Unamuno
juzga a la situación española en tres artículos
LA
PROMESA DE ESPAÑA
I.
Pleito de historia y no de sociología
Se
ha dicho que la filosofía de la Historia es el arte de profetizar lo pasado;
mas es lo cierto que no cabe profecía ni del porvenir sino a base de Historia,
aunque sin filosofía. Lo que puede prometer la nueva España, la España
republicana que acaba de nacer, sólo cabe conjeturarlo por el examen de cómo se
ha hecho esta España que de pronto ha roto su envoltura de crisálida y ha
surgido al sol como mariposa. El proceso de formación empezó en 1898, a raíz de
nuestro desastre colonial, de la pérdida de la últimas colonias ultramarinas de
la corona, más que de la nación española.
En
España había la conciencia de que la rendición de Santiago de Cuba, en la forma
en que se hizo, no fue por heroicidad caballeresca, sino para salvar la
monarquía, y desde entonces, desde el Tratado de París, se fue formando
sordamente un sentimiento de desafección a la dinastía borbónicohabsburgiana.
Cuando entró a reinar el actual ex Rey, don Alfonso de Borbón y Habsburgo
Lorena, se propuso reparar la mengua de la Regencia y soño en un Imperio
ibérico, con Portugal, cuya conquista tuvo planeada, con Gibraltar y todo el
norte de Marruecos, incluso Tánger. Y todo ello bajo un régimen imperial y
absolutista. Sentíase, como Habsburgo, un nuevo Carlos V. Se le llamó «el
Africano». Atendía sobre todo al generalato del Ejército y al episcopado de la
Iglesia, con lo que fomentó el pretorianimo -más bien cesarianismo- y el alto
clericalismo. Y en cuanto el pueblo proletario hizo que sus Gobiernos, en
especial los conservadores, iniciasen una serie de reformas de legislación
social, con objeto de conjurar el movimiento socialista y aun el sindicalista,
que empezaban a tomar vuelos. Y no se puede negar que a principio de su reinado
gozó de una cierta popularidad, debida en gran parte al juego peligroso que se
traía con sus ministros responsables, de quienes se burlaba constantemente, y
por encima de los cuales dirigía personalmente la política, y hasta la
internacional, que era lo más grave.
Surgió
la Gran Guerra europea cuando España estaba empeñada en la de Marruecos, guerra
colonial para establecer un Protectorado civil, según acuerdos internacionales
desde el punto de vista de la nación, pero guerra de conquista, guerra
imperialista, desde el punto de vista del reino, de la corona. En un documento
dirigido al Rey por el episcopado, documento que el mismo Rey inspiró, se le
llamaba a esa guerra cruzada, y así llamó el Rey mismo más adelante, en un
lamentable discurso que leyó ante el pontífice romano. Cruzada que el pueblo
español repudiaba y contra la cual se manifestó varias veces. Y al surgir la
guerra europea, don Alfonso se pronunció por la neutralidad -una neutralidad forzada-,
pero simpatizando con los Imperios centrales. Era, al fin, un Habsburgo más que
un Borbón. Su ensueño era el que yo llamaba el Vice-Imperio Ibérico; vice,
porque había de ser bajo la protección de Alemania y Austria, y que
comprendería, con toda la Península, incluso Gibraltar y Portugal -cuyas
colonias se apropiarían Alemania y Austria-, Marruecos. Fueron vencidos los
Imperios centrales, y con ellos fue vencido el nonato Vice-Imperio Ibérico, y
entonces mismo fue vencida la monarquía borbónico-habsburgiana de España.
Entonces se remachó el divorcio entre la nación y la realeza, entre la patria
española y el patrimonio real.
A
esto vinieron a unirse nuestros desastres en Africa, que reavivaban las
heridas, aún no del todo cicatrizadas, del gran desastre colonial de 1898. El
de 1921, el de Annual, fue atribuído por la conciencia nacional al Rey mismo, a
don Alfonso, que por encima de sus ministros y del alto comisario de Marruecos
dirigió la acometida del desgraciado general Fernández Silvestre contra
Abd-el-Krim, a fin de asegurarse, con la toma de Alhucemas, el Protectorado -en
rigor, la conquista, en cruzada- de Tánger. Alzóse en toda España un clamoreo
pidiendo responsabilidades, y se buscaba la del Rey mismo, según la
Constitución, irresponsable. Fui yo el que más acusé el Rey, y le acusé
públicamente y no sin violencia. Y el Rey mismo, en una entrevista muy
comentada que con él tuve, me dijo que, en efecto, había que exigir todas las
responsabilidades, hasta las suyas si le alcazaran. Y en tanto, con su
característica doblez, preparaba el golpe de Estado del 13 de septiembre de
1923, que fue él quien lo fraguó y dirigió, sirviéndose del pobre botarate de
Primo de Rivera.
Es
innegable que el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 fue recibido con
agrado por una gran parte de la nación, que esperaba que concluyese con el
llamado antiguo régimen, con el de los viejos políticos y de los caciques, a
los que se hacía culpables de las desdichas de la política de cruzada. Fuimos
en un principio muy pocos, pero muy pocos, los que, como yo, nos pronunciamos
contra la Dictadura, y más al verla originada en un pronunciamiento pretoriano,
y declaramos que de los males de la patria era más culpable el Rey que los
políticos. Nuestra campaña -que yo la llevé sobre todo desde el destierro, en
Francia, a donde me llevó la Dictadura- fue, más aún que republicana,
antimonárquica, y más aún que antimonárquica, antialfonsina. Sostuve que si las
formas de gobierno son accidentales, las personas que las encarnan son sustanciales,
y que el pleito de Monarquía o República es cosa de Historia y no de
sociología. Y si hemos traído a la mayoría de los españoles conscientes al
republicanismo, ha sido por antialfonsismo, por reacción contra la política
imperialista y patrimonialista del último Habsburgo de España. En contra de lo
que se hacía creer en el extranjero, puede asegurarse que después de 1921 don
Alfonso no tenía personalmente un solo partidario leal y sincero, ni aún entre
monárquicos, y que era, sino odiado, por lo menos despreciado por su pueblo.
La
Dictadura ha servido para hacer la educación cívica del pueblo español, y sobre
todo de su juventud. La generación que ha entrado en la mayor edad civil y
política durante esos ocho vergonzosos años de arbitrariedad judicial, de
despilfarro económico, de censura inquisitorial, de pretorianismo y de impuesto
optimismo de real orden; esa generación es la que está haciendo la nueva España
de mañana. Es esa generación la que ha dirigido las memorables y admirables
elecciones municipales plebiscitarias del 12 de abril, en que fue destronado,
incruentamente, con papeletas de voto y sin otras armas, Alfonso XIII. Y han
dirigido esas elecciones hasta los jóvenes que no tenían aun voto. Son los
hijos los que han arrastrado a sus padres a esa proclamación de la conciencia
nacional. Y a los muchachos, a los jóvenes, se han unido las más de las mujeres
españolas, que, corno en la guerra de la Independencia de 1808 contra el
imperialismo napoleónico, se han pronunciado contra el imperialismo del
bisnieto de Fernando VII, el que se arrastró a los pies del Bonaparte.
Miguel
de Unamuno (El Sol, 12 de mayo de 1931.)
Unamuno
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LA
PROMESA DE ESPAÑA
II.
Comunismo, fascismo, reacción clerical y problema agrícola
El
comunismo no es, hoy por hoy, un serio peligro en España. La mentalidad, o,
mejor, la espiritualidad del pueblo español no es comunista. Es más bien
anarquista. Los sindicalistas españoles son de temperamento anarquista; son en
el fondo, y no se me lo tome a paradoja, anarquistas conservadores. La
disciplina dictatorial del sovietismo es en España tan difícil de arraigar como
la disciplina dictatorial del fascismo. Los proletarios españoles no
soportarían la llamada dictadura del proletariado. A lo que hay que añadir que,
como España no entró en la Gran Guerra, no se han formado aquí esas grandes
masas de ex combatientes habituadas a la holganza de los campamentos y las
trincheras, holganza en que se arriesga la vida, pero se desacostumbra el
soldado al trabajo regular y se hace un profesional de las armas, un
mercenario, un pretoriano. Los mozos españoles que volvían de Marruecos volvían
odiando el cuartel y el campamento. Y el servicio militar obligatorio ha hecho
a nuestra juventud de tal modo antimilitarista, que creo se ha acabado en
España la era de los pronunciamientos. Y, con ello, la posibilidad de los
soviets a la rusa y de fasci a la italiana. Y si es cierto que tenemos un
Ejército excesivo -herencia de nuestras guerras civiles y coloniales-, este
Ejército se compone de las llamadas clases de segunda categoría, de oficialidad
y de un generalato monstruoso. Todo este terrible peso castrense es de origen
económico. El Ejército español ha sido siempre un Ejército de pobres. Pobres los
conquistadores de América, pobres los tercios de Flandes. La alta nobleza
española, palaciega y cortesana, ha rehuído la milicia. Y ese Ejército formaba
y aún forma -hoy con la Gendarmería, la Guardia de Sega-ridad y hasta la
Policía- algo así como aquella reserva de que hablaba Carlos Marx. Son el
excedente del proletariado a que tiene que mantener la burguesía. El ejército
profesional es un modo de dar de comer a los sin trabajo. El cuartel hace la
función que en nuestro siglo XVII hacía el convento. Pero ya hoy muchos de los
que antes iban frailes se van para guardias civiles.
No
creo, pues, que haya peligro ni de comunismo ni de fascismo. Cuando al estallar
la sublevación de Jaca, en diciembre del año pasado, el Gabinete del Rey y el
Rey mismo voceaban que era un movimiento comunista, sabían que no era así y
mentían -don Alfonso mentía siempre, hasta cuando decía la verdad, porque
entonces no la creía-, y mentían en vista al extranjero. Y ahora todas esas
pobres gentes adineradas y medrosas se asombran, más aún que del admirable
espectáculo del plebiscito antimonárquico, de que no haya empezado el reparto.
Y los que huyen de España, llevándose algunos cuanto pueden de sus capitales,
no es tanto por miedo a la expropiación comunista cuanto a que se les pidan
cuentas y se les exijan responsabilidades por sus desmanes caciquiles.
Añádase
que en estos años se ha ido haciendo la educación civil y social del pueblo. Es
ya una leyenda lo del analfabetismo. El progreso de la ilustración popular es
evidente. Y en una gran parte del pueblo esa educación se ha hecho de propio
impulso, para adquirir conciencia de sus derechos. España es acaso uno de los
países en que hay más autodidactos. Hoy, en los campos de Andalucía y de
Extremadura, en los descansos de la siega y de otras faenas agrícolas, los
campesinos no se reúnen ya para beber, sino para oír la lectura, que hace uno
de ellos, de relatos e informes de lo que ocurre acaso en Rusia. «Temo más a
los obreros leídos que a los borrachos», me decía un terrateniente. Y en cuanto
a la pequeña burguesía, a la pobre clase media baja, jamás se ha leído como se
lee hoy en España. Sólo los ignorantes de la historia ambiente y presente
pueden hablar hoy de la ignorancia española. Como tampoco de nuestro fanatismo.
Porque,
en efecto, si no es de temer hoy en España un sovietismo o un fascimo a base de
militarismo de milicia, tampoco es de temer una reacción clerical. El actual
pueblo católico español -católico litúrgico y estético más que dogmático y
ético- tiene poco o nada de clerical. Y aquí no se conoce nada que se parezca a
lo que en América llaman fundamentalismo, ni nadie concibe en España que se le
persiga judicialmente a un profesor por profesar el darwinisno. El espíritu
católico español de hoy, pese a la leyenda de la Inquisición -que fue más arma
política de raza que religiosa de creencia-, no concibe los excesos del cant
puritanesco. Aquí no caben ni las extravagancias del Ku-KIux-Klan ni los
furores de la ley seca en lo que tengan de inquisición puritana. Ahora, que
acaso no convenga en la naciente República española la separación de la Iglesia
del Estado, sino la absoluta libertad de cultos y el subvencionar a la Iglesia
católica, sin concederle privilegios, y como Iglesia española, sometida al
Estado, y no separada de él. Iglesia católica, es decir, universal, pero
española, con universalidad a la española, pero tampoco de imperialismo. Se ha
de reprimir el espíritu anticristiano que llevo al episcopado del Rey y al Rey
mismo a predicar la cruzada. Los jóvenes españoles de hoy, los que se han
elevado a la conciencia de su españolidad en estos años de Dictadura, bajo el
capullo de ésta, no consentirán que se trate de convertir a los moros a
cristazo limpio. Y en esto les ayudarán sus hermanas, sus mujeres, sus madres.
Y a la mujer española, sobre todo a la del pueblo, no se la maneja desde el
confesionario. Y en cuanto a las damas de acción católica, su espíritu -o lo
que sea- es, más que religioso, económico. Para ellas el clero no es más que
gendarmería.
Hay
el problema del campo. Mientras en una parte de España el mal está en el
latifundio, en otra parte, acaso mas poblada, el mal estriba en la excesiva
parcelación del suelo. El origen del problema habría que buscarlo en el
tránsito del régimen ganadero -en un principio de trashumancia- al agrícola.
Las mesetas centrales españolas fueron de pastoreo y de bosques. Las
roturaciones han acabado por empobrecerlas, y hoy, mientras prosperan las
regiones que se dedican al pastoreo y a las industrias pecuarias, se empobrecen
y despueblan las cerealíferas. Mas éste, como el de la relación entre la
industria -en gran parte, en España, parasitaria- y la agricultura, es problema
en que no se puede entrar en estas notas sobre la promesa de España
Miguel
de Unamuno (El Sol, 13 de mayo de 1931.)
Unamuno
juzga a la situación española en tres artículos
LA
PROMESA DE ESPAÑA
III.
Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austria y los
Borbones
Hay
otro problema que acucia y hasta acongoja a mi patria española, y es el de su
íntima constitución nacional, el de la unidad nacional, el de si la República
ha de ser federal o unitaria. Unitaria no quiere decir, es claro, centralista,
y en cuanto a federal, hay que saber que lo que en España se llama por lo común
federalismo tiene muy poco del federalismo de Tite Fedendist o New
Constitution, de Alejandro Hamilton, Jay y Madison. La República española de
1873 se ahogó en el cantonalismo disociativo. Lo que aquí se llama federar es
desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido. Es de
temer que en ciertas regiones, entre ellas mi nativo País Vasco, una federación
desfederativa, a la antigua española, dividiera a los ciudadanos de ellas, de
esas regiones, en dos clases: los indígenas o nativos y los forasteros o
advenedizos, con distintos derechos políticos y hasta civiles. ¡Cuántas veces
en estas luchas de regionalismos, o, como se les suele llamar, de
nacionalismos, me he acordado del heroico Abraham Lincoln y de la tan
instructiva guerra de secesión norteamericana! En que el problema de la
esclavitud no fue, como es sabido, sino la ocasión para que se planteara el
otro, el gran problema de la constitución nacional y de si una nación hecha por
la Historia es una mera sociedad mercantil que se puede rescindir a petición de
una parte, o es un organismo.
Aquí,
en España, este problema se ha enfocado sentimentalmente. y sin gran sentido
político, por el lado de las lenguas regionales no oficiales, como son el
catalán, el valenciano. el mallorquín, el vascuence y el gallego. Por lo que
hace a mi nativo País Vasco, desde hace años vengo sosteniendo que si sería
torpeza insigne y tiránica querer abolir y ahogar el vascuence, ya que agoniza,
sería tan torpe pretender galvanizarlo. Para nosotros, los vascos, el españnl
es COmO un mauser o un arado de vertedera, y no hemos de servirnos de nuestra
vieja y venerable espingarda o del arado romano o celta, heredado de los
abuelos, aunque se los conserve, no para defenderse con aquélla ni para arar
con éste. La biling|idad oficial sería un disparate; un disparate la
obligatoriedad de la enseñanza del vascuence en país vasco, en el que ya la
mayoría habla español. Ni en Irlanda libre se les ha ocurrido cosa análoga. Y
aunque el catalán sea una lengua de cultura, con una rica literatura y uso
cancilleresco hasta el siglo xv, y que enmudeció en tal respecto en los siglos
XVI, XVII Y XVIII, para renacer, algo artificialmente, en el XIX, sería
mantener una especie de esclavitud mental el mantener al campesino pirenaico catalán
en el desconocimiento del español -lengua internacional-, y seria una
pretensión absurda la de pretender que todo español no catalán que vaya a
ejercer cargo público en Cataluña tuviera que servirse del idioma catalán,
mejor o peor unificado, pues el catalán, como el vascuence, es un conglomerado
de dialectos. La biling|idad oficial no va a ser posible en una nación como
España, ya federada por siglos de convivencia histórica de sus distintos
pueblos. Y en otros respectos que no los de la lengua, la desasimilación sería
otro desastre. Eso de que Cataluña, Vasconia, Galicia, hayan sido oprimidas por
el Estado español no es más que un desatino. Y hay que repetir que unitarismo
no es centralismo. Mas es de esperar que, una vez desaparecida de España la dinastía
borbónico-habsburgiana y, con ella, los procedimientos de centralización
burocrática, todos los españoles, los de todas las regiones, nosotros los
vascos, como los demás, llegaremos a comprender que la llamada personalidad de
las regiones -que es en gran parte, como el de la raza, no más que un mito
sentimental- se cumple y perfecciona mejor en la unidad política de una gran
nación, como la española, dotada de una lengua internacional. Y no más de esto.
Por
lo que hace al problema de la Hacienda pública, España no tiene hoy deuda
externa ni tiene que pagar reparaciones, y en cuanto al crédito económico, éste
se ha de afirmar y robustecer cuando se vea con qué cordura, con que serenidad,
con qué orden ha cambiado nuestro pueblo su régimen secular. España sabrá pagar
sin caer en las garras de la usura de la Banca internacional.
En
1492, España -más propiamente Castilla- descubría y empezaba a pobllar de
europeos el Nuevo Mundo, bajo el reinado de los Reyes Católicos Fernando V de
Aragón e Isabel I de Castilla. Unos veintiséis años después, en 1518, entraba
en España su nieto, Carlos de Habsburgo, primero de España y quinto de
Alemania, de que era Emperador, como nieto de Maximiliano. Carlos V torció la
obra de sus abuelos españoles, llevando a España a guerras por asentar la
hegemonía de la Casa de Austria en Europa, y la Contra-Reforma, en lucha con
los luteranos. Con ello quedó en segundo plano la españolización de América y
del norte de Africa. En 1898, rigiendo a España una Habsburgo, una hija de la Casa
de Austria, perdió la corona española sus últimas posesiones en América y en
Asia, y tuvo la nación que volver a recogerse en si. En 1518 al entrar el
Emperador Carlos en la patria de su madre, las Comunidades de Castilla, los
llamados comuneros, se alzaron en armas contra él y el cortejo de flamencos que
le acompañaba, movidos de un sentimiento nacional. Fueron vencidos. Dos
dinastías, la de Austria y la de Borbón, han regido durante cuatro siglos los
destinos universales de España. Estando ésta bajo un Borbón el abyecto Femando
VII, el gran Emperador intruso, Napoleón Bonaparte, provocó el levantamiento de
las colonias americanas de la corona de España. El nieto de Femando VII,
descendiente de los Austrias y los Borbones, ha querido rehacer otro Imperio, y
de nuevo las Comunidades de España, los comuneros de hoy, se han alzado contra
él, y con el voto han arrojado al último habsburgo imperial. España ha dejado
del otro lado de los mares, con su lengua, su religión y sus tradiciones,
Repúblicas hispánicas, y ahora, en obra de íntima reconstrucción nacional, ha
creado una nueva República hispánica, hermana de las que fueron sus hijas. Y
así se marca el destino universal del spanish speak-ing folk. Podemos decir que
ha sido por misterioso proceso histórico la gran Hispania ultramarina, la de
los Reyes Católicos, la que ha creado la Nueva España que al extremo occidental
de Europa acaba de nacer.
Miguel
de Unamuno (El Sol, 14 de mayo de 1931.)
Mensaje de Maciá a los diputados de la Generalidad reclamando lo
ofrecido por el Pacto de San Sebastián. El Gobierno de Madrid disiente
«Señores diputados de la Generalidad de Cataluña: Sería la
realización de mi más íntimo ideal que las palabras pronunciadas en este acto
solemne marcasen el limite en la ruta secular de Cataluña hacia la
reivindicación de sus libertades. Quisiera que, como expresión vital del
despertar de las nacionalidades que se agrupan bajo la República, sintiesen
pronto latir con su ritmo peculiar los corazones de los pueblos bajo la carne
joven de una nueva Iberia.
»Nunca como ahora este deseo ha aparecido tan cerca de su
consecución. La República ha removido el ambiente, dejándolo limpio y puro y
aclarando y fijando los sentimientos y el verbo de los hombres, creando asi un
orden nuevo, en el cual los ideales de libertad triunfan.
»La vida política de nuestro país se encuentra, señores diputados,
en su momento culminante; aquel en que espera ver satisfechos sus más puros
anhelos tradicionales. Y obtendremos el triunfo de la victoria como eclosión cívica
de los más altos sentimientos de libertad.
»Entre el triunfo de nuestra tierra y las circunstancias de este
triunfo hay como una significativa lógica de la Historia. Cataluña, la liberal
y democrática Cataluña, obtendrá el reconocimiento íntegro de su personalidad
de una España renovada, libertada y democrática. Ni podía ser de otra manera,
ni fuera razonable ahora que no sucediese así. El primer paso de la legislación
constitucional de la República debe ser, y hemos de creer que será, restituir
el derecho tradicional al pueblo que ha sido en la historia conjunta de los
países hispánicos el primero en liberalidad y democracia.
»Cataluña ha sido profundamente liberal y demócrata, y así
aparecía cuando su independencia le permitía presentarse ante el mundo tal cual
era, y lo demostró democratizando paulatinamente la estructura feudal que, como
pueblo de origen carolingio, tuvo en sus comienzos; y tanto es asi que incluso
en los usatges, código feudal, se declaran fuera de ley los excesos del
feudalismo y se estructura la constitución política y social de la naciente
nacionalidad, hasta el punto de que ellos han podido ser calificados de Carta
constitucional de nuestra tierra, el monumento más antiguo y esencial del
Derecho público catalán, dictado más de un siglo antes que la Carta Magna de
los ingleses.
»En sus relaciones políticas con los países que formaron parte de
los dominios de sus monarcas catalanes, existió siempre un espíritu de respeto
hacia la libertad de estos pueblos, hasta el punto que o bien constituyeron
reinos con vida completamente autónoma o llegaron hasta crear reinos con plena
independencia.
»Es digno de hacer notar el hecho de que mientras tuvimos monarcas
catalanes, los soberanos y el pueblo marcharon al unísono, como pocas veces se
ha visto en la historia; de manera que, hasta alguno de ellos, como Pedro el
Ceremonioso, que luchó con los aragoneses y los valencianos, tuvo en todas sus
empresas el soporte de Cataluña, que calificó de tierra bendita, poblada de
lealtad. Y las hermosas palabras de Martín el Humano, en las Cortes de
Pamplona, de 1406, como otras de Pedro el Ceremonioso, nos dan aún una medida
de cómo estaba Cataluña iluminada de liberalidad.
»¿Qué pueblo -decía- hay en el mundo que sea así, tan franco de
libertades ni que sea tan liberal como vosotros? Y es precisamente por una
torcida obsesión legalista por lo que se llega a la sentencia de Caspe, a la
proscripción de la dinastía catalana de Jaime de Urgel y a la entronización de
la dinastía castellana.
»Este es, señores diputados, como todos sabéis, el punto de
partida de la pugna, que duró siglos, entre el Poder real y ei pueblo catalán,
pugna que empieza a dibujarse al ver los catalanes que los reyes castellanos
los trataban como súbditos, ellos que siempre se habían considerado como
iguales, ya que el príncipe lo era porque así lo querían todos los catalanes,
que por esta sola consideración de derecho eran libres; pugna que se inició en
tiempos de Fernando de Antequera y que subsiste en tiempos de Alfonso el
Magnánimo, que estalla con toda violencia en tiempos de Juan II con una guerra
que dura más de diez años; que encuentra su instante más amansado en la
política de Fernando el Católico y alcanza después su máximo desbordamiento en
la guerra de los segadores y en la guerra contra Felipe I, que marca el fin de
la libertad de Cataluña con la victoria del absolutismo filipista y que llega
al último Borbón español.
»Dos siglos han transcurrido desde el decreto de Nueva Planta, sin
que se haya reparado este crimen contra nuestra tierra; antes bien, se han
acentuado la persecución; las vejaciones y las limitaciones, principalmente en
el aspecto ling|ístico y cultural, donde hemos visto prohibida la lengua
catalana de las escuelas maternales y de los estudios superiores y universitarios.
Y en nuestros tiempos coinciden en esta persecución los partidos conservadores
con los partidos que se decían liberales. En ninguno de ellos encuentra
Cataluña el espíritu de justicia. Y huelga decir que mucho menos lo encuentra
en los Gobiernos dictatoriales, que llevan su intransigencia hasta prohibir la
plegaria en lengua materna, que juntamente con la prohibición de usarla para la
enseñanza de nuestros hijos constituye el mayor atentado que puede perpetrarse
contra un pueblo.
»Por eso os decía, señores diputados, que Cataluña, por su
carácter liberal y democrático, no podía entenderse nunca, ni siquiera pactar,
con la dinastía, que representaba el obstáculo tradicional de nuestras
reivindicaciones. Y para hacer desaparecer este obstáculo ha luchado Cataluña
entera, aquí, en las Cortes y más allá de las fronteras, y en nuestra empresa
hemos visto cómo se agrupaban gentes de otras tierras hispánicas, porque la
dinastía que hemos derribado no se contentaba con tener los sentimientos de
Cataluña bajo su tiranía, sino que incluso llegó a imponer su despotismo a
Castilla, ahogando las voces más nobles y de más encendido patriotismo.
»Este estado de cosas nos llevó a la reunión de San Sebastián,
donde quedó sellado el pacto para llevar la libertad a todos los pueblos de la
Península. Lo que todo el mundo había dicho que no podría lograrse sino con una
revolución sangrienta, acontece por la voluntad popular cívicamente manifestada
en las elecciones del 12 de abril. En Cataluña, el triunfo de los antidinásticos
fué tan abrumador que dos días después, en este histórico salón, proclamé, por
la voluntad del pueblo, la República catalana, como Gobierno integrante de la
República que pocas horas después se propagaba por tierras de España.
»El cumplimiento del pacto de San Sebastián era, señores
diputados, y ahora es, que las Cortes aceptasen el estado de hecho que se había
creado en Cataluña, y, fieles a nuestra palabra, convinimos con los tres
ministros que, representando al Gobierno español, vinieron a parlamentar con
nosotros, que nuestro Gobierno, durante el período transitorio, se llamaría de
la Generalidad de Cataluña, y que inmediatamente nos serían otorgadas algunas
Delegaciones como un anticipo de más amplias concesiones. Las de enseñanza,
como todos sabéis, han sido iniciadas con el decreto que concede a nuestros
hijos el derecho a ser enseñados en lengua materna, y por el otro, relativo a
las cátedras en catalán.
»En cuanto a las otras Delegaciones, especialmente en materias
económicas y de trabajo, aquella buena disposición no ha tenido aún plena
realización, si bien esto no nos ha impedido intervenir en los conflictos
planteados con el espíritu de justicia y equidad y amor a los trabajadores que
ha guiado siempre nuestros actos, y hemos alcanzado la confianza y la simpatía
que ha inspirado a patronos y obreros nuestro gesto generoso, ya que, desde la
proclamación de la República, Cataluña no ha visto perturbada su vida de
trabajo.
»Finalmente, la Generalidad, con objeto de constituir la Asamblea
que junto con su Gobierno ha de redactar el Estatuto de Cataluña, ha convocado
elecciones por el único procedimiento que permitía la perentoriedad del tiempo
de que se dispone, y estas elecciones os han traido al altísimo lugar que
ostentáis en este sitio. Estáis en este Palacio, saturado de historia patria,
en representación del pueblo de Cataluña; sois Cataluña misma, que, viva y
palpitante, emocionada de poder expresar sin trabas su pensamiento, dirá aquí
cuál es su voluntad, que habremos de acatar todos, yo el primero, así que se
haya obtenido la ratificación que representa el plebiscito de Ayuntamientos y
el «referéndum» popular que se sucederá. Y este acatamiento debe ser, a la vez,
una aceptación y una promesa de defender lo que habremos de presentar como expresión
sincera de la voluntad de nuestro pueblo.
»Señores diputados: Siento vibrar en mí la emoción de este
momento, en que he de callar para que vosotros habléis, para que hable la voz
que está por encima de todos: la voz de nuestro pueblo. Os dejo, pues, para que
recomencéis la tarea que os ha sido confiada; para que la realicéis con toda
libertad. Unicamente me atrevería a pediros, si no conociese suficientemente
cuál es vuestra convicción, que os inspiréis en vuestras decisiones en el amor
que todo hombre debe tener por los demás hombres, en la cordialidad que todo
pueblo ha de sentir hacia los demas pueblos. Y esta cordialidad que os pido, y
que estoy seguro que tendréis, ha de hacerse más patente en estos momentos, en
que, por estar trabajando en carne viva, tanto Cataluña como las demás tierras
ibéricas, la sensibilidad está morbosamente agudizada, aunque esto no quiere
decir que las manifestaciones que hagamos no hayan de reflejar nuestra voluntad
de que nos sea reconocido y respetado lo que de derecho nos corresponde.
»No precisa, pues, que esta cordialidad sea objeto de un artículo,
ni tan sólo de un párrafo, del Estatuto que habéis de redactar.
»Creo que será suficiente que saturéis vuestra obra de una
atmósfera de comprensión para nuestros hermanos de allende el Ebro -a los
cuales me place desde este sitio y en este acto dirigir mi salutación mas
ferviente-, que les digáis que si bien hemos hecho un largo camino juntos por
los yermos y los acantilados de la Historia, en medio de los cuales muchas veces
nos hemos detenido a discutir nuestras disensiones, hemos llegado ya a la
tierra de promisión adonde juntos nos dirigimos; pero desde este momento cada
uno ha de edificar en el valle ubérrimo que nos ofrece la libertad conquistada
el edificio que ha de habitar según los gustos propios, con una arquitectura
peculiar y una distribución interior adecuada a las necesidades de los
moradores.
»Precisa, en fin, decir bien claramente cual es nuestra voluntad
para que no sea tergiversada, y esto lo tendremos procurando no dar en la
estructuración escrita del Estatuto ni un paso atrás, y en esta actitud
tendréis a vuestro lado a todos los catalanes, porque no babrá ninguno que se
atreva a negarse a defender la voluntad del país, ya que no se trata de fijar
una forma de Gobierno en la cual pueden producirse discrepancias, sino que
nuestro gesto es la reclamación que presenta un pueblo para que le sea devuelta
la soberanía de que se le desposeyo. Y decir bien alto que, una vez obtenida la
satisfacción que Cataluña unánime pide, el estímulo eminente de nuestros actos
no ha de ser otro que el de contribuir a instaurar una Confederación ibérica,
en la cual las diversas energías del país sean exaltadas y aprovechadas, puesto
que únicamente así se creará y solidificará la grandeza de la República.
»Señores diputados de la Generalidad: Me despido de vosotros con
estas palabras finales. Pensad que la obra que habéis de realizar juntamente
con el Gobierno representará la voluntad decisiva de nuestra tierra; que ella
ha de ser la base del Código que ha de regir sus destinos; que será el vehículo
de su prosperidad, y por ella podrá colaborar a la de los demás pueblos
hermanos. Trabajad, por tanto, con el entusiasmo que contagia el patriotismo
más puro. Escuchad en vuestro interior la voz profunda del buen juicio racial.
Que vuestra labor sea expresión viviente de las aspiraciones seculares de
nuestra Cataluña, para que podamos hacer de ella una patria liberal,
democrática y socialmente justa.»
Terminada la lectura del anterior mensaje, que ha sido escuchada
con suma atención, el señor Maciá abandonó el salón con el mismo ceremonial que
a la entrada y en medio de ovaciones clamorosas de los diputados y del público.
Inmediatamente después se levantó la sesión. (Febus.)
Una nota del Gobierno
El pacto de San Sebastián y el mensaje del señor Maciá.-
Después del Consejo, el ministro de Instrucción pública leyó a los periodistas
la siguiente nota:
«Con motivo del mensaje del señor Maciá ante la Asamblea de
la Generalidad, el Gobierno, resuelto a cumplir con lealtad de conducta y
amplitud de criterio el pacto de San Sebastián, recuerda y declara una vez más
que lo allí convenido no era ni podía ser la aceptación ciega de situaciones
futuras de hecho totalmente imposibles de prever, y sí el compromiso de
presentar a la deliberación de las Cortes Constituyentes, cuyo poder soberano
nadie podía limitar, el proyecto de Estatuto expresión genuina y contrastada de
la voluntad popular de Cataluña o de cualquiera otra región.
»En cuanto a la afirmación de que hayan existido
compromisos no cumplidos por parte de algunos ministerios, importa declarar que
no hubo compromiso alguno de Gobierno olvidado, y sí la declaración personal y
colectiva de predisposiciones favorables de ánimo que se han ido traduciendo en
las medidas que el mismo señor Maciá reconoce.»
(El Sol, 12 de junio de 1931.)
El
Cardenal Segura, considerado enemigo del nuevo régimen, es desterrado. «Al
adoptar el Gobierno la resolución que ayer adoptó está seguro de haber prestado
un servicio a la paz pública y otro no menor a los altos intereses espirituales
de la Iglesia»
Al
salir del Consejo el ministro de la Gobernación, a las diez y cuarto de la
noche, leyó a los periodistas la siguiente nota relacionada con la marcha de
España del cardenal Segura:
»Con
motivo de la publicación de la pastoral que el primado de Toledo dirigió a los
otroe prelados, con ocasión de la proclamación de la República, el Gobierno,
estimando peligrosa la permanencia del cardenal en España, solicitó de la Santa
Sede la remoción de don Pedro Segura de la silla metropolitana de Toledo.
»A
poco de ser cursada esta nota del Gobierno, abandonó el cardenal, de modo
espontáneo, el territorio español, dirigiéndose a Roma y regresando algunos
días después a España sin ponerlo previamente en conocimiento de ninguna
autoridad civil ni eclesiástica.
»Entró
el cardenal por el paso de Roncesvalles la noche del día 11, y durante tres
días permaneció oculto, ignorando su paradero el Gobierno. Esperaba éste
recibir la contestación de la Santa Sede a su nota para adoptar la resolución
que estimara pertinente; mas al tener notiicia de que el cardenal, saliendo, al
fin, del incógnito, había convocado en Guadalajara una reunión de párrocos y
otras dignidades eclesiásticas para el pasado domingo, no vaciló en rogarle que
abandonara de nuevo España, dándole, claro es, las máximas facilidades para
ello.
»La
resistencia que el cardenal opuso en los primeros momentos a cumplir la orden
del Gobierno hizo un tanto enojosa y lenta la tramitación de su cumplimiento;
mas al fin pudo ser acompañado el cardenal hasta la frontera francesa,
guardando a su persona y a su dignidad las consideraciones debidas. En tanto no
reciba el Gobierno la contestación de la Santa Sede a la nota pendiente, no
quiere que se perturbe la paz espiritual del país con la actuación personal en
él de quien viene dando muestras reiteradas y públicas de hostilidad al
régimen, una de las cuales es la forma poco adecuada a la jerarquía de la
primera dignidad de la Iglesia española en que ha regresado a España y
permanecido en ella estos últimos días.
»Al
adoptar el Gobierno la resolución que ayer adoptó está seguro de haber prestado
un servicio a la paz pública, y otro no menor a los altos intereses
espirituales de la Iglesia.»
(El
Sol, 16 de junio de 1931.)
Elecciones
para las Cortes Constituyentes. «El Sol» resume así el resultado: «Madrid votó
serenamente porque la República se consolide sin peligrosos funambulismos»
Pórtico
electoral de la República
El
hecho diferencial de las elecciones de anteayer fue su pulso tranquilo.
Amaneció en la calle de Alcalá, bajo las frescas guirnaldas de las mangas de
riego, un día caliente y mecido en aires tempestuosos. Los unos y los otros la
dejaron desde media noche sucia, con un carnaval de papeles. A las seis
inicióse el combate. Por el Prado surgieron dos camionetas de comunistas.
Cantaban torpemente; pero cantaban «Los sirgadores del Volga». Don Marcelino
Domingo les agradecerá sin duda su hermosa diana. Ellos, sin demasiada
vehemencia, distribuían sobre las soledades de asfalto paquetes y paquetes de
literatura electoral. Y fue ésta, a lo largo de la jornada, la única vibración
«de otros tiempos» que puso en las calles un poquito de espectáculo.
No
se olvide en el índice a los jóvenes y a los «viejos» de la Acción Nacional.
Con los comunistas rivalizaron en entusiasmos para imponer su propaganda; pero
ni los unos ni los otros intentaron corromper la paz idílica del primer domingo
electoral de la República. ¡El viejo marqués de Lema junto en línea de ataque
con los mozos ardientes que sueñan con Moscú! Pero mientras los «stalinistas»
empujaban a las urnas grupos de casi adolescentes, los emisarios de la Acción
Nacional, en un trasunto de los postulados de San Juan de Dios, traían y llevaban
generosamente en automóviles a todos los impedidos de Madrid.
La
conjunción republicanosocialista concurrió al combate serenamente. Y a las doce
de la mañana puede decirse que el triunfo estaba resuelto. Madrid votaba, con
un sentido de previsión inteligente, a los representantes del actual Gobierno.
Así como en las elecciones del 12 de abril el héroe en las calles fue Alcalá
Zamora, en éstas Lerroux arrastró en su breve paso por algunos distritos la
simpatía de la multitud.
No
hay en el «carnet» del reportero ni una nota que destaque del tono dichosamente
gris de estas elecciones. Pero nunca como ahora fue más expresiva la actitud de
un pueblo. Madrid vota tranquilamente -mejor dicho, serenamente- porque la
República se consolide sin peligrosos funambulismos. Y es la conjunción quien
le ofrecía tales garantías. Y a ella ha votado.
Después
de esto, ¿para qué forzar dotes de observacion en difíciles pintoresquismos?
Tranquilidad, serenidad y sensatez. He aquí lo que dió de sí el pórtico
electoral de la República.
Añadamos
complementariamente: la Guardia civil paseó las calles con propósitos
paternales..., y desde hoy, los acreditados «muñidores» electorales tendrán que
vivir de los bonos de «sin trabajo». En Madrid, resumimos, hubo una elección
toda pureza, y naturalmente, toda tranquila. Las viejas picardías del
tingladillo electoral parecen idas para síempre.- F. L.
(El
Sol, 30 de junio de 1931.)
Se suprime la Academia General de Zaragoza. Su
director, el general Franco, pronuncia el discurso de despedida
«Caballeros cadetes: Quisiera celebrar este acto de
despedida con la solemnidad de años anteriores, en que, a los acordes del himno
nacional, sacásemos por última vez nuestra bandera y, como ayer, besaseis sus
ricos tafetanes, recorriendo vuestros cuerpos el escalofrío de la emoción y
nublándose vuestros ojos al conjuro de las glorias por ella encarnadas; pero la
falta de bandera oficial limita nuestra fiesta a estos sentidos momentos en
que, al haceros objeto de nuestra despedida, recibáis en lección de moral
militar mis últimos consejos.
Tres años lleva de vida la Academia General Militar y
su esplendoroso sol se acerca ya al ocaso. Años que vivimos a vuestro lado,
educándoos e instruyéndoos y pretendiendo forjar para España el más competente
y virtuoso plantel de oficiales que nación alguna Iograra poseer.
Intimas satisfacciones recogimos en nuestro espinoso
camino cuando los más capacitados técnicos extranjeros prodigaron calurosos
elogios a nuestra obra, estudiando y aplaudiendo nuestros sistemas y señalándolos
como modelo entre las instituciones modernas de la enseñanza militar.
Satisfacciones íntimas que a España ofrecemos, orgullosos de nuestra obra y
convencidos de sus óptimos frutos.
Estudiamos nuestro Ejército, sus vicios y virtudes, y
corrigiendo aquéllos hemos acrecentado éstas al compás que marcábamos una
verdadera evolución en procedimientos y sistemas. Así vimos sucumbir los libros
de texto, rígidos y arcaicos, ante el empuje de un profesorado moderno
consciente de su misión y reñido con tan bastardos intereses.
Las novatadas, antiguo vicio de Academias y cuarteles,
se desconocieron ante vuestra comprensión y noble hidalguía.
Las enfermedades venéreas, que un día aprisionaron
rebajando a nuestras juventudes, no hicieron su aparición en este Centro por la
acción vigilante y la adecuada profilaxis.
La instrucción física y los diarios ejercicios en el
campo os prepararon militarmente, dando a vuestros cuerpos aspecto de atletas y
desterrado de los cuadros militares al oficial sietemesino y enteco
Los exámenes de ingreso, automáticos y anónimos, antes
campo abonado de intrigas e influencias, no fueron bastardeados por la
recomendación y el favor, y hoy podéis orgulleceros de vuestro progreso, sin
que os sonrojen los viciosos y caducos procedimientos anteriores.
Revolución profunda en la enseñanza militar, que había
de llevar como forzado corolario la intriga y la pasión de quienes encontraban
granjería en el mantenimiento de tan perniciosos sistemas.
Nuestro decálogo del cadete recogió de nuestras sabias
ordenanzas lo más puro y florido para ofrecéroslo como credo indispensable que
prendiese vuestra vida, y en estos tiempos, en que la caballerosidad y la
hidalguía sufren constantes eclipses, hemos procurado afianzar vuestra fe de
caballeros, manteniendo entre vosotros una elevada espiritualidad.
Por ello en estos momentos, cuando las reformas y
nuevas orientaciones militares cierran las puertas de este Centro, hemos de
elevarmos y sobreponernos, acallando el interno dolor por la desaparición de
nuestra obra, pensando con altruismo: «Se deshace la máquina, pero la obra
queda»; nuestra obra sois vosotros, los 720 oficiales que mañana vais a estar
en contacto con el soldado, los que lo vais a cuidar y a dirigir, los que,
constituyendo un gran núcleo del Ejército profesional, habéis de ser sin duda
paladines de la lealtad, la caballerosidad, la disciplina, el cumplimiento del
deber y el espíritu de sacrificio por la patria, cualidades todas inherentes al
verdadero soldado, entre las que destaca con puesto principal la disciplina,
esa excelsa virtud indispensable a la vida de los Ejércitos, y que estáis
obligados a cuidar como la más preciada de vuestras prendas.
Disciplina...!, nunca bien definida y comprendida.
¡Disciplina...!, que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es
grata y llevadera. ¡Disciplina!, que reviste su verdadero valor cuando el
pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón
pugna por levantanrse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van
unidos a la acción del mando. Esta es la disciplina que os inculcamos. Esta es
la disciplina que practicamos. Este es el ejemplo que os ofrecemos.
Elevar siempre los pensamientos hacia la patria y a
ella sacrificarlo todo, que si cabe opción y libre albedrío al sencillo
ciudadano, no la tienen quienes reciben en sagrado depósito las armas de la
nación, y a su servicio han de sacrificar todos sus actos.
Yo deseo que este compañerismo nacido en estos
primeros tiempos de la vida militar pasados juntos perdure al correr de los
años, y que vuestro amor a las armas de adopción tengan siempre por norte el
bien de la patria y la consideración y mutuo afecto entre los componentes del
Ejército. Que si en la guerra habéis de necesitaros, es indispensable que en la
paz hayáis aprendido a comprenderos y estimaros.
Compañerismo, que lleva en sí el socorro al camarada
en desgracia, la alegría por su progreso, el aplauso al que destaca y la
energía también con el descarriado o el perdido, pues vuestros generosos
sentimientos han de tener como valladar el alto concepto del honor, que de este
modo evitaréis que los que un día y otro delinquieron, abusando de la
benevolencia, que es complicidad, de sus compañeros, mañana, encumbrados por un
azar, puedan ser en el Ejército ejemplo pernicioso de inmoralidad e injusticia.
Concepto del honor que no es exclusivo de un
regimiento, Arma o Cuerpo; que es patrimonio del Ejército y se sujeta a las
reglas tradicionales de la caballerosidad y la hidalguía, pecando gravemente
quien cree velar por el buen nombre de su Cuerpo arrojando a otro lo que en el
suyo no sirvió.
Achaque éste que por lo frecuente no debo silenciar,
ya que no nos queda el mañana para aconsejaros.
No puedo deciros como antes que aquí dejáis vuestro
solar, pues hoy desaparece, pero sí puedo aseguraros que, repartidos por
España, lo dejáis en nuestros corazones, y que en vuestra acción futura ponemos
nuestras esperanzas e ilusiones; que cuando al correr de los años blanqueen
vuestras sienes y vuestra competencia profesional os haga maestros, habréis de
apreciar lo grande y elevado de nuestra actuación, entonces vuestro recuerdo y
sereno juicio ha de ser nuestra más preciada recompensa.
Sintamos hoy, al despediros, la satisfacción del deber
cumplido y unamos nuestros sentimientos y anhelos por la grandeza de la patria,
gritando juntos: «¡Viva España!»
- Vuestro
general director Francisco Franco.»
(ARRARAS, J.:Historia de la Cruzada. Madrid, 1940.
Tomo 3.: pág. 376.)
Araquistain se
sorprende del «complejo sindicalista» y afirma que «ningún pueblo es
racialmente tan socialista como España». Unamuno le contradice
El complejo Sindicalista. ¿Por qué hay tantas huelgas?
Qué motivos hay en el fondo de esta erupción de
huelgas que le ha brotado a la República española, o, si quiere Unamuno, a la
España republicana? Este exantema huelguístico es lo que no acaba de explicarse
el observador extranjero, pues si los sindicalistas de la Confederación
Nacional del Trabajo abominan, como dicen, tanto de la Monarquía como del
comunismo, ¿qué se proponen perturbando directamente la sociedad e
indirectamente el Estado republicano? Contestemos a la pregunta inicial, y con
ello quedarán contestadas todas las que se relacionen con el sindicalismo
español. Los motivos son muchos. Mencionaremos algunos. En primer lugar, yo
creo percibir un motivo de resentimiento contra la Unión General de
Trabajadores, contra la organización sindical de tendencia socialista. Durante
años se la acusó neciamente de ser colaboradora de la Dictadura porque aceptaba
la legislación paritaria, cuando en verdad se aprovechó de ella para que los
leaders socialistas recorrieran incesantemente el país, en apariencia para
difundir entre la clase obrera las ventajas de los Comités paritarios, pero, en
realidad, para organizarla y excitarla revolucionariamente contra las
instituciones monárquicas.
En la historia de ningún pueblo se hizo jamás una
agitación revolucionaria tan cauta y eficaz. El pobre Primo de Rivera no se
daba cuenta. Su simplismo político le impedía advertir la tormenta que se
forjaba ante sus ojos y bajo sus pies. Al contrario: él, como tantos otros
ingenuos o malévolos de la derecha y la izquierda, estaba seguro de la
colaboración socialista. El fruto ya se vió el 12 de abril y luego el 28 de
junio: los propagandistas de los Comités paritarios, y al socaire de esta
institución, conservadora al parecer, convirtieron al republicanismo y al
socialismo a la mayor parte de la clase obrera española. No fueron los únicos;
sería injusto afirmar otra cosa; pero cuando se estudie la hitoria íntima y
minuciosa de la revolución española, si se hace con inteligencia y objetividad,
se verá que la primacía en ese proceso les corresponde a los socialistas, que
prefirieron la táctica de la subversión silencionsa a la de la violencia,
problemática, tantas veces preparada y tantas veces frustrada, que preconizaban
otros.
Entre
los detractores de la táctica socialista nadie superaba en acritud y desdén a
los sindicalistas. Desorganizados por la Dictadura y dócilmente suspensa toda
su táctica de acción directa en las zonas del trabajo y de la revolución, por
explicables mótivos de prudencia, los sindicalistas esperaban que la Unión
General de Trabajadores saliese deshonrada por tantos años de difamación
sistemática, y desbaratada, en provecho del anarcosindicalismo, por el fracaso
de su táctica sindical y política. Pero el triunfo incuestionable de esa
táctica, que dió el golpe de gracia a la Monarquia y ha consolidado
inconmoviblemente la República, ha llevado el desconcierto a las filas del
sindicalismo. Y le ha envenenado de resentimiento contra una victoria que él,
enemigo de todo intervencionismo del Estado, no quiso preparar a la sombra de
la organización paritaria, ni, apolítico, contribuyó, o muy escasamente, a
sacarla de las urnas, armada de todas armas, como Minerva. Virtualmente, el
sindicalismo ha estado ausente de la revolución española, y ahora le acucia un
afán de desquite, de afirmación de una personalidad desvaída o aletargada. Este
es el motivo más hondo -tal vez subconsciente- que yo creo descubrir en la
agitación sindicalista de estos meses de República.
Ese
motivo de raíz psicológica se apoya en un hecho económico: en el malestar de la
clase obrera española, debido en parte a una causa general: la insuficiencia de
los salarios, que figuran entre los más bajos de Europa, en relación con el
costo de la vida, que es una de las más caras del mundo; y en parte a una causa
circunstancial: la terrible desorganización de la Hacienda pública y privada en
que dejó al país la Dictadura, desvalorizada la moneda, sin recursos el Estado
y los Municipios, acobardado el capital, disminuido el crédito, excesivamente
restrictivos los Bancos. Muchas huelgas están explicadas por ese descontento de
origen. Lo absurdo son los procedimientos por que se dirimen, y, en no pocos
casos, las condiciones que pretenden dentro del estado actual de las industrias
españolas, muchas de ellas a punto de quebrar por las circunstancias especiales
del país y por la concurrencia o las innovaciones de la producción extranjera.
Los
afiliados a la Unión General de Trabajadores sufren de esta crisis como los
demás obreros; pero con un heroísmo civil admirable, anteponen la salud de la
República a su interés privado, y esperan la normalización política y económica
del país para continuar la lucha de sus reivindicaciones, o la prosiguen,
cuando no pueden más, por el instrumento jurídico del arbitraje paritario. Y es
que en el obrero socialista o adscrito a las organizaciones de tendencia
socialista, el hombre, es decir, el político, está por encima del profesional;
el Estado y la sociedad, por encima del sindicato. En el sindicalista típico
acontece lo contrario: su sindicato, su interés gremial, está por encima y, si
es preciso, contra el Estado y la sociedad. Esta diferencia psicológica tiene,
a su vez, muchos motivos y causas. Unos, raciales; otros, culturales; otros,
subeconómicos. La tesis del individualismo español, o sea, el antiestatismo
español, como generalización, me ha parecido siempre una tontería. Un régimen
tan férreamente estatista como el que ha imperado en España durante tantos
siglos no se explica sin una anuencia espiritual de la mayoría del pueblo. Y la
Monarquía cae, no cuando es más dura y está más articulada, sino cuando se
desorganiza y corrompe, cuando deja de ser un gran Estado. Mi opinión es que la
mayoría de los españoles quieren, ahora como siempre, un Estado fuerte, lo cual
no sólo no excluye la libertad ni la justicia, sino que se condiciona por estos
principios; un Estado poderosamente organizado y organizador. Por esto pongo en
el socialismo, no sólo mi pensamiento y mi corazón, sino también mi
interpretación de la historia de España. Sin menosprecio para los demás
partidos, creo que el socialista es el llamado a construir el Estado más acorde
con la tradición y la idiosincrasia políticas de los españoles. Ningún pueblo
es racialmente tan socialista como España. Pero el tema es demasiado vasto y
complejo para detenerme en él ahora y aquí.
Claro
que sería pueril negar la existencia de núcleos individualistas,
antiestatistas; pero en mi entender son los menos en la totalidad de la nación,
y serán menos cada vez, según se eleva el nivel medio de la cultura y del
bienestar económico. Porque ni el bruto ni el esclavo pueden comprender el
Estado ni sus funciones de integración y coordinación social. La incultura y la
miseria anarquizan al hombre. Es natural. Nada más explicable que el
sindicalismo español, anarquista, antiestatista, se nutra de aquellas zonas de
la clase obrera más incultas y explotadas. En este sentido hay que reconocer la
eficacia histórica de ese movimiento: incita a la acción y a la organización,
así sea caótica e irresponsable, a las masas primitivas, preparándolas
inconscientemente para la etapa superior del socialismo.
Es
cierto que algunas profesiones cultas, que hasta ayer pertenecían a la pequeña
clase media, se han sumado recientemente en España al sindicalismo; pero eso no
contradice mi tesis, porque esa pequeña burguesía, más bien proletariado de
camisa limpia, es, políticamente, tan primitivo como los oficios más bajos en
la escala cultural y económica. Sindicalmente bisoños, esos grupos noveles
reaccionan contra el régimen senil en que hasta ahora han vivido buscando la
utopía sindicalista del todo o nada. Ya madurarán. Ya se curarán de la fiebre
de su dentición.
Hay
también quizá elementos raciales, temperamentos de tribu o cabila rifeña,
restos tal vez de las hordas primitivas que hace siglos vinieron a España por
el Sur y que ni entonces, en nuestro suelo, ni después, en las regiones
africanas o asiáticas, donde aún subsisten, han dado pruebas de la menor
capacidad para convivir dentro de un Estado de tipo europeo. Veremos si el
nuevo Estado español puede absorberlos, es decir, civilizarlos. Y si no puede,
tendrá que aislarlos de la organización nacional, y, eso si, con muchísimo
respeto, tratarlos como a menores y, sobre todo, reducirlos a impotencia.
En
este rápido examen de los componentes que entran en el sindicalismo español y
de los motivos de su agitación no sería justo dejar de aludir a otro que hasta
ahora lo ha alentado. Me refiero a ciertos particularismos regionalistas, que,
al abominar del Estado monárquico, y con razón, diseminaban en torno, por
extensión generalizadora, el desprestigio de toda idea del Estado. Yo creo que
en gran parte el sindicalismo catalán, levantino, vasco y gallego se ha
alimentado de la pugna política de esas regiones contra el antiguo Estado
central. Es curioso observar que en aquellas zonas de España donde no hay
regionalismo, apenas hay tampoco sindicalismo. Y estoy convencido de que en el
futuro régimen estatutario, si se concierta armoniosamente entre la voluntad de
las regiones y la general de la nación, como debe ser, la idea del Estado
recobrará todo su prestigio de órgano civilizador, y decaerá la tendencia
anarquizante que fomentaba, más o menos inconscientemente, el antiguo
regionalismo.
Finalmente,
quiero mencionar también otro motivo de la actual agitación sindicalista. Me
refiero al aliento y a veces al franco apoyo que las huelgas sindicalistas, han
venido recibiendo de no pocos gobernadores civiles de la República, los unos
por torpeza o desconocimiento de la organización corporativa del trabajo, y los
otros por el deliberado propósito de buscarse en la masa sindicalista, para
ellos o para su partido, una clientela política, a pesar de su apoliticismo. Y
en algunas provincias, el imperio del sindicalismo sobre el Estado ha sido tan
humillante, que sé de una cuyo gobernador circulaba por el territorio de su
mando con un salvoconducto de las organizaciones adscritas a la C. N. T.
Esperemos que, al cubrir las vacantes de los gobernadores que opten por el
cargo de diputado, los nombramientos recaigan en personas más compenetradas con
la organización corporativa del trabajo y más sensibles a la dignidad del Poder
público.
Pero
tampoco esto basta. Los gobernadores, por buena que sea su voluntad y mucha su
competencia, no tienen medios legales para evitar las huelgas o reducir su
número, si una de las partes se niega a aceptar los procedimientos de
conciliación y arbitraje. A esto quería yo llegar; pero lo escrito es ya harto
largo, y como queda aún mucho por decir, lo delaremos para otro dia.
Luis
Araquistain.
(El
Sol, 21 de julio de 1931.)
Comentario.
Individuo y Estado.
No
bien leído en ese mismo diario el artículo del amigo Araquistain sobre «El
complejo sindicalista», tomo la pluma, y no con talante polémico, para comentar
algo de lo que en él dice su autor. Es esto: «La tesis del individualismo
español, o sea el antiestatismo español, como generalización, me ha parecido
siempre una tontería. Un régimen tan férreamente estatista como el que ha
imperado en España durante tantos siglos no se explica sin una anuencia
espiritual de la mayoría del pueblo.»
Dejemos
por ahora la segunda parte de lo citado, eso de que el régimen español haya
sido férreamente estatista, lo que me parece un error de historia, sino que
antes más bien lo que llamamos Estado o Poder central -que ni es central- ha
sido en España de una debilidad manifiesta. Dejemos esto para detenermos en lo
de «el individualismo español, o sea el antiestatismo español»... ¿Es que son
términos convertibles? ¿Es que el individualista, por serlo, es anti-estatista?
¿Es que quien pone sobre todo en el orden civil los llamados derechos
individuales, los de la Revolución francesa, es que el liberal, el neto
liberal, se opone por ello al Estado? ¿Es que vamos a volver a la tesis
spenceriana del individuo contra el Estado? Creo más bien lo contrario, y más
si por Estado entendemos el Poder más amplio, el más extenso, el más universal.
Tratándose de individuos españoles, el Estado español, el Poder público de la
nación española. Y digo que el individuo busca la garantía de sus derechos
individuales en el Estado más extenso posible, a las veces, en Poderes
internacionales. Lo que sabia muy bien Pi y Margall, que era un proudhoniano.
Por
individualismo español, por liberalismo español, es por lo que vengo predicando
contra Poderes intermedios, municipales, comarcales, regionales o lo que sean,
que puedan cercenar la universalidad del individuo español, su españolidad
universal. Yo sé que en mi nativa tierra vasca, por ejemplo; y lo mismo en
Cataluña, en Galicia, en Andalucía o en otra región española cualquiera, ha de
ser el Poder público de la nación espafiola -llámesele, si se quiere, Estado
español- el que ha de proteger la libertad del ciudadano español, sea o no
nativo de la región en que habite y esté radicado en ella contra las
intrusiones del espíritu particularista, del «estadillo» a que tiende la
región. Como la experiencia me ha enseñado que los llamados caciques máximos o
centrales, los grandes caciques de Estado, si alguna vez se apoyaban en los
caciquillos locales, comarcales o regionales, muchas veces defendían a los
desvalidos, a los ciudadanos sueltos, contra los atropellos, de estos
caciquillos.
Hay
una conocidísima doctrina lógica que enseña que la comprensión de un concepto
está en razón inversa de su extensión, que cuantas más notas la definen se
aplica a menos individuos, y así escarabajo
-coleóptero-insecto-articulado-animal-viviente-ente es serie que va creciendo
en extensión y menguando en comprensión. Y así yo, mi propia individualidad,
soy lo más comprensivo y lo menos extensivo, y el concepto de ente o ser lo más
extensivo y lo menos comprensivo. Pero hay Dios, que es algo, como lo que Hegel
llamaba el universal concreto; hay el Universo, que sueño que sea consciente de
sí; hay la totalidad individualizada y penonalizada, y hay, en el orden
político, la Ciudad de Dios.
Es,
pues, por individualismo, es por liberalismo, por lo que cuando se dice
«Vasconia libre» -«Euskadi askatuta» en esperanto eusquérico-, o «Catalunya
lliure», o «Andalucía libre», me pregunto: «Libre, ¿de qué?; libre, ¿para qué?»
¿Libre para someter al individuo español que en ella viva y la haga vivir, sea
vasco, catalán o andaluz, o no lo sea, a modos de convivencia que rechace la
integridad de su conciencia? ¡Esto no! Y sé que ese individuo español, indígena
de la región en que viva o advenedizo a ella, tendrá que buscar su garantía en
lo que llamamos el Estado español. Sé que los ingenuos españoles que voten por
plebiscito un Estatuto regional cualquiera tendrán que arrepentirse, los que
tengan individualidad consciente, de su voto cuando la región los oprima, y
tendrán que acudir a España, a la España integral, a la España más unida e
indivisible, para que proteja su individualidad. Sé que en Vasconia, por
ejemplo, se le estorbará y empecerá ser vasco universal a quien sienta la santa
libertad de la universalidad vasca, a quien no quiera ahogar su alma adulta en
pañales de niñez espiritual, a quien no quiera hacer de Edipo.
Miguel
de Unamuno.
(El
Sol, 21 de julio de 1931.)
El gobernador civil de Sevilla cita los sucesos de su provincia para afirmar
el peligro anarquista para la República
Comienzo por manifestar que redacto el presente informe en plena paz de
mi espíritu, asistido de la calma y serenidad necesarias que creo no haber
perdido un solo momento, con el reposo moral y material que supone el no pesar
sobre mí, desde hace más de tres días, la responsabilidad de los
acontecimientos, y madurados, por último, mis pensamientos y mis juicios en
muchas horas de constante meditación.
Estoy, además, rodeado de un ambiente de tranquilidad pública,
ininterrumpido durante las cuarenta y ocho horas últimas, bajo la confortante
sensación de creer que la lucha actual toca a su término; recibiendo
continuamente telegramas que me dan cuenta de irse reanudando el trabajo y la
paz en los pueblos de la provincia; percibiendo la normalidad que poco a poco
va recobrando Sevilla, mientras llegan a mi despacho obreros de todas las
profesiones en súplica de apoyo para excitar la clemencia en favor de los
vencidos. Es más: creo que de ahora en adelante transcurrirán días, quizá
semanas, con el orden y el trabajo asegurados en medio de una superficial
tranquilidad.
Todo ello avala la ecuanimidad de mi juicio sobre el estado real de las
cosas. El cual, en mi opinión, es tan grave, que, con plena conciencia de la
responsabilidad que ante mí mismo contraigo, no vacilo en llegar a las
terribles conclusiones de este informe.
Llegada del señor Bastos a Sevilla
El hecho de no estar afiliado a partido político alguno me permitió
llegar a la provincia de Sevilla libre completamente de prejuicios sobre las
luchas en ella planteadas.
Por otra parte, mi formación espiritual de hombre de leyes, mi
temperamento pacifista, mi simpatía por el socialismo y mi amor a la República
me trazaron una línea de conducta que seguí con la máxima ilusión. Sostener la
autoridad sin violencia, mediar en los conflictos con las armas de la razón y
del cariño, respetar la legalidad e imponerla por la persuasión; colaborar, en
suma, identificado con el criterio del Gobierno en la gran obra de educación,
justicia y tolerancia que a la naciente República estaba encomendada.
Claro es que conocía de antemano la inmensa dificultad de tan alto
empeño; no dudaba de la necesidad de la energía inherente a todas las funciones
de responsabilidad; contaba además con las realidades que me ofrecerían las
características tan conocidas de este pueblo: su individualismo exagerado; su
división en castas, cimentada sobre las tierras de señorío; su ardiente
imaginación; sus odios ancestrales; su tendencia al mesianismo y su simpatía
difusa por el bandolerismo igualitario y vengativo, propicia a manifestarse
cuando una conmoción cualquiera removiese en las almas las injusticias vividas
y heredadas.
Contaba también, por encima de todo lo anterior, con la acción
perturbadora de la propaganda imprudente o anarquizante que casi todos los
sindicatos habían prodigado con motivo de las últimas elecciones.
Y sabía, por último, que la Confederación Nacional del Trabajo, fiel a
su lema «Los hambrientos serán nuestros soldados», había puesto su máximo
empeño en organizar la miseria en esta tierra, aprovechando aquellas cualidades
raciales exaltadas y embravecidas por la propaganda perturbadora.
La realidad sevillana, según el gobernador
Pero la realidad superaba a cuanto puede imaginarse:
La gestión, francamente creadora y encauzadora del sindicalismo,
realizada por quien debió tener por misión el contener sus desmanes, había
llevado las cosas a un estado tal, que desde los primeros momentos de mi
actuación en Sevilla empecé a comprender que el problema era insoluble.
Y para completar el cuadro que se ofrecía ante la vista más miope,
aquellas propagandas aludidas habían alcanzado límites absurdos.
Franco y los suyos predicaban muertes y repartos de mujeres, los cuales
eran mesiánicamente creídos y esperados por aquellos labriegos llenos de ansias
y faltos de cultura, para los cuales el carácter de autoridad que ostentaba el
comandante era una garantía completa de realización.
El doctor Vallina, máximo alentador de todas las rebeldías, llegaba más
lejos aun.
Y, por último, los sindicalistas, aprovechando con habilidad innegable
el estado general de las imaginaciones, se habían organizado formidablemente,
convirtiéndose, con la ayuda gubernativa, en los monopolizadores del usufructo
total.
Empezaron por completar el número de sus afiliados, persiguiendo en
todas formas al socialismo organizado de la provincia y coaccionando con fuerte
número de pistoleros indígenas y extraños a los individualistas obreros del
país. Al propio tiempo, siguiendo la misma táctica y obteniendo los mismos
resultados que los bandoleros del pasado siglo, infundían a los elementos
neutrales aquella mezcla de terror y simpatía, proporcionadora del albergue
seguro en el descanso y parapeto eficaz en la pelea.
Las primeras intervenciones gubernativas
Mi intervención en los primeros días en decenas de conflictos sociales,
acometida con entusiasmo y constantes deseos de encontrar fórmulas
conciliadoras, fue prontamente embotada en la convicción enervadora de que casi
todos ellos no envolvían sino escaramuzas de un campaña total por el mando, por
el dominio, pretendido imponer por unos ciudadanos embravecidos contra los
demás, saltando por encima de la autoridad, sin reconocimiento siquiera de la
existencia de ésta, como no fuera para coaccionarla, disponiendo a su favor de
los elementos oficiales en una batalla decisiva, a la que por entonces se
aprestaban. El enorme número de huelgas absurdamente planteadas, sin más
finalidad que la huelga por la huelga, no podía hacerme ver sino la inminente
realidad, que efectivamente, estalló el lunes. El movimiento buscaba su momento
oportuno; la rapidez acordada por el Parlamento para tratar el inmenso problema
del campo andaluz y circunstancialmente los auxilios acordados para remediar el
tremendo conflicto del hambre por el paro, con el bienestar que ello habría de
acarrear al campesino y aumento de prestigio para el Gobierno, eran un peligro
para su actuación futura. Y en su vista, plantearon el conflicto antes de que
llegase el dinero de los créditos acordados.
Llegan los sucesos graves
Conocido es del Gobierno el desarrollo de los sucesos en estos días
pasados.
Aun sometidos hoy los revoltosos en la capital y en los pueblos, el
logro de los propósitos de sus dirigentes resulta de toda evidencia. No han
podido, creo yo, proponerse asaltar el Gobierno o apoderarse de la ciudad; sólo
han pretendido aumentar su acción arruinadora. Después del barrenamiento
constante de las huelgas insensatas, un movimiento de lucha en las calles como
el pasado completa su obra de demoler el edificio económico provincial. Los
pocos sevillanos que aún pensaba en sembrar sus heredades, en continuar sus
negocios, en ampliarlos incluso, en estos días pasados han disminuido aún en su
número y alientos.
No basta que la fuerza pública haya logrado rechazar las agresiones. El
ambiente ha seguido enrareciéndose acentuadamente. Los dos puntos fundamentales
de su táctica se han realizado casi en su plenitud. El pistolero es el más
temido, el que más se impone, el que inspira más miedo en este pueblo, en el
que el temor es el resorte fundamental de la autoridad. El enervamiento
económico, la aniquilación del espíritu de empresa, lo han conseguido con
evidente eficacia. Ténganse en cuenta las terribles consecuencias de los
bárbaros actos de sabotaje; abandono y dispersión de millares de cabezas de
ganado, pereciendo por la sed y falta de necesarios cuidados; las cosechas, en
plena recolección, desatendidas y a merced de los elementos; las acequias y
canalizaciones destruidas para conseguir la pérdida de las plantaciones de
regadío; los incendios y toda clase de atropellos a cosas y personas... Contra
todo esto, bién poco puede compensar el que unas parejas de guardias civiles
sitiadas a tiros hayan podido ser rescatadas y defendidas. Los propósitos de la
Confederación Nacional del Trabajo en sus posibles aspiraciones en estos
momentos se han cumplido satisfactoriamente para sus criminales propósitos.
A no dudar, con organización oficial o clandestina, el espíritu de la
Confederación Nacional del Trabajo y sus pistoleros continuarán su obra, que
tienen madurada y en tanta parte conseguida. El declive natural, acentuándose
por días, sin que se puedan vislumbrar factores positivos contrarios que lo
neutralicen, irá indefectiblemente formando la situación deseada de
generalización de la miseria.
Los créditos acordados por el Gobierno se agotarán sin haber podido
sustituir a la acción privada, impotente o temerosa.
Al mismo tiempo, los extremistas, convertidos en paladines de los parados,
encuentran sencillísimo hacer ver a éstos que su miseria no tendrá fin hasta la
consecución de un cambio completo de la estructuración política española, y
pueden, además, encender sus almas al mesianismo vengativo y simpatizante con
el pistolero, convertido de esta manera en causa y efecto.
No cejarán en su empeño. ¿Por qué habrían de hacerlo, cuando han
recorrido victoriosamente la mitad de su camino, la más difícil, la de dominar
espiritualmente en las almas, con las que cuentan tanto por el medio
garantizado de la obediencia como por la simpatizante ansia destructora, que
les proporciona la impunidad necesaria?
La táctica extremista
Para comprender todo esto basta mirar hacia atrás, observar lo que han
conseguido, la dirección que llevan, sus propósitos confesados, sus tácticas de
lucha en conjunto y detalle.
Precisamente en la dirección de sus luchas es donde mejor puede
precisarse la medida de su pretendido amor al pueblo, que tratan de arruinar
para mejor dominarlo. Cuando en tiempos anteriores al 14 de abril ha presentado
batallas el proletariado frente a sus opresores, éstas han sido breves en su
ejecución, meditadas en su proyecto y espaciadas en el tiempo, como dirigidas
por hombres que querían abonar esfuerzos y sacrificios para las masas, a las
que sinceramente amaban. Características precisamente contrarias a las del
programa actual.
No cejarán en la lucha porque no les importan las víctimas propias,
porque con unos cuantos pistoleros favorecidos por el ambiente y la casi segura
impunidad, pueden continuar su obra cada día más fácil.
Habrá días, semanas, de paz, según les aconseje su táctica de momento.
Pero no cejarán. Y de no poner un remedio urgente conseguirán la victoria.
Contra este sistema opino que podrán bien poco, por sí solas, las
disposiciones legislativas o gubernamentales conducentes a una mejor justicia
social, pues cada medida encaminada en este sentido exacerbará su lucha por el
mando. Es claramente lógico que el paulatino establecimiento de las nuevas
normas sociales esperadas facilitará las soluciones. Pero en el estado actual
de la provincia no bastará con eso; de una parte, las nuevas leyes, inspiradas,
es de suponer, en criterios constructivos, quedarán muy lejos de las ansias
radicales y vengativas de este pueblo, hoy enloquecido por las propagandas
últimas, en cuya realización cree y espera.
De otro lado, los débiles destellos de cordura serán ahogados por el
pistolero. No es con una mejor justicia como se evitaría el abandono de los
ganados por aquellos guardianes, que en estas últimas jornadas aprovechan la
noche, cuando podían, para escapar a los campos, huyendo de la vigilancia de
sus coaccionadores y poniendo así miedosamente las máximas precauciones para
que las reses no murieran al día siguiente por carencia de agua o sombra.
Conclusiones
Primera. Estamos ya en plena guerra civil. El hecho de que el enemigo
no dé batallas todos los días y conviva entre nosotros no quita virtualidad a
la certeza terrible, que hay que reconocer, prescindiendo de todas las
frivolidades, de que la República, al menos en la provincia de Sevilla, tiene
planteada una guerra, con su acompañamiento ya existente de muertes y
devastaciones.
El enemigo, que se ampara en los derechos y libertades existentes con
el propósito criminal de destruirlos por la violencia, cuenta con jefes, con
pistoleros mercenarios, con táctica propia, con planes de lucha bien
concebidos, con unidad de acción para la propaganda y la refriega y con la
energía y perseverancia necesarias para triunfar.
Segunda. Apoyándose en muchos siglos de injusticia y en la ceguera casi
unánime de las actuales clases altas, los anarquistas y comunistas quieren
dominar sobre este pueblo antes de que la República haya tenido tiempo para
elevar el grado de su cultura y de las condiciones económicas de su vida.
Tercera. Los obreros y campesinos sevillanos, víctimas de las más
disparatadas propagandas por parte de muchos y de las más bajas adulaciones por
parte de casi todos, sienten aumentada día por día, e independientemente de sus
deseos de mejoramiento y de justicia, un ansia vengativa y destructora, que la
República no podrá satisfacer, sino en coincidencia con su suicidio.
Cuarta. La población de la capital y de los pueblos tiene para los
pistoleros la misma atemorizada simpatía que antiguamente sintió por los
bandoleros. Los terroristas tienen hoy en su mano toda la iniciativa y los
medios de imponerla. Por su libre determinación deciden en cada caso la tregua
o lucha y las modalidades de ésta, eligiendo con acierto los momentos y lugares
oportunos para un avance hasta hoy ininterrumpido.
Quinta. De acuerdo con lo que tienen escrito en sus libros y practicado
en todas ocasiones análogas, los enemigos prosiguen, cada vez más acentuada, su
táctica de perturbación, con la que consiguen destruir la riqueza, apoyando
después los nuevos ataques en la miseria creada, para contar, por último, con
el ejército de los hambrientos. La cantidad de la riqueza hoy ya aniquilada en
la provincia de Sevilla asustaría a los más alejados de la realidad si se
pudiese valorar debidamente.
Sexta. Como consecuencia de todo lo anterior, en baja constante de
virtudes ciudadanas, cada día se retrocede algo o mucho en nuestro campo, o sea
del lado de la libertad, de la dignidad humana y de la esperanza de justicia, que
quedarían irremediablemente perdidas por el triunfo final del enemigo,
cualquiera que entonces fuese el resultado de la lucha definitiva.
Elogio del general Cabanellas
Opino que urge resolver rápidamente por lo menos el problema del campo,
inclinando la solución resueltamente en favor del campesino, pues con ello no
sólo se hará justicia en una obra de amor, sino que se habrá cimentado
sólidamente la paz futura.
Pero al propio tiempo se precisa acción excepcional del Gobierno, que
adopte medidas necesarias ante la guerra planteada.
A su tiempo, el general Cabanellas hizo un magnifico informe, que yo
conocí al encargarme de este Gobierno. Entonces me pareció exagerado e influído
de militarismo. Hoy, conocido el problema y empeorada la situación, me parece
escaso. Las soluciones no podrán ser de otro orden; pero juzgo que las
propuestas por el general serían hoy francamente insuficientes.
Si he tenido la fortuna de convencer al Gobierno, debe éste enviar aquí
una persona provista de poderes excepcionales para actuar en pleno estado de
sitio, como cuando la represión del bandolerismo o la de los secuestros, y que
ante las circunstancias del momento resuelva lo necesario. Respecto de mí, debo
decir que no puedo ser esa persona, porque ni la función es propia de un
gobernador civil, ni mi temperamento, aptitudes y preparación en todos los
órdenes me permitirían la aceptación de un puesto semejante, para lo cual
además nunca me consideraría obligado.
Y en el caso, por último, de no haber tenido el acierto de presentar
claramente ante el Gobierno la urgente necesidad de las medidas que la realidad
demanda, no podré seguir siendo el brazo ejecutor de una política que juzgaré
profundamente equivocada, haciéndome responsable ante mí mismo de haber
colaborado conscientemente a la ruina de mi país. (Febus.)
Sevilla, 25 de julio de 193l.
(EL Sol, 19 de agosto de 1931.)
El
escritor español Sender toma la defensa de los anarquitas: «A la labor de Largo
Caballero está contestando todos los días de tal manera el proletariado español
que la República tendrá que poner detrás de cada decreto de Trabajo... toda la
Guardia Civil y todo el Ejército»
La
F.A.I., Maciá, la revolución y la C.N.T.
Contestación
a «El Sol»
En
el artículo que días pasados publicaba El Sol sobre el momento social y
político de Cataluña se rozaban cuestiones fundamentales de la vida orgánica de
la C.N.T. dejando en el aire afirmaciones ligeras. Es conveniente dar a esas
afirmaciones su gravidez específica y dejarlas sentadas no en el aire ni en los
escaños del Congreso -donde a la ligera se le ha querido dar últimamente una
consagración nacional-, sino en la tierra firme de los hechos.
Como
consecuencia de la reunión de diputados de la izquierda catalana, ha sido
preciso que la Prensa estableciera puntos de vista concretos -la Prensa se
recrea ahora más que nunca con las vaguedades-, y los ha buscado por el camino
del menor esfuerzo. En lugar de ver que la salvación de la República española
es sólo posible llevándola al plano en que la izquierda catalana se mueve,
porque fuera de ese plano todo es desorientación, vaguedad y liberalismo
monárquico, se prefiere explicar el fenómeno político de Cataluña por la C.N.T.
De paso procuran desprestigiarla con los mismos argumentos con que atacan a la
izquierda catalana: el pacto con el sindicalismo. Un pacto que no existe, pero
que si existiera sería a base de una separación absoluta de principios, con
concesiones de la izquierda catalana que harían de la presión de la C.N.T. una
influencia progresiva revolucionaria. Como se ve, esto sería precisamente lo
contrario de lo que la U.G.T. ha hecho en su pacto con los republicanos. Un
pacto en el que las concesiones de la República son privilegios personales
contra todo principio de clase, e incorporar como por soborno al ritmo burgués
y conservador de la República aun sector del proletariado. Esto tiene para las
organizaciones obreras de la U.G.T. una significación bien neta, y lo
interpretan con una palabra muy dura: traición.
Pero
suponiendo que ese pacto existe entre la C.N.T. y la izquierda catalana -ya se
ha demostrado oficial y taxativamente que no existe-, se arremete contra la
Confederación afirmando el predominio de la F.A.I., Federación Anarquista no
internacional, aunque de hecho lo sea, sino Ibérica, hasta ejercer una
dictadura en todos los sectores de la organización obrera revolucionaria. Con
esa fórmula queda ya todo resuelto.
Como
El Sol asegura que los elementos de la F.A.I. son irresponsables, esa
irresponsabilidad cae de lleno sobre la C.N.T., y queda ya una opinión
dispuesta para acomodarla a todas las actuaciones de la organización. Pero esa
dictadura de la F.A.I. ni es cierta ni es posible. Los mismos militantes
faístas lo rechazarían por su amor a la verdad y porque sus convicciones, a las
cuales guardan fidelidad ejemplar, vedan ese género de coacción. También porque
no existe ni puede existir en los Sindicatos el vasallaje. Si la F.A.I. tiene
como unidad orgánica el «grupo», la C.N.T. tiene el Sindicato. El grupo y el
Sindicato son hermanos, pero discrepan siempre que hay que interpretar una
realidad social inmediata y adoptar una actitud. Las discrepancias se resuelven
en las asambleas de Sindicatos, y de ellas surge -lo hemos visto siempre- la
interpretación revolucionaria más ajustada a la eficacia. La F.A.I. actúa en
ellas de estimulante unas veces, y otras de revulsivo; pero siempre la última
palabra la han pronunciado, con una lógica inapelable, las mayorías sindicales.
Claro es que por encima de todo está la conciencia de clase, y queda la solidaridad
entre la F.A.I. y la C.N.T. en cuanto se plantea el hecho revolucionario, es
perfecta.
Ni
la F.A.I, es irresponsable, ni aunque desde el punto de vista burgués lo fuera
-posibilidad que todos los enterados rechazan- podría ampliarse esa
calificación a los sindicatos. Pero según lo que por «responsable» y
«responsabilidad» se entiende -aquí D. Miguel, el tozudo de las etimologías, el
glorioso despistado-, nadie que mejor responda a sus actos y de los de sus
compañeros que la F.A.I. En lo doctrinal y en la acción. Una prueba de la
responsabilidad, de la conciencia de sus actos de las dos organizaciones la
están dando en estos momentos, resistiendo la provocación sin perder la cabeza,
refrenando su poder y su fuerza para no contestar al reclamo belicoso de la
República de Maura. Y no es por el temor a la derrota -ya va siendo hora de
decir que no se puede destruir a la C.N.T. ni a la F.A.I. sin destruir a
España-, sino para no interrumpir la oportunidad revolucionaria que el Gobierno
de la República, ayudado por un Parlamento sin contenido y sin vértebras -la
posición de todas las fracciones es, como ocurre siempre a los que carecen de
fe y de capacidad de interpretación, la de «adherentes» y«congratulantes»-,
está poniendo en sazón. El golpe de fuerza lo ha podido dar la C.N.T. y puede
darlo en cualquier instante con garantías de éxito. Pero no se trata de asaltar
el Poder para aprovechar el mismo sistema estatal, sino de sustituir este
sistema vicioso y parasitario, fracasado en todas partes, verdadera cuña entre
las clases sociales, que dificulta la armonía del trabajo y la producción, y
hace imposible la justicia social por una nueva estructura a base no de
instituciones falsas ni de organismos parasitarios sino de organización y
articulación de funciones sociales. La C.N.T. estudia y organiza el tránsito,
evitando el colapso económico y la etapa de terror y de hambre. Lenin
-recurramos a la autoridad que este hombre tiene incluso para los burgueses-
dijo precisamente a un delegado español que se podían evitar las imperfecciones
y las taras de la revolución rusa aprovechando su experiencia y yendo desde el
primer momento a un sistema de convivencia social más avanzado y perfecto.
Puede que al hablar así pensara en la diferencia de la psicología española en la
entrada doctrinal de la C.N.T., central sindical española perseguida a tiros,
combatida a sangre y fuego, y sin embargo cada día más próspera y abarcando
nuevos sectores de la producción y minando la vieja y decadente opinión pública
española. Es la verdad grávida -no ligera y sencilla-. Es la verdad henchida de
fuerza, de realidad y porvenir. Puede el Gobierno de Maura seguir bombardeando
casas. Eso preocupará, sin duda, a la Cámara de la propiedad Urbana. Puede
poner su fuerza represora al servicio del Wall-Strer. El capitalismo colonial
inglés saltará -como ha saltado ya en Riotinto bajando los jornales- en busca
del mismo trato de favor del capitalismo rival de la U.S. La conducta del
Estado con la Telefónica ha revelado de pronto a las potencias capitalistas que
aquí hay mesa franca para el coloniaje y la explotación. Ya recibirán la
lección por otro lado si no quieren aceptar la de las organizaciones de la
C.N.T. Pueden seguir encargando la nueva reglamentación del trabajo a Largo
Caballero, que es como encargar de reglamentar la libertad de cultos al obispo
de Madrid-Alcalá. Lo que no podrá volver a hacer en este período constructivo
de la C.N.T. es aplicar la «ley de fugas», porque los que se solazan con la
posibilidad de una guerra a muerte entre la F.A.I. y la C.N.T., de una guerra
que inhabilite e incapacite a las organizaciones, se han de ver sorprendidos
con su acuerdo absoluto frente a la verdadera y dañina irresponsabilidad. Puede
seguir el Gobierno declarando que el capitalismo ha fracasado en todo el mundo,
y asesinando al mismo tiempo a los obreros. Puede anunciar que va a abandonar
Marruecos para afianzar al mismo tiempo un punto de vista imperialista. Puede
seguir oponiendo a las realidades sociales más crudas el florilegio y el voto
de confianza -¿de confianza de quién?-. Puede seguir jugando a las
revoluciones. La respuesta a sus afirmaciones sobre el capitalismo se la darán
las potencias capitalistas; a sus frivolidades sobre Marruecos responderá un
hecho de fuerza en nuestra zona oriental organizado y fomentado tácitamente por
Francia e Inglaterra para obligar a los republicanos españoles a definirse en
ese aspecto internacional. A los discursos de ateneo provinciano contestarán
pronto la exig|idad de las cosechas, la crisis industrial y la guerra de los
Estados Unidos y de Inglaterra contra la peseta. A la labor de Largo Caballero
está contestando todos los días de tal manera el proletariado español, que la
República tendrá que poner detrás de cada decreto de Trabajo -si no se cambia de
táctica- toda la Guardia Civil y todo el Ejército, y jugarse la dignidad en
testarudos y cruentos empeños de orden público. De esos juegos, de esas
trágicas frivolidades, saldrá una sola víctima: el pueblo.
El
pueblo está por eso al lado de la C.N.T. y de la F.A.I. Confía en sus cuadros
sindicales, en su táctica. Y al pueblo debe decirle la Prensa burguesa la
verdad. No hay dictadura irresponsable de la F.A.I. sobre la C.N.T.; ni hay
dictadura ni hay un acuerdo perfecto. Pero no es esa una razón de optimismo
para la reacción. Es el fenómeno natural de la discrepancia de los núcleos
proletarios más fuertes ante la labor revolucionaria constructiva. Las
revelaciones sociales comienzan entre las masas obreras. Con estas
discrepancias entre la C.N.T. y F.A.I. La burguesía debiera más bien alarmarse.
Vería el síntoma fatal en la lucha entre la C.N.T. y la U.G.T. en la
discrepancia antes aludida con la F.A.I. En este último caso, la discrepancia
no saldrá de la polémica doctrinal porque no hay razones para otra cosa, porque
no puede ser, porque ni en la F.A.I. existen esquiroles ni en los Sindicatos
ministros. En fin, resumiendo y volviendo a lo general y particular que ha
motivado estas líneas, hay que dejar sentadas tres afirmaciones: ni los de la
F.A.I. son irresponsables ni ejercen una dictadura responsable o no sobre la
C.N.T., ni -y esto es esencialísimo- las diferencias de apreciación y de
interpretación entre las dos organizaciones les ha de impedir en ningún caso ir
juntas a la lucha, que es lo que querría la burguesía monárquica y esta nueva
burguesía socialfascista. Lo que ocurre desde que subió al Poder Berenguer es
-repitámoslo- que ha comenzado la labor positiva, la labor constructiva, y que
la interpretación del porvenir crea, como siempre, discusión y lucha. La
revolución que empieza por debajo.
Hay
aún un punto sin aclarar de los que tocaba El Sol: la supuesta influencia del
«paternalismo humanitario» de Maciá en la C.N.T. Los que han escrito eso
desconocen en absoluto la realidad social catalana, y al mismo tiempo creen
conocerla demasiado. Hay que insistir en que la influencia es de abajo arriba,
lo contrario de lo sucedido en Madrid con la U.G.T. En Cataluña, Maciá y los
diputados de la izquierda se han acomodado, en lo que su educación burguesa les
permite, a la realidad social de la C.N.T., y no pudiendo desconocerla, se
proponen hacer concesiones de doctrina y de principios. Aquí, en Madrid, los
republicanos conservadores -no conservadores del nuevo Estado republicano, sino
de los viejos privilegios sociales de la Monarquía- han captado a los
dirigentes socialistas y han logrado de ellos todo género de concesiones
burguesas. ¿Está con ellos la U.G.T.? El tiempo lo dirá. El punto de vista del
«paternalismo humanitario», como el de la «dictadura de la F.A.I.», son dos
añagazas burguesas que ni llegan a la organización sindical ni ésta comprende.
Para mediatizar a la C.N.T. creen que se puede hablar indistintamente -buscando
el ataque por los dos flancos- de la F.A.I. y de Maciá. El juego es contraproducente.
Buscar la disgregación aunque sea con la cautela con que se ha hecho es
provocar las fuerzas de cohesión y hacer que la C.N.T. y la F.A.I. tiendan
automáticamente a una unidad más compacta. Pero además resulta inconcebible que
ante una organización cuya firmeza de doctrinas y cuya severa táctica le hacen
chocar constantemente con el Estado, no ya sin debilitarse, sino sin dejar de
crecer, se puede hablar de influencias desviatorias a base del paternalismo
humanitario de un político. Los Sindicatos se nutren ideológica y tácticamente
de sí mismos; conocen su fuerza y su ruta y pueden influir en otros sectores
creando una opinión relativamente afín capaz de producir efectos de espejismos
en la Prensa burguesa. De ningún modo pueden ser influidos ni siquiera en la
superficie por un hombre ni por una consigna burguesa. Es una conciencia de
clase, no una opinión política, lo que alienta en la C.N.T. Ante esa conciencia
nada puede una lógica de premisas capitalistas, aunque la encarne no un
político burgués, sino un hombre con los ojos y el espíritu neutrales. Es una
discrepancia de orden social y también psicológico y temperamental. Pero además
están los imperativos de los Congresos, de las Conferencias nacionales, de los
Plenos. Hay una técnica que salvaguardar a la C.N.T. del confusionismo. Una
técnica que surge del contraste de las consignas clásicas con las dificultades
de cada día y que queda fijada en una disciplina sindical henchida de hechos y
de realidades. Esa técnica es la que de momento ha aconsejado a la expectativa
mientras la República burguesa se hunde en el atolladero parlamentario dando
gritos y palos histéricos -e históricos, que la histeria y la historia van
juntas desde hace un año, don Miguel-. Contra esa técnica son inútiles las
argucias escisionistas. La F.A.I. seguirá siendo el estimulante o el revulsivo
y la Confederación la fuerza. Una fuerza que no depende de las promesas del
compadrazgo en el Poder y que debe estar bien arraigada en la médula española
cuando en un año es capaz de cohesionar a un millón de trabajadores mientras
que la U.G.T. en cuarenta años y con todas las facilidades de la promiscuidad
con el Estado y la autoridad apenas ha podido conciliar a trescientos mil.
Aclaradas
estas cuestiones, que El Sol rozaba, la aclaración sorprenderá a muchos
intelectuales que cierran los ojos, creyendo así anular la realidad circundante
y que se creen con derecho a someter al mundo a su necesidad de interpretar
original y elegantemente lo que no tiene más que una interpretación. La filosofía
y las matemáticas plantean hechos abstractos con una solución inmediata que
asume ya todas las interpretaciones, y ante la cual se inhabilitan la elegancia
y la originalidad. En lo social ocurre lo mismo. A los intelectuales que
quieren urdir elegantes interpretaciones, dando a la República una consagración
de frivolidad, una estabilidad en la retórica y la poética, habrá que decirles
que esto de la C.N.T., no es sólo aquí en España, Que detrás de todas las
alarmas, de los «craks» financieros, de las crisis bancarias, de la bancarrota
actual de Alemania, de la próxima de Italia, de América del sur, del temor
precavido ingles contra Oriente, de China, y de Rusia y de Portugal, y de
España, están los Sindicatos esperando. Pero los intelectuales que no comprenden
a la C.N.T. ni a la F.A.I. comprenden mucho menos lo que está ocurriendo fuera
de España, Si se les explica con el punto de vista revolucionario no lo
entenderán.
«¿Cómo?
¿Qué es eso?» Lo mismo dirán ante estas cuartillas, sorprendidos o indignados.
«¿Cómo? ¿Qué es eso?». «Eso» no es nada, señores. Os lo explicaremos apelando a
ese acento que tan bien entendéis y que os ha hecho delirar de gozo días
pasados en el Congreso: no pasa nada, es el planeta que se cambia de camisa.
Discurso
de Unamuno en el Congreso sobre las lenguas hispánicas y a propósito de la
oficialidad del castellano
El
Sr. Unamuno: Señores diputados, el texto del proyecto de Constitución hecho por
la Comisión dice: «El castellano es el idioma oficial de la República, sin perjuicio
de los derechos que las leyes del Estado reconocen a las diferentes provincias
o regiones.»
Yo
debo confesar que no me di cuenta de qué perjuicio podía haber en que fuera el
castellano el idioma oficial de la República (acaso esto es traducción del
alemán), e hice una primitiva enmienda, que no era exactamente la que después,
al acomodarme al juicio de otros, he firmado. En mi primitiva enmienda decía:
«El castellano es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español
tendrá el derecho y el deber de conocerlo, sin que se le pueda imponer ni
prohibir el uso de ningún otro.» Pero por una porción de razones vinimos a
convenir en la redacción que últimamente se dió a la enmienda, y que es ésta:
«El español es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tiene
el deber de saberlo y el derecho de hablarlo. En cada región se podrá declarar
cooficial la Lengua de la mayoría de sus habitantes. A nadie se podrá imponer,
sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional.»
Entre
estas dos cosas puede haber en la práctica alguna contradicción. Yo confieso
que no veo muy claro lo de la cooficialidad, pero hay que transigir.
Cooficialidad es tan complejo como cosoberanía; hay «cos» de éstos que son muy
peligrosos. Pero al decir «A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de
ninguna Lengua regional», se modifica el texto oficial, porque eso quiere decir
que ninguna región podrá imponer, no a los de otras regiones, sino a los mismos
de ella, el uso de aquella misma Lengua. Mejor dicho, que si se encuentra un
paisano mío, un gallego o un catalán que no quiera que se le imponga el uso de
su propia Lengua, tiene derecho a que no se les imponga. (Un señor diputado: ¿Y
a los notarios?) Dejémonos de eso. Tiene derecho a que no se le imponga. Claro
que hay una cosa de convivencia -esto es natural- y de conveniencia; pero esto
es distinto; una cosa de imposición. Pero como a ello hemos de ir, vamos a
pasar adelante. Estamos indudablemente en el corazón de la unidad nacional y es
lo que en el fondo más mueve los sentimientos: hasta aquellos a quienes se les
acusa de no querer más que vender o mercar sus productos -yo digo que no es
verdad-, en un momento estarían dispuestos hasta a arruinarse por defender su
espiritu. No hay que achicar las cosas. No quiero decir en nombre de quién
hablo; podría parecer una petulancia si dijera que hablo en nombre de España.
Sé que se toca aquí en lo más sensible, a veces en la carne viva del espíritu;
pero yo creo que hay que herir sentimientos y resentimientos para despenar sentido,
porque toca en lo vivo. Se ha creído que hay regiones más vivas que otras y
esto no suele ser verdad. Las que se dice que están dormidas, están tan
despiertas como las otras; sueñan de otra manera y tienen su viveza en otro
sitio. (Muy bien.)
Aquí
se ha dicho otra cosa. Se está hablando siempre de nuestras diferencias
interiores. Eso es cosa de gente que, o no viaja, o no se entera de lo que ve.
En el aspecto ling|ístico, cualquier nación de Europa, Francia, Italia, tienen
muchas más diferencias que España; porque en Italia no sólo hay una multitud de
dialectos de origen románico, sino que se habla alemán en el Alto Adigio,
esloveno en el Friul, albanés en ciertos pueblos del Adriático, griego en
algunas islas. Y en Francia pasa lo mismo. Además de los dialectos de las
Lenguas latinas, tienen el bretón y el vasco. La Lengua, después de todo, es
poesía, y así no os extrañe si alguna vez caigo aquí, en medio de ciertás
anécdotas, en algo de lirismo. Pero si un código pueden hacerlo sólo juristas,
que suelen ser, por lo común, doctores de la letra muerta, creo que para hacer
una Constitución, que es algo más que un código, hace falta el concurso de los
líricos, que somos los de la palabra viva. (Muy bien.)
Y
ahora me vais a permitir, los que no los entienden, que alguna vez yo traiga
aquí acentos de las Lenguas de la Península. Primero tengo que ir a mi tierra
vasca, a la que constantemente acudo. Allí no hay este problema tan vivo,
porque hoy el vascuence en el país vasconavarro no es la Lengua de la mayoría,
seguramente que no llegan a una cuarta parte los que lo hablan y los que lo han
aprendido de mayores, acaso una estadística demostrara que no es su Lengua
verdadera, su Lengua materna; tan no es su verdadera Lengua materna, que aquel
ingenuo, aquel hombre abnegado llegó a decir en un momento: «Si un maqueto está
ahogándose y te pide ayuda, contéstale: «Eztakit erderaz.» «no sé castellano.»»
Y él apenas sabía otra cosa, porque su Lengua materna, lo que aprendió de su
madre, era el castellano.
Yo
vuelvo constantemente a mi nativa tierra. Cuando era un joven aprendí aquello
de «Egialde guztietan toki onak badira bañan biyotzak diyo: zoaz Euskalerrira.»
«En todas partes hay buenos lugares, pero el corazón dice: vete al país vasco.»
Y hace cosa de treinta años, allí, en mi nativa tierra, pronuncié un discurso
que produjo una gran conmoción, un discurso en el que les dije a mis paisanos
que el vascuence estaba agonizando, que no nos quedaba más que recogerlo y
enterrarlo con piedad filial, embalsamado en ciencia. Provocó aquello una gran
conmoción, una mala alegría fuera de mi tierra, porque no es lo mismo hablar en
la mesa a los hermanos que hablar a los otros: creyeron que puse en aquello un
sentido que no puse. Hoy continúa eso, sigue esa agonia; es cosa triste, pero
el hecho es un hecho, y así como me parecería una verdadera impiedad el que se
pretendiera despenar a alguien que está muriendo, a la madre moribunda, me
parece tan impío inocularle drogas para alargarle una vida ficticia, porque
drogas son los trabajos que hoy se realizan para hacer una Lengua culta y una
Lengua que, en el sentido que se da ordinariamente a esta palabra, no puede
llegar a serlo.
El
vascuence, hay que decirlo, como unidad no existe, es un conglomerado de
dialectos en que no se entienden a las veces los unos con los otros. Mis cuatro
abuelos eran, como mis padres, vascos; dos de ellos no podían entenderse entre
sí en vascuence, porque eran de distintas regiones: uno de Vizcaya y el otro de
Guipúzcoa. ¿Y en qué viene a parar el vascuence? En una cosa, naturalmente,
tocada por completo de castellano, en aquel canto que todos los vascos no hemos
oído nunca sin emoción, en el Guernica Arbola, cuando dice que tiene que
extender su fruto por el mundo, claro que no en vascuence. «Eman ta zabalzazu
munduan frutua adoratzen raitugu, arbola santua» «Da y extiende tu fruto por el
mundo mientras te adoramos, árbol santo.» Santo, sin duda; santo para todos los
vascos y más santo para mí, que a su pie tomé a la madre de mis hijos. Pero así
no puede ser, y recuerdo que cantando esta agonía un poeta vasco, en un último
adiós a la madre Euskera, invocaba el mar, y decía: «Lurtu, ichasoa.»
«Conviértete en tierra, mar»; pero el mar sigue siendo mar.
Y
¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que por querer hacer una Lengua artificial, como
la que ahora están queriendo fabricar los irlandeses; por querer hacer una
Lengua artificial, se ha hecho una especie de «volapuk» perfectamente
incomprensible. Porque el vascuence no tiene palabras genéricas, ni abstractas,
y todos los nombres espirituales son de origen latino, ya que los latinos
fueron los que nos civiizaroñ y los que nos cristianaron también. (Un señor
diputado de la minoría vasconavarra: Y «gogua» ¿es latino?) Ahí voy yo. Tan es
latino, que cuando han querido introducir la palabra «espíritu», que se dice
«izpiritué», han introducido ese gogo, una palabra que significa como en alemán
«stimmung», o como en castellano «talante» es estado de ánimo, y al mismo
tiempo igual que en catalán «talent», apetito. «Eztankat gogorik» es «no tengo
ganas de comer, no tengo apetito». (Un señor diputado interrumpe, sin que se
perciban sus palabras.- Varios señores diputados: ¡Callen, callen!)
Me
alegro de eso, porque contaré más. Estaba yo en un pueblecito de mi tierra,
donde un cura había sustituido -y esto es una cosa que no es cómica- el
catecismo que todos habían aprendido, por uno de estos catecismos renovados, y
resultaba que como toda aquella gente había aprendido a santiguarse diciendo:
«Aitiaren eta semiaren eta izpirituaren izenian» (En el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo), se les hacia decir: «Aitiaren eta semiaren eta
Crogo dontsuaren izenian», que es: «En el nombre del Padre, del Hijo y del
santo apetito.> (Risas.) No; la cosa no es cómica, la cosa es muy seria,
porque la Iglesia, que se ha fundado para salvar las almas, tiene que explicar
al pueblo en la Lengua que el pueblo habla, sea la que fuere, esté como esté; y
así como hubiera sido un atropello pretender, como en un tiempo pretendió
Romero Robledo, que se predicara en castellano en pueblos donde el castellano
no se hablaba, es tan absurdo predicar en esas Lenguas.
Esto
me recuerda algo que no olvido nunca y que pasó en América: que una Orden
religiosa dió a los indios guaraníes un catecismo queriendo traducir al guaraní
los conceptos más complicados de la Teología, y, naturalmente, fueron acusados
por otra Orden de que les estaban enseñando herejías; y es que no se puede
poner el catecismo en guaraní ni azteca sin que inmediatamente resulte una
herejía. (Risas.)
Y
después de todo, lo hondo, lo ínfimo de nuestro espíritu vasco, ¿en qué lo
hemos vertido?
El
hombre más grande que ha tenido nuestra raza ha sido Iñigo de Loyola y sus
Ejercicios no se escribieron en vascuence. No hay un alto espíritu vasco, ni en
España ni en Francia, que no se haya expresado o en castellano o en francés. El
primero que empezó a escribir en vascuence fue un protestante, y luego los
jesuítas. Es muy natural que nos halague mucho tener unos señores alemanes que
andan por ahí buscando conejillos de Indias para sus estudios etnográficos y
nos declaren el primer pueblo del mundo. Aquí se ha dicho eso de los vascos.
En
una ocasión contaba Michelet que discutía un vasco con un montmorency, y que al
decir el montmorency: «¿Nosotros los montmorency datamos del siglo.., tal», el
vasco contestó: «Pues nosotros, los vascos, no datamos.» (Risas.) Y os digo que
nosotros, en el orden espiritual, en el orden de la conciencia universal,
datamos de cuando los pueblos latinos, de cuando Castilla, sobre todo, nos
civilizó. Cuando yo pronunciaba aquel discurso recibí una carta de D. Joaquín
Costa lamentándose de que el vascuence desapareciese siendo una cosa tan
interesante para el estudio de las antig|edades ibéricas. Yo hube de contestarle:
«Está muy bien; pero no por satisfacer a un patólogo voy a estar conservando la
que creo que es una enfermedad.» (Risas.- El señor Leizaola pide la palabra.)
Y
ahora hay una cosa. El aldeano, el verdadero aldeano, el que no está perturbado
por nacionalismos de señorito resentido, no tiene interés en conservar el
vascuence.
Se
habla del anillo que en las escuelas iba pasando de un niño a otro hasta ir a
parar a manos de uno que hablaba castellano, a quien se le castigaba; pero ¿es
que acaso no puede llegar otro anillo? ¿Es que no he oído decir yo: «No enviéis
a los niños a la escuela, que allí aprenden el castellano, y el castellano es
el vehículo del liberalismo»? Eso lo he oído yo, como he oído decir: «¡Gora
Euzkadi ascatuta!» («Euzkadi» es una palabra bárbara; cuando yo era joven no
existía; además conocí al que la inventó). «¡Gora Euzkadi ascatuta!» Es decir:
¡Viva Vasconia libre! Acaso si un día viene otro anillo habrá de gritar más
bien: «¡Gora Ezpaña ascatuta!» ¡Viva España libre! Y sabéis que España en
vascuence significa labio; que viva el labio libre, pero que no nos impongan
anillos de ninguna clase. (Un señor Diputado: Muchas gracias, en nombre del
pueblo vasco.)
Pasemos
a Galicia; tampoco hay aquí, en rigor, problema. Podrán decirme que no conozco
Galicia y, acaso, ni Portugal, donde he pasado tantas temporadas; pero ya hemos
oído que Castilla no conoce la periferia, y yo os digo que la periferia conoce
mucho peor a Castilla; que hay pocos espíritus más comprensivos que el
castellano (Muy bien.) Pasemos, como digo, a Galicia. Tampoco allí hay
problema. No creo que en una verdadera investigación resultara semejante
mayoría. No me convencen de no. Pero aquí se hablaba de la lengua universal, y
el que hablaba sin duda recuerda lo que en la introducción a los Aíres da miña
terra decía Curros Enríquez de la lengua universal:
«Cuando
todas lenguas o fin topen
que
marca a todo o providente dedo,
e
c4os vellos idiomas estinguidos
un
solo idioma universal formemos;
esa
lengua pulida, idioma úneco,
mais
qu4hoxe enriquecido e mais perfeuto,
resume
d4as palabras mais sonoras
qu4aquela
n4os deixaran como enherdo.
Ese
idioma, compendio d4os idiomas,
com4onha
serenata pracenteiro,
com4onha
noite de luar docísimo
será
-¿que outro sinon?- será o gallego
Fala
de minha nai, fala armoñosa,
en
qu4o rogo d4os tristes sub4o ceo
y
en que decende a prácida esperanza,
os
afogados e doloridos peitos.
Falta
de meus abós, fala en q4os párias,
de
trevos e polvo e de sudor cubertos,
piden
a terra o grau d4a cor4a sangue
qu4ha
de cebar a besta d4o laudemio...
Lengua
enxebre, en q4as anemas d4os mortos
n4as
negras noites de silencio e medo
encomendan
os vivos as obrigas,
que,
¡mal pecados!, sin cuprir morreron.
Idioma
en que garula nos paxaros,
en
que falan os anxeles, os nenos,
en
qu4as fontes solouzan e marmullan
Entr4os
follosos albores os ventos»
Todo
eso está bien; pero que me permita Curros y perntitidme vosotros; me da pena
verle siempre con ese tono de quejumbrosidad. Parias, azotada, escarnecida...,
amarrada contra una roca..., clavado un puñal en el seno...
¿De
dónde es así eso? ¿Es que se pueden tomar en serio burlas, a las veces
cariñosas, de las gentes? No. Es como lo de la emigración. El mismo Curros,
cuando habla de la emigración -lo sabe bien mi buen amigo Castelao-, dice,
refiriéndose al gaitero:
«Tocaba...,
e cando tocaba,
o
vento que d4o roncón
pol-o
canuto fungaba,
dixeran
que se queixaba
d4a
gallega emigración.
Dixeran
que esmorecida
de
door a Patria nosa,
azoutada,
escarnecida,
chamaba,
outra Nai chorosa,
os
filliños d4a sus vida...
Y
era verdá. ¡Mal pocada!
Contr4on
peneda amarrada,
crabad4un
puñas n4o seo,
n4aquella
gaite lembrada
Galicia
era un Prometeo.»
No;
hay que levantar el ánimo de esas quejumbres, quejumbres además, que no son de
aldeanos. Rosalía decía aquello de:
«Castellanos
de Castilla,
tratade
ben os gallegos;
cando
van, van como rosas;
cando
veñen, como negros.»
¿Es
que les trataban mal? No. Eran ellos los que se trataban mal, para ahorrar los
cuartos y luego gastarlos alegre y rumbosamente en su tierra, porque no hay
nada más rumboso, ni menos avaro, ni más alegre, que un aldeano gallego. Todas
esas morriñas de la gaita son cosas de los poetas. (Risas.)
Vuestra
misma Rosalía de Castro, después de todo, cuando quiso encontrar la mujer universal,
que era una alta mujer, toda una mujer, no la encontró en aquellas coplas
gallegas; la encontró en sus poesías castellanas de Las orillas del Sar.
(Denegaciones en algunos señores diputados de la minoría gallega.) ¿Y quiénes
han enriquecido últimamente a la Lengua castellana, tendiendo a que sea
española? Porque hay que tener en cuenta que el castellano es una Lengua hecha,
y el español es una Lengua que estamos haciendo. ¿Y quiénes han contribuido más
que algunos escritores galleros -y no quiero nombrarlos nominativamente,
estrictamente-, que han traído a la Lengua española un acento y una nota
nuevos?
Y
ahora vengamos a Cataluña. Me parece que el problema es más vivo y habrá que
estudiarlo en esta hora de compresión, de cordialidad y de veracidad. Yo
conocí, traté, en vuestra tierra, a uno de los hombres que me ha dejado más
profunda huella, a un cerebro cordial, a un corazón cerebral, aquel gran hombre
que fue Juan Maragall. Oíd:
«Escolta,
Espanya le veu d'un fill
que't
parla en llengua no castellana,
parlo
en la llengua que m'ha donat
la
terra apra,
en
questa llengua pocs t4han parlat;
en
l'altra..., massa.
En
esta Lengua pocos te han hablado, en la otra... demasiados.
Hon
ets Espanya? No4t veig enlloc,
no
sents la meva ven atronadora?
No
entensa aquesta llengua que4t parla entre perills?
Has
desaprés d4entendre an els teus fils?
Adeu,
Espanya!»
Es
cierto. Pero él, Maragall, el hombre qué decía esto, como si no fuera bastante
lo demasiado que se le había hablado en la otra Lengua, en castellano, a
España, él habló siempre, en su trabajo, en su labor periodística; habló
siempre, digo, en un español, por cieno lleno de enjundia, de vigor, de fuerza,
en un castellano digno, creo que superior al castellano, al español, de Jaime
Balmes o de Francisco Pi y Margall. No. Hay una especie de coquetería. Yo oía
aquí, el otro día, al señor Torres empezar excusándose de no tener costumbre de
hablar en castellano, y luego, me sorprendió que en español no es que vestía,
es que desnudaba perfectamente su espíritu, y es mucho más difícil desnudarlo
que vestirlo en una Lengua. (Risas.) He llegado -permitidme- a creer que no
habláis el catalán mejor que el castellano. (Nuevas risas.) Aquí se nos habla
siempre de uno de los mitos que ahora están más en vigor, y es el «hecho». Hay
el hecho diferencial, el hecho tal, el hecho consumado. (Risas.) El catalán,
que tuvo una espléndida florescencia literaria hasta el siglo XV, enmudeció
entonces como Lengua de cultura, y mudo permameció los siglos del Renacimiento,
de la Reforma y la Revolución. Volvió a renacer hará cosa de un siglo -ya diré
lo que son estos aparentes renacimientos-; iba a quedar reducido a lo que se
llamó el «parlá munisipal». Les había dolido una comparanza -que yo hice,
primero en mi tierra, y, después, en Cataluña- entre el máuser y la espingarda,
diciendo: yo la espingarda, con la cual se defendieran mis antepasados, la
pondré en un sitio de honor, pero para defenderme lo haré con un máuser, que es
como se defienden todos, incluso los moros. (Risas.) Porque los moros no tenían
espingardas, sino, quizá, mejor armamento que nosotros mismos.
Hoy,
afortunadamente, está encargado de esta obra de renovación del catalán un
hombre de una gran competencia y, sobre todo, de una exquisita probidad
intelectual y de una honradez científica como las de Pompeyo Fahra. Pero aquí
viene el punto grave, aquel a que se alude en la enmienda al decir: «no se
podrá imponer a nadie».
Como
no quiero amezquinar y achicar esto, que hoy no se debate, dejo, para cuando
otros artículos se toquen, el hablar y el denunciar algunas cosas que pasan.
Algunas las denunció Menéndez Pidal. No se puede negar que fueran ciertas.
Lo
demás me parece bien. Hasta es necesario; el catalán tiene que defenderse y
conviene que se defienda; conviene hasta al castellano. Por ejemplo, no hace
mucho, la Generalidad, que en este caso actuaba, no de generalidad sino de
panicularidad (Risas.) dirigió un escrito oficial en catalán al cónsul de
España en una ciudad francesa, y el cónsul, vasco por cierto, lo devolvió.
Además, está recibiendo constantemente obreros catalanes que se presentan
diciendo: «No sabemos castellano», y él responde: «Pues yo no sé catalán;
busquen un intérprete.» No es lo malo esto, es que lo saben, es que la mayoría
de ellos miente, y éste no es nunca un medio de defenderse. (Rumores en la
minoría de Izquierda catalana.- Un señor diputado pronuncia palabras que no se
perciben claramente.) Eso es exacto. (Un señor diputado: Eso es inexacto.- El
señor Santaló: Sobre todo su señoría no tiene autoridad para investigar si
miente o no un señor que se dirige a un cónsul.- Otro señor diputado pronuncia
palabras que no se perciben claramente.- Rumores.) ¿Es usted un obrero?
(Rumores.- Varios señores diputados pronuncian algunas palabras que no se
perciben con claridad.- Continúan los rumores, que impiden oír al orador.)...
que hablen en cristiano. Es verdad. Toda persecución a una Lengua es un acto
impío e impatriota. (Un señor diputado: Y sobre todo cuando procede de un
intelectual.) Ved esto si es incomprensión. Yo sé lo que en una libre lucha
puede suceder. En artículos de la Constitución, al establecer la forma en que
se ha de dar la enseñanza, trataremos de cómo el Estado español tendrá que
tener allí quien obligue a saber castellano, y sé que si mañana hay una
Universidad castellana, mejor española, con superioridad, siempre prevalecerá
sobre la otra; es más, ellos mismos la buscarán. Os digo aún más, y es que
cuando no se persiga su Lengua, ellos empezarán a hablar y a querer conocer la
otra. (Varios señores diputados de la minoría de la Izquierda catalana
pronuncian algunas palabras que no se entienden claramente.- Un señor diputado:
Lo queremos ya.- Rumores.) Como sbre esto se ha de volver y veo que, en efecto,
estoy hiriendo resentimientos... (Rumores.- Un señor diputado: Sentimientos; no
resentimientos.) Lo que yo no quiero es que llegue un momento en que una
obcecaión pueda llevaros al suicidio cultural. No lo creo, porque una vez en
que aquí en un debate el ministro de la Gobernación hablaba del suicidio de una
región yo interrumpí diciendo: «No hay derecho al suicidio.» En efecto, cuando
un semejante, cuando un hermano mío quiere suicidarse, yo teng la obligación de
impedírselo, incluso por la fuerza si es preciso, no tanto como poniendo en
peligro su vida cuando voy a salvarle, pero sí incluso poniendo en peligro mi
propia vida. (Muy bien, muy bien.)
Y
tal vez haya quien sueñe también con la conquista ling|ística de Valencia.
Estaba yo en Valencia cuando se anunció que iba a llegar el señor Cambó y
afirmé yo, y todos me dieron la razón, que allí, en aquella ciudad, le hubieran
entendido mejor en castellano que si hablara en catalán. porque hay que ver lo
que es hoy el valenciano en Valencia, que fue la patria del más grande poeta
catalán, Ausias March, donde Ramón Muntaner escribió su maravillosa crónica, de
donde salió Tirant lo Blanc.
El
más grande poeta valenciano el siglo pasado, uno de los más grandes de España,
fue Vicente Wenceslao Querol. Querol quiso escribir en lemosín, que era una
cosa artificial y artificiosa y no era su lengua natal; el hombre en aquel
lenguaje de juegos florales se dirigía a Valencia y le decía:
«Fill
so de la joyosa vida qu4al sol s4escampa
tot temps de fresques roses
bronat son mantell d4or,
fill
so de la que gusitan com dos geganta cativa
d4un
cap Peñagolosa, de l4altre cap Mongó,
de
la que en l4aigua juga, de la que fon por bella
dues
voltes desposada, ab lo Cid de Castella
y
ab Jaume d4Aragó.»
Pero
él, Querol, cuando tenía que sacar el alma de su Valencia no la sacaba en la
Lengua de Jaime de Aragón, sino en la Lengua castellana, en la del Cid de
Castilla. Para convencerse no hay más que leer sin que se le empañen los ojos
de lágrimas.
El
valenciano corriente es el de los donosos sainetes de Eduardo Escalante, y
algunas veces el de aquella regocijantes salacidades de Valldoví de Sueca, al
pie de cuyo monumento no hace mucho me he recreado yo. Y también el de Teodoro
Llorente cuando decía que la patria lemosina renace por todas partes, añadiendo
aquello de...
«...
y en membransa dels avis, en penyora
de
la gloria passada y venidora,
en
fe de germandat,
com
penó, com estrella que nos guía
entre
llaus de victoria y alegría,
alsem
lo Rat-Penat.»
«Lo
rat penat»; alcemos «lo rat penat», es decir, el ratón alado que, según la
leyenda, se posó en el casco de Jaime el Conquistador y que corona los escudos
de Valencia, de Cataluña y de Aragón; ratón alado que en Castilla se le llama
muerciélago o ratón ciego; en mi tierra vasca, «saguzarra», ratón viejo, y en
Francia, ratón calvo; y esta cabecita calva, ciega y vieja, aunque de ratón
alado, no es más que cabeza de ratón. Me diréis que es mejor ser cabeza de
ratón que cola de león. No; cola de león, no; cabeza de león, sí, como la que
dominó el Cid.
Cuando
yo fui a mi pueblo, fui a predicarles el imperialismo; que se pusieran al
frente de España; y es lo que vengo a predicar a cada una de las regiones: que
nos conquisten; que nos conquistemos los unos a los otros; yo sé lo que de esta
conquista mutua puede salir; puede y debe salir la España para todos.
Y
ahora, permitidme un pequeño recuerdo. Al principio del Libro de los Hechos de
los Apóstoles se cuenta la jornada de aquello que pudiéramos llamar las
primeras Cortes Constituyentes de la primitiva Iglesia cristiana, el
Pentecostés; cuando sopló como un eco el Espíritu vivo, vinieron lenguas de
fuego sobre los apóstoles, se fundió todo el pueblo, hablaron en cristiano y
cada uno oyó en su Lengua y en su dialecto: sulamitas, persas, medos, frigios,
árabes y egipcios. Y esto es lo que he querido hacer al traer aquí un eco de
todas estas lenguas; porque yo, que subí a las montañas costeras de mi tierra a
secar mis huesos, los del cuerpo y los del alma, y en tierra castellana fui a
enseñar castellano a los hijos de Castilla, he dedicado largas vigilias durante
largos años al estudio de las Lenguas todas de la Patria, y no sólo las he
estudiado, las he enseñado, fuera, naturalmente, del vascuence, porque todos
mis discípulos han salido iniciados en el conocimiento del castellano, del
galaico-portugués y del catalán. Y es que yo, a mi vez, paladeaba y me
regodeaba en esas Lenguas, y era para hacerme la mía propia, para rehacer el
castellano haciéndolo español, para rehacerlo y recrearlo en el español
recreándome en él. Y esto es lo que importa. El español, lo mismo me da que se
le llame castellano, yo le llamo el español de España, como recordaba el señor
Ovejero, el español de América y no sólo el español de América, sino español
del extremo de Asia, que allí dejo marcadas sus huellas y con sangre de mártir
el imperio de la Lengua española, con sangre de Rizal, aquel hombre que en los
tiempos de la Regencia de doña María Cristina de Habsburgo Lorena fue entregado
a la milicia pretoriana y a la frailería mercenaria para que pagara la culpa de
ser el padre de su Patria y de ser un español libre. (Aplausos.) Aquel hombre
noble a quien aquella España trató de tal modo, con aquellos verdugos, al
despedirse, se despidió en Lengua española de sus hijos pidiendo ir allí donde
la fe no mata, donde el que reina es Dios, en tanto mascullaban unos sus rezos
y barbotaban otros sus órdenes, blasfemando todos ellos el nombre de Dios. Pues
bien; aquí mi buen amigo Alomar se atiene a lo de castellano. El castellano es
una obra de integración: ha venido elementos leoneses y han venido elementos
aragoneses, y estamos haciendo el español, lo estamos haciendo todos los que
hacemos Lengua o los que hacemos poesía, lo está haciendo el señor Alomar, y el
señor Alomar, que vive de la palabra, por la palabra y para la palabra, como
yo, se preocupaba de esto, como se preocupaba de la palabra nación. Yo también,
amigo Alomar, yo también en estos días de renacimiento he estado pensando en
eso, y me ha venido la palabra precisa: España no es nación, es renación;
renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las
diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial. Ndie
con más tesón ha defendido la salvaje autonomía -toda autonomía, y no es
reproche, es salvaje- de su propia personalidad diferencial que lo he hecho yo;
yo, que he estado señero defendiendo, no queriendo rendirme, actuando tantas
veces de jabalí, y cuántos de vosotros acaso habréis recibido alguna vez alguna
colmillada mía. Pero así, no. Ni individuo, ni pueblo, ni Lengua renacen sino
muriendo; es la úica manera de renacer: fundiéndose en otro. Y esto lo sé yo
muy bien ahora que me viene este renacimiento, ahora que, traspuesto el puerto
serrano que separa la solana de la umbría, me siento bajar poco a poco, al
peso, no de años, de siglos de recuerdos de Historia, al final y merecido
descanso al regazo de la tierra maternal de nuestra común España, de la
renación española, a esperar, a esperar allí que en la hierba crezca sobre mi
tañan ecos de una sola Lengua española que haya recogido, integrado, federado
si queréis, todas las esencias íntimas, todos los jugos, todas las virtudes de
esas Lenguas que hoy tan tristemente, tan pobremente nos diferencian. Y aquello
sí que será gloria. (Grandes aplausos.)
(Diario
de Sesiones, 18 de septiembre de 1931.)
La
enseñanza, ¿puede ser católica? A favor hablan Gil Robles, Ossorio y Alcalá
Zamora. En contra, Galarza
El
Sr. Domínguez Arévalo: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Domínguez Arévalo:
En
asunto que como éste afecta a cosa de tanta trascendencia y que roza a la
conciencia, a los sentimientos más íntimos, no será extraño que este modesto
Diputado navarro quiera salvaguardar su conciencia dejando consignada en el
Diario de Sesiones la expresión de un sentimiento íntimo.
La
manifestación que quiero hacer es la siguiente: que cuando aquí se vote la
iniquidad que se va a votar por el sectarismo anticatólico de algunos miembros
del Gobierno y de la Cámara y -lo que es más triste- por la pasividad
claudicante de los que llamándose católicos permanecen ahí (señalando al banco
azul) callados, se habrá abierto un abismo entre el sentimiento católico y la
República española.
(El
Sr. Ministro de la Guerra pide la palabra.)
Y
aunque a mí esto no me afecta personalmente ni lo siento, porque soy resuelta,
fundamental y sustantivamente monárquico...
(Rumores.-
Un Sr. Diputado: Ya lo sabemos.)
Tengo
más derecho a decirlo que por cuanto creo representar una opinión: la de que
nosotros, como nuestros padres y nuestros abuelos, no han servido jamás más que
a los reyes en el destierro y en la desgracia, y esto merece el respeto de
todos.
(Rumores.-
Un Sr. Diputado: Váyase S.S. también con ellos.)
Que,
pues, registrado mi parecer de que la República española proscribe el sentimiento
católico de los españoles.
(Nuevos
rumores.)
El
Sr. Ossorio y Gallardo: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: ¿Para explicar el voto?
El
Sr. Ossorio y Gallardo: No; para cuando se llegue a la discusión del artículo.
El
Sr. Presidente: Está bien. En realidad ese sería el momento de hacer todas
estas manifestaciones.
Hecha
la correspondiente pregunta por la Presidencia, no fue tomada en consideración
la enmienda del Sr. Carrasco Formiguera.
Se
leyó por segunda vez la siguiente enmienda del Sr. Gil Robles:
«Los
Diputados que suscriben tienen el honor de formular al artículo 24 la siguiente
enmienda:
En
la base 5.* se suprimirán las palabras «y la enseñanza».
Palacio
del Congreso, a 13 de octubre de 1931. José María Gil Robles.
Pedro
Martín.- Ramón Molina.- Lauro Fernández.- Cándido Casanueva.- Joaquín Beunza.-
Ramón de la Cuesta. »
El
Sr. Presidente: ¿Mantiene S.S. La enmienda?
El
Sr. Gil Robles: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Gil Robles: Me hago cargo Sres. Diputados, de las circunstancias en que voy
a dirigir la palabra a la Cámara, y por ello podéis tener la seguridad de que
seré extraordinariamente breve.
La
enmienda que voy a defender, juntamente con la que acaba de apoyar el Sr.
Carrasco Formiguera, está formulada directamente al dictamen tal como
últimamente ha sido redactada; es, pudiéramos decir, la más genuina de las
enmiendas al artículo del dictamen que vamos a votar. Se pide en ella la
supresión de las palabras «y la enseñanza» (Rumores.), por entender que esta
cortapisa que se ha establecido a la actividad de las Congregaciones y Ordenes
religiosas es un precedente de alcance quizá insospechado para todo lo que
signifique libertad de enseñanza en la nueva Constitución. Este es un ataque
directo que se formula a la libertad de enseñanza. (Un Sr. Diputado: Evidente.)
Si es evidente, me vais a permitir que lo razone, porque tengo perfecto derecho
a ello. Tengo que defender hoy, y el día de mañana habrá que hacerlo con
mayores razones, el principio de la libertad de enseñanza porque entiendo que
uno de los más odiosos monopolios que en el mundo puede crearse es el monopolio
de las inteligencias, que quiere ejercer el Estado, sustituyendo la acción de
aquellos que por derivación directa de la paternidad en el orden moral tienen
el derecho a la educación y a la formación de la inteligencia y de la
conciencia de sus hijos. (Un Sr. Diputado: Defiende a Deusto.) Defiendo el
derecho de los padres, sin importarme las consecuencias. Puedo defender a
Deusto y a la escuela atea. Serán los padres los que levarán a sus hijos a
donde quieran. Esta es la defensa que hago en nombre de la libertad de
enseñanza. (Un Sr. Diputado: Ahora.) No es ahora, porque toda la vida, dedicado
a la propaganda, vengo defendiendo el principio de la libertad de enseñanza,
que fue menospreciado por los Ministros de la Monarquía y lleva trazas,
también, de serlo por los Ministros de la segunda República española. (El Sr.
Menéndez (D. Teodomiro): Cada vez más allá. Por encima de todo, el interés del
Estado.)
Decía
el Sr. Ruiz Funes que la República se había definido como República liberal, y
tened en cuenta que el principio que más directamente deriva del liberalismo es
el que se refiere a la libertad de conciencia y el monopolio docente del Estado,
que comienza a existir en nombre de ese principio de salud pública que defendió
el señor Ministro de la Guerra, significa que el Estado se erige en depositario
de la verdad objetiva, que es él solo el que la puede hacer llegar a manos del
ciudadano. Hoy puede ser el Estado republicano; mañana puede ser comunista;
otro día puede ser imperialista, porque tened en cuenta que el principio del
monopolio docente del Estado es el principio de los grandes imperialismos en la
historia. Napoleón crea un arma colectiva como motor de sus móviles
imperialistas en toda la política europea. Hoy Mussolini quiere apoderarse de
las conciencias para forjar un instrumento de imperialismo que está llamado a
dar muchos días de luto a la nación italiana.
Es
decir, que vosotros, al sentar ese principio que va contra la libertad de
enseñanza, vais a favor de las tendencias imperialistas del Estado, porque hoy
está en vuestras manos, pero mañana podrá ser precedente terrible cuando vaya a
otras manos distintas, y entonces no podréis invocar razones doctrinales porque
habréis sido vosotros los que pusisteis los jalones del futuro imperialismo de
España.
Además
tened en cuenta el problema que en estos momentos se va a tratar. ¿Es que
estamos tan sobrados de instituciones docentes de toda clase para prohibir la
actividad de los que están asumiendo la mayor parte de esta función? Si el
Estado tuviera preparada la sustitución de esa función, todavía me parecería
lógico el criterio que adoptáis, pero cuando faltan en Madrid escuelas para
miles de niños, cuando los institutos no pueden dar cabida a los alumnos, vais
a acabar con las instituciones docentes privadas sostenidas por la voluntad de
los padres a quienes, repito, corresponde la formación de la conciencia de sus
hijos, y vais a lanzar al arroyo a miles de niños que no encontrarán quien les
dé la enseñanza que necesitan, ni en los Municipio ni en el Estado. Pues decid
claramente que a lo que va la República española es a dar un paso gigantesco en
el camino del analfabetismo español.
Y
ahora, señores, unas palabras más. En mi intervención, a raíz del discurso del
Sr. Ministro de Justicia, yo os decía que si la Constitución que se está
votando era, en el punto concreto que nos ocupa, una Constitución persecutoria,
nosotros -por mí lo digo y dejo aparte otras interpretaciones de principio-,
dentro de un terreno legal, no consideraríamos esa Constitución como nuestra.
Pues, señores, yo hoy, cerrando por lo que esta minoría respecta, el debate
parlamentario sobre este punto transcendental, tengo que deciros que ese
dictamen es tan persecutorio como el anterior, que se convirtió en voto
particular del partido socialista; quizá lo sea más, porque contiene elementos
que más pérfidamente pueden ir a la consecución del objeto que os proponéis. No
hay que disimular los principios; esto es más persecutorio que la misma
disolución decretada en bloque. A ella quizá la tendríais miedo, porque, por
una parte, podría significar un enorme conflicto sentimental, y por la otra,
era un mero principio lírico que no se sabía cuándo podía tener una aplicación
práctica. Pero esto sí que se puede tener en nosotros; hemos de lanzarnos a la
conciencia católica del país a decirla: el dictamen que se ha aprobado con el
voto de unos y la complicidad de otros es un principio netamente persecutorio
que los católicos no aceptamos, que no podemos aceptar; y desde este mismo
momento nosotros, ante la opinión española, declaramos abierto el nuevo período
constituyente, porque de hoy en adelante los católicos españoles no tendremos
más bandera de combate que la derogación de la Constitución que aprobéis. (Un
Sr. Diputado pronuncia, fuera de los escaños, palabras que no se perciben.) No
he oído la interrupción; sería conveniente que se formulara desde el escaño
pidiendo la palabra, en lugar de escudarse en el anónimo, detrás de una
barrera.
No
habréis cumplido la primera función de una Asamblea Constituyente, que es dar
una Constitución que a la vez sirva para dar una estabilidad a las
instituciones políticas del país. No se la daréis porque un sector inmenso de
la opinión española, desde estos momentos, se coloca frente a esa Constitución
persecutoria que vosotros vais a aprobar en nombre de una libertad que no
empleáis más que para andar por vuestra propia casa. (Rumores.) No os extrañe
que hablemos así. (Varios señores Diputados: No, no.- Continúan los rumores.-
Varios señores Diputados pronuncian palabras que no se perciben.) Yo no he
mandado nunca y, por consiguiente, ese reproche se lo puede dirigir S.S. a
quien lo pueda recoger. (Un Sr. Diputado: ¿Y cuando andaba S.S. al lado de
Calvo Sotelo? Yo no he andado al lado de Calvo Sotelo ni de nadie. Puede S.S.
demostrarlo y entonces yo lo reconoceré. He prestado una colaboración de
técnico a quien me la ha pedido, pero simplemente de técnico y no de político;
y no me arrepiento ni me averg|enzo de ello, porque yo, donde me piden una
colaboración de técnico, modestamente la doy al servicio de mi patria, sin
tener en cuenta quién es el que me la pide.
Voy
a decir a SS.SS. otra cosa. Aquí hemos venido nosotros con un propósito leal
que desde el primer momento hemos cumplido. A los compañeros de la Comisión de
Constitución, buenos amigos todos en particular, les emplazo para que digan si
en el seno de esa Comisión no ha habido por nuestra parte una colaboración leal
y decidida desde el primer día, dejando muchas veces a salvo convicciones
secundarias en bien de la paz de los espíritus, abdicando a veces de
sentimientos muy queridos, que dejábamos a un lado por una consideración de bien
común. Desde aquí, con un criterio doctrinal perfectamente definido, hemos
colaborado con vosotros, que la colaboración lo mismo puede hacerse con
aplausos cerrados de la mayoría que con la intervención de oposición cuando
está guiada por un buen sentido y por la recta concepción del cumplimiento del
deber. Esto es lo que hemos hecho; no podéis decir en ningún momento que os ha
faltado nuestra modesta colaboración. ¡Señores, de hoy en adelante, en
conciencia, no podemos continuar! Es pequeña la que podemos prestaros; pequeña,
por lo que nosotros somos; enorme, por lo que representamos.
Hoy,
frente a la Constitución se coloca la España católica; hoy, al margen de
vuestras actividades se coloca un núcleo de Diputados que quiso venir en plan
de paz; vosotros les declaráis la guerra; vosotros seréis los responsables de
la guerra espiritual que se va a desencadenar en España. Nosotros abdicamos
toda la responsabilidad en manos de una Cámara que ha votado una Constitución
de persecución, y en manos de un Gobierno que, desde la cabecera del banco
azul, mejor dicho, desde los escaños de una minoría a la que pertenece el Jefe
del Gobierno, pronunció palabras de paz. Nosotros querríamos todavía
recogerlas; tememos que ya sea demasiado tarde.
Perdonad
señores, que haya sido demasiado extenso. Yo no lo quería; pero tal vez sea el
último discurso que pueda pronunciar en esta Cámara. Nada más. (Aplausos en las
minorías vasconavarra y agraria.)
El
Sr. Presidente: El Sr. Ballester tiene la palabra para explicar su voto en
cinco minutos.
El
Sr. Ballester: Sres. Diputados, puede que sea éste el último discurso que
pronuncie en la Cámara el Sr. Gil Robles, pero no lo será sin que reciban sus
palabras de hoy la cumplida contestación, aunque ésta sea por boca de un
modesto Diputado como yo, porque es valentía hacer invocaciones a cosas que
jamás se han tenido en cuenta, cuando se quieren defender posiciones falsas.
Escuchaba
yo días pasados que el Sr. Gil Robles invocaba la Libertad y el Evangelio para
defender posiciones de una doctrina que jamás ha tenido en cuenta ni la
Libertad ni el Evangelio (Rumores en las minorías vasconavarra y agraria), y en
la tarde de hoy, cuando ha querido defender una posición, ha invocado la
libertad de enseñanza, que jamás ha tenido en cuenta (Protestas en los
vasconavarros y agrarios) quienes se sientan en esos bancos (señalando a los de
dichas minorías). ¡Libertad de enseñanza, campaña contra el analfabetismo,
vosotros! ¿Qué escuelas representáis vosotros? (Un Sr. Diputado: Muchísimas.)
Muchísimas sí, pero en los centros de capitales importantes (Rumores en la
minoría vasconavarra), donde vuestra enseñanza puede servir para vuestros
fines; pero donde el analfabetismo español tiene verdaderamente su fuente es en
las aldeas, en las míseras aldeas y allí no las he visto nunca, jamás. (Un Sr.
Diputado de la minoría vasconavarra: Tenemos cien escuelas de barriada en
Vizcaya.- El Sr. Picavea: Y en Alava.) Porque queréis la libertad de enseñanza
para lo que nosotros no os la queremos dar (Un Sr. Diputado: Para unos y para
otros), porque vosotros no buscáis la enseñanza y la educación por lo que ella
representa en el sentido de ampliar el horizonte espiritual de los niños, no;
la buscáis para gobernar sus conciencias (Protestas en la minoría vasconavarra),
para moldearlos vosotros, rompiendo lo que es la virginidad de la infancia en
manos vuestras, que habréis de deformarla antes del momento en que el niño
pueda tener su espíritu capacitado para orientarse con su propia conciencia
(Muy bien en la minoría radical socialista. El Sr. Picavea interrumpe
pronunciando palabras que no se perciben y que son recibidas con protestas). La
República no quiere entregaros sus hijos. Los niños, que son el valioso tesoro
de la República, no caerán en vuestras manos, y para impedirlo, nosotros
apoyaremos el dictamen. (Aplausos en la minoría radical socialista.)
El
Sr. Gil Robles: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S. S.
El
Sr. Gil Robles: Sin deseo ni afán polémico, voy a contestar en breves palabras
al Sr. Ballester. (El Sr. Molina pronuncia palabras que no se perciben.)
El
Sr. Presidente: Sr. Molina, atienda S.S. al Sr. Gil Robles.
El
Sr. Gil Robles: Decía que, sin afán polémico, voy a contestar en breves
palabras al señor Ballester, que ha pronunciado un discurso vehemente y que
para ser perfecto no le ha faltado más que datos concretos. (Un Sr. Diputado
pronuncia palabras que no se perciben.) Probablemente estará el resumen en el
índice, pero como no ha dicho el resultado, ha sido incompleto. Y a hora voy a
decir al Sr. Ballester una cosa, y es que en Madrid los niños que se educan
gratuitamente en las escuelas privadas costeadas por elementos católicos -son
cifras perfectamente comprobables que pongo a disposición de la Cámara- son más
de sesenta mil. (Un Sr. Diputado: Son setenta mil.) Y voy a decir algo más: que
todos esos niños están en las barriadas extremas, en los centros populosos,
allí donde no es fácil que llegue el Estado providente con ninguna de las
ventajas de la civilización. (Un Sr. Diputado: ¡Llegará, llegará! Otro Sr.
Diputado: No llegará la Monarquía; llegará la República.) Yo deseo que llegue;
pero mientras llega, ¿qué hacéis con esos niños? Esa es mi pregunta. (Fuertes y
prolongados rumores.- El Sr. Presidente agita la campanilla reclamando orden.-
Un señor Diputado pronuncia palabras que no se perciben.) Me dice un
distinguido compañero que él o sus amigos sostienen mil alumnos en una escuela
laica en Santander, y a mí me parece perfectamente. ¿Cómo no lo voy a respetar?
Pero pido el mismo respeto... (Un Sr. Diputado: ¡Ahora!) Ahora y siempre.
(Grandes y persistentes rumores.) Señor Presidente, yo desearía que me dejaran
concluir, porque si no, va a ser bastante más larga la sesión.
El
Sr. Presidente También lo desearía yo, y espero que lo conseguiremos.
El
Sr. Gil Robles: Yo rogaría a la minoría socialista que no fuera, si es posible
-perdónenme el ruego-, tan rígida en su disciplina, porque esa disciplina que
impide, muchas veces, hablar a sus miembros, tiene como consecuencia las
interrupciones en tumulto a los que no somos disciplinados. (Grandes rumores.)
Y
termino, Sres. Diputados. Los niños que se educan en esas escuelas reciben la
instrucción totalmente gratuita, y van a ellas por la libre voluntad de sus
padres. (Un Sr. Diputado: Bien caro lo pagan.) Yo tuve la suerte de estudiar en
un Colegio religioso, y no ciertamente de los de lujo. Yo me he educado en el
Colegio de Padres Salesianos, alternando con los hijos de los pobres. Ahí he
aprendido una democracia que difícilmente tienen muchos que la pregonan, y allí
he visto que los hijos de los obreros son llevados por sus padres
voluntariamente. (Un Sr. Diputado: Porque no había escuelas oficiales.)
Unas
palabras. Sres. Diputados, para concluir. No creo que sea buena norma de
Gobierno, jamás, destruir por destruir. Hay una norma que debemos aplicar todos
en la medida de nuestras fuerzas y desde nuestros respectivos puntos de vista.
Quizá lo que para mí es un bien, para vosotros sea un mal; pero en vez de
destruir, aplicad siempre esta norma -y con ello concluyo-: «ahogad el mal con
la abundancia del bien». Si hay tanta carencia de escuelas, creadlas; si hay
tanta presión sobre las conciencias católicas, cread abundancia de escuelas
libres, que puedan ser nuestros mayores enemigos. Pero cread escuelas en un
plan de competencia y de libertad todas; en un plan de tiranía docente, no;
porque, señores, sería triste que el Gobierno de la República española siguiera
las huellas de Napoleón y de Mussolini.
El
Sr. Presidente: Tiene la palabra el señor Leizaola. (Grandes protestas y
rumores en varios lados de la Cámara.)
Señores
Diputados, tengo que decir a la Cámara, que al Sr. Leizaola le asiste el
derecho de explicar su voto en cinco minutos; pero no es discreto que esté
explicando todos sus votos, porque eso podría constituir un abuso de su propio
derecho. Yo espero que el Sr. Leizaola tenga en cuenta esta manifestación que
le hago. (Un Sr. Diputado: Va a explicar su cuarto voto.)
El
Sr. Leizaola: Es el segundo nada más. (Fuertes rumores, que impiden durante
unos instantes que el orador pueda comenzar su discurso.) Señores, este es el
canto del cisne de los católicos, porque después de esto, ya no nos queda nada
que hacer.
Yo
lamento que el Sr. Ballester haya olvidado unas palabras del Evangelio, de San
Juan: «La verdad os hará libres.» Yo os traigo aquí la verdad con datos y
estadísticas, para refutar las acusaciones que se han lanzado contra la
Compañía de Jesús.
Además,
y esto me interesa mucho, se pretende que nosotros, es decir, el pueblo vasco,
que se dice ha estado dominado por las derechas, no ha hecho nada por la
cultura. Pues mirad estos datos: «El analfabetismo en España, por Lorenzo
Torrubiano, segunda edición, 1926. Regiones por orden de analfabetismo, de
menos a más: 1.:, las Vascongadas y Navarra, con el 29 por 100; 2.:, Castilla
la Vieja, con el 34,88 por 100...», y sigue hasta el 70 por 100 de analfabetos
en provincia cuyo nombre no menciono para no molestar a nadie.
Pero
hay más todavía, Sr. Ballester, es decir, que las clases directoras del país
vasco, cuya tradición, de cultura queremos nosotros continuar, se han
preocupado del analfabetismo, y, como ya dije yo en un folletito de propaganda,
vosotros, los que sostenéis la prensa de izquierda, «Crisol», «Heraldo de
Madrid», «La Libertad», ¿qué habéis hecho para que disminuyan los analfabetos?
El hecho de que nosotros no os leamos, no impide que creemos escuelas y hagamos
descender el analfabetismo.
Pero
hay todavía más. Yo quería dar ayer al Sr. Cordero una estadística sobre el
particular, pero la daré ahora. Hay en España quince provincias que tienen
menos del 40 por 100 de analfabetos. Eliminando de esas provincias Madrid y
Barcelona, según estos datos que he obtenido en la Biblioteca de esta Cámara,
la significación política de los señores Diputados que aquí se sientan es la
siguiente: En las provincias de menos de un 40 por 100 de analfabetos
-eliminadas Madrid y Barcelona quedan trece provincias-, hay nueve Diputados
radicales, once socialistas, nueve Diputados radicales socialistas, tres
Diputados federales, cuatro Diputados de la Agrupación al Servicio de la
República y treinta y tres Diputados de las minorías derecha republicana,
agraria y vasconavarra. ¡Y después decís que nosotros no representamos aquí el
interés de la cultura nacional! (Grandes aplausos.)
El
Sr. Presidente: ¿Toma la Cámara en consideración la enmienda del Sr. Molina?
(Denegaciones.) Queda rechazada.
Como
no queda ninguna enmienda, procede conceder la palabra al Sr. Botella, de la
Comisión, que la tiene pedida para este momento. (Pausa.) Han solicitado turno
en contra, primero, el Sr. Molina; en segundo lugar, el Sr. Guallar, y, por
último, el Sr. Alvarez (D. Basilio). Como no hay más que un turno, hablará, en
contra, el señor Molina, y en pro, el Sr. Ortega y Gasset. ¿Quiere hacer uso de
la palabra el Sr. Molina?
El
Sr. Molina: Cedo la palabra al Sr. Ossorio y Gallardo.
El
Sr. Presidente: Tiene la palabra el señor Ossorio y Gallardo para consumir un
turno en contra.
El
Sr. Ossorio y Gallardo: Muy alejado yo de las pasiones tempestuosas que han
tenido expresión elocuente durante toda esta larguísima sesión y sin tener
tampoco nada nuevo que decir, porque todo lo que yo pienso, ha estado expresado
con mejora evidente en los discursos de los Sres. Carrasco Formiguera y Gil
Robles, no puedo excusarme la manifestar mi parecer sobre el dictamen que se va
a votar, porque he de responder con ello a mi ideología, a mi conciencia y a mi
compromiso con las personas que me han votado.
Yo
me disponía a votar el dictamen antes de su última redacción, porque no es
cierto, a mi juicio, como exageradamente suponen las minorías católicas, que
este dictamen sea peor y más extremista que el primero, no: este dictamen, como
casi todas las resoluciones que de esta Cámara van saliendo, significa, aunque
no nos guste a muchos, un punto de posibilismo, un sentido de realidad, un
pensamiento equilibrado. Esa confianza que yo he manifestado muchas veces, y en
todas partes, tener en la Cámara, la ratifico hoy, porque no puede cegarme la pasión
hasta el punto de creer que es lo mismo llevar a una Constitución la disolución
fulminante de todas las Ordenes religiosas que dejar abierto el portillo, para
que, con más calma y examen más maduro, se elaboren las leyes en que la vida de
las Congregaciones pueda ser regulada. Y como en la Cámara no vivimos -en
ninguna Cámara se vive, pero mucho menos en una de este temperamento y de esta
situación- para que prevalezca el criterio de grupo, de secta, de dogma, de
partido, sino para concertar voluntades, limar aristas, evitar obstáculos y
hacer, en cada instante, si no lo bueno, lo menos malo, yo, no muy conforme
esencialmente con el cuerpo del dictamen, me disponía a votar; pero el dictamen
ha traído tres cosas que alarman -por la moderación que busco en las palabras,
no me atrevo a decir siquiera que sublevan-, no ya la conciencia de un
católico, sino el sentido de un jurista y de un liberal. Claro que el Sr.
Azaña, en su gran discurso de esta tarde, donde el sectario brilló con
atractivos y sugestiones que rendían las voluntades, ya tuvo la preocupación de
declararnos cesantes a los juristas y a los liberales, poniendo por delante del
sentido de la libertad y del Derecho la suprema razón de Estado; pero, siquiera
a título de cesante o de profesional de una profesión mandada retirar, diré que
en el dictamen me alarman grandemente los tres extremos que han sido objeto de
examen: disolución de una Orden religiosa, nacionalización de sus bienes,
prohibición a todas de la enseñanza. No se dice qué Orden será disuelta; se
habla de las Ordenes que tengan hecho un cuarto voto, aparte de los tres
canónicos. No muy ducho yo en la materia, me permito, sin embargo, aconsejar al
Gobierno que estudie el caso, porque es posible que con lo de la existencia del
cuarto voto se encuentre con alguna grave sorpresa.
Pero
el Sr. Ministro de la Guerra, que esta tarde ha tenido su «suaviter in modo,
fortiter in re», función belicosa, ya nos ha dicho sin eufemismos que se trata
de la Compañía de Jesús. No tengo yo especial devoción por la Compañía de
Jesús. Todo el mundo sabe que no soy demasiado clerical. Los señores de ese
lado no me pueden aguantar por eso, entre otras razones. Mas yo he de protestar
serena, pero enérgicamente, de una política que suprime al adversario, si es que
vosotros tenéis por adversario a una Orden religiosa.
Se
distingue, a mi juicio, una sociedad civilizada y culta de una sociedad
arbitraria y atropelladora, en que en la primera el poder frente al adversario,
lucha, combate y le convence o le vence; una sociedad inculta le suprime, le
elimina, y a eso, un mediano temperamento de hombre liberal no se puede prestar
con facilidad. Porque, no os engañéis, eso es lo que han hecho todos los
tiranos: eliminar al adversario, borrarlo, aplastarlo. A Napoleón le estorbaban
los abogados; suprimió la orden de los abogados, que luego tuvo que tragar. A
Mussolini le estorban las logias; suprime las logias. A Primo de Rivera le
estorbaban los adversarios del upetismo, y, alegremente, advirtió un día que
nos privaría de la nacionalidad cuando se le antojase. No; eso no puede ser.
Sentar ese precedente puede traer consecuencias incalculables y gravísimas.
Frente a una obra que estimáis mala, ya se os ha dicho, haced otra cosa mejor:
frente a una enseñanza que reputáis vitanda, dominadla con otra excelente;
frente a una intromisión en las conciencias, emancipad las conciencias; pero
suprimir, hundir al adversario... cuidaos antes de hacerlo, porque otro día os
lo pueden hacer a vosotros. (Rumores.) Y ya hemos pasado por los tiempos en que
se ha tratado de hacérnoslo a todos.
La
cuestión de la enseñanza. Yo siempre, en tono más sereno -porque, además, mi
edad me lo recomienda- que el Sr. Gil Robles, y más experto en el oficio de
padre, y aun de abuelo, que no sé si el Sr. Gil Robles ha empezado siquiera, os
digo que me subleva la tiranía del dios Estado que me arranque los hijos de mi
potestad, de mi voluntad, de mi consejo, de mi imperio, sino os desagrada la
palabra, para que me los forme un Estado que no sé cuál va a ser. No tendría
ningún inconveniente que formasen a mis hijos hombres avanzados como los que se
sientan en el banco azul, precisamente los que se sientan en él, y, en cambio
me aterraría que, en momento de imperio de una política fascista, me formasen
mis hijos para el fascio. Si yo fuera un padre italiano y tuviera que
presenciar la lucha entre los religiosos y el poder del fascio y viera que éste
me arrebataba a mi hijo contra mi voluntad para inculcarle ideas de tiranía y
de barbarie, yo me reputaría absolutamente desgraciado.
Por
eso no me hace ninguna gracia que se pase por encima de los padres; pero hay
otra cosa, y a ora os habla un Diputado por Madrid, que ha sido Concejal por
Madrid y que es, además, madrileño, y de Lavapiés, por si faltase algo: hay en
Madrid veinte mil niños sin escuela, según las publicaciones oficiales del
Ayuntamiento; veinte mil niños que no tienen dónde guarecerse. Yo recuerdo hace
un año haber visto con dolorida sorpresa a la puerta de un grupo escolar que
hay en el Puente de Toledo, mejor dicho, en el primer solar de la carretera de
Andalucía, una gente como amotinada y la fuerza pública procurando imponer
orden. ¿Qué pasa aquí? -pregunté-. ¿Es una revuelta? Me dijeron: No; son las
madres, que vienen a matricular a sus hijos en la Escuela municipal; algunas
llevan cuarenta horas sentadas en el suelo para tomar la vez. Y cuando ésa es
la realidad de mi pueblo, de mi pueblo natal y del pueblo que yo represento, y
me advierte la verdad de los hechos que hay veinte mil criaturas sin Escuela,
sin pan espiritual, ¿cómo voy a admitir esta alegre improvisación con que vamos
a suprimir los escolapios y los salesianos, y los hermanos de la Doctrina
cristiana a cuenta de que tuercen la mente y la conciencia de los niños, a la
mayor parte de los cuales sólo enseñan a leer, a escribir y las reglas
fundamentales de la Aritmética?
¿Se
podrán cerrar esas Escuelas cumpliendo lo que se va a votar? Grave cosa. ¿No se
podrán cerrar? Ridícula cosa. Antes de votar un precepto constitucional,
pensemos en si puede o no puede tener eficacia. ¿Por qué se hace todo esto? No
se ofenda nadie, no se moleste nadie, porque el concepto ha salido ya varias
veces en la sesión de hoy y ha sido acogido sin protesta, sin duda alguna por
convencimiento individual, pero acaso, más que por convencimiento individual,
por la presión exterior; y yo no voy a cometer la hipocresía de renegar de la
presión exterior, porque todos estamos legítimamente sometidos a una presión
exterior; si no representásemos la presión exterior, no seríamos nada, seríamos
unos vividores o unos ilusos, o unas gentes a quienes sobraba el tiempo para
perderlo. (El Sr. Cordero: Nosotros no nos producimos por presión exterior.)
Yo
me alegro mucho, Sr. Cordero, y hasta creo que la conducta de esa minoría en el
día de hoy acredita esas palabras; mas no cabe duda de que la presión exterior
ha existido. Y respetando yo mucho esa presión, me permito advertir que de ella
podemos y debemos ser intérpretes, mas no esclavos, y que al margen del impulso
pasional, frecuentemente ciego e improvisador, tenemos nosotros el deber de la
reflexión, de la cautela y de la medida, que por algo no somos Diputados de
partido, ni Diputados de comarca, ni de distrito, sino Diputados de la nación,
para que los conceptos superiores, los conceptos ennoblecedores, los tejidos
nobles de nuestra actuación prevalezcan sobre toda otra clase de presiones.
Pero
a los que desde fuera creen que aquí se hace poco y que hay partidos que
reniegan de sus compromisos o de su ideario, yo me permitiría advertirles una
cosa para que se vea cómo este Parlamento está respondiendo a su obligación,
especialmente vosotros, los hombres de izquierda, a vuestra obligación de
izquierdistas. Cuando vinisteis a esta Cámara había una Constitución en la que
sólo figuraba una mera tolerancia de cultos. Pues reunidos aquí se ha acordado:
libertad completa de cultos, libertad absoluta de conciencia, separación de la
Iglesia y del Estado, sumisión de las Ordenes religiosas, no ya a la ley común,
sino a una ley especial más rígida, más rigurosa y más severa que la que existe
para ninguna otra Asociación, y como estrambote, todavía se va a entregar el
presupuesto del Clero reduciéndolo en el tiempo, y quizá en la cantidad, de un
modo considerable.
¿Es
esto poco? ¿No era éste vuestro compromiso? Cuando fuimos todos elegidos, ¿se
podía esperar en tan breve lapso de tiempo tanta labor de izquierda, ni
siquiera la que llevamos realizada? Pues todo esto hecho está, y, además, sin
protesta de nadie, o con protestas levísimas. De modo que el avance en la
política religiosa es notorio y vosotros podéis tener el orgullo de que no
habéis desertado de vuestro deber. Además de eso, este criterio de hostilidad,
de persecución que tiene por fondo unas creencias en una Constitución donde el
respeto a las creencias se ha puesto por encima de todo, me parece cosa
extremada.
Bien
me doy cuenta de que quizá no sea ya ocasión de pensarlo; si lo fuera,
merecería que lo pensaseis. Porque una política de este tipo tiene, entre otros
muchos, dos inconvenientes muy grandes: primero, que los religiosos que salgan
de España sean acogidos con cordialidad y quizá con entusiasmo, en otros países
que nos desmerecen del nuestro ni en cultura ni en sentido liberal; por
ejemplo, en Bélgica, en Francia o en los Estados Unidos, y entonces nos será
difícil dar una explicación suficiente del fenómeno, porque si expulsamos a
estos religiosos por torpes, ¿cómo los acogen pueblos de gran cultura? Y si los
expulsamos porque se han adentrado en nuestro dominio y han esclavizado nuestra
libertad, ¿qué idea formarán de nuestra virilidad?
Yo
declaro que en mi casa no gobierna ningún fraile, y me parece muy difícil que
gobierne jamás. Si salen los frailes de aquí para ser acogidos en otros
pueblos, traerá para el nuestro, no quiero decir críticas ni censuras, pero sí
comentarios en los cuales brillará una justificada incomprensión de nosotros.
Y
después saltará la otra dificultad, que no es esa resistencia a mano armada
-perdone que se lo diga, mi respetable amigo el Sr. Pildain- con poca
oportunidad, indiscutiblemente, invocada... Córtese la oración y permitidme un
inciso: nunca están bien las invocaciones a la violencia, ni a la insurrección,
ni a la mano armada, ni a la guerra civil. Suenan mal en labios de los catedráticos
de Lógica; suenan peor en labios sacerdotales (El Sr. Pildain: No lo he
invocado.) No hay tal guerra civil; no hay tal resistencia a mano armada ¡Qué
más querríais! (Señalando al Gobierno.) Ese era un negocio para el Gobierno de
la República; que lo aprendan allá, un negocio: primero, porque multiplicaría
las adhesiones a vuestro favor, y después, porque tendríais un triunfo bélico,
en contadísimas horas.
No
es eso; ni guerra civil, ni resistencia a mano armada; es otra cosa más
terrible: es la disensión en la vida social, es el rompimiento en la intimidad
de los hogares; es la protesta manifiesta o callada; es el enojo, es el desvío;
es tener media, por lo menos media, sociedad española vuelta de espaldas a la
República; y eso sí que es guerra y de ella tenemos ya sobradas pruebas cuando
elementos productores, cuando elementos financieros, cuando elementos
profesionales, cuando elementos de letras y de arte dicen, no que combaten a la
República ni que aspiran a una restauración desatinada, sino que dicen,
sencillamente: la República no me interesa; la República está herida de muerte.
No
vayáis por ahí. Aquí estamos algunos hombres que, por no militar en vuestras
filas, no pedimos nada, ni esperamos nada, ni queremos nada, empeñados en la
empresa de traer a vuestro lado masas de españoles de tipo derechista y
conservador, que hoy no están con vosotros y que deben estar, que tienen la
obligación de estar, que estarán, como todos estos que no tienen lugar fuera de
aquí, sino aquí, combatiendo, como dijo el señor Gil Robles, en el orden de la
legalidad, discutiendo, peleando, enfadándose de vez en cuando, pero aquí en el
trabajo, al lado de la República. Este es el deber de todos los españoles, y
hay que traerlos a vuestro lado, y sostener la República con sus amigos y con
sus adversarios, con los que creen en ella y con los indiferentes; todos, todos
tenemos que estar con la República, porque sino a todos nos iría muy mal. Pero
no cerréis las puertas, no impidáis el acceso, porque cuando esos hombres de buena
fe claman por la ayuda, les suelen contestar: pero ¡si no nos quieren, si no
nos reciben, si nos desprecian, si nos desdeñan!
No
deis pie ni ocasión para ese argumento, hipócrita unas veces, sincero y
efectivo otras. Velad por la República, que es de todos y para todos, y, si
tenéis todavía ocasión y tiempo, pensad si los términos del dictamen que vamos
a aprobar podrían recibir algún trato de contemplación que evitará escenas de
hostilidad, de desagrado, de simple enfriamiento, que a la República la harán
mal y a España la perjudicarán enormemente. No tengo más que decir. (Aplausos
en las minorías vasconavarra y agraria.)
El
Sr. Presidente: En pro del dictamen había pedido la palabra el Sr. Ortega y
Gasset. La tiene S. S.
El
Sr. Ortega y Gasset (D. Eduardo): Señor Presidente, yo me hago cargo de la
hora. Cierto que esto supone, como he dicho antes, una coacción de la que yo no
soy responsable; pero como por encima de todo en la política hay que hacerse
cargo de las circunstancias, yo rogaría al Sr. Presidente, para cohonestar mi
derecho a mi deber de expresar mis juicios y opiniones con el estado de la
Cámara y la hora, que se me reservase la palabra para el próximo artículo, en
el cual podría acaso hacer las mismas manifestaciones que ahora omito.
Sin
perjuicio de ello, sí quisiera hacer una observación en explicación de mi voto,
y es la siguiente: que aunque yo aspiraba a obtener la resolución radical que
esperaba el pueblo español en el asunto religioso de la disolución de todas las
órdenes monásticas, no por eso me he de privar de votar aquella parte, pequeña
o grande, que se va a conceder en el dictamen de la Comisión, el cual votaré.
El
Sr. Presidente: Queda reservada la palabra al Sr. Ortega y Gasset para el
artículo próximo.
El
Sr. Presidente del Gobierno: Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Presidente del Gobierno (Alcalá-Zamora): Mi intervención, breve por la
hora, sencilla por mi posición, tranquila por mi temperamento, obligada por mi
deber, sin duda le causará alguna extrañeza a la Cámara. Cuando llega un
Parlamento -por motivos que no censuro, y todas cuyas explicaciones admito- a
un grado de pasión como el que aquí se ha alcanzado, en el fondo y en la forma,
un hombre de mi ideario y de mi expresión no tiene ambiente, no significa nada,
no representa nada. Yo me someto al juicio de inadaptación sin protesta y
acepto el fallo sin medir su alcance.
Menos
extrañeza les causará mi intervención a estos amigos que vienen siendo mis
compañeros de Gobierno, porque con aquella lealtad absoluta que yo debo a su
adhesión, he procurado, ahora como siempre, que jamás iniciativa alguna mía
para ellos pueda constituir una sorpresa.
En
la explicación de mi voto indico dos motivos que en él no pesan, y alego
concisamente dos que lo determinan. Quien habla tanto como yo, abusando de
vuestra atención tiene el deber de ser conciso en el día de hoy.
Para
nada pesa en mi actitud aquella injusticia patente, por mí aguardada -no creí
que fuera tan próxima-, con que, con torpeza indudable y pertinencia más que
dudosa, arremetieron contra mí en la tarde de hoy, señaladamente el Sr. Pildain
y el Sr. Lammié de Clairac. Estad tranquilos; vuestra gratitud, ni la aguardaba
ni la quería. La clientela de vuestras masas no es cantera que yo aborde; no ésa
ni otra. A la captación jamás voy; al cumplimiento del deber siempre acudo.
Pero esa actitud absolutamente injusta, en mí no influye, por una
consideración, entre otras muchas: porque debemos tener serenidad para no pedir
que nos hagan justicia aquellos que tampoco la obtienen. Por eso, con todas
vuestras iniquidades al tratarme así, yo soy con vosotros tolerante y
comprensivo.
La
segunda de las aclaraciones que tengo que hacer, como motivo que no pesa para
nada en mi actitud, es que quizá entre todos cuantos voten el dictamen tal como
queda redactado, entre todos los que lo escribieron o lo inspiraron, no habrá
nadie que me gane a mí en ausencia de ligaduras secretas, misteriosas, adeptas
inconfesable con la entidad más interesada directamente en el problema que hoy
se examina. Ni afectos, ni vínculos, ni lazos de enseñanza, ni relación de
interés, ni estímulo extraordinario de simpatía; mi voto es puramente objetivo,
sereno, imparcial.
Pero
en mi voto pesan dos consideraciones: es una, mi concepto del liberalismo en
relación con el interés de la República; es otro un concepto neutro, técnico,
profesional si queréis, sobre la dignidad de la Ley y el amparo del Derecho. Yo
ya sé que nada más fácil a cualquiera superioridad fría y desdeñosa que
permitirse la burla más cruel, la flagelación más sañuda contra el candor del
liberalismo; yo, a sabiendas de esa facilidad, a la flagelación me someto,
advirtiendo tan sólo que quizá sea ir demasiado deprisa renegar, en nombre de
la conveniencia de la República, del liberalismo. Ya no hace falta para
implantarla, porque está implantada; todavía es necesario para consolidarla y
es indispensable para su paz. Por eso, en nombre de una convicción liberal que
no reniega ni teme, mi parecer es contrario al dictamen tal como queda
redactado. En nombre de ese criterio liberal exponía yo la ineficacia ante el
Estado, ante la ley civil y política, de los votos que suponen renuncia de
libertad y merma de ciudadanía. Pero singular criterio, al menos para mí, aquel
que, protestando airado en nombre de la libertad contra limitaciones de ella,
que tienen un arranque en la voluntad misma, siquiera pueda estar cohibida en
el momento y arrepentida más tarde, venga a remediar la injusticia y la
disminución de capacidad con una limitación impuesta en el ejercicio de los
demás.
La
segunda razón de técnica profesional jurídica es ésta: ya sé yo, he vivido lo
bastante en el mundo, tengo la experiencia suficiente para no necesitar que
nadie me lo advierta, y muchos me lo han advertido desde la pasada tarde, que
media una enorme distancia, de intensidad y de tiempo, aunque se fijen plazos,
entre la letra del precepto, de implantación difícil, y su efectividad
completa; distancia enorme de tiempo, de modo y de eficacia. Pero a mí, no
puedo remediarlo, aun dentro del precepto estricto del derecho, la ficción
jurídica misma me repugna; para mí, ¡triste horizonte de remedio el de un
precepto que necesita la esperanza de su incumplimiento y de los artificios que
le eludan! ¡Triste condición la de un derecho que va a tener como garantía la
ineficacia, el desuso, la tolerancia, la evasiva y la venda en los ojos! Por
las dos razones, por la de criterio liberal y por la de respeto a la dignidad
de la ley, seguridad y amparo del Derecho, yo, que hasta las cinco de la tarde
hubiera votado el texto que al abrirse la sesión leyó el Sr. Ruiz Funes,
después de las transformaciones sucesivas que en la máquina parlamentaria ha
ido tomando, y que muchos reputan perfecciones, no puedo votar ese artículo, y
voto resueltamente en contra.
¿Trascendencia
de este voto? Ninguna, porque el voto es mío. Influjo en los demás, siendo mío,
no puede tenerle. Consecuencias de otro orden, fueren las que fueren, por ser
mías son pequeñas, y además ni siquiera dependerían de mi voluntad: del juicio
de la Cámara, que es soberana, y, a lo sumo, de la representación más
autorizada de ello que evidente y estrechamente más me puede envolver a mí.
(Aplausos.)
El
Sr. Presidente: ¿La Cámara aprueba el artículo 24 de la Constitución con su
actual redacción?
Solicitada
votación nominal por suficiente número de Sres. Diputados, dijo
El
Sr. Galarza: Si se ha de verificar votación nominal, pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La votación será nominal. El Sr. Galarza tiene la palabra.
El
Sr. Galarza: Durante la dilatada discusión del problema que nos tiene
congregados hasta la mañana de hoy, sentí muchas veces el deseo de intervenir
en ella, siquiera fuese con brevedad; pero perfectamente representada siempre
esta minoría, quise ahorraros la molestia de tenerme que escuchar, y no hubiera
solicitado la palabra de no pedirse votación nominal para decidir sobre este
artículo 24.
Creemos,
creo yo, puesto que es mi voto solo el que voy a explicar, que está
suficientemente clara la actitud de nuestra minoría; pero tengo yo una posible
responsabilidad. Quizá recordéis todos, a pesar de la modestia de mi persona,
que fui yo el que me levanté aquí una tarde a decir, en nombre de esta minoría,
previa consulta que acababa de hacer a los que nos sentábamos en estos bancos,
que nosotros no acudiríamos para tratar de este problema a ninguna reunión de
jefes de minorías. Reconozco que ésta es una responsabilidad contraída, por mí
en primer término, después por la minoría radicalsocialista. Pero precisamente
por ello, yo, particularmente, no ya en nombre de la minoría, tengo que hacer
una declaración: y es, que el habernos negado a asistir a cualquiera de esas
reuniones, y quizá con ello el haberlas imposibilitado, no quiere decir, en
ningún instante, que yo sea de aquellos que creen que los debates de la Cámara
deban ser ineficaces; aquí discutimos y debatimos con el ánimo de convencernos,
y yo respecto a los que se hayan convencido, como ellos respetarán el que los
argumentos de los demás no hayan llevado a nuestro ánimo el convencimiento.
Porque, Sres. Diputados, cuando algunas veces deseaba yo pedir la palabra, era
para llamar la atención de todos los republicanos y de los socialistas,
diciéndoles que no estábamos, por lo menos yo creía que no debíamos estar, en un
concurso, en un match de radicalismo, porque eso no sería digno de la Cámara
Constituyente, sino que cada cual, con su conciencia y con su pensamiento y sus
compromisos, votase lo que creyera que debía votar, sin que la votación pudiera
dividirnos a los republicanos, frente a los monárquicos embozados. (Rumores y
protestas en la minoría vasconavarra.) No lo han declarado todos; lo han
declarado algunos; pero de todos modos, cuando han salido de esas dos minorías
(dirigiéndose a la vasconavarra y a la agraria) palabras que parecían demandar
armonía, nosotros, no diré que teníamos los oídos sordos, pero sí la conciencia
tranquila de no atenderlas, porque sabíamos que aun cuando os hubiéramos
entregado, en aras de esa armonía, parte de nuestra ideología, aun cuando
hubiéramos cometido esa insigne locura, vosotros habríais sido siempre enemigos
de la República, y si no lo sois más declaradamente, es porque no tenéis fuerza
para serlo; pero si la tuvierais, aun habiendo hecho nosotros una dejación de
nuestros ideales en la Constitución, vosotros pretenderíais derribar la
República. (Rumores en la minoría vasconavarra.) Y como tenemos este
convencimiento, sabemos que por vosotros no debemos hacer un solo sacrificio,
porque sería inútil y además sería peligroso. (Varios Sres. Diputados de la
minoría vasconavarra: Ni lo pedimos.) Y en el momento en que llega esta
votación, tengo que decir, después de hechas estas afirmaciones de respeto para
el voto de los demás republicanos y para el voto de los socialistas, reconociendo
yo también particularmente respecto a vosotros los socialistas, que no habéis
hecho vuestra propaganda, a través de los tiempos y de la formación de vuestro
partido, teniendo como base esencial el problema religioso y clerical, sino
teniendo por base otros problemas que os dan perfecta libertad para hacer lo
que habéis hecho, yo tengo que decir (no sé lo que harán los demás compañeros),
que me abstengo de votar este dictamen. Lo hago así, porque sé que por
abstenerme, tanto yo como algunos compañeros de minoría, el dictamen no peligra
y nosotros seguimos manteniendo un principio. Si el dictamen peligrara, frente
a vosotros (dirigiéndose a la minoría vasconavarra) haríamos el sacrificio de
votarlo; como estimamos que no peligra, queremos mantener este principio,
porque queremos ser los vigilantes constantes de que eso que vais a aprobar
tendrá una eficacia en el Parlamento, y cuando llegue el momento de votar esa
Ley, nosotros seguiremos manteniendo que, para salvar la República y para no
olvidar la revolución que hemos hecho, es preciso que se disuelvan todas las
Ordenes religiosas.
El
Sr. Presidente: ¿Insisten SS.SS. en que la votación del artículo 24 sea
nominal? (Afirmaciones.) Se procede a la votación nominal.
Verificada
en esta forma, quedó aprobado el artículo 24 por 178 votos contra 59, según
aparece en la siguiente lista...
(La
aprobación del artículo es acogida con aplausos en varios lados de la Cámara y
en las tribunas, oyéndose reiterados vivas a la República, a los que contestan
los Diputados de la minoría vasconavarra con vivas a La Libertad. Prodúcese
gran confusión. Un grupo numeroso de Diputados se dirige hacia los escaños de
la minoría vasconavarra, y el señor Leizaola es objeto de una agresión
personal: El Sr. Presidente reclama insistentemente orden, sin poder dominar
durante largo rato el tumulto. Restablecido el orden, dijo)
El
Sr. Presidente: Sres. Diputados, es preciso cuidar de que la sesión termine
dignamente. Todas las minorías están bajo el amparo del Parlamento, y de ningún
modo se puede permitir que en medio de las manifestaciones de entusiasmo y por
violentas que sean las pasiones, se produzcan agresiones entre los Sres.
Diputados de una y otra fracción. Deben todos mantenerse serenos, y si algún
Sr. Diputado, en momentos de violencia, quizás disculpables por el cansancio,
ha recibido algún agravio, que se dirija al Presidente, que yo he de procurar
que ese agravio se borre, y si alguien hubiera incurrido en un acto que no
podamos admitir, la sanción de la Cámara sabrá imponer el debido correctivo.
(Aplausos.- El Sr. Leizaola pretende hacer uso de la palabra.) Sr. Leizaola, yo
comprendo que S.S. No puede tener ahora la necesaria serenidad. Aplace su
intervención.
El
Sr. Leizaola: Tengo toda la serenidad necesaria para decir que no he abierto la
boca y he recibido un puñetazo.
El
Sr. Presidente: Sr. Leizaola, diríjase su señoría a mí. Yo le ruego que no
pronuncia una palabra más, y que una vez levantada la sesión tenga la bondad de
pasar por mi despacho.»
Eran
las siete y treinta y cinco minutos de la mañana del día 14.
(Diario
de Sesiones, de 13 de octubre de 1931.)
El
Ministro de la Guerra, Azaña, afirma en la Cámara: «España ha dejado de ser
católica. El problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal
que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español»
El
Sr. Ministro de la Guerra (Azaña): Pido la palabra.
El
Sr. Presidente: La tiene S.S.
El
Sr. Ministro de la Guerra:
Señores,
Diputados:
Se
me permitirá que diga unas cuantas palabras acerca de esta cuestión que hoy nos
apasiona, con el propósito, dentro de la brevedad de que o sea capaz, de buscar
para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil.
De
todas maneras, creo que yo no habría podido excusarme de tomar parte en esta discusión,
aunque no hubiese sido más que para desvanecer un equívoco lamentable que se
desenvuelve en torno de la enmienda formulada por el Sr. Ramos, y que algunos
grupos políticos de las Cortes acogieran.
Esta
enmienda, merced a la perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en
su discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un
plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la Comisión su dictamen, la
enmienda del Sr. Ramos ha perdido cierta congruencia con el texto que está
sometido a deliberación.
No
me referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a las reglas de la
oportunidad,; pero, de todos modos, para llegar a esta indicación, a esta
salvedad y a esta eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar
los dos textos que se contraponen ante la deliberación de las Cortes: el de la
Comisión y el voto particular, buscando más allá del texto legislativo y de su
hechura jurídica la profundidad del problema político que dentro de ellos se
encierra.
A
mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si
nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos
empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos
empeñásemos en construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a
meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las perfecciones o las
imperfecciones de molde legal sin estar antes bien seguros de que dentro de él
caben todas las realidades políticas españolas que pretendemos someter a su
norma.
Realidades
vitales de España
Realidades
vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos;
realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que el
gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para
fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la
ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor
universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el
gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos
proceder como legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y
el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias existentes en la
realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo
que hemos hecho.
Con
la realidad española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo
que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y
los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia,
esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es
nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va
plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero
la legislación, señores diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y
de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo
también en presencia y con respeto de principios generales admitidos por la
ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas
concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.
Ahora
bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo
que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones
vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan
vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace
estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y
sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el
estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio,
a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos
demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsión a los
principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres. Diputados, sucedería
que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies
inestimables, lejos de servirnos para articular breve y claramente la nueva
ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser
garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de
la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos
donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se
cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las
voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del
Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución,
que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a
destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica.
Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará
únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero
si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se
necesita una transformaicón radical del Estaod, en la misma proporción en que
se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia
pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la revolución española cuyas leyes
estamos haciendo es de este último orden. La revolución política, es decir, la
expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha
resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero
no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de
transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a
mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías
locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma
de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la
implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas
consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. La
República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica, que
fingía una vida inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones
se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a
las libertades republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y
disgustos de no pocos, en la contextura de estas Cortes, en el mandato que
creen traer y en los temas que a todos nos apasionan.
España
ha dejado de ser católica
Cada
una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable,
imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y
contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me
refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La
premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha
dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el
Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo
español.
Yo
no puedo admitir, Sres. Diputados, que a estose le llame problema religioso. El
auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia
personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la
pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de
constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde
hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a
diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las
conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad,
por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo
cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que
tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el
Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.
Para
afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero
decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los
siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe
España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores
apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque
una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios
de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la
abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo,
como su genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos
conocemos. (Muy bien.)
España,
creadora de un catolicismo español
España,
en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e
inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo,
resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del
catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias católicas; bien
distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo
español, por las mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y
una pintura y un teatro y una moral españoles, en los cuales también se palpa
la impregnación de la fe religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí
está todavía casualmente la Compañía de Jesús creación española, obra de un gran
ejemplar de la raza, y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo
español ha influído en la orientación del gobierno histórico y político de la
Iglesia de Roma. Pero ahora, Sres. Diputados, la situación es exactamente la
inversa. Durante muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento
europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento
del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia a la fe
cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y la actividad
especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el
movimiento superior de la civilización se hace en contra suya y, en España, a
pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado el
catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español.
Que haya en España millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo que da
el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma
numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el
rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.)
Por
consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser
católica que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica
en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disedentes,
algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y
España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones
de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía, el Estado español, podía algún
Estado del mundo estar en su organización y en el pensamiento desunido,
divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de la civilización, de la
situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres. Diputados. En este orden
de ideas, el Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos, como
indicaba hace pocos días mi excelente amigo el Sr. Zulueta en su interesante
discurso, si admitimos -digo- que lo característico del Estado es la cultura.
Los cristianos se apoderaron del Estado imperial romano cuando, desfallecido el
espíritu original del mundo antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento
espiritual que el de la fe cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus
teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que los millones de paganos, que tardaron
siglos en convertirse, abrazaran la nueva fe. Cristiano era el Imperio romano,
y el modesto labrador hispanorromano de mi tierra todavía sacrificaba a los
dioses latinos en los mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas de las
Vírgenes y de los Cristos. Esto quiere decir que los sedimentos se sobreponen
por el aluvión de la Historia, y que un sedimento tarda en desaparecer y
soterrarse cuando ya en las alturas se ha evaporado el espíritu religioso que
lo lanzó.
La
transformación del Estado español
Estas
son, Sres. Diputados, las razones que tenemos, por lo menos, modestamente, las
que tengo yo, para exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia
histórica de transformar el Estado español, de acuerdo con esta modalidad mueva
del espíritu nacional.
Y
esto lo haremos con franqueza, con lealtad, sin declaración de guerra; antes al
contrario, como una oferta, como una proposición de reajuste de la paz. De lo
que yo me guardaré muy bien es de considerar si esto le conviene más a la
Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro;
además, no me interesa; a mí lo que me interesa es el Estado soberano y
legislador. También me guardaré de dar consejos a nadie sobre su conducta
futura, y , sobre todo, personalmente, me guardaré del ridículo de decir que
esta actitud nuestra está más conforme con el verdadero espíritu del Evangelio.
El uso más desatinado que se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto
de argumentos políticos, y la deformación más monstruosa de la figura de Jesús
es presentarlo como un propagandista demócrata o como lector de Michelet o de
Castelar, o quién sabe si como un precursor de la ley Agraria. No. La
experiencia cristiana, Sres. Diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede
tratar en serio; el que no la conozca que deje el Evangelio en su alacena que
no lo lea; pero Renán lo ha dicho: «Los que salen del santuario son más
certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él.»
Y
yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista,
más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías,
¿os suenan a falso?
Esta
posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis
vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto
del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a
alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos?
No
lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en
discusión.
La
enmienda del Sr. Ramos
Nosotros
dijimos: separación de Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa; la
inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien,
¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del
Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a
ignorar l que pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros vamos a desconocer que
en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus jerarcas y con la
potestad suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o
varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente
la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el Estado la
situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de
la Iglesia protestante? A remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad
y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente
fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta
enmienda era justamente, como acaba de indicar el Sr. Presidente de la
Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto,
perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara
como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta
materia de la Corporación d Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no
hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene
que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra
una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la
Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la
Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien
aguda, del Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.
Objeciones
al discurso de D. Fernando de los Ríos
¿Qué
nos queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta
cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de
la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en
esta parte del discurso del Sr. De los Ríos notaba yo una vaguedad, una
indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa
indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo
llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría quiera el
Concordato; no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una situación,
cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a éste, a
cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con la
iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la
inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra
esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una solución
que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado
laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la
acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de
roma; eso para mí es fundamental.
Presupuestos
y bienes
Otros
aspectos de la cuestión son menos importantes. El persupuesto del clero se
suprime, evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que
no me interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor
ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho
públicamente: que sea sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25
por 100 del presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor sustancial; no
vale la pena de insistir.
La
cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me
voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario,
adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral
y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia,
trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o
menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en
14.000 pesetas, y no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no
al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara
una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso,
lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización
representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el
régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social
adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un
contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera
de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden
social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos
y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que
hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que
olvidarlo.
Ahora
se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo
que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que la iglesia los ha reivindicado
ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa
importante, porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza
congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 8 y de la del
73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han
encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica
ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado
sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias
tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Este
es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase
media española en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución
liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la
misma clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y
de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que
acabo de describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y
el despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política
de nuestro país en el siglo pasado.
El
problema de las Ordenes religiosas
En
realidad, la cuestión apasionante, por el dramatismo interior que encierra, es
la de las Ordenes religiosas; dramatismo natural porque se habla de la Iglesia,
se habla del presupuesto del clero, se habla de roma; son entidades muy lejanas
que no tomas para nosotros forma ni visibilidad humana; pero los frailes, las
Ordenes religiosas, sí.
En
este asunto. Sres. Diputados, hay un drama muy grande, apasionante, insoluble.
Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de
conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana;
pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y
el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el drama que, como todos los
verdaderos y grandes dramas, no tiene solución. ¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a
seguir (claro que no, es un supuesto absurdo), vamos a seguir el sistema antiguo,
que consistía en suprimir uno de los términos del problema, el de la seguridad
e independencia del Estado, y dejar la calle abierta a la muchedumbre de
Ordenes religiosas para que invada la sociedad española? No. Pero yo pregunto:
reacción explicable y natural, el otro término del problema y borrar todas las
obligaciones que tenemos con esta libertad de conciencia? Respondo
resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo que hay que hacer -y es una cosa
difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben estimular-; lo que hay
que hacer es tomar un término superior a los dos principios en contienda, que
para nosotros, laicos, servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado
republicano, no puede ser más que el principio de la salud del Estado. (Muy
bien.)
La
salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa hipotética, un supuesto, como
el de la salud personal; la salud del Estado, como la de las personas, consiste
en disponer de la robustez suficiente para poder conllevar los achaques, las
miserias inherentes a nuestra naturaleza. En tal Estado existen corrupciones,
desmanes, desvíos de la buena administración y de la buena justicia: torpezas
de gobierno que, por ser el Estado poderoso, denso y arraigado, no se notan, y
que trasladadas a otro Estado más nuevo, más débil, menos arraigado, acabarían
con él instantáneamente. Por consiguiente, se trata de adaptar el régimen de
salud del Estado a lo que es el Estado español actualmente.
Criterio
para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el siguiente: tratar
dsigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes religiosas no podemos
oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y
de defensa de la República, Esto no tiene un rigor matemático ni puede tenerlo;
pero todas las cuestiones de gobierno afortunadamente, no están encajadas en
este rigor, sino que depende de la presteza del entendimiento y de la ligereza
de la mano para administrar la realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar
desigualmente a los desiguales, porque no teniendo nosotros un principio eterno
de justicia irrevocable que oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que
detenernos en la campaña de reforma de la organización religiosa española allí
donde nuestra intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, señores
Diputados, que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que
no está anestesiado y que en los debates propios de su dolor puede complicar la
operación y hacerla mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy
bien, muy bien.)
Y
como no tenemos frente a las ordenes religiosas ese principio eterno de
justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados, sin rectificar nunca
nuestra línea de conducta, y como todo queda encomendado a la prudencia, a la
habilidad del gobernante, yo digo: las Ordenes religiosas tenemos que
proscribirlas en razón de su temerosidad para la República ¿El rigor de la ley
debe ser proporcionado a la temerosidad (digámoslo así, yo no sé siquiera si
éste es un vocablo castellano) de cada una de estas Ordenes, una por una? No;
no es menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen; aquí se
empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de aquellas
Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro especial
de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado.» Estos son los
jesuítas. (Risas.)
Disolución
de las Ordenes
Pero
yo añado a esto una observación, que, lo confieso, no se me ha ocurrido a mí;
me la acaba de sugerir un eminente compañero. Aquí se dice: «Las Ordenes
religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las siguientes bases.» Es
decir, que la disolución definitiva, irrevocable, contenida en este primer
párrafo, queda pendiente de lo que haga una ley especial mañana; y a mí esto no
me parece bien; creo que esta disolución debe quedar decretada en la
Constitución (Muy bien.), no sólo porque es leal, franco y noble decirlo,
puesto que pensamos hacerlo, sino porque, si no lo hacemos, es posible que no
lo podamos hacer mañana; porque si nosotros dejamos en la Constitución el
encargo al legislador de mañana, que incluso podréis ser vosotros mismos, de
hacer una ley con arreglo a estas normas, fijaos bien lo que significa dejar
pendiente esta espada sobre una institución tan poderosa, que trabajará todo lo
posible para que estas Cortes no puedan legislar más. Por consiguiente, yo
estimo que en la redacción actual del dictamen debiera introducirse una
modificación, según la cual este primer párrafo no fuese suspensivo, pensando
en una ley futura, sino desde ahora terminante y ejecutivo.
Respecto
a las otras Ordenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una amplitud
que pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución de las que en
su actividad constituyan un peligro para la seguridad del Estado.» ¿Y quiénes
son éstas? Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De manera que este
párrafo deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la destrucción de
todas las Ordenes religiosas que ellas estimen peligrosas para el Estado.
Ahora
bien; en razón de ese principio de prudencia gubernamental, de estilo de
gobernar, yo me digo: ¿es que para mí son lo mismo las monjas que están en
Cebreros, o las bernardas de Talavera, o las clarisas de Sevilla, entretenidas en
bordar acericos y en hacer dulces para los amigos, que los jesuítas? ¿Es que yo
voy a caer en el ridículo de enviar los agentes de la República a que clausuren
los conventos de estas pobres mujeres, para que en torno de ellas se forme una
leyenda de falso martirio, y que la República gaste su prestigio en una empresa
repugnante, que estaría mejor empleado en una operación de mayor fuste? Yo no
puedo aconsejar eso a nadie.
Donde
un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una Orden religiosa
es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero
guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no está en
nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no puede por
menos de perjudicarnos.
Dos
salvedades
Tengo
que hacer aquí dos salvedades muy importantes: una suspensiva y otra
irrevocable y terminante. Sé que voy a disgustar a los liberales. La primera se
refiere a la acción benéfica de las Ordenes religiosas. El señor Ministro de
Justicia -y él me perdonará si tantas veces insisto en aludirle; pero la
importancia de su discurso es tal, que no hay más remedio que referirse a él-,
el señor Ministro de Justicia trazó aquí en el aire una figura aérea de la
hermana de la Caridad, a la que él prestó, indudablemente, las fuentes de su
propio corazón. Yo no quiero hacer aquí el antropófogo y, por lo tanto, me
abstengo de refutar a fondo esta opinión del Sr. De los ríos; pero apele S.S. a
los que tienen experiencia de estas cosas, a los médicos que dirigen
hospitales, a las gentes que visitan las Casas de Beneficencia, y aun a los
propios pobres enfermos y asilados en estos hospitales y establecimientos, y
sabrá que debajo de la aspiración caritativa, que doctrinalmente es
irreprochable y admirable, hay, sobre todo, un vehículo de proselitismo que
nosotros no podemos tolerar. (Muy bien.) Pues qué, ¿no sabemos todos que al
pobre enfermo hospitalizado se le hace objeto de trato preferente según cumple
o no los preceptos de la religión católica? ¿Y esto quién lo hace, sino esta
figura ideal, propia para una tarjeta postal, pero que en la realidad se da
pocas veces?
La
otra salvedad terminante, que va a disgustar a los liberales, es ésta: en
ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido ni yo
en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga
entregado a las Ordenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo
lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defensa de la República. La agitción
más o menos clandestina de la Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá,
podrá ser cierta, podrá ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta
acción continua de las Ordenes religiosas sobre las conciencias juveniles es
cabalmente el secreto de la situación política por que España transcurre y que
está en nuestra obligación de republicanos, y no de republicanos, de españoles,
impedir a todo trance. (Muy bien.) A mí queno me vengan a decir que esto es
contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública.
¿Permitiríais vosotros, los que, a nombre de liberales, os oponéis a esta
doctrina, permitiríais vosotros que un catedrático en la Universidad explicase
la Astronomía de Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias
esferas a las cuales están atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se
propagase en la cátedra de la Universidad española la Medicina del siglo XVI?
No lo permitiríais; a pesar del derecho de enseñanza del catedrático y de su
libertad de conciencia, no se permitiría. Pues yo digo que en el orden de las
ciencias morales y políticas, la obligación de las Ordenes religiosas
católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los
principios en que se funda el Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de
estas cosas no puede hablar, y yo, que he comprobado en tantos y tantos
compañeros de mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la
tragedia de que se le derrumbaban los principios básicos de su cultura intelectual
y moral, os he dedecir que ése es un drama que yo con mi voto no consentiré que
se reproduzca jamás. (Grandes aplausos.)
Si
resulta, señores Diputados, que de esta redacción del dictamen las Cortes
pueden acordar la disolución de todas las Ordenes religiosas que estime
perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la responsabilidad de
las propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor extensión de esto que
llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces, no el Gobierno ni éste
ni otro. Y yo estimo que si unas institucines, si queda alguna, si las Cortes
acuerdan que queda alguna aquienes se les prohibe adquirir y conservar bienes
inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes se les prohibe ejercer la
industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la enseñanza, a
quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta que puedan ser
sustituídas por otros organismos del Estado, y a quienes se los obliga a dar
anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía
peligrosos para la República, será preciso reconocer que ni la República no
nosotros valemos gran cosa. (Risas:)
Planteamiento
del problema político
Y
ahora, señores Diputados, llegamos a la última parte de la cuestión. Ya he
expuesto la posición histórica y política tal como yo la veo; he penetrado en
el problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la situación
parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la
mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos, en ningún
momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría vacilado en
echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha
a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el sufragio y el rigor
del sistema de mayorías. Pero con una condición: que al día siguiente de
aprobarse la Constitución, con los votos de este partido hipotético, este mismo
partido ocuparía el Poder. (Muy bien.- Aplausos.) Ese partido ocuparía el Poder
para tomar sobre sí la responsabilidad y la gloria de aplicar, desde el
Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de votar en las Cortes.
Por
desgracia, no existe este partido hipotético con que yo sueño, ni ningún otro
que esté en condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa de las mayorías. Por
tanto, señores Diputados, debiendo ser la Constitución, no obra de mi capricho
personal, ni del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco de una transacción en
que se abandonen los principios de cada cual, sino de un texto legislativo que
permita gobernar a todos los partidos que sostienen la República..., yo
sostengo, señores Diputados, que el peso de cada cual en el voto de la
Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en el Gobierno de
mañana. Yo planteo la cuestión con toda claridad: aquí está el voto particular
que sostienen nuestros amigos los socialistas; y yo digo francamente: si el
partido socialista va a a sumir mañana el Poder y me dice que necesita ese
texto para gobernar, yo se lo voto (Muy bien, muy bien. Aplausos.) Porque,
señores Diputados, no es mi partido el que haya de negar ni ahora ni nunca al
partido socialista las condiciones que crea necesarias para gobernar la
República. Pero si esto no es así (yo no entiendo de estas cosas; estoy
discutiendo en hipótesis), veamos la manera de que el texto constitucional, sin
impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen derecho a
gobernar la República española, puesto que la han traído, la gobiernan, la
administran y la defienden. (Muy bien.)
Este
es mi punto de vista, señores Diputados: mejor dicho, este es el punto de vista
de Acción Republicana, que no tiene por qué disimular ni su laicismo ni su
radicalismo constructor ni el concepto moderno que tiene de la vida española,
en la cual de nada reniega, pero que está resuelta a contribuir a su renovación
desde la raíz hasta la fronda, y que además supone para todos los republicanos
de izquierda una base de inteligencia y colaboración, no para hoy, porque hoy
se acaba pronto, sino para mañana, para el mañana de la República, que todos
queremos que sea tranquilo, fecundo y florioso para los que la administren y
defiendan. (Grandes y prolongados aplausos.)
(El
Sol, 14 de octubre de 1931.)
Ley de Defensa de la República
La ley que ayer aprobó la Cámara para reforzar la de Orden público
es la siguiente:
«Artículo 1.: Son acto de agresión a la República y quedan sometidos
a la presente ley:
1.: La incitación a resistir o a desobedecer
las leyes o las disposiciones legítimas de la autoridad.
2.: La incitación a la indisciplina o al
antagonismo entre Institutos armados o entre éstos y los organismos civiles.
3.: Difundir noticias que puedan quebrantar
el crédito o perturbar la paz o el orden público.
4.: La comisión de actos de violencia contra
personas, cosas o propiedades por motivos religiosos, políticos o sociales o la
incitación a cometerlos.
5.: Toda acción o expresión que redunde en
menosprecio de las instituciones u organismos del Estado.
6.: La apología del régimen monárquico o de
las personas en que se pretenda vincular su representación y el uso de
emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras.
7.: La tenencia ilícita de armas de fuego o
sustancias explosivas prohibidas.
8.: La suspensión o cesación de industrias o
labores de cualquier clase sin justificación bastante.
9.: Las huelgas no anunciadas con ocho días
de anticipación, si no tienen otro plazo marcado en la ley especial; las
declaradas por motivos que no se relacionen con las condiciones de trabajo y
las que no se sometan a un procedimiento de arbitraje o conciliación.
10. La alteración injustificada del precio
de las cosas.
11. La falta de celo, la negligencia de los
funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios.
Art. 2.: Podrán ser confinados o extrañados por un período no
superior al de la vigencia de esta ley o multados hasta la cuantía máxima de
10.000 pesetas, ocupándose o suspendiéndose, según los casos, los medios que
hayan utilizado para su realización los autores materiales o los inductores de
hechos comprendidos en los números 1 al 10 del artículo anterior. Los autores
de hechos comprendidos en el número 11 serán suspendidos o separados de su
cargo o postergados en sus respectivos escalafones.
Art. 3.: El Ministro de la Gobernación queda facultado:
1.: Para suspender las reuniones o
manifestaciones públicas de carácter político, religioso o social cuando por
las circunstancias de su convocatoria sea presumible que su celebración pueda
perturbar la paz pública.
2.: Para clausurar los centros o Asociaciones
que se consideren incitan a la realización de actos comprendidos en el artículo
1.: de esta ley.
3.: Para intervenir la contabilidad e
investigar el origen y distribución de los fondos de cualquier entidad de las
definidas en la ley de Asociaciones.
4.: Para decretar la incautación de toda
clase de armas o sustancias explosivas, aun de las tenidas lícitamente.
Art. 4.: Queda encomendada al Ministro de la Gobernación la
aplicación de la presente ley.
Para aplicarla el Gobierno podrá nombrar delegados especiales, cuya
jurisdicción alcance a dos o más provincias.
Si al disolver las Cortes constituyentes no hubieran acordado
ratificar esta ley, se entenderá que queda derogada.»
(El Sol, de 21 de octubre de 1931.)
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