PREHISTORIA Y
EDAD ANTIGUA
Los primeros
habitantes de la Península pertenecen a una segunda oleada de la humanidad
(mucho más evolucionada) y se suponen procedentes de la zona ecuatorial y del
lejano oriente.
En el Mesolítico
se produjo una paulatina diferenciación de los habitantes de la península en
áreas geográficas homogéneas (momento del arte rupestre levantino). La llegada
de las innovaciones neolíticas pueden datarse a comienzos del tercer
milenio.
Las culturas
del Hierro se localizan en el primer milenio. La penetración celta
se hizo a través de los Pirineos, procedentes de la zona del Danubio ocuparon
la Península hasta el Tajo y el Júcar, difundieron la metalurgia del hierro y se fundieron con
los indígenas a los que se impusieron como casta guerrera. Su carácter
integrador se aprecia en los procesos de aculturación y mestizaje con los
pueblos indígenas[1].
La cultura
Ibérica se encontró plenamente formada en torno al siglo V a. d. C. y se
localizó principalmente en el litoral mediterráneo desde Cataluña hasta
Andalucía.
De Iberos y
Celtas sólo sabemos que sus lenguas y su actitud ante la vida eran distintas. Entre los iberos
y celtas y los futuros hispánicos median, al menos, 1000 años[2].
Iberia
(denominación griega) y sus habitantes entraron en la Historia a través de las
colonizaciones griegas y fenicias.
El inicio de
las colonizaciones fenicias puede datarse al comenzar el primer milenio
(la fundación de Cádiz se produjo alrededor del 1.100 a de JC.).
Las colonizaciones
griegas[3],
aunque iniciadas en las mismas fechas, fueron especialmente significativas en
el siglo VI a. de C. (cuando los helenos se dirigieron a la Península desde el
Asia Menor o desde sus colonias de Italia, Magna Grecia y Provenza).
Los
cartagineses y romanos descubrieron el valor político de Hispania (denominación
romana). La colonización
cartaginesa fue la continuadora de las colonizaciones fenicias, Roma continuó
la obra colonizadora de Grecia. (en el 535 a. C. se produjo la definitiva
delimitación de zonas de influencias entre éstas corrientes colonizadoras).
El tratado
firmado entre Cartago y Roma reconocía a la primera el monopolio comercial en
el Mediterráneo occidental, a cambio Cartago se comprometió a no hostigar a los
aliados de los romanos siempre que éstos no traspasasen la línea del Cabo de
Palos en la Península Ibérica.
En el siglo III
a.C. se volvieron a cuestionar las áreas de influencia de Roma y Cartago en el
Mediterráneo occidental. Consecuencia
del enfrentamiento entre ambas (segunda guerra púnica) la península Ibérica
adquirió, por primera vez, una relevancia geoestratégica de primer orden.
Los romanos,
vencedores en la disputa, incorporaron a Hispania de forma definitiva a la
estructura de su imperialismo expansivo. En la “España” prerromana la población
estaba cantonalizada y fuertemente marcada por las influencias orientales,
mediterráneas y culturales de raíz indoeuropea. La península Ibérica presentaba
rasgos primitivos salvo en aquellas zonas en las que la influencia cultural y
económica de los extranjeros había sido más intensa (zona andaluza y mediterránea).
La
incorporación de la península a Roma, a pesar de su diversidad, provocó
reacciones violentas en sus habitadores y se produjo una cierta uniformidad en
la común voluntad de independencia respecto al poder exterior que pretendía su sometimiento
(portador de novedades y de expropiaciones a favor de los extranjeros).
Si bien es
cierto que los habitantes peninsulares vivían entre sí como extranjeros, su común
respuesta ante lo que consideraron agresión exterior les dio una cierta
conciencia de sí mismos y les hizo solidarios; en su actuar no existían motivaciones
de carácter patriótico, como en algún momento se ha pretendido plantear[4].
Roma fue
creando progresivamente un marco que posibilitó una relativa unidad política,
económica y cultural de Hispania y de sus habitantes.
Romanización:
La agregación
de Hispania a Roma fue más rápida y fácil en Andalucía y Levante
(regiones de más fácil acceso y habituadas a las influencias exteriores); en
una segunda etapa se inició la incorporación de la Meseta (Numancia 133
a.C.) y hacia finales de la primera centuria se sometieron relativamente
cántabros y astures.
Tras esta progresiva
incorporación se produjo un entronque de la economía hispánica en el intenso
comercio del Mediterráneo (metales, vinos, cereales, aceites...). Roma
financió importantes redes de obras públicas en el suelo peninsular. Las
tierras más ricas pertenecieron al emperador o a las oligarquías municipales fueron
explotadas con mano de obra esclava[5].
En la Hipania Romana la ciudad terminó
imponiéndose al campo y el litoral a la zona centro peninsular. Las
ciudades ejercieron su influencia sobre un determinado territorio y esto
originó un cierto provincialismo.
El sistema de explotación económica impuesto por
Roma se centró en las ciudades en cuanto núcleos de mercado, de actividad
productiva, de administración y de
recaudación de impuestos. Estas ciudades estuvieron en manos de las oligarquías
municipales que obtenían su riqueza de la explotación de minas, de la
agricultura y del comercio.
Esta clase
social privilegiada, fundamentalmente urbana, se sometió a la administración
romana, asumió la cultura del Imperio que le servía de fundamento a su
situación de poder y le otorgaba el control de una sociedad hispánica de tipo
colonial y que ponía en sus manos las principales fuentes de riqueza del país
(explotaciones agrícolas, mineras, termales, etc.).
La gran mayoría
de la población peninsular (en torno a los seis millones de habitantes) fue propensa al rechazo de un sistema jurídico que les
sometía a sus señores (bien como esclavos o como colonos). La mayor parte de
la población campesina era indígena y estuvo obligada al pago de impuestos.
El proceso de
latinización fue muy lento y diverso[6],
(paulatinamente produjo la desaparición de las lenguas indígenas, sólo
subsistió el vasco). Exceptuando en el sur y en levante, más romanizados, pervivieron en la península
durante largo tiempo las creencias indígenas.
El Derecho
Romano y el latín pronto fueron adulterados por los campesinos en formas
propias regionalmente diferenciadas.
El uso del latín (en cuanto vehículo de comunicación cultural entre los pueblos
indígenas), la asimilación del derecho romano y la organización de la vida
municipal hicieron posible la recreación
de una nueva sociedad: la hispana, la de los hispanos. Esta sociedad
hispanorromana pervivió en muchos aspectos esenciales en la sociedad hispanogoda.
El proceso
romanizador fue lento y presentó distinta intensidad según las regiones
peninsulares. La
romanización fue un fenómeno complejo, no tuvo un carácter uniforme, se
diferenció claramente del proceso de conquista militar, fue más intensa en las
ciudades[7]
y no produjo una uniformización de la península ni tampoco originó su unidad.
A través de esta
romanización, Roma impuso en Hispania su superestructura
político-administrativa e implantó en ella una nueva estructuración social y
la integró, en beneficio propio, en el
sistema económico del Mediterráneo.
A través de la
organización administrativa, la red de ciudades y el sistema de vías de comunicación,
Roma creó en la Península una importante estructura de integración.
La romanización
supuso la conversión de Hispania en provincia romana y de sus habitantes libres
en ciudadanos romanos
Fue la primera
unidad territorial que dio origen al nacimiento de una España sin fronteras,
excepto las administrativas que no suponían división política, ni de identidad
cultural ni de mentalidad colectiva. Roma dio a Hispania, sobre todo, una
estructura política que poco a poco borró la heterogeneidad tribal para
homogeneizar el conjunto. Ello dio origen a una idea política unitaria, los
derechos ciudadanos crearon una situación de unidad de derechos. La imagen
historiográfica de una Península Ibérica unificada penetró en las mentalidades
de las generaciones hispanorromanas.
Además Roma
estableció en Hispania un sistema de urbanización y creo una red de ciudades enlazadas
en la práctica administrativa y en una política social integradora. En su
creación se conjugaron la promoción económica de áreas de interés, razones
estratégicas y preventivas.
La red de vías
de comunicación, propósito nada fácil, sirvió de nexo de unión de todo el
conjunto peninsular y de éste con Roma (primero con propósitos militares,
después económicos y finalmente políticos).
La verdadera
marcha hacia una personalización histórica de Hispania se produjo a partir
de las crisis del siglo III[8].
La destrucción y saqueo de las principales ciudades plantearon la necesidad de
rehacer el esquema que había estado vigente hasta entonces. Fue surgiendo
progresivamente un nuevo tipo de sociedad
que, aunque también estuvo sujeta a los más poderosos, ahora lo era a
través de vínculos de servidumbre jurídica y personal.
La sucesiva
difusión del cristianismo resultó ser un importante elemento de cohesión entre
los habitantes de Hispania. Las primeras comunidades cristianas se
desarrollaron en los núcleos urbanos más importantes y romanizados. Su doctrina
constituyó un verdadero revulsivo social (rechazar el culto al emperador, exaltar
la pobreza, no establecer distinciones entre las personas atendiendo a su
personal estatuto jurídico, combatir la esclavitud).
Hasta el 313
d. C. el cristianismo no fue un elemento
aglutinador de los habitantes de Hispania hacia Roma (aunque habitualmente así
se le haya presentado) pues éste significaba un sentimiento hostil frente a
ésta y era, a la vez, un elemento de disidencia que aunaba a los desheredados
frente al sistema.
A partir de
Constantino (Edicto de Milán), la Iglesia colaboró estrechamente con el poder
político. Los Obispos, grandes latifundistas, formaron parte de las oligarquías
municipales.
A partir del siglo IV la
Iglesia se convirtió en el reducto de autoridad y universalismo que había impuesto
Roma y el Imperio sobrevivió a sí mismo en Hispania por este motivo. El
cristianismo, introducido con el latín y apoyado en la cultura hispanorromana,
completó la obra de romanización y dio unidad religiosa a Hispania. Desde el
siglo IV la Iglesia unida al imperio se convirtió en el núcleo más importante
de la idea de autoridad y doctrina
[1] Se produjeron
sucesivas oleadas inmigratorias celtas (desde el 900 a.C. hasta el 570 a.C.) El
apogeo de la civilización celta se sitúa entre el siglo VI y II a.C. Parece
probado su intento de apoderarse de la toda la Península mediante un proceso de
mestizaje y aculturación lo que les llevó a una progresiva integración con las
culturas ibéricas. Poseían una firme organización política, social y militar.
Su lengua debió desplazar a las indígenas mucho más primitivas. Cultivadores
del trigo a gran escala. Su aportación más novedosa la utilización de metales.
En el siglo V el mosaico étnico peninsular se encontró unificado por la cultura
celta (pura en el noroeste y con un mestizaje biológico y una simbiosis
cultural cuanto más se avanza hacia el sur y este).
[2] Necesitados de
suministro metalífero para su comercio, griegos y fenicios encontraron en la Península
Ibérica un verdadero tesoro de cobre, estaño, oro y sobre todo plata (...)
Desde el siglo XII a.C. y IX a C. se producen una serie de fundaciones fenicias
en las costas europeas y africanas hasta llegar a las extremo occidentales,
donde la más importante fundación fue Cádiz. Se trazaron rutas marítimas con un
eminente sentido comercial, proveyendo de metales a los grandes imperios militaristas
que eran sus principales clientes. Cádiz (Gadir) fue la más importante
fundación fenicia en el Mediterráneo Occidental, cercana a las ricas minas
auríferas, argentíferas y cupríferas, en una auténtica encrucijada comercial.
El comercio de la plata, sobre todo, alcanzó una importancia inusitada
enriqueciendo tanto a los comerciantes de Tiro como a sus corresponsales de
Gadir y los intermediarios indígenas para el comercio interior que se extendía
a las zonas actuales del Extremo Duero conectando con las rutas marítimas y
terrestres del estaño.
Con el eje de Cádiz el comercio fenicio se relacionó con Tartessos
“puerta de entrada que dio paso al influjo oriental en España y preparó la
mentalidad comercial en las proximidades del Estrecho de Gibraltar, así como a
las regiones del extremo duriense. Toda esta zona, conectada comercial y
financieramente con el Mediterráneo, origina una fecunda mentalidad -entendida
ésta como una actitud psicológica que origina reacciones colectivas
equivalentes y semejantes- hasta constituirse en una identidad.”
[3] La decadencia de Tiro hizo que los navegantes
griegos intentaran sustituir a los fenicios en el comercio del Mediterráneo
occidental. Desde finales del siglo VIII habían alcanzado las islas Baleares y
desde allí pasaron a las costas mediterráneas de la Península (fundación de
Rosas, Marsella, Ampurias, Denia, Málaga. La influencia cultural griega sobre
las tribus indígenas autóctonas de Andalucía, Levante, Cataluña y curso del río
Ebro (que reciben el apelativo genérico de cultura ibérica) fue importante.
Estas tribus estaban dispersas y faltas de un sentido unitario.
[4] Los indígenas
iniciaron una resistencia general en todo el ámbito peninsular, sus pueblos,
pese a sus profundas divergencias políticas y culturales reaccionaron
unánimemente ante la conquista de sus tierras, castros y aldeas. La conquista
de la Meseta fue mucho más difícil y costosa que la de la región mediterránea,
donde la antigua tradición de intercambio comercial con pueblos extranjeros
había creado en los indígenas un hábito de convivencia. En la zona costera los
que se había producido en realidad era la lucha de dos grandes potencias que
buscaban el monopolio comercial y la explotación de la riqueza minera y
agraria.
[5] El terreno conquistado era
propiedad del Estado aunque sólo en parte fue administrado de forma directa por
Roma; el resto se repartió entre las aristocracias locales en calidad de
posesores y actuaron como intermediarios entre las depauperadas masas indígenas
y la potencia conquistadora. Se originó en Hispania un latifundismo agrario
de base esclavista (fundamentado en la existencia de obreros a jornal que
sufrían un sistemático paro estacional) cuyo beneficio recayó sobre los primitivos
jefes tribales peninsulares y los funcionarios romanos agentes de la romanización.
[6] El gran elemento de unidad e integración del
territorio de Hispania fue la lengua latina que hizo desaparecer la pluralidad
lingüística prerromana. El latín hizo posible que los hispanos pudiesen
entenderse todos entre sí y aunque las lenguas originarias se conservaron
durante mucho tiempo, sobre todo en los medios rurales, en las ciudades
predominó el latín y acabó por desplazar enteramente las lenguas primitivas.
El latín fue la
lengua hispanorromana y primera lengua común a muy diversos países. Fue además
el instrumento apto para el derecho, las relaciones jurídicas, la liturgia
católica, la filosofía, etc. La lengua latina superó el plurilingüismo tribal e
hizo posible la comunicación de todos los hispanos.
[7] En las ciudades se forjó la vertebración de
Hispania en la cultura mediterránea y en ellas fue surgiendo una conciencia
común que vinculaba las ideas de Roma e Hispania (la mentalidad hispanorromana
que tradujo una forma de vida, un sistema de comunicación cultural y una
afirmación de occidentalismo vinculado a una lengua común: el latín.
[8] Motivada por la escasez de esclavos, por el
aumento de la presión fiscal y de los gastos militares, por la aceleración del
proceso de concentración de la riqueza, por el debilitamiento del comercio, por
la escasez de moneda, las devaluaciones sucesivas de ésta y por una creciente
inflación, por la inseguridad de las invasiones y la progresiva ruralización,
por la debilidad política de Roma, etc.
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