El Estado se impone
Ni en Cataluña se ha suspendido el autogobierno ni existe de facto un estado de excepción. Es el separatismo el que hace ya tiempo convirtió a Cataluña en un territorio sin ley
No había alternativa y el independentismo era plenamente consciente de lo que iba a ocurrir porque estaba avisado. La advertencia de que el Estado de Derecho no iba a permitir la voladura de España -como anoche repitió Mariano Rajoy- era nítida. El desmontaje estructural del referéndum ilegal era una necesidad democrática y una exigencia legal frente a los ejercicios de sedición diseñados por la Generalitat. Las detenciones de altos cargos del Gobierno catalán, incluido el número dos de Junqueras, jamás podrán ser una operación represiva de libertades y derechos. Fueron la respuesta proporcionada e imprescindible de un auténtico Estado de Derecho frente a quienes se han conjurado para aniquilarlo. Todo lo demás queda reducido a una parafernalia para justificar un golpe de Estado que el Gobierno y la oposición jamás podrán permitir. No hay un argumento para justificar que unos golpistas se arroguen la legitimidad de una soberanía nacional de la que carecen. Desde ayer, el Gobierno mantiene intervenidas las cuentas de la Generalitat, y eran imperiosos los registros hechos en cuatro consejerías, empresas y domicilios particulares para asestar un varapalo letal a la intendencia de la consulta.
Ni el Ejecutivo ni la Justicia podían dar una imagen de indolencia frente a tanto abuso. También se requisaron diez millones de papeletas, y trescientas entidades públicas y privadas catalanas están vigiladas por Hacienda para evitar pagos incontrolados de la Generalitat violando todo tipo de sentencias. El Estado de Derecho no tenía otra opción, y la respuesta de Puigdemont solo refleja la demencial deriva en la que se ha instalado. Ni en Cataluña se ha suspendido el autogobierno, ni existe de facto un estado de excepción, ni el Gobierno carece de vergüenza democrática ni lo ocurrido responde a un régimen represivo e intimidatorio. Es el separatismo el que desde hace tiempo convirtió a Cataluña en un territorio sin ley ni derechos para millones de ciudadanos, expuestos a la amenaza, la marginación, el estigma españolista y el odio social. Y si de algo debe lamentarse el Estado es de haber tardado en hacerse presente con dignidad en Cataluña. Más allá de la firmeza con la que actuaron ayer la Justicia y el Gobierno, la pretensión de los sediciosos de promover concentraciones masivas para presentar a España como una dictadura opresora de las libertades debe ser ahora la mayor preocupación de todos.
Se trata de una situación de excepcional gravedad no vivida desde el 23-F y cualquier chispa ajena a la razón puede agitar la violencia en las calles, un riesgo contra el que también alertó ayer el presidente del Gobierno. El riesgo es alto, visto el proceso de «batasunización» de la CUP. Es comprensible que Puigdemont y Junqueras se resignen a no ver urnas el 1-O, y que su llamamiento a una insumisión masiva sea solo el último recurso del derrotado. Pero las consecuencias son imprevisibles si se intenta generar conflictividad. Exigir a los catalanes que se echen a la calle e impidan la labor de jueces, fiscales y policías es la muestra más enervante de un victimismo elevado a la enésima potencia para perseverar en su fobia a España. Ayer hablaron de «declaración de guerra», tildaron de traidores a los Mossos, destrozaron una sede del PSC y agredieron a militantes, y quisieron evitar la detención de altos cargos saltando sobre furgones policiales. Defendieron la delincuencia institucional para resolver por la vía de los hechos consumados, lo que ni la ley ni la historia les conceden. Poner en riesgo la convivencia democrática alentando el caos en Cataluña no puede ser una opción.
Hoy la prioridad ya no puede ser contemporizar con quienes quieren romper España. Sublimar las llamadas al diálogo cuando ni un solo independentista quiere dialogar sobre nada es mentir a la opinión pública. La prioridad es preservar el orden constitucional votado por la inmensa mayoría de españoles en 1978. Y mientras sea el orden vigente, cualquier agresión merece respuestas sin miramientos. El PSOE apoya al Gobierno, pero con una incoherencia tan incomprensible que lo convierte en un partido poco fiable. Podemos habla indecentemente de «presos políticos». Y en un ejemplo intolerable de aversión irracional, ERC acusa a Rajoy -a todos los españoles- de tener las «manos sucias». Actuar con cálculos electoralistas es indigno, y la historia y las urnas retratarán a cada cual en esta secuencia de despropósitos rupturistas. Es evidente que Podemos no es recuperable para la democracia, pero el PSOE está a tiempo de dejar de agachar la cabeza, y de no ofrecer más argumentos para justificar a quienes amenazan con destruir España. No es momento para felonías.
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