La Agrupación al Servicio de la
República condena los sucesos
La multitud esótica e informe no es
democracia, sino carne consignada a tiranías.- Unas cuantas ciudades de la
República han sido vandalizadas por pequeñas turbas de incendiarios. En Madrid,
Málaga, Alicante y Granada humean los edificios donde vivían gentes que, es
cierto, han causado durante centurias daños enormes a la nación española, pero
que hoy, precisamente hoy, cuando ya no tienen el Poder público en la mano, son
por completo innocuas. Porque eso, la detentación y manejo del Poder público,
eran la única fuerza nociva de que gozaban. Extirpados sus privilegios y mano a
mano con los otros grupos sociales, las Ordenes religiosas significan en España
poco más que nada. Su influencia era grande, pero prestada: procedía del
Estado. Creer otra cosa es ignorar por completo la verdadera realidad de
nuestra vida colectiva.
Quemar, pues, conventos e iglesias no
demuestran ni verdadero celo republicano ni espíritu de avanzada, sino más bien
un fetichismo primitivo o criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas
materiales que a destruirlas. El hecho repugnante avisa del único peligro
grande y efectivo que para la República existe: que no acierte a desprenderse
de las formas y las retóricas de una arcaica democracia en vez de asentarse
desde luego e inexorablemente en un estilo de nueva democracia. Inspirados por
ésta, no hubieran quemado los edificios, sino que más bien se habrían propuesto
utilizarlos para fines sociales. La imagen de la España incendiaria, la España
del fuego inquisitorial, les habría impedido, si fuesen de verdad hombres de
esta hora, recaer en esos estúpidos usos crematorios.
La bochornosa jornada del lunes queda,
en alguna parte, compensada en Madrid por la admirable del domingo. La
prontitud, espontaneidad y decisión con que la gente madrileña reaccionó ante
la impertinencia de unos caballeritos monárquicos fue una amonestación
suficiente, por el momento, que daba al Gobierno motivo holgado para podar
ejecutivamente su ingénita petulancia. Nada más debió hacerse. De otro modo,
aprenderían un juego muy fácil, consistente en provocar con un leve gesto de
ellos convulsiones enormes en el pueblo republicano. No; si quieren, en efecto,
suscitar en nosotros grandes sacudidas, que se molesten, al menos, en preparar
provocaciones de mayor tamaño. A ver si pueden.
Lo que es preciso evitar de la manera
más absoluta es que falte al Gobierno, ni durante una fracción de segundo, la
confianza en sí mismo y en la plenitud de su representación. Este Gobierno, si
alguno en el mundo, ha sido ungido por la más clara e indiscutible voluntad de
la nación. Los enemigos de la República no han intentado siquiera ponerlo en
duda, cualesquiera que fueren sus ilusiones y sus manejos de otra índole. En
cuanto a los republicanos, es cosa de evidencia rebosante que nadie puede
presumir de haber hecho más por la República que ese grupo de hombres exaltado
hoy a los cargos de ministros y demás oficios gubernativos. Nadie ha trabajado
más por el cambio de régimen; nadie se ha expuesto más entre los españoles
vivientes. Es, pues, intolerable que grupo alguno particular, atribuyéndose con
grotesca arbitrariedad la representación de los deseos nacionales, reclame
tumultuariamente del Gobierno medidas y actuaciones que el capricho haya
inspirado. Son demasiados los millones de españoles los que han votado a la
República para que el montón de unos cientos o unos miles aspire a ser más
España toda que el resto gigantesco. Con toda esta teatralería de vetusta
democracia mediterránea hay que acabar desde luego y sin más. No hay otro
«pueblo» que el organizado. La multitud caótica e informe no es democracia,
sino carne consignada a tiranías.
Por otra parte, esa plenitud de
representación que en el Gobierno reside le obliga a conservar intacto el
depósito soberano de confianza que entera una nación le ha entregado. Es el
Gobierno de todos los que han votado la República, y tiene el deber tremendo de
llegar integro y sin titubeos hasta el momento en que nos devuelva, instaurado,
ya, el nueva Estado: la República española.
Porque de esto se trata estrictamente y
no de anticiparse a calificar esa República con uno u otro adjetivo. Después de
siglos de despotismo franco o disfrazado va España, por vez primera, a decidir
con libertad, e inspirándose en su destino más propio, la organización de su
vida. Por eso es muy especialmente criminal todo intento de tiranizarla de
nuevo imponiéndole formas de imitación. La originalidad, a veces dolorosa, de
nuestra historia, augura con toda probabilidad soluciones y modos nuevos que
pocos sospechan hoy. Por lo menos, no hay gran riesgo en vaticinar que España
no será -como algunos dicen por ahí- una República burguesa. Sólo el
desconocimiento pleno de nuestra conformación histórica puede creer tal cosa.
España, que no ha podido vivir con plenitud, ni siquiera con suficiencia, la
época Moderna, precisamente porque le faltó burguesía, no es verosímil que a
esta altura de los tiempos y bajo una forma republicana resulte, por magia,
constituida en nación específicamente burguesa. Todo anuncia más bien que
España llegue a organizarse en un pueblo de trabajadores. El modo y el camino
para arribar a ello serán, de seguro, distintos de los que se han ideado en
otros pueblos, y sin gesticulación ni violencias revolucionarias. Entre
innumerables razones, hace creer esto que nuestra economía es de un equilibrio
tan inestable, por su escaso volumen, que ya la menor contracción de la riqueza
pública -y todo intento revolucionario la suscitaría- será catastrófica y estrangulará
el conato mismo de desórdenes graves.
Es preciso, por tanto, que de la manera
más inmediata y resuelta impongan el tono de la nueva democracia exacta,
limpia, dura como el metal técnico, cuantos españoles posean la dosis
suficiente de buen sentido, y que no sean pseudointelectuales incapaces de
pensar tres ideas en fila. Hoy no tiene la República más peligros que los
fantasmas.
Nos induce a esta fe, entre otras cosas,
ver cómo los estudiantes, que son, con el grupo de hombres gobernantes, quienes
más hicieron por el advenimiento de la República, han ofrecido una nota
ejemplar con su total ausencia de las asquerosas escenas incendiarias. Pero es
preciso que se preparen para dar a esa ejemplaridad, en el inmediato futuro,
carácter más activo. Tienen que defender fieramente la dignidad de su
República. Fíense de su instinto insobornable, tesoro esencial de la juventud,
del cual ha de emanar el único futuro verdadero. Fíense de él y rechacen todo
lo que es falso, sin autenticidad, como esas falsas representaciones de manidos
melodramas revolucionarios y esas imitaciones insinceras de lo que un pueblo
semiasiático tuvo que hacer en una hora terrible de su Historia. Exijan
implacablemente que se cumpla el estricto destino español, y no otro fingido o
prestado
Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset,
R. Pérez de Ayala.
(El Sol, 11 de mayo de 1931.)
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