Un
problema de seguridad nacional
ABC |
Luis de la Corte Ibáñez
Una vez
más, la capital de Francia ha sido blanco del terrorismo yihadista. Si los
atentados del pasado enero, con sus asaltos, persecuciones y sus 17 víctimas
mortales, sorprendieron e indignaron a los ciudadanos franceses, los del 13 de
noviembre han conmocionado a toda Europa. No es para menos, pues este último
golpe supone un nuevo e inquietante repunte de la amenaza yihadista en el viejo
continente. Después de aquella aciaga mañana de 2004, donde 191 españoles
perdieron sus vidas en Madrid por el simple hecho de viajar en tren, ningún
país europeo había vuelto a encajar un incidente de terrorismo con más de 100
víctimas mortales. De hecho, el atentado masivo más reciente de los perpetrados
en suelo europeo tuvo lugar hace ya diez años en Londres, cuando varios
suicidas consiguieron asesinar a 52 personas y herir a más de 700.
Los
ataques ocurridos en marzo de 2012 en Toulouse y Montaban, donde un joven de
origen argelino acabó con la vida de 7 personas (entre las que se incluyeron
tres niños de corta edad), sirvieron como señal de aviso sobre el riesgo
yihadista en Francia y los países comunitarios. Pero al mismo tiempo, aquel
incidente llevó a simplificar la percepción de una amenaza que muchos quisieron
reducir a un problema de «lobos solitarios» y terroristas amateurs. Sin
embargo, algunas de las grandes estructuras yihadistas, en particular Al Qaida,
nunca cejaron en el empeño de realizar nuevos atentados de máxima letalidad en
Europa y Norteamérica y volvieron a intentarlo sin éxito en varias ocasiones…
Hasta lograrlo en la capital de Francia.
Los
atentados de París reproducen algunas de las pautas que han marcado la
evolución reciente del yihadismo en Europa. Entre ellas, la elección de
objetivos blandos o escasamente protegidos como blanco, la incorporación de
objetivos judíos (la sala de fiestas Bataclan es de propiedad judía), la
realización de ataques indiscriminados, el uso de armas de fuego y fusiles, sin
abandonar por ello el empleo de artefactos explosivos. Aunque no todo ha sido
mera repetición. Hacía tiempo que un país occidental no se veía expuesto a una
operación terrorista desarrollada tan compleja. Coordinar y llevar a término
seis ataques, varios de ellos iniciados de forma casi simultánea, e incluir
entre ellos un asalto con toma de rehenes no resulta sencillo. En ese aspecto,
los atentados de París recuerdan la masacre provocada por un grupo pakistaní
asociado a Al Qaida en la ciudad de Bombay, en noviembre de 2008, concluida con
el terrible balance de 173 muertos y más de 300 heridos. También llama la
atención el hecho de que los atacantes de París hayan utilizado cinturones suicidas.
Estos y otros detalles avalan la tesis oficial sobre la existencia de posibles
colaboradores internos que ayudasen a los terroristas a preparar sus acciones y
también la de la implicación del Daesh, esa organización que se refiere a sí
misma como un nuevo Estado y que más voluntarios radicales moviliza hoy en el
mundo, incluyendo a buena parte de los más de 1.700 individuos desplazados a
partir de 2012 desde el país vecino hasta Siria e Irak para hacer el yihad.
Son
varias las lecciones que pueden extraerse de los hechos de París. Hemos vuelto
a comprobar que la seguridad plena no existe y que ningún gran aparato
institucional puede garantizarla al cien por cien. Francia lo tiene, muy bien
dotado y muy eficaz. Pero no ha sido suficiente ahora como no lo fue tampoco en
enero de 2015, en 2014, cuando no se pudieron evitar otros dos ataques de menor
entidad perpetrados en Tours y Nantes, ni tampoco los de 2012. Sin duda, el
potencial de radicalización en Francia es muy elevado y es claro que existe una
clara animadversión hacia ese país por parte del yihadismo. También hay un
problema con el acceso a armas. Son ya demasiados los casos de individuos
radicalizados sorprendidos en posesión de armas de gran calibre y ello a pesar
de las severas restricciones legales que los países europeos imponen a su
acceso. La continuidad de los tráficos ilícitos de armas debería recibir un
tratamiento más eficaz.
En
términos más generales, es importante recordar que desde hace años los peores
efectos del yihadismo global se concentran en el mundo árabe y musulmán, donde
los atentados de máxima letalidad son mucho más frecuentes que en Europa y
donde varios actores yihadistas comprometen hoy la viabilidad de algunos
Estados. Sin embargo, la tragedia de París vuelve a poner de manifiesto que,
además de amenazar la paz y la seguridad internacional, y en parte gracias a
ello, el terror yihadista y la circulación de la ideología que lo inspira
representan un grave riesgo para la seguridad nacional de Francia. Y por
extensión la del resto de sus socios de la Unión Europa, España incluida.
Luis de
la Corte Ibáñez pertenece al Instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad
de la Universidad Autónoma
Discutamos
el Estatuto
Por
Víctor Ferreres Comella es profesor de Derecho Constitucional y Josep Ramoneda
es periodista. Suscriben, además, este artículo Joaquim Bisbal, profesor de
Derecho Mercantil; Ramón Casas, profesor de Derecho Civil; Carles Pareja,
profesor de Derecho Administrativo, y Carlos Viladàs, profesor de Derecho Penal
(EL PAÍS, 07/10/05):
Digamos
abiertamente lo que nos consta que muchos expertos catalanes dicen en privado:
el proyecto de Estatuto de Autonomía que acaba de aprobar el Parlamento de
Cataluña es criticable en varios aspectos. Aunque resulta injusto afirmar que
viene a ser la versión catalana del plan Ibarretxe, pues el esfuerzo por
respetar la Constitución es aquí mucho mayor, lo cierto es que el nuevo
Estatuto incluye preceptos inconstitucionales y es poco razonable en algunos
extremos. Estos defectos pueden y deben ser corregidos durante la tramitación
parlamentaria en las Cortes Generales. Lo más importante, sin embargo, es que
todos tengamos claro para qué sirve un Estatuto de Autonomía y qué tipo de
cambios se pueden introducir a través de su reforma.
Existe
acuerdo en sostener que el Estatuto de Autonomía es una norma concebida por la
Constitución para una finalidad muy concreta: dar nacimiento a una determinada
comunidad autónoma, dotándola de un conjunto de competencias y especificando, a
grandes rasgos, cuáles son las instituciones básicas a través de las cuales
ejercerá su autogobierno. Dentro de este marco estatutario, el Parlamento
autonómico discute y aprueba luego las distintas leyes, en ejercicio de sus
competencias y en función de las mayorías políticas que van surgiendo en las
sucesivas elecciones democráticas. El vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña
de 1979 no es un texto muy extenso. Lo que hace, básicamente, es especificar
las competencias que asume la Generalitat de Catalunya y establecer, sin entrar
en demasiados detalles, cuáles son las instituciones que la integran.
Tras
todos estos años de autonomía, ¿era conveniente reformar ahora el Estatuto?
Seguramente sí. Frente a quienes sostienen (con manifiesta ignorancia) que
España es el Estado más descentralizado del mundo, lo cierto es que existe
todavía un margen para ampliar de manera razonable el grado de autogobierno de
las comunidades autónomas, y es indudable que en Cataluña existen un
sentimiento y una voluntad en tal sentido bastante generalizados. Para
incrementar el autogobierno, es necesario en algunos casos reformar la
Constitución, mientras que basta la reforma estatutaria en otros. Nada que
objetar, pues, a la decisión política de modificar el Estatuto catalán para
ampliar las competencias atribuidas a la Generalitat, dentro del marco
constitucional. Y nada que objetar a la tesis defendida por los juristas que
han colaborado en la confección de este Estatuto, en el sentido de que es
conveniente concretar de la manera más clara posible cuáles son las
competencias que corresponden a la Generalitat, para evitar así conflictos
interpretativos que acaban inundando al Tribunal Constitucional.
Ahora
bien, este Estatuto va más allá, e incluye disposiciones cuya razón de ser es
altamente dudosa. Así, por ejemplo, el Título Primero incorpora una extensa
tabla de derechos y deberes. Dejando de lado la muy defectuosa técnica
legislativa que se ha seguido en este título, la pregunta se impone: ¿para qué
sirve esta tabla? ¿Están en peligro los derechos fundamentales en Cataluña?
¿Acaso es insuficiente la tabla de derechos de la Constitución española?
Evidentemente, no. Algunos líderes han dicho que la tabla de derechos pretende
“proteger de verdad” algunos de los derechos sociales que la Constitución
española consagra como meros principios, como el derecho a la vivienda. Pero,
¿cómo un Estatuto puede protegerlos en serio? A pesar de toda la propaganda que
se ha hecho sobre el carácter social del Estatuto, lo cierto es que éste no
puede más que remitir en definitiva a lo que disponga el legislador ordinario,
dentro de los inevitables límites presupuestarios, exactamente igual que lo
hacen la Constitución española y las constituciones de otros países.
Por otra
parte, el Estatuto incluye cláusulas que responden a una concepción política
determinada, muy respetable y que podemos compartir, pero que no cuenta con un
amplio consenso en la sociedad. Así, resulta estridente que el Estatuto (en el
artículo 41) incida de manera indirecta en el tema del aborto, o que consagre
(o así parece) el carácter laico de la escuela pública (en el artículo 21), o
que establezca que los partidos deben respetar criterios de paridad entre
hombres y mujeres en las listas electorales (artículo 56). ¿Qué ocurrirá si,
dentro de unos años, la mayoría del Parlamento de Cataluña discrepa de algunas
de estas normas? ¿Habrá que reformar el Estatuto, lo que exigirá un engorroso
procedimiento que exige la intervención del Parlamento catalán y de las Cortes
Generales y la posterior ratificación en referéndum? Es difícil entender en qué
sentido se logra incrementar el autogobierno de Cataluña cuando se establecen
normas estatutarias como éstas, que petrifican el ordenamiento jurídico e
impiden que la vida democrática catalana discurra con normalidad en el futuro.
¿Acaso no es la democracia un continuo debate y revisión de decisiones?
En algún
momento, los líderes políticos han dado a entender que será una institución de
la comunidad autónoma (el Consell de Garanties Estatutàries) la que garantizará
que las leyes aprobadas por el Parlamento catalán respeten esa tabla de
derechos. Pero los ciudadanos deben saber que el garante último será el
Tribunal Constitucional, al que podrán acudir (para impugnar las leyes
autonómicas catalanas) el Defensor del Pueblo, 50 diputados, 50 senadores o el
Gobierno de la nación. Lo cual no deja de ser paradójico, si se tiene en cuenta
que una de las quejas expresadas de manera recurrente por la Generalitat es el
elevado número de impugnaciones de que son objeto las leyes catalanas.
Los
políticos que tanto han elogiado la declaración de derechos sostienen que,
gracias a ella, el Estatuto se transforma en algo parecido a la Constitución de
un Estado miembro de una federación. Pero con ello muestran hasta qué punto
andan despistados, pues deberían saber que, a diferencia de lo que ocurre con
el Estatuto de Autonomía, un Estado miembro de una federación puede modificar
unilateralmente su propia Constitución, sin necesidad de contar con la
aprobación del Parlamento federal. Y es que el papel que cumple el Estatuto de
Autonomía en nuestro sistema no tiene nada que ver con el que es propio de una
Constitución estatal en un sistema federal. Son cosas distintas, como es
pacífico entre los especialistas en Derecho Constitucional comparado.
El
Estatuto también se excede cuando regula materias (como, por ejemplo, la
estructura del poder judicial, el sistema de recursos, las circunscripciones
electorales, etcétera) que están reservadas a las correspondientes leyes
orgánicas. A nuestro juicio, no es posible, a través del Estatuto, maniatar de
esta manera al futuro legislador estatal. Puede ser una espléndida idea que el
Tribunal Supremo se limite a conocer de los recursos extraordinarios para unificación
de doctrina, por ejemplo. Pero eso lo tiene que decidir el legislador estatal
en cada momento histórico, a la luz de la experiencia acumulada, y no
unEstatuto de Autonomía de una concreta comunidad.
El
propio Consell Consultiu detectó este problema, pero ofreció como solución una
técnica sorprendente. Esta técnica, recogida finalmente en el Estatuto (en la
Disposición Adicional Novena), consiste en incluir una cláusula final que
dispone que esas normas estatutarias sólo tendrán eficacia una vez que el
Estado haya modificado las correspondientes leyes orgánicas, en el bien
entendido de que el Estado es plenamente libre para modificar o no esas leyes.
Con esta técnica tan original, no habría habido inconveniente en incluir en el
Estatuto una norma que, por ejemplo, castigara con 40 años de cárcel los
asesinatos cometidos en Tejas, adjuntando luego una cláusula en virtud de la
cual esta norma empezaría a ser eficaz el día en que el Parlamento de Tejas
decidiera modificar en tal sentido su Derecho penal.
Si el
lector cree que exageramos, le invitamos a echar una ojeada al artículo 191 del
Estatuto, que no tiene inconveniente en disponer que a partir de ahora, “la
Generalitat de Catalunya tiene acceso directo al Tribunal de Justicia de la
Unión Europea”. El legislador comunitario puede estar tranquilo, sin embargo,
pues el mencionado artículo añade inmediatamente: “En los términos que
establezca la normativa europea”. Y es que, en algunos momentos, el Estatuto se
parece a esas estupendas ofertas de algunas compañías que, tras ponernos la
miel en los labios con promesas espléndidas, añaden, en letra pequeña, “de
acuerdo con las disponibilidades” o cosas parecidas (fórmulas que, por cierto,
a menudo están en el punto de mira de la legislación en defensa de los consumidores).
En
cuanto a la financiación de la Generalitat (que, ciertamente, necesita ser
mejorada), puede decirse que el sistema que se ha pactado es muy parecido al
del concierto vasco o convenio navarro. Existen sólidos argumentos para
sostener que, con la Constitución en la mano, no es posible extender a Cataluña
ni al resto de comunidades autónomas ese tipo singular de financiación. En
cualquier caso, todo el mundo sabe que las Cortes Generales no lo van a aprobar
en los términos actuales. Se ha preferido negociar en Cataluña un sistema de
financiación que se acerca al concierto, para evitar un supuesto fracaso del
Estatuto, y enviar luego a Madrid la “patata caliente”.
Los
ciudadanos nos merecemos un debate más serio, centrado en las cuestiones que son
propias de un Estatuto de Autonomía, sin generar falsas expectativas acerca de
las transformaciones que es posible introducir a través de una reforma
estatutaria. No hay que convertir un Estatuto en lo que, en buena técnica
jurídica, no puede ser. Seguramente, lo que ha viciado todo este proceso es la
decisión previa de limitar a cuatro cuestiones la posible reforma de la
Constitución española. Si queremos superar, de verdad, el tabú de la reforma
constitucional, deberíamos estar dispuestos a discutir todo lo que haga falta.
El procedimiento de reforma debe estar al servicio de toda propuesta razonable
que goce de suficiente consenso.
El
proyecto de Estatuto es, pues, discutible. Por eso mismo, debe ser discutido en
las Cortes Generales, para que sus defectos salgan a la luz y sean objeto de
corrección. Y que nadie se rasgue las vestiduras por ello.
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