Los otros catalanes
El País | Francesc Esteva
La carta publicada el domingo
en el pais firmada por el Presidente de la Generalitat de Catalunya y los
principales dirigentes de la candidatura “Junts pel si” me lleva a reivindicar
los otros catalanes.
Los más viejos recordamos al añorado Paco
Candel que durante la transición nos iluminó con el libro “els altres catalans”
referido a los inmigrantes que habían venido a trabajar a Catalunya procedentes
de otros rincones de España.
Nos alertaba Candel de que no nos olvidáramos
de ellos al construir la Catalunya democrática que se avecinaba.
Yo no tengo el estilo de
Candel ni el tiempo para escribir un libro pero si puedo ofrecer un artículo a
raiz de los “otros catalanes”, los que nos sentimos excluidos en la Catalunya
que intentan dissenyar Mas y sus correligionarios.
Creo que me entenderán si digo
que estos otros catalanes, los que no nos hemos identificado ni con el
pujolismo ni con Mas tenemos la sensación de que nos han querido arrebatar la
catalanidad que sólo los de un bando se han arrogado.
Les pongo algunos ejemplos.
En las primeras elecciones
democráticas el grupo parlamentario mayoritario en Madrid representando los
catalanes era el socialista que hizo grupo parlamentario que se llamó
“socialistas de Catalunya”, el Segundo grupo era el de CiU al que pusieron el
nombre de “minoria catalana” y que siempre que hablaba se autoarrogaba la
representación de los catalanes.
El estatuto de Catalunya que
aprobó el Parlament durante la presidencia de Pasqual Maragall debía pasar el debate
en el parlamento español.
Para ello se envio a las
Cortes y una mañana nos encontramos que Artur Mas (jefe de la oposición en
aquellos momentos) se presentó en Madrid para pactar con Rodríguez Zapatero
(presidente del gobierno español en aquellos momentos) las bases del nuevo
estatuto sin conocimiento ni del president de la Generalitat ni de los otros
partidos que habían votado el estatuto en Catalunya.
Se autoarrogó la represetación
de Catalunya. Y pasando a sus compañeros independentistas cuando quieren hacer
una asociación independentista no le ponen un nombre acorde sino el rimbombante
nombre de Asamblea Nacional de Catalunya.
Uno se pregunta ¿que
representa nuestro parlamento?
Se imaginan que pasaria si en
Francia, por ejemplo, alguien propusiera hacer una asociación que se llamara
“Assemblée Nacionale Francaise”?
Como dice un conocido, hay un
grupo en Catalunya que creen poseer la verdad y que van por la calle empujando
a los demás y dice: a mi no me gusta que me empujen.
Creo que somos muchos los
catalanes que no nos sentimos representados por la carta de Mas y sus amigos.
Se trata de un ataque directo
a una carta de Felipe González que, por ejemplo, ha ensalzado Duran y Lleida
compañero de viaje de Mas hasta hace poco.
Volveré sobre el tema, pero
más allà de los insultos siempre innecesarios y de las descalificaciones
gratuitas lo que me preocupa de la carta es el fondo, las ideas.
La he leido y releido diversas veces y me
encuentro con una falta de ideas que como catalan que ejerzo de catalán, me
entristece. Sólo he encontrado una idea fuerza que lo mueve todo: Nosotros (se
refiere a los catalanes, no a “los otros” en que me ubico yo) hemos amado a
España y lo hemos intentado todo para entendernos pero no hemos conseguido que
nos amen.
En primer lugar debo recordar
que en política lo importante no es amar y ser amado, sino respetar y ser
respetado. Yo lo que quiero es que se establezcan unas reglas de juego y que
todo el mundo las respete. Si además somos amigos y nos llevamos bien ya la
cosa es realmente extraordinaria pero lo que vale es el respeto que está claro
que es a las instituciones y las reglas que se pactan y se establecen
conjuntamente.
Y aqui hago un inciso para
contarles un hecho acaecido hace poco y que ejemplifica lo que entiendo por
respeto institucional.
Hace poco que han tomado
posesión los gobiernos de izquierdas en Valencia, Baleares y Aragón. Una de sus
primeras reacciones ha sido volver al respeto institucional entre paises de
habla catalana.
La derecha del PP gobernante
se había dedicado a degradar el catalán en Baleares y se había inventado el
valenciano y el LAPAO como lenguas diferentes del catalán y había cortado su
colaboración institucional a la fundación Ramon Llull (para que se me entienda
el equivalente para el catalan del instituto Cervantes para la lengua
castellana). Los nuevos gobiernos han vuelto al respeto institucional. Han
vuelto a hablar de una sola lengua (como defienden todos los lingüistas) con
las variantes dialectales obvias y han vuelto a participar en la fundación
Ramon Llull. Curiosamente este hecho, que a muchos catalanes nos parece uno de
los más importantes para la lengua y la cultura catana en años, no ha merecido
ningún comentario por parte del actual ejecutivo catalán. Y fijense que la
diferencia entre respeto y no respeto coincide con los gobiernos de derechas e
izquierdas y no con ser catalán o español.
Pero volvamos al tema puesto
que he dicho que hablaria de ideas y no de amores como los de la carta. Quiero
decir que hay “otros catalanes” que consideramos que nos quieren llevar al
abismo, que hay otras maneras de caminar hacia el respeto mutuo que no debió
perderse pero que se perdió con la sentencia del tribunal constitucional (por
cierto hay que recordar que respondiendo a un recurso del PP). Y aqui tienen
algunas ideas que considero fundamentales:
1.- Si alguién quiere
conseguir la independencia de una parte de un pais democrático lo primero que
debería tener en cuenta es que la independencia sólo se dará si se tiene el reconocimiento
internacional. Y la pregunta obvia es, ¿reconocerá algun pais de la UE a
Catalunya si se declara independiente sin un acuerdo con España? Y si esto es
cierto, ¿tiene algun sentido cargarse, insultando y descalificando sin más, a
quien dice y ha demostrado estar dispuesto a dialogar?
2.- En todos los casos que
citan los independentistas (Quebec, Escocia y añado yo Bélgica) después de
largos períodos de enfrentamientos pero también de discusiones y acuerdos se ha
llegado a la solución (tan denostada por los independentistas) del estado
federal que por cierto es el sistema que más problemas de encaje entre
comunidades ha resuelto en el mundo.
3.- El independentismo se
encuentra aislado en España y en Europa. Por contra el federalismo tienen
aliados en España (todos los partidos de izquierdas e incluso en parte
ciudadanos se han mostrado dispuestos a explorar este camino) y en Europa donde
la corriente federalista tienen importantes apoios. Se que esto no quiere decir
que se resuelvan los problemas con una palabra, que hará falta tiempo, que
habrá discusiones, etc. pero es un camino viable.
A mi modesto modo de ver los
autores de la carta cargan contra Felipe Gonzalez porque es una personaje
importante que propone la llamada tercera via, la solución federal. Con claros
métodos de marketing saben que si hay gente que propone de forma creible el
federalismo, sus posibilidades electorales decrecen y, en la situación actual
en que han quemado sus naves en una sola batalla, deben destruir,
desprestigiar, hacer añicos cualquiera que responsablemente proponga esta via.
Poco les importa si ello conlleva futuros problemas. Estan en una lucha
cortoplacista que no es capaz de ver más allá o no quiere mirar más allá. Por
eso yo reivindico los “otros catalanes” tanto independistas como federalistas
que sabemos que dialogar, tender puentes, tener interlocutores es absolutamente
necesario Y estos “otros catalanes” nos encontramos a leguas de la carta de Mas
y sus socios. Para nosotros el diálogo con hombres como Felipe Gonzalez (por
cierto el único que en el inicio del proceso aceptó debatir con Jordi Pujol en
un programa de Jordi Ebole sobre el encaje de Catalunya) es importante y no
queremos perder su relación, sus conocimientos, su respeto a Catalunya
demostrado en tantas ocasiones. Por cierto podria decir que discrepé de parte
de su carta a los catalanes (como he discrepado otras veces con sus
afirmaciones), sobre todo de la parte que el mismo rectificó en su entrevista
en La Vanguardia del sábado pasado pero también que agradecí su opinion de que
sea en una reforma federal, sea en la reforma que proponía Herrero de Miñon la
identidad nacional de Catalunya (no dijo la nación catalana como escribió La
Vanguardia y precisó el propio González) debe ser reconocida. en una nueva
constitución. Un quebequés que se autodefinía como filósofo de la política en
una contraportada de la Vanguardia decía hace poco que suele ocurrir que muchas
ideas que parecen un problema insalvable en un período suelen transformarse en
obvias en el siguiente y ponia precisamente el ejemplo del reconocimiento de
naciones dentro de estados como en el caso de Quebec (y añado yo Catalunya).
Auguraba que en el próximo siglo esto no sería un problema, los estados habrían
dejado sus reticencias a este problema que hoy parece insalvable. Yo le pido a
Felipe Gonzalez y a los partidos españoles que en este siglo se atrevan a dar
un paso más, que acepten que los estados pueden tener naciones en su intrerior
y vayamos avanzando en el camino de futuro que supone la aceptación de estas
ideas, una aceptación que podría ayudar a solucionar muchos problemas.
Y déjenme terminar diciendo
que yo también me siento de los “otros catalanes” por otros motivos. Con este
debate que lo ocupa todo resulta difícil discutir sobre los problemas de la
gente. “Los otros catalanes” de los que hablo y con los que me identifico
quisieran un debate serio sobre que hacer para resolver los problemas de la
gente que lo pasa mal, que hay mucha. Y en esto también discrepo de Mas, capaz
de votar las leyes más derechistas como la reforma laboral y hacer recortes en
servicios básicos sin dudarlo ayudando o ayudado por el PP y luego denostarlo
con la excusa de sus enfrentamientos por el tema de la independencia. Termino
con una súplica porque creo en las instituciones: Sr. Mas haga de presidente de
todos los catalanes, no deje fuera a los “otros catalanes”.
Francesc Esteva es fundador
del Reagrupament socialista i democractic del malogrado Josep Pallach i del
PSC.y fue director del Institut d’Investigació en Intel.ligència Artificial del
CSIC durante 20 años i hoy, jubilado, es Investigador “at honorem” de este
instituto.
La Ley de Sucesión de 1947 y
el principio VII de la Ley de Principios del Movimiento Nacional, establecieron
como forma del Estado español, “la Monarquía tradicional, católica, social y
representativa”.
Para Franco, desde 1947, el
sucesor sería el primogénito de don Juan de Borbón y éste debía formarse como
heredero en España.
“Así pues -explicó Franco ante
las Cortes en julio de 1969-, consciente de mi responsabilidad ante Dios y ante
la Historia, y valorando con toda objetividad las condiciones que concurren en
la persona del Príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón, que perteneciendo a la
dinastía que reinó en España durante varios siglos ha dado claras muestras de
lealtad a los principios e instituciones del Régimen, se halla estrechamente
vinculado a los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, en los cuales forjó su
carácter, y al correr de los últimos veinte años ha sido perfectamente
preparado para la alta misión a la que podía ser llamado... estimo llegado el
momento de proponer a las Cortes Españolas, como persona llamada en su día a
sucederme, a título de Rey, al Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón,
quien, tras haber recibido la adecuada formación para su alta misión, y formar
parte de los tres Ejércitos, ha dado pruebas fehacientes de su acendrado
patriotismo y de su total identificación con los Principios del Movimiento y
Leyes Fundamentales del Reino, y en el que concurren las demás condiciones
establecidas por el artículo noveno de la Ley de Sucesión”.
Franco presentó un Príncipe
que había sido especialmente preparado por él para su tarea; vinculado al
Ejército, pero que es más que cualquier militar (por ello obligaría al Príncipe
a retirar de su discurso la expresión “como soldado”); un heredero leal tanto a
los Principios del Movimiento como a las Leyes Fundamentales, dos elementos
constitucionales distintos, siendo los primeros de orden jurídico superior. Franco
entendió siempre que el único régimen político posible para España era la
Monarquía (virtualizada, expurgada de los errores pasados, alejada de los
cortesanos y de los intereses de clase a los que siempre había estado vinculada
y asentada sobre un marco social y económico estable que impidiera una nueva
caída de la institución, haciéndola así perdurable).
La transmisión de la
legitimidad.
La cuestión monárquica y su
proceso instituyente fue siempre un ámbito de decisión que Franco se reservó en
exclusiva. Dejó que todos opinaran, que todos actuaran a favor o en contra,
pero en ningún momento dejó de controlar el proceso.
Y se inclinó por una Monarquía
que, a su juicio, debía de conservar importantes poderes, cuando en la mayoría
de las monarquías occidentales el monarca o carecía de los mismos o eran muy
limitados.
Franco se propuso devolver la
Corona a la Jefatura del Estado en un país donde los monárquicos eran una
exigua minoría y la coalición política que, en cierto modo, acaudillaba desde
la guerra, no era significativamente monárquica.
Hizo de Juan Carlos primero y de
sus sucesores, sus sucesores naturales.
No le interesaba tanto que el
sucesor se ganara a la aristocracia, a los sectores económicos o a la clase
política como al pueblo; impulsó a los Príncipes a llevar a cabo una auténtica
campaña de popularización, de contacto con el pueblo, como las que él mismo
solía hacer en los años cuarenta o cincuenta, cuyos beneficiarios eran mucho
más que la institución la pareja que formaban Juan Carlos y Sofía.
En 1964 Franco realizó, con un
gesto, la primera designación popular de don Juan Carlos al presidir a su lado
el desfile conmemorativo de la Victoria.
Franco se preocupó, además, de
que su sucesor contara si no con sus poderes y su carisma, algo imposible de
transmitir, si con la transmisión de su legitimidad personal. A la muerte de
Franco no se produjo la sustitución de un poder de hecho por otro distinto,
sino que se producirá una continuidad natural en el poder, atendiendo a la
norma constitucional vigente. Fue para los españoles una transmisión normal.
Esa transmisión de su legitimidad personal fue muy importante para poder llevar
a cabo la transición en dos sectores básicos: en una parte importantísima de la
clase política del régimen y en el Ejército.
En su testamento político dejo
escrito: “por el amor que siento por nuestra Patria, os pido que perseveréis en
la unidad y en la paz y rodéis al futuro Rey de España, Don Juan Carlos de
Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado, y le prestéis,
en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido”.
Palabras suyas, escritas de puño y letra.
En sus confidencias a José
Luis de Villalonga, Juan Carlos afirma: “en los días que siguieron a la muerte
de Franco, el ejército hubiera podido hacer lo que le diera la gana. Pero
obedeció al Rey. Y seamos claros, le obedeció porque yo había sido nombrado por
Franco y en el ejército las órdenes de Franco, incluso después de muerto, no se
discutían”.
Franco transmitir a su sucesor
un poder especial, superior al contenido en la Constitución del Régimen; poder
que es el que le permite proceder a su demolición.
Joaquín Bardavío, escribe:
“muerto Franco, al franquismo se le invitó a suicidarse y lo hizo con
patriotismo y obediencia al heredero de todos los poderes”, al heredero de
Franco.
Las circunstancias
geopolíticas.
Transformar el régimen de
Franco en un sistema democrático al modo occidental no obedeció sólo a razones
de ideológicas o internas. En ella intervinieron las circunstancias
geopolíticas del momento.
Terminada la II Guerra Mundial, los aliados
decidieron acabar con el régimen condenándolo al ostracismo al descartar una
posible intervención militar.
No era un sistema democrático
pero tampoco lo eran infinidad de países miembros de las Naciones Unidas, el
Régimen de Franco tampoco era un Régimen impuesto a los españoles por las
potencias derrotadas y menos constituía una amenaza para la paz mundial.
Franco, que ya había
denunciado el entreguismo occidental al avance y la previsión de la Guerra
Fría, reaccionó afirmando su régimen político. España era, según declaró a la
Associated Press, un “país de constitución abierta” que seguiría el camino
trazado de perfeccionamiento institucional sin abrir “periodos constituyentes
de interinidad”.
A partir de 1947, EE.UU.
consideró oportuno de “modificar su política hacia España”, constatando además que
en España no existía una oposición cohesionada capaz de hacerse con el poder.
La situación previsible de una retirada de Franco podía conducir al caos.
Lo único conseguido con el
aislamiento había sido “reforzar el régimen de Franco, impedir la
reconstrucción económica de España y operar contra el mantenimiento de una
atmósfera pacífica en España en caso de conflicto internacional”.
Lo deseable: la evolución del
régimen de Franco de una forma ordenada hacia un régimen democrático, pero para
ello será necesario ir convenciendo a “los elementos derechistas que apoyan al
régimen, al ejército y a la Iglesia”.
Los Estados Unidos hicieron llegar
a Madrid su idea de que a Franco debería sucederle, conservando siempre el
orden y la estabilidad en la evolución, un sistema basado en la alternancia de
dos fuerzas moderadas: una de centro derecha y otra de centro izquierda.
Independientemente de los
deseos exteriores, Franco continuó fiel a su idea de poner en marcha un Nuevo
Estado (cerrado en 1967 con la promulgación de la Ley Orgánica del Estado); La institucionalización
final estuvo más para el sucesor que para el propio Franco.
Años sesenta: la
desideologización del régimen
Cuando entro en vigor la Ley
Orgánica, una parte importante de la clase política del régimen había dejado de
creer en el mismo y orientaba su acción política hacia la futura homologación
del sistema con occidente; había un consenso casi unánime de que tal homologación política solamente
alcanzaría entidad real una vez proclamado el sucesor y con la progresiva
desaparición de Franco de la escena política.
.
El proyecto del sucesor.
El príncipe Juan Carlos pronto
fue consciente de que más tarde o más temprano tendría que enfrentarse
políticamente a su padre y a la Corte de Estéril; pronto asumió que, para ser
rey, debería ganarse la voluntad de Franco, aceptando su proyecto instaurador.
Don Juan Carlos se ganó esa voluntad.
Franco cuidó hasta los límites
más insospechados de su sucesor. Preparó
sus estudios, vigiló su formación, hablaba con unos y con otros, hacía pequeñas
indicaciones, bloqueaba cualquier información que él consideraba que podía
dañar su imagen.
Se reunía con el Príncipe, al
que hablaba de su experiencia, dándole lecciones de comportamiento y de
conducta: un rey no debía tener, su existencia fue una de las causas de la
caída de la Monarquía; el rey no debía tener amigos públicos; la Monarquía
debía enterrar a la Corte y ganarse al pueblo.
Pemán dejó constancia de que Franco veía en el
Príncipe a un hijo, y que Juan Carlos asumía esta relación como la del abuelo
con el nieto. Doña Sofía también estima que Franco vio a su esposo “como el
hijo que no había tenido”.
El médico privado de Franco,
doctor Vicente Pozuelo, dejó escrito que consideraba a los Príncipes como parte
de su propia familia.
La Ley y los Principios:
controversias sobre la idea de la Ley a la Ley.
La Ley de Sucesión de 1947, en
su artículo noveno, fijaba la obligatoriedad de que el sucesor jurara lealtad a
las dos realidades jurídicas que formaban el entramado constitucional del
régimen:
*.- Las Leyes Fundamentales
del Reino.
*.- Los “Principios que informan el Movimiento
Nacional”. (Pero esos principios no estaban precisados, salvo que se entendiera
como tales, a través del Decreto de Unificación, los puntos programáticos de
Falange).
Una de las batallas políticas
de José Luis de Arrese fue la de fijar esos Principios que aseguraran la permanencia
de la ideología que animaba al régimen, sin mención a la Monarquía y se
aseguraba la pervivencia del Movimiento.
El equipo de López Rodó, una
vez frenados los proyectos de Arrese, preparó una nueva redacción, obra, en
gran medida, de Fernández de la Mora, que sería la promulgada en 1958.
Los Principios Fundamentales
eran los inspiradores de las leyes, de la acción política y del ejercicio de la
misma en el Régimen (un corpus ideológico no negociable, no sujeto al debate
político en el que se subsumían los principios del Tradicionalismo, del Derecho
Público Cristiano y los conceptos joseantonianos. Estos principios no podían
ser vulnerados ni modificados por el sistema constitucional que informaban;
quizás sólo pudieran ser ampliados o matizados a través de un sistema de
enmiendas siguiendo el modelo americano).
En el ordenamiento
constitucional español, ante los Principios, las Leyes Fundamentales quedaban
en un rango inferior. El juramento de fidelidad exigido al Jefe del Estado le
convertía en el encargado de mantenerlas, observarlas y defenderlas. Como el
propio Franco precisaría, no se trataba de un juramente único sino de un
juramento doble y diferenciado.
Eliminada del ordenamiento la
fórmula de reaseguro preconizada por Arrese al exigir que “la redacción de las
leyes deba evitar que queden (los Principios y el Movimiento) a merced de los
caprichos y de las veleidades posibles de los hombres teniendo como objetivo
lograr la continuidad política fijando las facultades y funciones, dentro de un
sistema de garantías políticas, que aseguren la adecuación de la gestión de
gobierno a esos principios inmutables”.
El problema político de la
redacción final era que todas las garantías consistían en la lealtad a un
juramento. Para Francisco Franco, era imposible que un Rey no cumpliera lo que
jurara, porque teniendo presente lo expuesto es evidente que prestar el mismo
con cualquier tipo de reserva mental constituiría un engaño o una traición.
En la Ley de Principios, los
tres artículos que acompañaban a la Declaración de Principios eran muy claros
en su intención: los Principios inspiran las leyes; son de obligado
cumplimiento para todos los cargos públicos; cualquier ley o disposición que
los vulneren o simplemente eviten su cumplimiento en lo más mínimo serían
nulas.
La Ley Orgánica del Estado cerró
el entramado constitucional del régimen de Franco, en su artículo tercero, volvía
a situar, por encima de la misma, a los Principios Fundamentales, que son “por
su propia naturaleza, permanentes e inalterables”.
Algo que se reiteraría en la
refundición en un solo documento de las Leyes Fundamentales del Reino,
publicado unos meses después.
En su exposición indicaba que
la refundición mantenía la “permanencia e ineltarabilidad de los principios que
las inspiran”, volviéndolos a situar en un plano distinto y superior a las
leyes. La insistencia en la importancia de la correcta observación de los
Principios resulta en la Ley Orgánica reiterativa.
El artículo sexto de la Ley
obliga al Jefe del Estado a la “más exacta observancia de los principios del
Movimiento y demás Leyes Fundamentales del Reino, así como de la continuidad
del Estado y del Movimiento Nacional”.
Leyendo la ley, difícilmente,
desde su óptica, si se aceptaba el juramento de las leyes, se podía promover
una acción contra lo que precisamente se había encomendado.
La Ley Orgánica, también limitaba
los poderes del Jefe del Estado, cuyas decisiones necesitaban el refrendo del
presidente del gobierno, del ministro correspondiente o del presidente del Consejo
del Reino según los casos.
Además, al Consejo Nacional se
le encomendaba la misión de “defender la integridad de los Principios del
Movimiento Nacional”, correspondiéndole velar porque las leyes se ajusten a los
mismos y puedan ejercer, en caso contrario, el recurso de contrafuero.
La Transición (la reforma-ruptura
realizada por don Juan Carlos, a través de Adolfo Suárez y Torcuato Fernández
Miranda) fue “un pequeño golpe de estado legal”, el artículo 59 de la Ley era
determinante y no abierto a interpretación al afirmar en su apartado primero:
“es contrafuero todo acto legislativo o disposición del gobierno que vulnere
los Principios del Movimiento Nacional o las demás Leyes Fundamentales del
Reino”.
Además, en la refundición de
las leyes se recordaba de forma taxativa que “serán nulas las leyes y
disposiciones de cualquier clase que vulneren o menoscaben los Principios
proclamados en la presente Ley Fundamental del Reino”.
De con las leyes del Régimen, la
Ley de la Reforma Política era en derecho nula y el axioma de ir de la “Ley a
la Ley” una justificación, porque la reforma lo que en realidad implicaba era
una ruptura realizada desde el poder. Fue en realidad, si nos ceñimos a lo
dispuesto en las leyes, un golpe de estado legislativo. Jose p
Meliá, un hombre de la Reforma, escribió: “con arreglo a derecho, Blas Piñar y
todos los ultras tienen razón. Porque el proyecto de Ley de Reforma Política
incurre en contrafuero”.
La redacción definitiva de las leyes logró un
complejo sistema de relaciones orgánicas entre los poderes e instituciones del
Estado, que incluía un fuerte sistema de seguridades que, en teoría, hacía
imposible que las leyes vulnerasen la filosofía del Régimen.
Tenía, en este sentido, razón
Franco cuando afirmaba que “todo estaba atado y bien atado”: ni el Presidente
del Gobierno, ni el de las Cortes, ni el Consejo del Reino, ni las propias
Cortes o el Jefe del Estado podían pasar por encima de los Principios, a no
ser, claro está, que todos estuvieran de acuerdo en vulnerar las leyes, pero
esto era algo impensable para Franco.
Lograr la aceptación de esas
instituciones, de un modo u otro, al impulso del Jefe del Estado, se basó la
primera fase de la Transición que condujo a la Ley de Reforma Política.
Las leyes obligaban a todos,
desde el Jefe del Estado hasta el último de los procuradores y consejeros
nacionales, a la defensa activa de los principios y a evitar su vulneración.
Ahora bien, el sistema legal
de seguros estaba pensado en función de posibles actos gubernativos. Frente a
éstos estaba la capacidad del Consejo Nacional para operar como Tribunal
Constitucional. Lo que no estaba previsto es que el Consejo Nacional no
ejerciera esa misión a través de los vericuetos legales, porque la hipótesis
que Franco nunca barajó fue que el Jefe del Estado, la pieza clave, se
convirtiera en el elemento activo que impulsara la conculcación de los
Principios.
Para ello, Juan Carlos se
benefició de los poderes de Franco. Poderes que aunque legalmente no heredaba,
si quedaban en su acervo personal por la inercia propia de la situación. Esta
legitimidad le abrió las puertas de las instituciones del régimen para su
demolición. Para ello fue necesario controlar las instituciones mediante
hombres vinculados a sus propósitos de cambio.
El compromiso de 1969.
Lo que se produce en julio de
1969, de acuerdo con la legislación vigente, es una instauración convertida en
reinstauración por el hecho de que el sucesor es heredero directo de la rama
reinante hasta 1931.
No es una restauración porque
no se vuelve a la legitimidad de 1876, sino que se llega al trono a partir de
la realidad engendrada por el 18 de julio. Es lo que el Príncipe afirma en su
discurso: “quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el
Jefe del Estado, Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida del 18 de
julio de 1936 en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos tristes,
pero necesarios, para que nuestra Patria encauzase su nuevo destino”.
Después recordará que
“pertenece por línea directa a la Casa Real Española”, ¿reivindicando que su
legitimidad venía de más allá del Régimen?.
El al final reitera, “estoy
seguro de que mi pulso no temblará para hacer cuanto fuera preciso en defensa
de los principios y leyes que acabo de jurar”.
Hay testimonios que indican que el ya Príncipe
de España no tenía intención de preservar esos Principios Fundamentales, sino
hacer evolucionar el sistema hacia formas democráticas (lo difícil el cómo y en
qué forma se podría realizar semejante operación política y si tendría que
conservar alguna de las aportaciones del Régimen).
Conocía la posibilidad de
cambiar el régimen desde la legalidad, evitando la oposición de las
instituciones. Según testimonia doña Sofía, a Juan Carlos le preocupaba la
fórmula del juramento: “no quería ser perjuro. Ni que alguien pudiera llamarle
perjuro”.El propio rey ha dicho: “son muy pocos los que hablan de lo mal que lo
pasé yo antes de prestar un juramento de fidelidad a unos Principios que yo
sabía que no podía respetar”.
El 18 de julio de 1969 tuvo lugar la célebre
conversación entre don Juan Carlos y Fernández Miranda, en la que, de algún
modo, se selló el mecanismo de la Transición. El profesor tranquilizó su
conciencia con el siguiente razonamiento: “al jurar las Leyes Fundamentales,
las juráis en su totalidad; por lo tanto, también juráis el artículo 20 de la
Ley de Sucesión, que dice que las leyes pueden ser derogadas y reformadas.
Luego aceptáis desde ellas mismas esa posibilidad de reforma”.
Para Fernández Miranda, los
Principios no era una realidad distinta a las Leyes Fundamentales sino parte de
las mismas y por tanto modificables.
La reforma era posible si se
hacía de acuerdo con lo establecido por las leyes y ese camino evitaría el
continuo empezar de nuevo de la anterior historia de España desde las Cortes de
Cádiz. Lo que en realidad había encontrado era un vericueto legal, una trampa
jurídica que él sabía contraria tanto a la inspiración como a la intención de
las leyes y a la propia filosofía política del régimen.
Torcuato no ignoraba que los
Principios estaban situados en un rango superior. El argumento, en definitiva,
era válido tan solo en la medida en que se quisiera compartir; porque, como ya
hemos apuntado, éstos no eran, como sostiene el profesor del Príncipe, síntesis
de las leyes sino inspiradores de las mismas. No eran resumen de su filosofía
sino la filosofía que las impregnaba.
Torcuato tuvo, además, buen
cuidado de no hacer referencia al artículo tercero de la Ley de Principios que
declaraba nula cualquier ley que entrara en colisión con los mismos. Y el
recurso de contrafuero era práctica parlamentaria habitual en la época.
Don Juan Carlos, años después
comentaría, “aquello que me decía Torcuato de que toda ley lleva en sí misma el
principio de su reforma y que nada es eterno y que todo se puede cambiar por la
vía de la legalidad sonaba muy bonito, pero una cosa es hablar de ello y otra
hacerlo”.
El piloto del cambio.
En “Todo un Rey” se dice: “cuando Franco le
nombró Príncipe de España, Juan Carlos programó cada minuto de su vida para
preparar la Transición en el momento oportuno. Sin perder nunca el respeto
personal a Franco”.
Nicolás de Cotoner, marqués de
Mondéjar, en el prólogo a la obra de los familiares de Fernández Miranda,
significativamente titulada “Lo que el rey me ha pedido”, dice “que nuestro Rey
ha sido el motor del cambio, el empresario de la obra y el piloto que manejó
con pulso firme la nave del Estado en su travesía hacia la orilla democrática”.
Pero tras el juramento y la decisión de cambiar el régimen no existía certeza
sobre el cómo hacerlo.
Lo que sí se puede afirmar es
que en 1969 don Juan Carlos debió moverse en la órbita de los sectores
aperturistas del régimen.
Entre 1969 y 1975 el Príncipe fue
adquiriendo el compromiso de no ser el continuador de la obra política de
Franco, sin que esto significase que renegar o poner en tela de juicio la
legitimidad que le había hecho rey.
En el período que va desde
1969 a 1975 dos tiempos en la acción del motor del cambio:
*.- En el primero, el Príncipe
juega con la hipótesis de ser rey en vida de Franco. En ese marco, los cambios
por fuerza deberían ser muy lentos y dentro de los límites de lo que se venía
denominando el reformismo del régimen, en el que militaba una joven generación
de burócratas del Movimiento.
*.- El segundo
tiempo vendrá determinado por la asunción del hecho de que no sería rey en vida
de Franco. Ante el después de Franco se dedicaría a dar a conocer cuál era su
proyecto tanto a la oposición como a los ambientes internacionales.
El Gobierno formado en octubre
de 1969, el gobierno del Príncipe, hechura de Laureano López Rodó, estaba
destinado a presidir la proclamación de Juan Carlos como rey. En el mismo
figuraba, como Ministro Secretario General del Movimiento, un hombre de la
confianza del Príncipe, Torcuato Fernández Miranda.
Un gobierno que se movía
dentro de la órbita reformista y aperturista del momento que en cierto modo
trataba de ir sentando las bases para un cambio. Torcuato se proponía consumar,
bajo la aparente ortodoxia de las palabras, la desfalangistización del
Movimiento para convertirlo en una estructura de apoyo a la Monarquía.
Las denuncias contra este
gobierno por parte de los sectores más militantes del régimen, acusado de
querer desmantelar el régimen y socavar el prestigio de Franco arreciaron y
finalmente tanto Franco como Carrero se hicieron eco de las mismas. Mientras,
el Príncipe continuaba dando muestras de lealtad a Franco y a los Principios
Fundamentales en los primeros discursos públicos que pronuncia. Es el hombre
que mide las palabras para no despertar recelos.
Apoya el proceso de
desmantelamiento del Movimiento que muchos pretenden incluso desde el Gobierno
o sus aledaños, conclusión lógica de parte de la política de los sesenta; como
otros, cree que la estrategia acertada es que el Movimiento se vaya diluyendo;
se muestra partidario de que se produzca la separación de la Jefatura del
Estado y la Presidencia del Gobierno; quiere las asociaciones políticas porque
ellas abrirán las puertas a los partidos.
Su opción parece ser la
evolución lenta, quizás conservando algunos elementos del régimen.
Probablemente está en la órbita de lo que desde hace años ha planteado la
política exterior americana como salida al régimen de Franco: un sistema con
dos grandes fuerzas que no cuestionen el orden.
Cuando esté próxima la muerte de Franco se
planteará impulsar la formación de esas fuerzas.
El presidente Nixon, al
conocer sus propósitos durante su visita a los EEUU en 1971, le recomendó
tranquilidad en un camino donde lo importante era conservar el orden y la
estabilidad.
Pero también en esos años hizo
llegar a los centros de opinión internacionales su intención de hacer cambiar
el sistema. En 1970, el prestigioso articulista, Richard Eder publicó un
importante artículo bajo el título de “Juan Carlos quiere una España
democrática”.
Conforme avancen los años
setenta y la decadencia de Franco se haga más evidente mayor será la actividad
del piloto del cambio.
En 1971 visitó los EEUU, en
1972 la República Federal Alemana. Después, a través de colaboradores, buscó
convencer a la oposición de sus deseos de cambio. A través de José Mario Armero
llegó hasta Felipe González. También enlazará con Luis Yañez y Luis Solana. En
el maletero de Puig de la Bellacasa llegan a la Zarzuela hombres como Jordi
Pujol o Leopoldo Torres.
En 1972, Herrero de Miñón
publicó en Cuadernos para el Diálogo su trabajo “El Principio Monárquico”, en
el niega la inmutabilidad de los Principios e indica que la clave está en la
utilización del artículo 10 de la Ley de Sucesión, confiando a la Corona,
gracias a su poder soberano, la misión de poner en marcha el cambio.
En 1974, Rafael Arias Salgado,
había defendido que el cambio debería ser obra de un gobierno liberalizador.
Jorge Esteban publica la obra
“Desarrollo Político y Constitución Española” y Fernández Miranda “Estado y
Constitución”, defendiendo su idea de que “el único camino para erradicar las
leyes que no nos gustan es trabajar para conseguir cambiarlas desde los
mecanismos de reforma en ellas establecidos.
En 1973, Franco decidió separar la
Presidencia del Gobierno de la Jefatura del Estado nombrando presidente a un
hombre leal, Luis Carrero Blanco. El gobierno está también pensado de cara al
momento de la sucesión real pero es muy distinto al de 1969. Carrero supone la
continuidad del régimen y un escollo para un cambio absoluto, pero lo corta un
atentado terrorista de ETA.
El propio don Juan Carlos ha
precisado que de vivir el Almirante, un hombre que en silencio había trabajado
por la restauración de la Monarquía y por don Juan Carlos, no hubiera podido
desmantelar el régimen tan rápidamente, aunque creía que Carrero, finalmente,
no se le hubiera opuesto presentándole su dimisión.
Don Juan Carlos ya trabajaba
abiertamente para el cambio político, quedaba diseñar el camino legal.
Franco murió el 20 de noviembre de 1975.
Probablemente era consciente de que su régimen
no le sobreviviría. En su última conversación con el hombre al que, en
definitiva, le había hecho rey, ya en la Ciudad Sanitaria de La Paz, sólo pidió
al Príncipe una cosa: que preservara la unidad de España: “la última vez que le
ví ya no se encontraba en estado de hablar. La última frase coherente que salió
de su boca, cuando ya se hallaba prácticamente en la agonía, es la que he mencionado
ya, referida a la unidad de España. Más que sus palabras, lo que me sorprendió
sobre todo fue la fuerza con que sus manos apretaron las mías para decirme que
lo único que me pedía era que preservara la unidad de España. La fuerza de sus
manos y la intensidad de su mirada. Era muy impresionante. La unidad de España
era su obsesión. Franco era un militar para quien había cosas con las que no se
podía bromear. La unidad de España era una de ellas”.
Esa España que, como afirma el
propio Rey, es la que le permitió llevar a cabo la Transición: “todo lo que
hice cuando me vi con las manos libres pude hacerlo porque antes habíamos
tenido cuarenta años de paz. Una paz, estoy de acuerdo, que no era del gusto de
todo el mundo, pero que de todos modos, fue una paz que me transmitió unas
estructuras en las que me pude apoyar”.
La
invasión partidista de la cajas de ahorro ha sido ruinosa e ilegal
Joaquin
Leguina 20 julio 2012 Tribuna El País.
Uno
de los mayores disparates cometidos contra el prestigio de la democracia en
España ha venido de la mano de los partidos políticos, que han invadido la
actividad de órganos legalmente autónomos (Tribunal Constitucional, Consejo
General del Poder Judicial…), entre los que se incluye la ruinosa invasión
partidista de la cajas de ahorro.
Lo
más bochornoso del caso ha consistido en aprobar leyes que hacían
impecablemente autónomos a esos órganos para, de inmediato, incumplir esas
leyes y entrar a saco en las instituciones sin que nadie —ni dentro ni fuera de
los partidos— lo denunciara por ilegal. Mas ahora, cuando el desastre de, por
ejemplo, Caja Madrid, ha entrado en la vía judicial, parece llegado el momento
de cobrar la cuenta de tan larga fiesta a quienes han sido responsables de
decisiones no solo indecentes desde el punto de vista de la economía de la
empresa, también desde el punto de vista moral y legal.
Y
conviene no equivocarse ni en las personas ni en el tiempo, porque la ruina de
Caja Madrid no comenzó ni con la crisis ni con la salida de Bankia a bolsa. Se
inició con el pacto firmado el 6 de septiembre de 1996 entre el Partido Popular
y Comisiones Obreras que llevó a Miguel Blesa a la presidencia de la Caja.
Comenzaba así:
No
existe en el mundo una sola organización que admita que se le dicte lo que debe
hacer desde fuera de sus propios órganos
“Reunidos
D. Ricardo Romero de Tejada, secretario general del Partido Popular de Madrid,
y D. Francisco Javier López, secretario de Política Institucional de la Unión
Sindical de Madrid-Región de Comisiones Obreras, actuando ambos en nombre y
representación, tanto de sus respectivas organizaciones regionales, como del
conjunto de consejeros que por parte del Partido Popular y de CC OO forman
parte de los órganos de gobierno de la Caja de Madrid, Acuerdan…”
El
Sr. Romero de Tejada y el Sr. López actuaron simultánea y respectivamente como
representantes del PP y de CC OO, haciéndolo en asuntos que afectaban
directamente a la administración, gestión financiera y representación de la
Institución, declarando actuar —así está escrito— en representación del PP y de
los miembros del Consejo nombrados a propuesta del partido político y del
sindicato. Una delegación que era y es ilegal. Fue así como desbancaron a toda
prisa de la presidencia de la Caja a quien había sido elegido para ese cargo
por unanimidad tan solo unos meses antes de ese pacto. ¿Por qué fue ilegal ese
acuerdo?
Porque
la ley de Cajas de la Comunidad de Madrid entonces vigente (también la actual)
recogía en el artículo 22.2 lo siguiente:
“Los
miembros de los Órganos de Gobierno actuarán con plena independencia respecto
de las entidades y colectivos que los hubieran elegido o designado, los cuales
no podrán impartirles instrucciones sobre el modo de ejercer sus funciones.
Solo responderán de sus actos ante el órgano al que pertenezcan y, en todo
caso, ante la Asamblea General”.
Los
actuales estatutos de la Caja reproducen en su artículo 7.2 este principio
legal y lo mismo hacían los anteriores estatutos en su artículo 10.
Un
consejero no podía —ni puede— comprometerse u obligarse con nadie, tampoco con
su partido político ni con su sindicato, respecto de su actuación en el Consejo
de Administración, pues atentaba (y atenta) contra la independencia y autonomía
de la Caja y subvierte los principios de su buen gobierno. Estamos ante una
perversión descomunal que el mínimo respeto a las instituciones y a las leyes
hubiera debido impedir. No existe en el mundo una sola organización que admita
que se le dicte lo que debe hacer desde fuera de sus propios órganos y eso es,
precisamente, lo que ha pasado en las Cajas, en general, y con la de Madrid, en
particular.
El
Consejo de Administración de la Caja, como órgano colegiado, no conoció aquel
pacto y por ello no pudo debatir ni acordar acerca de su contenido, pero, eso
sí, se ha visto sometido a esa ilegalidad permanentemente. Una acción
capitaneada por el señor Blesa y secundada por su leal escudero José A. Moral
Santín, de Izquierda Unida.
No
menos chocante, dentro de esta conspiración, ha sido el hecho de que los
órganos de control de la propia Caja, los de la Comunidad de Madrid y los del
Banco de España no hayan intervenido nunca para impedir esa tropelía
continuada. Estas prácticas ilegales de los dos grandes sindicatos (UGT también
entró en ese juego) y del tándem IU-PP deberían haber sido cortadas de raíz.
Por
lo tanto, si se quiere aclarar este gravísimo asunto de Caja Madrid y castigar,
si fueran constitutivas de delito, algunas conductas, el juez Andreu y el
Parlamento tendrían que empezar por el principio y por las dos personas que han
llevado a la Caja de Ahorros y Monte de Piedad hasta la ruina: Miguel Blesa y
José A. Moral Santín.
Y
si alguien me recuerda que fui presidente de la Comunidad de Madrid, ha de
saber que los consejeros cooptados por el PSOE o los sucesivos presidentes de
la Caja de aquella época jamás recibieron de mí orden alguna. Eran los tiempos
en que la Caja estaba gobernada con solvencia profesional y ganaba mucho
dinero.
Joaquín
Leguina es economista y fue presidente de la Comunidad de Madrid.
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