignorancia de lo que es
Cataluña y de lo que es el País Vasco, los políticos con poder se lanzaron,
desde el inicio de la Transición, a reestructurar la organización territorial
de España. Y se aprobó el Título VIII de la Constitución, dejando abiertas las
puertas para que los independentistas amenazaran un día con utilizarlas. Se
pecó de falta de conocimiento y de ingenuidad.
Ante el panorama de incógnitas que nos
acucian, hay que reaccionar con los instrumentos que nos proporciona el texto
constitucional. Debemos apostar por una democracia capaz de defenderse a sí
misma. Y si el artículo 150.2 admite la posibilidad de que el Estado transfiera
o delegue en las Comunidades Autónomas facultades correspondientes a materias
de titularidad estatal, esa transferencia o delegación es susceptible de un
recorrido en sentido inverso, o sea recuperando el Estado las facultades que le
son propias.
Y es competencia exclusiva del Estado,
según el artículo 149.30 de la Constitución, dictar las normas básicas sobre la
educación, regulada en el artículo 27, donde se precisa en su apartado 8 que
«los poderes inspeccionarán y homologarán el sistema educativo para garantizar
el cumplimiento de las leyes». Fue un error quitar importancia a la enseñanza
que se impartiría en las distintas zonas de España. Salvo que el Estado asuma
la inspección y homologación que le corresponde, la sociedad española se
integrará con ciudadanos a los que se dieron en las aulas escolares versiones
distintas de la historia de España, y en las que se supervaloraron los entornos
territoriales próximos y se infravaloraron, o desconocieron, los monumentos
históricos de otras regiones peninsulares. Y no se tendrá en cuenta lo que se
proclamó el año 1812 en Cádiz: «El plan general de enseñanza será uniforme en
todo el reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en
todas las universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las
ciencias eclesiásticas y políticas».
En esa enseñanza que debería ser
uniforme en todas las zonas de España, hay que recordar la vigencia de unos
principios que dan fundamento y razón de ser a las normas constitucionales
concretas. Así lo afirmó el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre la
ley de partidos políticos.
Repito: la democracia capaz de
defenderse a sí misma. Una interesante resolución del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos (Eike Erdel contra Alemania, 2007) ha estimado que son
suficientes las sospechas de que alguien puede atentar contra el orden
democrático -dudas, desconfianza y recelos de una Oficina Federal- para aplicar
al sospechoso la dureza de la ley. Confiemos, pues, en que Batasuna no será
allí amparada.
No es la primera vez que escribo sobre
la reforma de la Constitución. Me causó inquietud el Decreto de 18 de marzo de
1977, dictado para las elecciones del 15-J y mi crítica apareció en las páginas
de los periódicos. Esa fórmula electoral -presentada como provisional y sólo
para los primeros comicios democráticos- fue acogida en la ley de 1985. También
me atreví a denunciar públicamente y por escrito los cambios en el modo de
elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. La diferencia
entre aquellas observaciones mías de tiempos lejanos y las que ahora reitero es
que ya no soy una voz solitaria sino que muchos se están manifestando a favor
de la reforma del Ordenamiento jurídico. Espero que no sigamos clamando en el
desierto.
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