Reproducimos un artículo de
Manuel Azaña sobre la «inocente manía» de nuestros políticos de querer cambiar
los nombres de las calles «para responder a la ilusión de borrar el pasado»
MARTÍN SANTOS YUBERO
Azaña, reabre ante el Pleno,
su famosa promesa en 1935
Una de las primeras cosas
que hace en nuestro país cualquier movimiento político es cambiar el nombre de
las calles. Inocente manía, que parece responder a la ilusión de borrar el
pasado hasta en sus vestigios más anodinos y apoderarse del presente y del
mañana. En el fondo, es una muestra del subjetivismo español, que se traduce en
indiferencia, desamor o desprecio hacia el carácter impersonal de las cosas.
Madrid administrado casi siempre por forasteros y analfabetos, ha dado sobre el
particular ejemplos de muy mal gusto, y no ahora, sino desde hace mucho tiempo.
Sobre todo cuando le sobrevienen a un concejal ataques agudos de cursilería, y
encuentra poco distinguido, impropio de una gran ciudad, que ciertas calles se
llamen del Lobo, o La Gorguera, o El Soldado, o ¡Válgame Dios!, etcétera,
etcétera.
En mi triste Alcalá he visto
convertirse la calle de las Flores en calle de Navarro y Ledesma; la de Libreros
en general Allende Salazar; la de Roma, nada menos, en general Fernández
Silvestre… (Consultese el Anuario Militar). Conviene perfectamente a la
inconsciente sorna e impensada ironía de los alcalinos, el que al advenir de la
República diesen el nombre de Plaza de la Libertad a la antigua glorieta de San
Bernardo, tan gustada por mí, y que es una plazuela cerrada en tres de sus
caras por la cárcel, un convento y el archivo. Ahora con motivo de la guerra y
la revolución, se han visto ocurrencias divertidas, dentro del afán de
rebautizar las calles. La de Alcalá-Zamora, antes de Alfonso XII, en Madrid, se
llama «de la Reforma Agraria».
En Valencia ha aparecido una
«Plaza de los Derechos del Niño». Y en la antigua de la Lealtad, después de
Antonio Maura, también de Madrid, se llama «calle de las Milicias de
Retaguardia de las Juventudes Socialistas Unificadas».
En Madrid tenían calles
propias la Santísima Trinidad, el Divino Pastor, el Amor de Dios etcétera, sin
contar las que derivaban su nombre de la vecindad de alguna iglesia o convento;
pero este motivo, puramente local es cosa distinta. La manía es común a todas
las banderías políticas. Si los rebeldes tomasen Madrid, veríamos probablemente
a la calle del Barquillo, la del Arenal o la de Carretas cambiar su nombre
típico por el de algún general cargado de laureles. En el siglo pasado, los
progresistas impusieron a la calle de Alcalá el nombre del general Espartero.
Después nos hemos contentado con mantener en esa calle la imagen broncínea del
caudillo liberal. Si los italianos acaban por triunfar, quizás se la lleven a
Roma, como trofeo, para juntarla al león de Judá, que sacaron de Adís Abeba.
Manuel Azaña Presidente de la Segunda
República
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