LA
PROMESA DE ESPAÑA
I.
Pleito de historia y no de sociología
Se
ha dicho que la filosofía de la Historia es el arte de profetizar lo pasado;
mas es lo cierto que no cabe profecía ni del porvenir sino a base de Historia,
aunque sin filosofía. Lo que puede prometer la nueva España, la España
republicana que acaba de nacer, sólo cabe conjeturarlo por el examen de cómo se
ha hecho esta España que de pronto ha roto su envoltura de crisálida y ha
surgido al sol como mariposa. El proceso de formación empezó en 1898, a raíz de
nuestro desastre colonial, de la pérdida de la últimas colonias ultramarinas de
la corona, más que de la nación española.
En
España había la conciencia de que la rendición de Santiago de Cuba, en la forma
en que se hizo, no fue por heroicidad caballeresca, sino para salvar la
monarquía, y desde entonces, desde el Tratado de París, se fue formando
sordamente un sentimiento de desafección a la dinastía borbónicohabsburgiana.
Cuando entró a reinar el actual ex Rey, don Alfonso de Borbón y Habsburgo
Lorena, se propuso reparar la mengua de la Regencia y soño en un Imperio
ibérico, con Portugal, cuya conquista tuvo planeada, con Gibraltar y todo el
norte de Marruecos, incluso Tánger. Y todo ello bajo un régimen imperial y
absolutista. Sentíase, como Habsburgo, un nuevo Carlos V. Se le llamó «el
Africano». Atendía sobre todo al generalato del Ejército y al episcopado de la
Iglesia, con lo que fomentó el pretorianimo -más bien cesarianismo- y el alto
clericalismo. Y en cuanto el pueblo proletario hizo que sus Gobiernos, en
especial los conservadores, iniciasen una serie de reformas de legislación
social, con objeto de conjurar el movimiento socialista y aun el sindicalista,
que empezaban a tomar vuelos. Y no se puede negar que a principio de su reinado
gozó de una cierta popularidad, debida en gran parte al juego peligroso que se
traía con sus ministros responsables, de quienes se burlaba constantemente, y
por encima de los cuales dirigía personalmente la política, y hasta la
internacional, que era lo más grave.
Surgió
la Gran Guerra europea cuando España estaba empeñada en la de Marruecos, guerra
colonial para establecer un Protectorado civil, según acuerdos internacionales
desde el punto de vista de la nación, pero guerra de conquista, guerra
imperialista, desde el punto de vista del reino, de la corona. En un documento
dirigido al Rey por el episcopado, documento que el mismo Rey inspiró, se le
llamaba a esa guerra cruzada, y así llamó el Rey mismo más adelante, en un
lamentable discurso que leyó ante el pontífice romano. Cruzada que el pueblo
español repudiaba y contra la cual se manifestó varias veces. Y al surgir la
guerra europea, don Alfonso se pronunció por la neutralidad -una neutralidad forzada-,
pero simpatizando con los Imperios centrales. Era, al fin, un Habsburgo más que
un Borbón. Su ensueño era el que yo llamaba el Vice-Imperio Ibérico; vice,
porque había de ser bajo la protección de Alemania y Austria, y que
comprendería, con toda la Península, incluso Gibraltar y Portugal -cuyas
colonias se apropiarían Alemania y Austria-, Marruecos. Fueron vencidos los
Imperios centrales, y con ellos fue vencido el nonato Vice-Imperio Ibérico, y
entonces mismo fue vencida la monarquía borbónico-habsburgiana de España.
Entonces se remachó el divorcio entre la nación y la realeza, entre la patria
española y el patrimonio real.
A
esto vinieron a unirse nuestros desastres en Africa, que reavivaban las
heridas, aún no del todo cicatrizadas, del gran desastre colonial de 1898. El
de 1921, el de Annual, fue atribuído por la conciencia nacional al Rey mismo, a
don Alfonso, que por encima de sus ministros y del alto comisario de Marruecos
dirigió la acometida del desgraciado general Fernández Silvestre contra
Abd-el-Krim, a fin de asegurarse, con la toma de Alhucemas, el Protectorado -en
rigor, la conquista, en cruzada- de Tánger. Alzóse en toda España un clamoreo
pidiendo responsabilidades, y se buscaba la del Rey mismo, según la
Constitución, irresponsable. Fui yo el que más acusé el Rey, y le acusé
públicamente y no sin violencia. Y el Rey mismo, en una entrevista muy
comentada que con él tuve, me dijo que, en efecto, había que exigir todas las
responsabilidades, hasta las suyas si le alcazaran. Y en tanto, con su
característica doblez, preparaba el golpe de Estado del 13 de septiembre de
1923, que fue él quien lo fraguó y dirigió, sirviéndose del pobre botarate de
Primo de Rivera.
Es
innegable que el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 fue recibido con
agrado por una gran parte de la nación, que esperaba que concluyese con el
llamado antiguo régimen, con el de los viejos políticos y de los caciques, a
los que se hacía culpables de las desdichas de la política de cruzada. Fuimos
en un principio muy pocos, pero muy pocos, los que, como yo, nos pronunciamos
contra la Dictadura, y más al verla originada en un pronunciamiento pretoriano,
y declaramos que de los males de la patria era más culpable el Rey que los
políticos. Nuestra campaña -que yo la llevé sobre todo desde el destierro, en
Francia, a donde me llevó la Dictadura- fue, más aún que republicana,
antimonárquica, y más aún que antimonárquica, antialfonsina. Sostuve que si las
formas de gobierno son accidentales, las personas que las encarnan son sustanciales,
y que el pleito de Monarquía o República es cosa de Historia y no de
sociología. Y si hemos traído a la mayoría de los españoles conscientes al
republicanismo, ha sido por antialfonsismo, por reacción contra la política
imperialista y patrimonialista del último Habsburgo de España. En contra de lo
que se hacía creer en el extranjero, puede asegurarse que después de 1921 don
Alfonso no tenía personalmente un solo partidario leal y sincero, ni aún entre
monárquicos, y que era, sino odiado, por lo menos despreciado por su pueblo.
La
Dictadura ha servido para hacer la educación cívica del pueblo español, y sobre
todo de su juventud. La generación que ha entrado en la mayor edad civil y
política durante esos ocho vergonzosos años de arbitrariedad judicial, de
despilfarro económico, de censura inquisitorial, de pretorianismo y de impuesto
optimismo de real orden; esa generación es la que está haciendo la nueva España
de mañana. Es esa generación la que ha dirigido las memorables y admirables
elecciones municipales plebiscitarias del 12 de abril, en que fue destronado,
incruentamente, con papeletas de voto y sin otras armas, Alfonso XIII. Y han
dirigido esas elecciones hasta los jóvenes que no tenían aun voto. Son los
hijos los que han arrastrado a sus padres a esa proclamación de la conciencia
nacional. Y a los muchachos, a los jóvenes, se han unido las más de las mujeres
españolas, que, corno en la guerra de la Independencia de 1808 contra el
imperialismo napoleónico, se han pronunciado contra el imperialismo del
bisnieto de Fernando VII, el que se arrastró a los pies del Bonaparte.
Miguel
de Unamuno (El Sol, 12 de mayo de 1931.)
Unamuno
juzga a la situación española en tres artículos
LA
PROMESA DE ESPAÑA
II.
Comunismo, fascismo, reacción clerical y problema agrícola
El
comunismo no es, hoy por hoy, un serio peligro en España. La mentalidad, o,
mejor, la espiritualidad del pueblo español no es comunista. Es más bien
anarquista. Los sindicalistas españoles son de temperamento anarquista; son en
el fondo, y no se me lo tome a paradoja, anarquistas conservadores. La
disciplina dictatorial del sovietismo es en España tan difícil de arraigar como
la disciplina dictatorial del fascismo. Los proletarios españoles no
soportarían la llamada dictadura del proletariado. A lo que hay que añadir que,
como España no entró en la Gran Guerra, no se han formado aquí esas grandes
masas de ex combatientes habituadas a la holganza de los campamentos y las
trincheras, holganza en que se arriesga la vida, pero se desacostumbra el
soldado al trabajo regular y se hace un profesional de las armas, un
mercenario, un pretoriano. Los mozos españoles que volvían de Marruecos volvían
odiando el cuartel y el campamento. Y el servicio militar obligatorio ha hecho
a nuestra juventud de tal modo antimilitarista, que creo se ha acabado en
España la era de los pronunciamientos. Y, con ello, la posibilidad de los
soviets a la rusa y de fasci a la italiana. Y si es cierto que tenemos un
Ejército excesivo -herencia de nuestras guerras civiles y coloniales-, este
Ejército se compone de las llamadas clases de segunda categoría, de oficialidad
y de un generalato monstruoso. Todo este terrible peso castrense es de origen
económico. El Ejército español ha sido siempre un Ejército de pobres. Pobres los
conquistadores de América, pobres los tercios de Flandes. La alta nobleza
española, palaciega y cortesana, ha rehuído la milicia. Y ese Ejército formaba
y aún forma -hoy con la Gendarmería, la Guardia de Sega-ridad y hasta la
Policía- algo así como aquella reserva de que hablaba Carlos Marx. Son el
excedente del proletariado a que tiene que mantener la burguesía. El ejército
profesional es un modo de dar de comer a los sin trabajo. El cuartel hace la
función que en nuestro siglo XVII hacía el convento. Pero ya hoy muchos de los
que antes iban frailes se van para guardias civiles.
No
creo, pues, que haya peligro ni de comunismo ni de fascismo. Cuando al estallar
la sublevación de Jaca, en diciembre del año pasado, el Gabinete del Rey y el
Rey mismo voceaban que era un movimiento comunista, sabían que no era así y
mentían -don Alfonso mentía siempre, hasta cuando decía la verdad, porque
entonces no la creía-, y mentían en vista al extranjero. Y ahora todas esas
pobres gentes adineradas y medrosas se asombran, más aún que del admirable
espectáculo del plebiscito antimonárquico, de que no haya empezado el reparto.
Y los que huyen de España, llevándose algunos cuanto pueden de sus capitales,
no es tanto por miedo a la expropiación comunista cuanto a que se les pidan
cuentas y se les exijan responsabilidades por sus desmanes caciquiles.
Añádase
que en estos años se ha ido haciendo la educación civil y social del pueblo. Es
ya una leyenda lo del analfabetismo. El progreso de la ilustración popular es
evidente. Y en una gran parte del pueblo esa educación se ha hecho de propio
impulso, para adquirir conciencia de sus derechos. España es acaso uno de los
países en que hay más autodidactos. Hoy, en los campos de Andalucía y de
Extremadura, en los descansos de la siega y de otras faenas agrícolas, los
campesinos no se reúnen ya para beber, sino para oír la lectura, que hace uno
de ellos, de relatos e informes de lo que ocurre acaso en Rusia. «Temo más a
los obreros leídos que a los borrachos», me decía un terrateniente. Y en cuanto
a la pequeña burguesía, a la pobre clase media baja, jamás se ha leído como se
lee hoy en España. Sólo los ignorantes de la historia ambiente y presente
pueden hablar hoy de la ignorancia española. Como tampoco de nuestro fanatismo.
Porque,
en efecto, si no es de temer hoy en España un sovietismo o un fascimo a base de
militarismo de milicia, tampoco es de temer una reacción clerical. El actual
pueblo católico español -católico litúrgico y estético más que dogmático y
ético- tiene poco o nada de clerical. Y aquí no se conoce nada que se parezca a
lo que en América llaman fundamentalismo, ni nadie concibe en España que se le
persiga judicialmente a un profesor por profesar el darwinisno. El espíritu
católico español de hoy, pese a la leyenda de la Inquisición -que fue más arma
política de raza que religiosa de creencia-, no concibe los excesos del cant
puritanesco. Aquí no caben ni las extravagancias del Ku-KIux-Klan ni los
furores de la ley seca en lo que tengan de inquisición puritana. Ahora, que
acaso no convenga en la naciente República española la separación de la Iglesia
del Estado, sino la absoluta libertad de cultos y el subvencionar a la Iglesia
católica, sin concederle privilegios, y como Iglesia española, sometida al
Estado, y no separada de él. Iglesia católica, es decir, universal, pero
española, con universalidad a la española, pero tampoco de imperialismo. Se ha
de reprimir el espíritu anticristiano que llevo al episcopado del Rey y al Rey
mismo a predicar la cruzada. Los jóvenes españoles de hoy, los que se han
elevado a la conciencia de su españolidad en estos años de Dictadura, bajo el
capullo de ésta, no consentirán que se trate de convertir a los moros a
cristazo limpio. Y en esto les ayudarán sus hermanas, sus mujeres, sus madres.
Y a la mujer española, sobre todo a la del pueblo, no se la maneja desde el
confesionario. Y en cuanto a las damas de acción católica, su espíritu -o lo
que sea- es, más que religioso, económico. Para ellas el clero no es más que
gendarmería.
Hay
el problema del campo. Mientras en una parte de España el mal está en el
latifundio, en otra parte, acaso mas poblada, el mal estriba en la excesiva
parcelación del suelo. El origen del problema habría que buscarlo en el
tránsito del régimen ganadero -en un principio de trashumancia- al agrícola.
Las mesetas centrales españolas fueron de pastoreo y de bosques. Las
roturaciones han acabado por empobrecerlas, y hoy, mientras prosperan las
regiones que se dedican al pastoreo y a las industrias pecuarias, se empobrecen
y despueblan las cerealíferas. Mas éste, como el de la relación entre la
industria -en gran parte, en España, parasitaria- y la agricultura, es problema
en que no se puede entrar en estas notas sobre la promesa de España
Miguel
de Unamuno (El Sol, 13 de mayo de 1931.)
Unamuno
juzga a la situación española en tres artículos
LA
PROMESA DE ESPAÑA
III.
Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austria y los
Borbones
Hay
otro problema que acucia y hasta acongoja a mi patria española, y es el de su
íntima constitución nacional, el de la unidad nacional, el de si la República
ha de ser federal o unitaria. Unitaria no quiere decir, es claro, centralista,
y en cuanto a federal, hay que saber que lo que en España se llama por lo común
federalismo tiene muy poco del federalismo de Tite Fedendist o New
Constitution, de Alejandro Hamilton, Jay y Madison. La República española de
1873 se ahogó en el cantonalismo disociativo. Lo que aquí se llama federar es
desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido. Es de
temer que en ciertas regiones, entre ellas mi nativo País Vasco, una federación
desfederativa, a la antigua española, dividiera a los ciudadanos de ellas, de
esas regiones, en dos clases: los indígenas o nativos y los forasteros o
advenedizos, con distintos derechos políticos y hasta civiles. ¡Cuántas veces
en estas luchas de regionalismos, o, como se les suele llamar, de
nacionalismos, me he acordado del heroico Abraham Lincoln y de la tan
instructiva guerra de secesión norteamericana! En que el problema de la
esclavitud no fue, como es sabido, sino la ocasión para que se planteara el
otro, el gran problema de la constitución nacional y de si una nación hecha por
la Historia es una mera sociedad mercantil que se puede rescindir a petición de
una parte, o es un organismo.
Aquí,
en España, este problema se ha enfocado sentimentalmente. y sin gran sentido
político, por el lado de las lenguas regionales no oficiales, como son el
catalán, el valenciano. el mallorquín, el vascuence y el gallego. Por lo que
hace a mi nativo País Vasco, desde hace años vengo sosteniendo que si sería
torpeza insigne y tiránica querer abolir y ahogar el vascuence, ya que agoniza,
sería tan torpe pretender galvanizarlo. Para nosotros, los vascos, el españnl
es COmO un mauser o un arado de vertedera, y no hemos de servirnos de nuestra
vieja y venerable espingarda o del arado romano o celta, heredado de los
abuelos, aunque se los conserve, no para defenderse con aquélla ni para arar
con éste. La biling|idad oficial sería un disparate; un disparate la
obligatoriedad de la enseñanza del vascuence en país vasco, en el que ya la
mayoría habla español. Ni en Irlanda libre se les ha ocurrido cosa análoga. Y
aunque el catalán sea una lengua de cultura, con una rica literatura y uso
cancilleresco hasta el siglo xv, y que enmudeció en tal respecto en los siglos
XVI, XVII Y XVIII, para renacer, algo artificialmente, en el XIX, sería
mantener una especie de esclavitud mental el mantener al campesino pirenaico catalán
en el desconocimiento del español -lengua internacional-, y seria una
pretensión absurda la de pretender que todo español no catalán que vaya a
ejercer cargo público en Cataluña tuviera que servirse del idioma catalán,
mejor o peor unificado, pues el catalán, como el vascuence, es un conglomerado
de dialectos. La biling|idad oficial no va a ser posible en una nación como
España, ya federada por siglos de convivencia histórica de sus distintos
pueblos. Y en otros respectos que no los de la lengua, la desasimilación sería
otro desastre. Eso de que Cataluña, Vasconia, Galicia, hayan sido oprimidas por
el Estado español no es más que un desatino. Y hay que repetir que unitarismo
no es centralismo. Mas es de esperar que, una vez desaparecida de España la dinastía
borbónico-habsburgiana y, con ella, los procedimientos de centralización
burocrática, todos los españoles, los de todas las regiones, nosotros los
vascos, como los demás, llegaremos a comprender que la llamada personalidad de
las regiones -que es en gran parte, como el de la raza, no más que un mito
sentimental- se cumple y perfecciona mejor en la unidad política de una gran
nación, como la española, dotada de una lengua internacional. Y no más de esto.
Por
lo que hace al problema de la Hacienda pública, España no tiene hoy deuda
externa ni tiene que pagar reparaciones, y en cuanto al crédito económico, éste
se ha de afirmar y robustecer cuando se vea con qué cordura, con que serenidad,
con qué orden ha cambiado nuestro pueblo su régimen secular. España sabrá pagar
sin caer en las garras de la usura de la Banca internacional.
En
1492, España -más propiamente Castilla- descubría y empezaba a pobllar de
europeos el Nuevo Mundo, bajo el reinado de los Reyes Católicos Fernando V de
Aragón e Isabel I de Castilla. Unos veintiséis años después, en 1518, entraba
en España su nieto, Carlos de Habsburgo, primero de España y quinto de
Alemania, de que era Emperador, como nieto de Maximiliano. Carlos V torció la
obra de sus abuelos españoles, llevando a España a guerras por asentar la
hegemonía de la Casa de Austria en Europa, y la Contra-Reforma, en lucha con
los luteranos. Con ello quedó en segundo plano la españolización de América y
del norte de Africa. En 1898, rigiendo a España una Habsburgo, una hija de la Casa
de Austria, perdió la corona española sus últimas posesiones en América y en
Asia, y tuvo la nación que volver a recogerse en si. En 1518 al entrar el
Emperador Carlos en la patria de su madre, las Comunidades de Castilla, los
llamados comuneros, se alzaron en armas contra él y el cortejo de flamencos que
le acompañaba, movidos de un sentimiento nacional. Fueron vencidos. Dos
dinastías, la de Austria y la de Borbón, han regido durante cuatro siglos los
destinos universales de España. Estando ésta bajo un Borbón el abyecto Femando
VII, el gran Emperador intruso, Napoleón Bonaparte, provocó el levantamiento de
las colonias americanas de la corona de España. El nieto de Femando VII,
descendiente de los Austrias y los Borbones, ha querido rehacer otro Imperio, y
de nuevo las Comunidades de España, los comuneros de hoy, se han alzado contra
él, y con el voto han arrojado al último habsburgo imperial. España ha dejado
del otro lado de los mares, con su lengua, su religión y sus tradiciones,
Repúblicas hispánicas, y ahora, en obra de íntima reconstrucción nacional, ha
creado una nueva República hispánica, hermana de las que fueron sus hijas. Y
así se marca el destino universal del spanish speak-ing folk. Podemos decir que
ha sido por misterioso proceso histórico la gran Hispania ultramarina, la de
los Reyes Católicos, la que ha creado la Nueva España que al extremo occidental
de Europa acaba de nacer.
Miguel
de Unamuno (El Sol, 14 de mayo de 1931.)
Mensaje de Maciá a los diputados de la Generalidad reclamando lo
ofrecido por el Pacto de San Sebastián. El Gobierno de Madrid disiente
«Señores diputados de la Generalidad de Cataluña: Sería la
realización de mi más íntimo ideal que las palabras pronunciadas en este acto
solemne marcasen el limite en la ruta secular de Cataluña hacia la
reivindicación de sus libertades. Quisiera que, como expresión vital del
despertar de las nacionalidades que se agrupan bajo la República, sintiesen
pronto latir con su ritmo peculiar los corazones de los pueblos bajo la carne
joven de una nueva Iberia.
»Nunca como ahora este deseo ha aparecido tan cerca de su
consecución. La República ha removido el ambiente, dejándolo limpio y puro y
aclarando y fijando los sentimientos y el verbo de los hombres, creando asi un
orden nuevo, en el cual los ideales de libertad triunfan.
»La vida política de nuestro país se encuentra, señores diputados,
en su momento culminante; aquel en que espera ver satisfechos sus más puros
anhelos tradicionales. Y obtendremos el triunfo de la victoria como eclosión cívica
de los más altos sentimientos de libertad.
»Entre el triunfo de nuestra tierra y las circunstancias de este
triunfo hay como una significativa lógica de la Historia. Cataluña, la liberal
y democrática Cataluña, obtendrá el reconocimiento íntegro de su personalidad
de una España renovada, libertada y democrática. Ni podía ser de otra manera,
ni fuera razonable ahora que no sucediese así. El primer paso de la legislación
constitucional de la República debe ser, y hemos de creer que será, restituir
el derecho tradicional al pueblo que ha sido en la historia conjunta de los
países hispánicos el primero en liberalidad y democracia.
»Cataluña ha sido profundamente liberal y demócrata, y así
aparecía cuando su independencia le permitía presentarse ante el mundo tal cual
era, y lo demostró democratizando paulatinamente la estructura feudal que, como
pueblo de origen carolingio, tuvo en sus comienzos; y tanto es asi que incluso
en los usatges, código feudal, se declaran fuera de ley los excesos del
feudalismo y se estructura la constitución política y social de la naciente
nacionalidad, hasta el punto de que ellos han podido ser calificados de Carta
constitucional de nuestra tierra, el monumento más antiguo y esencial del
Derecho público catalán, dictado más de un siglo antes que la Carta Magna de
los ingleses.
»En sus relaciones políticas con los países que formaron parte de
los dominios de sus monarcas catalanes, existió siempre un espíritu de respeto
hacia la libertad de estos pueblos, hasta el punto que o bien constituyeron
reinos con vida completamente autónoma o llegaron hasta crear reinos con plena
independencia.
»Es digno de hacer notar el hecho de que mientras tuvimos monarcas
catalanes, los soberanos y el pueblo marcharon al unísono, como pocas veces se
ha visto en la historia; de manera que, hasta alguno de ellos, como Pedro el
Ceremonioso, que luchó con los aragoneses y los valencianos, tuvo en todas sus
empresas el soporte de Cataluña, que calificó de tierra bendita, poblada de
lealtad. Y las hermosas palabras de Martín el Humano, en las Cortes de
Pamplona, de 1406, como otras de Pedro el Ceremonioso, nos dan aún una medida
de cómo estaba Cataluña iluminada de liberalidad.
»¿Qué pueblo -decía- hay en el mundo que sea así, tan franco de
libertades ni que sea tan liberal como vosotros? Y es precisamente por una
torcida obsesión legalista por lo que se llega a la sentencia de Caspe, a la
proscripción de la dinastía catalana de Jaime de Urgel y a la entronización de
la dinastía castellana.
»Este es, señores diputados, como todos sabéis, el punto de
partida de la pugna, que duró siglos, entre el Poder real y ei pueblo catalán,
pugna que empieza a dibujarse al ver los catalanes que los reyes castellanos
los trataban como súbditos, ellos que siempre se habían considerado como
iguales, ya que el príncipe lo era porque así lo querían todos los catalanes,
que por esta sola consideración de derecho eran libres; pugna que se inició en
tiempos de Fernando de Antequera y que subsiste en tiempos de Alfonso el
Magnánimo, que estalla con toda violencia en tiempos de Juan II con una guerra
que dura más de diez años; que encuentra su instante más amansado en la
política de Fernando el Católico y alcanza después su máximo desbordamiento en
la guerra de los segadores y en la guerra contra Felipe I, que marca el fin de
la libertad de Cataluña con la victoria del absolutismo filipista y que llega
al último Borbón español.
»Dos siglos han transcurrido desde el decreto de Nueva Planta, sin
que se haya reparado este crimen contra nuestra tierra; antes bien, se han
acentuado la persecución; las vejaciones y las limitaciones, principalmente en
el aspecto ling|ístico y cultural, donde hemos visto prohibida la lengua
catalana de las escuelas maternales y de los estudios superiores y universitarios.
Y en nuestros tiempos coinciden en esta persecución los partidos conservadores
con los partidos que se decían liberales. En ninguno de ellos encuentra
Cataluña el espíritu de justicia. Y huelga decir que mucho menos lo encuentra
en los Gobiernos dictatoriales, que llevan su intransigencia hasta prohibir la
plegaria en lengua materna, que juntamente con la prohibición de usarla para la
enseñanza de nuestros hijos constituye el mayor atentado que puede perpetrarse
contra un pueblo.
»Por eso os decía, señores diputados, que Cataluña, por su
carácter liberal y democrático, no podía entenderse nunca, ni siquiera pactar,
con la dinastía, que representaba el obstáculo tradicional de nuestras
reivindicaciones. Y para hacer desaparecer este obstáculo ha luchado Cataluña
entera, aquí, en las Cortes y más allá de las fronteras, y en nuestra empresa
hemos visto cómo se agrupaban gentes de otras tierras hispánicas, porque la
dinastía que hemos derribado no se contentaba con tener los sentimientos de
Cataluña bajo su tiranía, sino que incluso llegó a imponer su despotismo a
Castilla, ahogando las voces más nobles y de más encendido patriotismo.
»Este estado de cosas nos llevó a la reunión de San Sebastián,
donde quedó sellado el pacto para llevar la libertad a todos los pueblos de la
Península. Lo que todo el mundo había dicho que no podría lograrse sino con una
revolución sangrienta, acontece por la voluntad popular cívicamente manifestada
en las elecciones del 12 de abril. En Cataluña, el triunfo de los antidinásticos
fué tan abrumador que dos días después, en este histórico salón, proclamé, por
la voluntad del pueblo, la República catalana, como Gobierno integrante de la
República que pocas horas después se propagaba por tierras de España.
»El cumplimiento del pacto de San Sebastián era, señores
diputados, y ahora es, que las Cortes aceptasen el estado de hecho que se había
creado en Cataluña, y, fieles a nuestra palabra, convinimos con los tres
ministros que, representando al Gobierno español, vinieron a parlamentar con
nosotros, que nuestro Gobierno, durante el período transitorio, se llamaría de
la Generalidad de Cataluña, y que inmediatamente nos serían otorgadas algunas
Delegaciones como un anticipo de más amplias concesiones. Las de enseñanza,
como todos sabéis, han sido iniciadas con el decreto que concede a nuestros
hijos el derecho a ser enseñados en lengua materna, y por el otro, relativo a
las cátedras en catalán.
»En cuanto a las otras Delegaciones, especialmente en materias
económicas y de trabajo, aquella buena disposición no ha tenido aún plena
realización, si bien esto no nos ha impedido intervenir en los conflictos
planteados con el espíritu de justicia y equidad y amor a los trabajadores que
ha guiado siempre nuestros actos, y hemos alcanzado la confianza y la simpatía
que ha inspirado a patronos y obreros nuestro gesto generoso, ya que, desde la
proclamación de la República, Cataluña no ha visto perturbada su vida de
trabajo.
»Finalmente, la Generalidad, con objeto de constituir la Asamblea
que junto con su Gobierno ha de redactar el Estatuto de Cataluña, ha convocado
elecciones por el único procedimiento que permitía la perentoriedad del tiempo
de que se dispone, y estas elecciones os han traido al altísimo lugar que
ostentáis en este sitio. Estáis en este Palacio, saturado de historia patria,
en representación del pueblo de Cataluña; sois Cataluña misma, que, viva y
palpitante, emocionada de poder expresar sin trabas su pensamiento, dirá aquí
cuál es su voluntad, que habremos de acatar todos, yo el primero, así que se
haya obtenido la ratificación que representa el plebiscito de Ayuntamientos y
el «referéndum» popular que se sucederá. Y este acatamiento debe ser, a la vez,
una aceptación y una promesa de defender lo que habremos de presentar como expresión
sincera de la voluntad de nuestro pueblo.
»Señores diputados: Siento vibrar en mí la emoción de este
momento, en que he de callar para que vosotros habléis, para que hable la voz
que está por encima de todos: la voz de nuestro pueblo. Os dejo, pues, para que
recomencéis la tarea que os ha sido confiada; para que la realicéis con toda
libertad. Unicamente me atrevería a pediros, si no conociese suficientemente
cuál es vuestra convicción, que os inspiréis en vuestras decisiones en el amor
que todo hombre debe tener por los demás hombres, en la cordialidad que todo
pueblo ha de sentir hacia los demas pueblos. Y esta cordialidad que os pido, y
que estoy seguro que tendréis, ha de hacerse más patente en estos momentos, en
que, por estar trabajando en carne viva, tanto Cataluña como las demás tierras
ibéricas, la sensibilidad está morbosamente agudizada, aunque esto no quiere
decir que las manifestaciones que hagamos no hayan de reflejar nuestra voluntad
de que nos sea reconocido y respetado lo que de derecho nos corresponde.
»No precisa, pues, que esta cordialidad sea objeto de un artículo,
ni tan sólo de un párrafo, del Estatuto que habéis de redactar.
»Creo que será suficiente que saturéis vuestra obra de una
atmósfera de comprensión para nuestros hermanos de allende el Ebro -a los
cuales me place desde este sitio y en este acto dirigir mi salutación mas
ferviente-, que les digáis que si bien hemos hecho un largo camino juntos por
los yermos y los acantilados de la Historia, en medio de los cuales muchas veces
nos hemos detenido a discutir nuestras disensiones, hemos llegado ya a la
tierra de promisión adonde juntos nos dirigimos; pero desde este momento cada
uno ha de edificar en el valle ubérrimo que nos ofrece la libertad conquistada
el edificio que ha de habitar según los gustos propios, con una arquitectura
peculiar y una distribución interior adecuada a las necesidades de los
moradores.
»Precisa, en fin, decir bien claramente cual es nuestra voluntad
para que no sea tergiversada, y esto lo tendremos procurando no dar en la
estructuración escrita del Estatuto ni un paso atrás, y en esta actitud
tendréis a vuestro lado a todos los catalanes, porque no babrá ninguno que se
atreva a negarse a defender la voluntad del país, ya que no se trata de fijar
una forma de Gobierno en la cual pueden producirse discrepancias, sino que
nuestro gesto es la reclamación que presenta un pueblo para que le sea devuelta
la soberanía de que se le desposeyo. Y decir bien alto que, una vez obtenida la
satisfacción que Cataluña unánime pide, el estímulo eminente de nuestros actos
no ha de ser otro que el de contribuir a instaurar una Confederación ibérica,
en la cual las diversas energías del país sean exaltadas y aprovechadas, puesto
que únicamente así se creará y solidificará la grandeza de la República.
»Señores diputados de la Generalidad: Me despido de vosotros con
estas palabras finales. Pensad que la obra que habéis de realizar juntamente
con el Gobierno representará la voluntad decisiva de nuestra tierra; que ella
ha de ser la base del Código que ha de regir sus destinos; que será el vehículo
de su prosperidad, y por ella podrá colaborar a la de los demás pueblos
hermanos. Trabajad, por tanto, con el entusiasmo que contagia el patriotismo
más puro. Escuchad en vuestro interior la voz profunda del buen juicio racial.
Que vuestra labor sea expresión viviente de las aspiraciones seculares de
nuestra Cataluña, para que podamos hacer de ella una patria liberal,
democrática y socialmente justa.»
Terminada la lectura del anterior mensaje, que ha sido escuchada
con suma atención, el señor Maciá abandonó el salón con el mismo ceremonial que
a la entrada y en medio de ovaciones clamorosas de los diputados y del público.
Inmediatamente después se levantó la sesión. (Febus.)
Una nota del Gobierno
El pacto de San Sebastián y el mensaje del señor Maciá.-
Después del Consejo, el ministro de Instrucción pública leyó a los periodistas
la siguiente nota:
«Con motivo del mensaje del señor Maciá ante la Asamblea de
la Generalidad, el Gobierno, resuelto a cumplir con lealtad de conducta y
amplitud de criterio el pacto de San Sebastián, recuerda y declara una vez más
que lo allí convenido no era ni podía ser la aceptación ciega de situaciones
futuras de hecho totalmente imposibles de prever, y sí el compromiso de
presentar a la deliberación de las Cortes Constituyentes, cuyo poder soberano
nadie podía limitar, el proyecto de Estatuto expresión genuina y contrastada de
la voluntad popular de Cataluña o de cualquiera otra región.
»En cuanto a la afirmación de que hayan existido
compromisos no cumplidos por parte de algunos ministerios, importa declarar que
no hubo compromiso alguno de Gobierno olvidado, y sí la declaración personal y
colectiva de predisposiciones favorables de ánimo que se han ido traduciendo en
las medidas que el mismo señor Maciá reconoce.»
(El Sol, 12 de junio de 1931.)
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