El cafecito con azúcar y palito de Cocomocho a Sánchez-Camacho, que ella acoge con algazara, mientras Andrea Levy, que va para archivera del Festival de Benicassim, mira y no se atreve ni a irse ni a tirar el café por falta de instrucciones de Génova, ha escandalizado a mucha gente, porque prueba hasta qué extremo la casta política es insensible a los problemas que ella misma denuncia como gravísimos, pero que siempre lo son menos que el colegueo politiquero, yacimiento fecundo de compañeros de comisión.
La idiocia de Alicia
Yo creo que, en vez de escandalizarse ante la idiocia estética de la veterana empleada doméstica del PP en Casa Pujol, la opinión pública debería alarmarse por su risa tonta, porque prueba que Rajoy sigue sin dar instrucciones al servicio. Y desde que el PP murió en Bulgaria, capital Valencia, en 2008, sus empleados sólo obedecen órdenes. En Cataluña no las dan, así que el PP abandona la escena del crimen dejando en sus escaños banderas españolas, y mientras la Bruja Avería de Podemos se las roba, Alicia se ríe con el "café para todos" de Cocomocho.
Hace dos meses decía la Vicepresidentísima que el diálogo era la forma de mesura y moderación que debería emplearse frente al golpismo catalán. Hace un mes decía que la proporcionalidad era la clave del éxito para impedir que el separatismo alcanzara sus objetivos. Hace tres días dijo que la democracia ya no existe en Cataluña, pero en vez de utilizar para rescatarla todos los medios legales del Estado, incluidos los policiales y, si fuera preciso, militares, siguió la doctrina cebrianita de la proporcionalidad y la mesura, que es como llamarán a la cobardía nuestros nietos, y presentó en el Constitucional, tatachán, un incidente de ejecución de sentencia, o un recurso sentencioso judicioso, o una sentencia judiciada ejecutada, en fin, un papelajo de cobardes para cobardes al que cobardemente respondieron a los cobardes que los requerían que si no les dicen a quién deben empurar, ellos no encienden el puro, no vayan a quedar tan en ridículo como Alicia.
Es la revolución, idiotas
Nunca he creído que Clinton ganara a Bush I por su eslogan electoral "es la economía, estúpido", que cabe traducir, simplemente, por "tonto", aún más ofensivo. Pero demostró que no temía atacar a quien tenía en la mano todos los resortes de la victoria y, tonto, no veía la necesidad de usarlos. La fortuna ayuda a los audaces y Clinton no ganó, Bush perdió. Rajoy tiene en la mano todos los resortes de un Estado soberano, miembro de la Unión Europea, pero como no quiere ver que estamos ante un proceso revolucionario que busca la destrucción de España, y ha preferido durante sus seis años en el poder recurrir a los clásicos regalos financieros y las habituales inmunidades, léase impunidades, judiciales para el corrupto separatismo catalán, presenta papelitos ante los jueces mientras el golpismo que él financia toma las calles. Ni siquiera el alarde de vileza institucional tras la masacre de Las Ramblas le ha permitido entender lo que se murió también sin entender Luis XVI: "Sire, no es un motín, es la revolución".
Una revolución es un acto de fuerza, por eso resulta intelectualmente ridículo y políticamente estúpido buscar soluciones leguleyas o argucias de picapleitospara lo que, en definitiva, es un acto de fuerza. En un golpe de Estado, o gana el golpe o gana el Estado. Lo que diferencia este golpe de los tradicionales es que no es contra un gobierno, una política, como el 23F o una forma de Estado, monarquía o república, sino contra la nación en que se sustenta el Estado, al que aún siguen representando los golpistas. No es un golpe contra una política o una institución española, sino contra España.
Sin embargo, el Gobierno y, lo más sorprendente, la Oposición, van a presentárnoslo como algo que puede arreglarse cambiando el régimen constitucional, rebajando a España a colonia de sus enemigos. Majadería que sólo envalentonará a los golpistas pero permitirá a los políticos de los partidos constitucionales alargar un año la agonía de un régimen ya muerto.
Podemos es el comunismo de siempre, que, como hizo Lenin, espera alcanzar el poder colaborando en la destrucción del Estado, azuzando los problemas nacionales y fomentando las discordias sociales. Lo trágico, por no decir ridículo, del caso español es que los golpistas siguen cobrando del Estado contra el que se rebelan y los revolucionarios disfrutan de todos los medios de comunicación que Don Prudencio Galbana y Baby Macbeth han puesto a su servicio. ¡Por lo menos a Lenin le pagaba el Kaiser, no el Zar!
En 1808, tampoco se veía solución
¿Hay solución política a esta descomposición? Por supuesto, pero exige luchar contra este consenso de agua tibia en que se ahoga la nación. Hay un precedente de rendición ante el enemigo exterior de España, que es el 2 de mayo de 1808. La Corona, la Nobleza, la Iglesia y el Ejército no querían luchar contra un poder invasor y, por eso mismo vulnerable, pero que se reputaba invencible: el ejército de Napoleón. Fue el pueblo de Madrid, y con él el de España entera, incluida por supuesto Cataluña, el que se rebeló contra la humillación de verse tratados como siervos por los soldados extranjeros. Su resistencia heroica, por no decir suicida, y las fechorías de la Grande Armée acabaron arrastrando al Ejército, la Iglesia y parte de las clases dirigentes a una lucha que no habían querido entablar.
La corrupción política del Gobierno y la Oposición ante el golpismo catalán es evidente y lo será más este 12 de Septiembre y el 2 de Octubre, cuando el manso burriciego de Moncloa hará como que hace algo, aunque sea liar a los socialistas con su propio lío plurinacional. Pero lo propio de las revoluciones es que sus hechos no son previsibles. Tampoco la reacción o contrarrevolución que inevitablemente provocan, y que fracasa o triunfa según el valor y acierto de los contrarrevolucionarios.
En la primera mitad del siglo XX hubo dos revoluciones: la rusa de 1917 y la española de 1936. En la primera ganaron los rojos; en la segunda los blancos, en ambos casos tras cruenta guerra civil. Pero ambas tuvieron una cosa en común: podían haberse evitado si el Gobierno hubiera actuado decididamente contra los revolucionarios. Y si el pueblo, la masa social en pleno, hubiera visto brillar, a caballo del odio, la guadaña de la guerra civil.
Muchos creen, dado el odio creciente que suscita el separatismo catalán, que la independencia de Cataluña solucionaría el problema de España. Ojalá, pero, en realidad, no haría más que empezar. En Valencia, Baleares, País Vasco, Navarra, Galicia y Canarias, el huevo de la serpiente está incubado y es lógico que se rompa al calor de la oportunidad de liquidar el enemigo común de todos los separatismos, que es la soberanía del pueblo español. Una derrota parcial del separatismo catalán frenaría el separatismo en general. Pero si realmente buscamos una solución política duradera al problema nacional hay que deshacer el Estado Autonómico y rehacer un Estado Español de ciudadanos libres e iguales. Empezar este 12 de Septiembre o este 2 de Octubre de 2017 parece realmente imposible. Pero más lo parecía, y de hecho lo era, el 2 de mayo de 1808. Y algo pasó
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