La
guerra, manual de instrucciones
Hay que
llamar a las cosas por su nombre y tratar al enemigo como tal. La alternativa
está clara: si no hay tropas en su terreno tendremos más sangre en el nuestro
BERNARD-HENRI
LEVY 17 NOV 2015 - 09:14 CET
Una
guerra de un nuevo tipo.
Una
guerra con y sin fronteras, con y sin Estado; una guerra doblemente nueva
porque mezcla el modelo desterritorializado de Al Qaeda con el viejo paradigma
territorial que ha recuperado el Estado Islámico (ISIS).
Pero una
guerra, en cualquier caso.
Y ante
esta guerra que no deseaban ni Estados Unidos, ni Egipto, ni Líbano, ni
Turquía, ni hoy Francia, solo podemos hacernos una pregunta: ¿qué hacer? Cuando
nos cae encima una guerra así, ¿cómo responder y ganar?
Primera
ley: llamar a las cosas por su nombre. Al pan, pan, y al vino, vino. Y
atrevernos a decir esa palabra terrible, guerra, frente a la que lo deseable,
lo propio y, en el fondo, lo noble por parte de las democracias, pero también
su debilidad, es rechazarla hasta los límites de su comprensión, de sus
referencias imaginarias, simbólicas y reales.
La
grandeza y la ingenuidad de Léon Blum, que en un famoso debate con Elie Halévy
dijo que no lograba concebir —salvo como una contradicción— ni la idea misma de
una democracia en guerra.
La
dignidad y los límites de las grandes conciencias humanistas a finales de
aquellos mismos años treinta, que vieron surgir, espantados, a Georges
Bataille, Michel Leiris, Roger Caillois y otros colegas del Collège de
Sociologie con sus llamamientos al rearme intelectual de un mundo que creía
haber dejado atrás su parte maldita y su Historia.
Ahí
estamos hoy.
Pensar
lo impensable de la guerra.
Consentir
esa contradicción que es la idea de una república moderna obligada a combatir
para salvarse. Y pensarlo aún con más tristeza porque varias de las reglas
establecidas por los teóricos de la guerra, de Tucídides a Clausewitz, no
parecen servir para ese Estado fantoche que lleva la llama más allá en la
medida en que sus frentes están desdibujados y sus combatientes tienen la
ventaja estratégica de no establecer diferencias entre lo que nosotros llamamos
la vida y ellos llaman la muerte.
Las
autoridades francesas lo han comprendido, hasta en las más altas instancias.
La clase
política ha aprobado unánimemente su gesto.
Quedamos
usted, yo, el cuerpo social en su conjunto y en su detalle: queda la persona
que, cada vez, es un blanco, un frente, un soldado sin saberlo, un foco de
resistencia, un punto de movilización y de fragilidad biopolítica. Es
desesperante, es atroz, pero así están las cosas, y es necesario actuar con la
mayor urgencia.
No es
terrorismo. No es una dispersión de lobos solitarios ni de desequilibrados
Segundo
principio: el enemigo. Quien dice guerra, dice enemigo. Y a ese enemigo no solo
hay que tratarlo como tal, es decir (las enseñanzas de Carl Schmitt), verlo
como una figura a la que, según la táctica escogida, se puede engañar, hacer
dialogar, golpear sin hablar, en ningún caso tolerar, pero sobre todo
(enseñanzas de san Agustín, santo Tomás y todos los teóricos de la guerra
justa), darle, también a él, su nombre auténtico y preciso.
Ese
nombre no es terrorismo.
No es
una dispersión de lobos solitarios ni de desequilibrados. En cuanto a la eterna
cultura de la excusa que nos presenta a los escuadrones de la muerte como
individuos humillados, empujados al límite por una sociedad inicua y obligados
por la miseria a ejecutar a unos jóvenes cuyo único delito era que les gustaba
el rock, el fútbol o el frescor de una noche de otoño en la terraza de un café,
es un insulto para la miseria y para los ejecutados.
No.
Esos
hombres que están en contra del placer de vivir y la libertad propia de las
grandes metrópolis, esos bastardos que odian el espíritu de las ciudades tanto
—dado que son lo mismo— como el espíritu de las leyes, del Derecho y la dulce
autonomía de los individuos liberados de antiguas sumisiones, esos incultos a
los que habría que replicar, si no les fueran completamente desconocidas, con
las bellas palabras de Victor Hugo cuando gritaba, en plenas matanzas de la
Comuna, que atacar París es más que atacar Francia porque es destruir el mundo,
merecen el nombre de fascistas.
Mejor
dicho: fascislamistas.
Mejor
dicho: el fruto del cruce que vio venir otro escritor, Paul Claudel, cuando en
su Diario, el 21 de mayo de 1935, en uno de esos destellos cuyo secreto solo
poseen los grandes, anota: “¿Discurso de Hitler? Se crea en el centro de Europa
una especie de islamismo...”
¿Qué
ventaja tiene dar un nombre?
Poner
las cosas en su sitio. Recordar que, con este tipo de adversario, la guerra
debe ser sin tregua y sin piedad.
Y forzar
a cada uno, en todas partes, es decir, tanto en el mundo árabe musulmán como en
el resto del planeta, a decir por qué lucha, con quién y contra quién.
Eso no
significa, por supuesto, que el islam tenga afinidad alguna con el mal, como no
la tienen otras formaciones discursivas.
Y la
urgencia de este combate no debe distraernos de esa otra batalla, también
esencial, que es la batalla por el otro islam, por el islam de las luces, el
islam en el que se reconocen los herederos de Massud, Izetbegovic, el
bangladesí Mujibur Rahman, los nacionalistas kurdos o el sultán de Marruecos
que tomó la heroica decisión de salvar, enfrentándose a Vichy, a los judíos de
su reino.
Pero eso
quiere decir dos cosas, o quizá tres. Para empezar, que, como se supone que la
tormenta fascista de los años treinta no rebasó el perímetro de Europa, las
tierras del islam son las únicas del mundo en las que se ha eludido asumir la
memoria y el duelo que sí han llevado a cabo los alemanes, los franceses, los
europeos en general, los japoneses.
Con este
tipo de adversario, la guerra debe ser sin tregua y sin piedad
Después,
que hay que poner de relieve con más claridad la disyunción decisiva,
primordial, que enfrenta esas dos visiones del islam, enzarzadas en una guerra
letal que es, pensándolo bien y por utilizar una expresión conocida, el único
choque de civilizaciones en activo.
Y, por
último, que ese trazado de la línea sobre la que se enfrentan los seguidores de
un Tariq Ramadan y los amigos del gran Abdelhawahb Meddeb, ese señalar lo que,
a un lado, puede alimentar el “Viva la muerte” de los nuevos nihilistas, y al
otro, el tipo de trabajo ideológico, textual y espiritual que bastaría para
conjurar el regreso o la llegada de los fantasmas, debe ser, sobre todo, obra
de los propios musulmanes.
Conozco
la objeción.
Oigo
gritar a los biempensantes que llamar a quienes son buenos ciudadanos a
desvincularse de un crimen que no han cometido es suponerlos cómplices y, por
tanto, estigmatizarlos.
Pero no.
Porque
ese “no en nuestro nombre” que esperamos de nuestros conciudadanos musulmanes
es el de los israelíes que se desvincularon, hace 15 años, de la política de su
Gobierno en Cisjordania.
Es el de
las masas de estadounidenses que en 2003 protestaron contra la absurda guerra
de Irak.
Es el
grito más reciente de todos los británicos, fieles o simples lectores del
Corán, que decidieron proclamar que existe otro islam —manso, misericordioso,
apasionado de la tolerancia y la paz— que no es ese en cuyo nombre pudieron
apuñalar a un militar en plena calle.
Es un
grito hermoso. Es un bello gesto.
Pero,
sobre todo, es el gesto sencillo, de justicia, que consiste en aislar al
enemigo, separarlo de su retaguardia y hacer que deje de sentirse como pez en
el agua en una comunidad para la que, en realidad, es una vergüenza.
Porque
quien dice guerra dice otra vez, inevitablemente, la identificación, la
marginación y, si es posible, la neutralización de esa fracción enemiga que
actúa en el territorio nacional.
Es lo
que hizo Churchill cuando encarceló, en el momento de la entrada de Gran
Bretaña en guerra, a más de 2.000 personas, a veces muy próximas —su propio
primo, Geo Pitt-Rivers, número dos del partido fascista inglés—, a los que
consideraba enemigos interiores.
Y es,
salvando las distancias, lo que debemos decidirnos a hacer hoy, por ejemplo
prohibiendo a quienes predican el odio; vigilando más de cerca a los miles de
individuos fichados y marcados con una “S”, es decir, sospechosos de yihadismo;
o convenciendo a las redes sociales estadounidenses de que no permitan los
llamamientos a cometer atentados suicidas a la sombra de la Primera Enmienda.
Es un
gesto delicado, que está siempre al borde de las leyes de excepción. Y por eso
es crucial, en estos momentos, no ceder ni sobre el derecho ni sobre el deber
de hospitalidad, más necesarios que nunca ante la avalancha de refugiados
sirios que huyen precisamente del terror fascislamista.
Seguir
recibiendo inmigrantes al mismo tiempo que se incapacita al mayor número
posible de células dispuestas a matar.
Abrir
aún más los brazos a los fugitivos del ISIS ahora que nos disponemos a ser
implacables con quienes, entre ellos, quieren aprovecharse de nuestra fidelidad
a nuestros principios para infiltrarse en tierra de misiones y cometer sus
crímenes.
No es
contradictorio.
Es
crucial no ceder ahora sobre el deber ni el derecho de hospitalidad
Es la
única forma de no dar al enemigo la victoria que da por descontada, que es
vernos renunciar al tipo de convivencia abierta y generosa que caracteriza
nuestras democracias.
Y es, lo
repito, ese razonamiento inherente a toda guerra justa que consiste en no
mezclar lo que tiene vocación de división, y mostrar, en este caso, a la gran
mayoría de los musulmanes de Francia, que no son solo nuestros aliados, sino
nuestros hermanos y conciudadanos.
Y, para
terminar, lo fundamental.
La
verdadera raíz de esta irrupción del horror.
Este
Estado Islámico que ocupa un tercio de Siria e Irak y que ofrece a los
artificieros de posibles futuros Bataclan bases, centros de mando, escuelas de
crimen y campos de entrenamiento, sin los que no sería posible nada.
Sabemos
que la semana pasada, en el Sinjar, los peshmerga lograron, con la coalición
internacional, una victoria decisiva.
Podríamos
mencionar numerosos ejemplos, desde hace seis meses, en los que los kurdos, que
hasta ahora son los únicos que han entablado combate cuerpo a cuerpo, han visto
retroceder sin resistencia a los malvados soldados de Daesh.
Y, como
en otro tiempo en Sarajevo, como en la época en la que presuntos expertos
agitaban el espectro de los cientos de miles de soldados que iba a hacer falta
desplegar sobre el terreno para impedir la limpieza étnica, en realidad,
llegado el momento, será suficiente un puñado de fuerzas especiales y de
asalto: estoy convencido de que las hordas del ISIS son mucho más valientes a
la hora de hacer volar a unos jóvenes parisienses indefensos que cuando se
trata de enfrentarse a auténticos combatientes de la libertad, y por eso pienso
que la comunidad internacional, si quiere, dispone de todos los medios para
acabar con esta amenaza a la que se enfrenta.
¿Por qué
no lo hace?
¿Por qué
somos tan tacaños con la ayuda a nuestros aliados kurdos?
¿Y qué
es esta extraña guerra que Estados Unidos, con Barack Obama al frente, no
parece querer ganar?
Lo
ignoro.
Pero sé
que la clave está ahí.
Y que la
alternativa está clara: “No boots on their ground” equivale a “more blood on
our ground” (si no hay tropas en su terreno tendremos más sangre en el
nuestro).
Traducción
de María Luisa Rodríguez Tapia.
217.00
PARADOS MÁS AL AÑO, DURANTE LOS 21 DE GOBIERNO SOCIALISTA; 157.000 PARADOS
MENOS ANUALES, DURANTE LOS 12 DEL PP
16/11/2015@12:57:49
GMT+1
Luis
María ANSON
En medio
del alud informativo europeo y de la atrocidad del yihadismo, S. Alcelay y J.
González han publicado en el diario ABC una información reveladora. No tiene
desperdicio. Durante los 21 años de Gobierno socialista en la democracia, el
paro subió en 4,5 millones de personas; en los 12 años de Gobierno del PP,
descendió en 1,9 millones.
Si a
estas cifras incuestionables unimos la contratación de funcionarios y empleados
en las cuatro Administraciones, de enchufados en las empresas públicas y de
contratados como asesores, las cifras se harían todavía más gravosas para la
gestión socialista, amparada, por cierto, por unos sindicatos que prefieren
empresas cerradas antes que ceder en sus exigencias y que se han convertido en
agencias de colocación y en un excelente negocio.
José
Luis Rodríguez Zapatero recibió de José María Aznar una herencia envidiable:
déficit público, cero; deuda, la más baja de Europa en proporción a la población
y poco más de 2 millones de parados. Zapatero legó a Rajoy un déficit de 9,9%;
una deuda abrumadora, entre las más altas de Europa; y más de 5 millones de
parados.
Serán
muchos los españoles, sin duda, que al conocer estas cifras se piensen dos
veces el destino de sus votos. El rechazo a Rajoy es considerable pero la
solución socialista alarma cada día más.
La
Europa "las naciones" o de "los Pueblos" para la
Generalitat de Catalunya"
¿Adónde
vas, Catalunya?
La
Vanguardia | Jaime Malet
La
independencia no es posible. No hay interés de las grandes potencias, ni
mecanismo internacional que invocar (como nos recordó Ban Ki Mun). La comunidad
internacional no apoyará nunca una secesión en Occidente que podría consolidar
una nueva tendencia amenazante para la gobernanza mundial. Tampoco interesa
facilitar la ruptura al 90% de los españoles; aquel gobierno que la permitiera
sería poco democrático. Y, por último, hoy sabemos que no sólo no hay mayoría
abrumadora (para crear un nuevo país se necesita obviamente un gran soporte),
sino que no se llega ni al 48% de los votos ni al 37% del censo. Pensar que
España –un país que ha superado décadas de terrorismo atroz– va a dejar sin
cobertura a más de la mitad de los catalanes no es realista. Por ello, es
importante trasladarle a la población, como hizo recientemente el lehendakari
Urkullu, que este es un proyecto imposible.
En
cambio, de seguir así sí parece que podemos ir a otro escenario: movilizaciones
ciudadanas, ruptura de lazos afectivos, soflamas continuas, afrentas, pleitos y
grandes fechas históricas que se sucedan mes tras mes. Un escenario de
ingobernabilidad y desobediencia de leyes en el que los políticos serán los
grandes protagonistas, mientras se desgarran las familias, las escuelas y los
amigos, el talento y la inversión miran hacia lugares más tranquilos, y las
familias, especialmente las más débiles, se empobrecen gradualmente.
Este no
es un “discurso del miedo”, es un discurso del “mucho miedo” ante un supuesto
posible que cualquier persona razonable debería prever. ¿Alguien cree que se
está dando una imagen de estabilidad y sentido común al mundo? ¿Conseguiríamos
hoy unos Juegos Olímpicos o la sede de una editorial líder en español, por
poner claros ejemplos?
Catalunya
ha casi triplicado su PIB per cápita desde 1978. Su sanidad es una de las
mejores del mundo pese a los recortes (como la del resto de España). Las calles
están cuidadas y se puede andar por ellas con seguridad. Catalunya tiene sus
cuatro capitales unidas por el AVE, un caso único. Uno de los mejores
aeropuertos que puedo recordar. Dos puertos internacionales de primera clase.
Educación gratuita. Y así un largo etcétera que se ha mantenido, milagrosamente
más bien que mal, pese a una crisis global. Los catalanes que viajamos, si
somos sinceros, debemos reconocer que para ser la cuna de un pueblo esquilmado
y sometido, no hay muchos sitios (de capacidades similares) tan ordenados e
impolutos como nuestro próspero territorio.
En este
lugar privilegiado de la tierra por su patrimonio cultural y por su
climatología, una Catalunya verdaderamente business friendly podría aspirar a
ser un actor global en ciencia y en tecnología, en educación, en emprendeduría
y en atracción de talento.
Mientras
ganamos fama internacional gracias a grandes manifestaciones y llamadas a la
insurrección, tecnologías disruptivas de todo tipo están eclosionando y van a
cambiar el mundo en pocos años, con nuevos retos y grandes oportunidades. Una
región con tanto potencial no debería perder enfoque en un proyecto político
imposible que puede hacernos descarrilar del tren del progreso.
Por otro
lado, muchos de los males seculares de España se encuentran también aquí y, por
mucho que corra, dudo que Catalunya pueda escaparse de sí misma: corrupción,
poca meritocracia, monitoreo asfixiante de la sociedad civil, falta de
mecanismos de control político, dejación de los deberes de rigor fiscal (que
consiste en gastar lo que se tiene y no lo que uno considera que debería tener)
y sobre todo inexistencia de lo que llaman los anglosajones accountability, es
decir, dar cuenta constantemente del dinero que se administra frente a los
contribuyentes. ¿Puede alguien negar que todas esas lacras también existen, y
bien asentadas, en Catalunya? ¿Quién puede pensar que desaparecerán con más y
no con menos lío?
Hay
mucho por mejorar, como los trenes de cercanías o el corredor mediterráneo.
También es necesario mejorar el sistema de financiación y la solidaridad con
otras regiones pobres. Algunos creen que hay que blindar la cultura y la enseñanza
del catalán. Otros, que simplemente hay que mejorar la enseñanza (transferida
hace treinta años y en el furgón de cola en Europa según el informe PISA).
Muchos
pueden pensar que estas razones y un desencuentro de años con el Estado son
suficientes para crear un nuevo Estado, pero dudo que alguien piense que lo son
para avalar el riesgo real: el de una bronca monumental durante años. Y otras
cosas todavía más importantes, como el desempleo, la desigualdad o la merma de
las pensiones no parecen que se vayan a arreglar, sino más bien a empeorar, en
una Catalunya no independiente (que no será), sino ingobernable y perdida en su
laberinto.
En
definitiva, en este ambiente tan exaltado, los catalanes podemos perder lo
ganado durante treinta años en democracia. La historia enseña que la
prosperidad y la concordia de los pueblos no es inmutable. Por ello, debemos
reivindicar pragmatismo a nuestros gobernantes y obligarles a que lleguen a
soluciones pactadas sin necesidad de incendiar calles y estadios.
Que se
expliquen riesgos y límites a la población. Que se dialogue hasta la
extenuación. Que se deje de mirar lo que pasó hace 300 años, para pensar sólo
en la gente de hoy, en las familias y en su bienestar, en crear puestos de
trabajo y ayudar a los más humildes. En atraer empresas, talento y riqueza.
Catalunya
tiene 47 votos en el Congreso, la segunda comunidad con mayor representación
parlamentaria. ¿Podemos pedir que se utilicen esos votos tras el 20-D para
mejorar lo que sea posible? ¿Estamos todavía a tiempo de reclamar el espíritu
de convivencia, sensatez y pacto que nos ha caracterizado tantas veces en el
pasado?
Jaime
Malet, presidente de AmChamSpain.
Un
problema de seguridad nacional
ABC |
Luis de la Corte Ibáñez
Una vez
más, la capital de Francia ha sido blanco del terrorismo yihadista. Si los
atentados del pasado enero, con sus asaltos, persecuciones y sus 17 víctimas
mortales, sorprendieron e indignaron a los ciudadanos franceses, los del 13 de
noviembre han conmocionado a toda Europa. No es para menos, pues este último
golpe supone un nuevo e inquietante repunte de la amenaza yihadista en el viejo
continente. Después de aquella aciaga mañana de 2004, donde 191 españoles
perdieron sus vidas en Madrid por el simple hecho de viajar en tren, ningún
país europeo había vuelto a encajar un incidente de terrorismo con más de 100
víctimas mortales. De hecho, el atentado masivo más reciente de los perpetrados
en suelo europeo tuvo lugar hace ya diez años en Londres, cuando varios
suicidas consiguieron asesinar a 52 personas y herir a más de 700.
Los
ataques ocurridos en marzo de 2012 en Toulouse y Montaban, donde un joven de
origen argelino acabó con la vida de 7 personas (entre las que se incluyeron
tres niños de corta edad), sirvieron como señal de aviso sobre el riesgo
yihadista en Francia y los países comunitarios. Pero al mismo tiempo, aquel
incidente llevó a simplificar la percepción de una amenaza que muchos quisieron
reducir a un problema de «lobos solitarios» y terroristas amateurs. Sin
embargo, algunas de las grandes estructuras yihadistas, en particular Al Qaida,
nunca cejaron en el empeño de realizar nuevos atentados de máxima letalidad en
Europa y Norteamérica y volvieron a intentarlo sin éxito en varias ocasiones…
Hasta lograrlo en la capital de Francia.
Los
atentados de París reproducen algunas de las pautas que han marcado la
evolución reciente del yihadismo en Europa. Entre ellas, la elección de
objetivos blandos o escasamente protegidos como blanco, la incorporación de
objetivos judíos (la sala de fiestas Bataclan es de propiedad judía), la
realización de ataques indiscriminados, el uso de armas de fuego y fusiles, sin
abandonar por ello el empleo de artefactos explosivos. Aunque no todo ha sido
mera repetición. Hacía tiempo que un país occidental no se veía expuesto a una
operación terrorista desarrollada tan compleja. Coordinar y llevar a término
seis ataques, varios de ellos iniciados de forma casi simultánea, e incluir
entre ellos un asalto con toma de rehenes no resulta sencillo. En ese aspecto,
los atentados de París recuerdan la masacre provocada por un grupo pakistaní
asociado a Al Qaida en la ciudad de Bombay, en noviembre de 2008, concluida con
el terrible balance de 173 muertos y más de 300 heridos. También llama la
atención el hecho de que los atacantes de París hayan utilizado cinturones
suicidas. Estos y otros detalles avalan la tesis oficial sobre la existencia de
posibles colaboradores internos que ayudasen a los terroristas a preparar sus
acciones y también la de la implicación del Daesh, esa organización que se
refiere a sí misma como un nuevo Estado y que más voluntarios radicales
moviliza hoy en el mundo, incluyendo a buena parte de los más de 1.700
individuos desplazados a partir de 2012 desde el país vecino hasta Siria e Irak
para hacer el yihad.
Son
varias las lecciones que pueden extraerse de los hechos de París. Hemos vuelto
a comprobar que la seguridad plena no existe y que ningún gran aparato
institucional puede garantizarla al cien por cien. Francia lo tiene, muy bien
dotado y muy eficaz. Pero no ha sido suficiente ahora como no lo fue tampoco en
enero de 2015, en 2014, cuando no se pudieron evitar otros dos ataques de menor
entidad perpetrados en Tours y Nantes, ni tampoco los de 2012. Sin duda, el
potencial de radicalización en Francia es muy elevado y es claro que existe una
clara animadversión hacia ese país por parte del yihadismo. También hay un
problema con el acceso a armas. Son ya demasiados los casos de individuos
radicalizados sorprendidos en posesión de armas de gran calibre y ello a pesar
de las severas restricciones legales que los países europeos imponen a su
acceso. La continuidad de los tráficos ilícitos de armas debería recibir un
tratamiento más eficaz.
En
términos más generales, es importante recordar que desde hace años los peores
efectos del yihadismo global se concentran en el mundo árabe y musulmán, donde
los atentados de máxima letalidad son mucho más frecuentes que en Europa y
donde varios actores yihadistas comprometen hoy la viabilidad de algunos
Estados. Sin embargo, la tragedia de París vuelve a poner de manifiesto que,
además de amenazar la paz y la seguridad internacional, y en parte gracias a
ello, el terror yihadista y la circulación de la ideología que lo inspira
representan un grave riesgo para la seguridad nacional de Francia. Y por
extensión la del resto de sus socios de la Unión Europa, España incluida.
Luis de
la Corte Ibáñez pertenece al Instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad
de la Universidad Autónoma
Discutamos
el Estatuto
Por
Víctor Ferreres Comella es profesor de Derecho Constitucional y Josep Ramoneda
es periodista. Suscriben, además, este artículo Joaquim Bisbal, profesor de
Derecho Mercantil; Ramón Casas, profesor de Derecho Civil; Carles Pareja,
profesor de Derecho Administrativo, y Carlos Viladàs, profesor de Derecho Penal
(EL PAÍS, 07/10/05):
Digamos
abiertamente lo que nos consta que muchos expertos catalanes dicen en privado:
el proyecto de Estatuto de Autonomía que acaba de aprobar el Parlamento de
Cataluña es criticable en varios aspectos. Aunque resulta injusto afirmar que
viene a ser la versión catalana del plan Ibarretxe, pues el esfuerzo por
respetar la Constitución es aquí mucho mayor, lo cierto es que el nuevo
Estatuto incluye preceptos inconstitucionales y es poco razonable en algunos
extremos. Estos defectos pueden y deben ser corregidos durante la tramitación
parlamentaria en las Cortes Generales. Lo más importante, sin embargo, es que
todos tengamos claro para qué sirve un Estatuto de Autonomía y qué tipo de cambios
se pueden introducir a través de su reforma.
Existe
acuerdo en sostener que el Estatuto de Autonomía es una norma concebida por la
Constitución para una finalidad muy concreta: dar nacimiento a una determinada
comunidad autónoma, dotándola de un conjunto de competencias y especificando, a
grandes rasgos, cuáles son las instituciones básicas a través de las cuales
ejercerá su autogobierno. Dentro de este marco estatutario, el Parlamento
autonómico discute y aprueba luego las distintas leyes, en ejercicio de sus
competencias y en función de las mayorías políticas que van surgiendo en las
sucesivas elecciones democráticas. El vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña
de 1979 no es un texto muy extenso. Lo que hace, básicamente, es especificar
las competencias que asume la Generalitat de Catalunya y establecer, sin entrar
en demasiados detalles, cuáles son las instituciones que la integran.
Tras
todos estos años de autonomía, ¿era conveniente reformar ahora el Estatuto?
Seguramente sí. Frente a quienes sostienen (con manifiesta ignorancia) que
España es el Estado más descentralizado del mundo, lo cierto es que existe
todavía un margen para ampliar de manera razonable el grado de autogobierno de
las comunidades autónomas, y es indudable que en Cataluña existen un
sentimiento y una voluntad en tal sentido bastante generalizados. Para
incrementar el autogobierno, es necesario en algunos casos reformar la
Constitución, mientras que basta la reforma estatutaria en otros. Nada que
objetar, pues, a la decisión política de modificar el Estatuto catalán para
ampliar las competencias atribuidas a la Generalitat, dentro del marco
constitucional. Y nada que objetar a la tesis defendida por los juristas que
han colaborado en la confección de este Estatuto, en el sentido de que es
conveniente concretar de la manera más clara posible cuáles son las
competencias que corresponden a la Generalitat, para evitar así conflictos
interpretativos que acaban inundando al Tribunal Constitucional.
Ahora
bien, este Estatuto va más allá, e incluye disposiciones cuya razón de ser es
altamente dudosa. Así, por ejemplo, el Título Primero incorpora una extensa
tabla de derechos y deberes. Dejando de lado la muy defectuosa técnica
legislativa que se ha seguido en este título, la pregunta se impone: ¿para qué
sirve esta tabla? ¿Están en peligro los derechos fundamentales en Cataluña?
¿Acaso es insuficiente la tabla de derechos de la Constitución española?
Evidentemente, no. Algunos líderes han dicho que la tabla de derechos pretende
“proteger de verdad” algunos de los derechos sociales que la Constitución
española consagra como meros principios, como el derecho a la vivienda. Pero,
¿cómo un Estatuto puede protegerlos en serio? A pesar de toda la propaganda que
se ha hecho sobre el carácter social del Estatuto, lo cierto es que éste no
puede más que remitir en definitiva a lo que disponga el legislador ordinario,
dentro de los inevitables límites presupuestarios, exactamente igual que lo
hacen la Constitución española y las constituciones de otros países.
Por otra
parte, el Estatuto incluye cláusulas que responden a una concepción política
determinada, muy respetable y que podemos compartir, pero que no cuenta con un
amplio consenso en la sociedad. Así, resulta estridente que el Estatuto (en el
artículo 41) incida de manera indirecta en el tema del aborto, o que consagre
(o así parece) el carácter laico de la escuela pública (en el artículo 21), o
que establezca que los partidos deben respetar criterios de paridad entre
hombres y mujeres en las listas electorales (artículo 56). ¿Qué ocurrirá si,
dentro de unos años, la mayoría del Parlamento de Cataluña discrepa de algunas
de estas normas? ¿Habrá que reformar el Estatuto, lo que exigirá un engorroso
procedimiento que exige la intervención del Parlamento catalán y de las Cortes
Generales y la posterior ratificación en referéndum? Es difícil entender en qué
sentido se logra incrementar el autogobierno de Cataluña cuando se establecen
normas estatutarias como éstas, que petrifican el ordenamiento jurídico e
impiden que la vida democrática catalana discurra con normalidad en el futuro.
¿Acaso no es la democracia un continuo debate y revisión de decisiones?
En algún
momento, los líderes políticos han dado a entender que será una institución de
la comunidad autónoma (el Consell de Garanties Estatutàries) la que garantizará
que las leyes aprobadas por el Parlamento catalán respeten esa tabla de
derechos. Pero los ciudadanos deben saber que el garante último será el
Tribunal Constitucional, al que podrán acudir (para impugnar las leyes
autonómicas catalanas) el Defensor del Pueblo, 50 diputados, 50 senadores o el
Gobierno de la nación. Lo cual no deja de ser paradójico, si se tiene en cuenta
que una de las quejas expresadas de manera recurrente por la Generalitat es el
elevado número de impugnaciones de que son objeto las leyes catalanas.
Los
políticos que tanto han elogiado la declaración de derechos sostienen que,
gracias a ella, el Estatuto se transforma en algo parecido a la Constitución de
un Estado miembro de una federación. Pero con ello muestran hasta qué punto
andan despistados, pues deberían saber que, a diferencia de lo que ocurre con
el Estatuto de Autonomía, un Estado miembro de una federación puede modificar
unilateralmente su propia Constitución, sin necesidad de contar con la
aprobación del Parlamento federal. Y es que el papel que cumple el Estatuto de
Autonomía en nuestro sistema no tiene nada que ver con el que es propio de una
Constitución estatal en un sistema federal. Son cosas distintas, como es
pacífico entre los especialistas en Derecho Constitucional comparado.
El
Estatuto también se excede cuando regula materias (como, por ejemplo, la
estructura del poder judicial, el sistema de recursos, las circunscripciones
electorales, etcétera) que están reservadas a las correspondientes leyes
orgánicas. A nuestro juicio, no es posible, a través del Estatuto, maniatar de
esta manera al futuro legislador estatal. Puede ser una espléndida idea que el
Tribunal Supremo se limite a conocer de los recursos extraordinarios para
unificación de doctrina, por ejemplo. Pero eso lo tiene que decidir el
legislador estatal en cada momento histórico, a la luz de la experiencia
acumulada, y no unEstatuto de Autonomía de una concreta comunidad.
El
propio Consell Consultiu detectó este problema, pero ofreció como solución una
técnica sorprendente. Esta técnica, recogida finalmente en el Estatuto (en la
Disposición Adicional Novena), consiste en incluir una cláusula final que
dispone que esas normas estatutarias sólo tendrán eficacia una vez que el
Estado haya modificado las correspondientes leyes orgánicas, en el bien
entendido de que el Estado es plenamente libre para modificar o no esas leyes.
Con esta técnica tan original, no habría habido inconveniente en incluir en el
Estatuto una norma que, por ejemplo, castigara con 40 años de cárcel los
asesinatos cometidos en Tejas, adjuntando luego una cláusula en virtud de la
cual esta norma empezaría a ser eficaz el día en que el Parlamento de Tejas
decidiera modificar en tal sentido su Derecho penal.
Si el
lector cree que exageramos, le invitamos a echar una ojeada al artículo 191 del
Estatuto, que no tiene inconveniente en disponer que a partir de ahora, “la
Generalitat de Catalunya tiene acceso directo al Tribunal de Justicia de la
Unión Europea”. El legislador comunitario puede estar tranquilo, sin embargo,
pues el mencionado artículo añade inmediatamente: “En los términos que
establezca la normativa europea”. Y es que, en algunos momentos, el Estatuto se
parece a esas estupendas ofertas de algunas compañías que, tras ponernos la
miel en los labios con promesas espléndidas, añaden, en letra pequeña, “de
acuerdo con las disponibilidades” o cosas parecidas (fórmulas que, por cierto,
a menudo están en el punto de mira de la legislación en defensa de los
consumidores).
En
cuanto a la financiación de la Generalitat (que, ciertamente, necesita ser
mejorada), puede decirse que el sistema que se ha pactado es muy parecido al
del concierto vasco o convenio navarro. Existen sólidos argumentos para
sostener que, con la Constitución en la mano, no es posible extender a Cataluña
ni al resto de comunidades autónomas ese tipo singular de financiación. En
cualquier caso, todo el mundo sabe que las Cortes Generales no lo van a aprobar
en los términos actuales. Se ha preferido negociar en Cataluña un sistema de
financiación que se acerca al concierto, para evitar un supuesto fracaso del
Estatuto, y enviar luego a Madrid la “patata caliente”.
Los
ciudadanos nos merecemos un debate más serio, centrado en las cuestiones que
son propias de un Estatuto de Autonomía, sin generar falsas expectativas acerca
de las transformaciones que es posible introducir a través de una reforma
estatutaria. No hay que convertir un Estatuto en lo que, en buena técnica jurídica,
no puede ser. Seguramente, lo que ha viciado todo este proceso es la decisión
previa de limitar a cuatro cuestiones la posible reforma de la Constitución
española. Si queremos superar, de verdad, el tabú de la reforma constitucional,
deberíamos estar dispuestos a discutir todo lo que haga falta. El procedimiento
de reforma debe estar al servicio de toda propuesta razonable que goce de
suficiente consenso.
El
proyecto de Estatuto es, pues, discutible. Por eso mismo, debe ser discutido en
las Cortes Generales, para que sus defectos salgan a la luz y sean objeto de
corrección. Y que nadie se rasgue las vestiduras por ello.
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