El líder de la Lliga Regionalista
defendió, frente a los radicalismos, una España diversa pero unida.
FERNANDO
GARCÍA DE CORTÁZAR / MADRID
Día
19/01/2015 - 01.57h
El
líder de la Lliga Regionalista defendió, frente a los radicalismos, una España
diversa pero unida
Cambó
y la España de la concordia
En
el momento en que se producía el debate sobre el Estatuto de Cataluña, un Cambó
en proceso de superación de una grave enfermedad meditaba las condiciones
políticas en que podía hacerse viable la defensa de una España diversa. La
unidad nacional era la garantía para que el regionalismo que heredaba la
tensión modernizadora de la crisis de fin de siglo, y huía de los efluvios
radicales del separatismo, recuperara la hegemonía política en Cataluña y se
convirtiese en sólido aliado en la construcción de una alternativa moderada al
gobierno de la izquierda.
No
deseaba este líder del catalanismo más inteligente y responsable que la
oportunidad de construir un sistema autonómico se perdiera otra vez, como había
ocurrido en la crisis de 1917 o en el derrumbe de la Monarquía, dos coyunturas
en las que las propuestas del regionalismo sensato fueron desbordadas por la
agitación social y por la quiebra de un régimen. En ambos casos, la derrota
política de la Cataluña que encarnaba Cambó, una de las figuras más lúcidas de
nuestra historia del siglo XX, puede entenderse como el fracaso de lo que él
mismo llamó, en el título de un texto penetrante publicado en 1930, la voluntad
de la concordia. En una fecha tan decisiva, había denunciado las tendencias
uniformadoras que ponían en peligro la unidad de la nación al rechazar su
fecunda heterogeneidad. Y rechazaba con no menor energía las actitudes
separatistas, reprochándoles falta de realismo y de amenazar el bienestar de los
catalanes.
Interés
mutuo
El
separatismo solo se había sostenido por sectores atrasados y rurales de la
sociedad -decía Cambó- totalmente ajenos a la sociedad burguesa y próspera de
Barcelona. «La libertad es para un pueblo un don supremo, al cual debe sacrificarse
todo en última instancia. Pero la libertad no es solo un fin: es también un
instrumento, un arma para conseguir un fin. Y este fin es la grandeza en el
sentido más amplio y elevado de la palabra. Y, para Cataluña, la libertad
necesaria para expandir libremente su personalidad no es imposible dentro de
España. Hemos de hacer todos los esfuerzos precisos para demostrar que el
interés de España está en que no lo sea».
La
colaboración con la Monarquía agonizante prueba hasta qué punto Cambó subordinaba
todo a la concordia, al estímulo de la comprensión entre españoles que se
reconocieran en la diversa personalidad de sus regiones. Su famosa consigna de
«¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!» no era una fatua carencia de escrúpulos
respecto de la cuestión del régimen, y ni siquiera una expresión de autismo
localista. Era la seguridad de que ni Cataluña podía vivir sin el conjunto de
España, ni España podría constituirse sin asumir las claves de ese gran proceso
de incorporación de regiones que modeló, a lo largo de los siglos, la empresa y
el destino nacional de los españoles. Cambó no llamaba al ejercicio de una
mutua resignación de uniformadores y separatistas, sino al entusiasmo
compartido de quienes habían de propiciar el encuentro de ciudadanos dispuestos
a dar forma definitiva a la organización política de la nación.
El
deber cumplido
Con
tal ánimo se dispuso Cambó a afrontar los riesgos del debate del Estatuto, que
los sectores radicales del catalanismo de Esquerra Republicana llevaron a los
límites de la ruptura. En sus memorias, recuerda que, ante los separadores y
los separatistas, la Lliga había de proceder «marcando la diferencia,
procediendo con el patriotismo y la abnegación que nunca nos habían ofrecido
nuestros adversarios». El 18 de abril de 1932 publicó un contundente artículo
llamando a dar apoyo al dictamen de la comisión parlamentaria del Estatuto,
contra quienes pretendían lanzar a los catalanes a una campaña teñida de
radicalismo y frustración. «Se evitó -recordó en sus memorias- que Cataluña
adoptara una vez más una actitud insensata. Yo quedé satisfecho por haber
cumplido con mi deber». Aquella actitud fue indispensable para la obtención de
la paz social en Cataluña, la recuperación del prestigio de la Lliga, el justo
ensalzamiento de la persona de su líder y, sobre todo, para evitar, por el
momento, que se amenazara la viabilidad del nuevo régimen con propuestas que
negaban el principio de la soberanía nacional.
Años
más tarde, en el doloroso trance del alejamiento de aquella gran oportunidad
perdida, Francesc Cambó había de reivindicar una estrategia destinada a
sostener el régimen liberal parlamentario frente a sus enemigos. Tal opción
consistía en la necesaria unidad de los sectores moderados del país, que dotara
al republicanismo de la hegemonía de sus tendencias centristas y proporcionara
a la derecha española liderada por Gil Robles la prudente compañía del
regionalismo conservador. Luis Lucia, dirigente de la Derecha Regional
Valenciana, ya había sondeado a Cambó en París, a comienzos de la República,
para que llegara a integrar la Lliga en la gran plataforma de las derechas que
habría de constituirse tras el paralizante estupor de la caída de Alfonso XIII.
Aun
cuando la propuesta no fuera aceptada por Cambó, le sirvió a éste para meditar
sobre la buena fortuna que habría tenido España de lograr que el camino del
regionalismo catalán coincidiera con el del catolicismo popular encabezado por
Gil Robles. Ese encuentro habría impedido que la CEDA se inclinara hacia un
radicalismo que Gil Robles no supo controlar, siendo mucho mejor líder de un
partido que un posible jefe de gobierno, todo lo contrario de las virtudes que
se atribuía el propio Cambó. Para la primera, se precisaba la capacidad de
despertar entusiasmo. Para la segunda, se necesitaba saber encauzarlo en los
límites de la responsabilidad. «Nuestra alianza cordial nos habría hecho
invencibles, y habría impedido el triunfo de las izquierdas y el
desencadenamiento de la Guerra Civil».
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