El preludio de mayo francés (1968)
Jueves 22 de marzo de 2018, 20:15h
Si hay un año que marcó la mítica década de 1960, ese fue 1968. Parece que se hubieran reunido todos los astros en la dirección de provocar una revolución cultural, un cambio de proporciones, que cambiaría a Europa, y a otros lugares del mundo, para siempre. Sin embargo, la historia muestra que –como en muchas otras ocasiones- la retórica revolucionara corría más rápido que la dinámica política y la convicción de las sociedades donde se suponía ocurrirían las transformaciones. El caso más emblemático de todos se produjo en París, en el famoso mayo francés, aunque la rebeldía universitaria y los focos de problemas eran comunes en diferentes lugares. Pronto se cumplirá medio siglo de aquellos acontecimientos que hicieron época.
Curiosamente, como recuerda Arthur Marwick en The Sixties (Oxford University Press, 1998), durante los primeros meses de 1968 la prensa francesa registraba que la rebelión estudiantil estaba teniendo lugar en otras partes, en especial en Alemania, aunque también en Italia. Incluso a fines de marzo los comentaristas galos “se congratulaban” de la tranquilidad relativa que todavía existía en las universidades de Francia. Sin embargo, los medios especulaban sobre la base de las manifestaciones externas más visibles, pero desconocían algunos movimientos que comenzaban a gestarse y que tendrían una repercusión inmensa con el paso de las semanas.
De hecho, por esos días el líder del movimiento en Francia, Daniel Cohn-Bendit, había dado vida al Movimiento 22 de marzo, llamado así por el día de la protesta en la Universidad de Nantes, en el campus de Nanterre, donde había sido arrestado un alumno, en el marco de las protestas por la “victoria del pueblo vietnamita contra el imperialismo norteamericano”. Rápidamente se mezclaron las causas defendidas por los estudiantes, destacando el antiimperialismo y el anticapitalismo, a la manera como la izquierda lo hacía desde Asia hasta América Latina, pero con una influencia que también llegaba a la desarrollada Europa. Paralelamente, muchas de estas iniciativas tenían su correlato en las luchas que numerosos estudiantes universitarios daban al interior de los Estados Unidos contra la presencia de esa gran potencia en Vietnam. En Francia, el grupo también tenía seguidores en París, dispuestos a realizar la misma protesta, que costó a más de alguno ser sometidos a comités de disciplina de la Universidad de la Sorbonne.
Cohn-Bendit había emergido como líder de los jóvenes en enero, cuando había insultado al ministro de la Juventud del gobierno Francois Missoffe. Durante la visita de este a Nanterre, el joven le preguntó por qué el gobierno no hacía nada “para solucionar las disputas por los dormitorios en los colegios mayores (o ‘problemas sexuales’ como él los denominó). El ministro, en respuesta a la provocación, sugirió que si Cohn-Bendit tenía problemas sexuales debía zambullirse en la espléndida nueva piscina”. El joven no se quedó callado: “Eso es lo que la Juventud Hitleriana solía decir” (la anécdota está narrada en Tony Judt, Posguerra. Una historia de Europa desde 1945 (Madrid, Taurus, 2012). Lo interesante del tema, más allá de los detalles, es que muestra el signo contestatario que tendría el movimiento francés, que tendería a crecer hasta parecer sin solución posible.
Por lo mismo, como explica el propio Judt, queda en evidencia “un espíritu esencialmente anarquista” del movimiento, preocupado de eliminar y humillar a la autoridad. El Partido Comunista de Francia, por lo mismo, consideró que se trataba de “una fiesta, no una revolución”, aunque también se vería sobrepasado por las circunstancia y sin total claridad de que la fiesta terminaría solo en eso y no en una transformación mayor en la cual el PCF quedaría a la deriva.
Como telón de fondo, en un tema válido para las democracias occidentales europeas en su conjunto –Italia, Alemania, ciertamente Francia-, el sistema comenzó a aparecer algo anquilosado, lento y casi de otra época, a pesar de ser un espacio de libertad que podía contrastarse con éxito frente a las dictaduras comunistas de Europa oriental. Sin embargo, el problema era más profundo, y los movimientos juveniles, por distintas razones, aparecieron como protestas extrainstitucionales, que procuraron trasladar la política a las calles y sobrepasar de esa manera los hábitos políticos burgueses y sus maneras tradicionales, torpes o insuficientes.
Si bien es cierto que todo ello estaba inundado de algo de retórica marxista, en sus intérpretes europeos de moda, el cambio radical de todo el orden existente, en lo político y lo económico, no fue realmente una alternativa viable. Como sintetiza Eric Hobsbawn, la reacción de los viejos izquierdistas sobre el nuevo movimiento parecía ser: “Esta gente no ha aprendido todavía cómo lograr sus objetivos políticos” (Interesting times, Penguin, 2002). Sin embargo, al comenzar 1968, todavía no estaba claro hacia dónde se dirigía el movimiento, y el poder político y la prensa tampoco comprendían que se estaba incubando una “revolución”, aunque ella tuviera más fuerza en la retórica que en los cambios reales.
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